aún estoy temblando y mis
dedos no responden como desearía. para comenzar, les diré que esto no es una
historia ni un cuento como los otros: se trata de un sueño que acabo de tener,
pero que quiero, necesito ponerlo sobre el blanco y así releerlo a la postre.
todavía tengo las imágenes vívidas como el sudor impregnado en mi piyama, y
siento escalofríos al volver a ellos –porque ahora que lo pienso, fueron dos en
total−. estábamos saliendo de una fiesta cualquiera, con mis amigos, y muchas
personas que parecían tan borrachas como nosotros. se me antoja ahora como uno
de esos éxodos masivos que realizan los parroquianos cuando cierran un local al
finalizar la madrugada, muertos de la risa y hablando incoherencias. el asunto
es que caminábamos la mayoría para un lado, por una calle iluminada por la luna
–a juzgar por los tonos azulados que presentaban algunas partes húmedas del
suelo−, con un par de edificios largos como dedos al frente nuestro. alguien,
creo que yo, llevaba una botella de vino medio vacía −¿o estaba llena?− y vimos
pasar –no, primero los escuchamos−, giramos nuestras cabezas, y los vimos
pasar, aviones de guerra rumbo al otro extremo de la ciudad, un puñado de casas
y edificios alzados en una de las caras del puerto. no tardaron en abrir fuego
–puntos rojos recortados en el oscuro cielo de la noche− contra ellas. las
primeras explosiones nos alertaron que no éstos no eran de nuestro bando −básicamente
supimos que no eran nuestros amigos− y así fue que empezó el griterío, los
empujones, a cundir la desesperación entre nosotros; yo igual la sentí al ver
las explosiones y notar el calor de éstas en mi piel. mis amigos giraron hacia
cualquier sitio y salieron corriendo sin que pudiera decidirme a seguir a
alguno de ellos. de todas formas no había mucha diferencia entre una cosa y
otra: de la ciudad al fondo se veía solo fuego y explosiones, y mirando el
cielo, alelado, frío y congelado por el miedo como me encontraba, noté que los
aviones ahora circulaban por sobre la calle en que transitábamos. alcancé a
apreciar un punto acercándose desde uno de ellos, luego otro, y otro, y
desperté asustado en el sillón de mi casa. o lo que en un principio pensé era
mi casa: ésta, a diferencia de la en que me encuentro escribiendo esto, contaba
con muy poca luz, a pesar de sentir, saber, que era eso del mediodía. cosa
curiosa recordar que me encontraba sudado en ese momento al abrir los ojos,
digo, mi yo de ese sueño ya se encontraba sudado cuando abrió los ojos y pensó,
supo, que esa no era su casa a la vez que sí lo era. el asunto es que me
desperecé, sintiendo mi camisa –o mi polera, ya no me acuerdo− pegada a la
piel, pensando, recordando, las imágenes de la ciudad destruida, y el fuego, y
los aviones. escuché gente afuera, como si conversaran pasando por la calle y
me incorporé hallándome en una situación bastante peculiar: el living de mi
casa, amplio y penumbroso, era en realidad toda mi casa: sobre mí había solo
techo raso, una enorme placa de cemento, y al fondo, donde debería ubicarse la
cocina y las demás habitaciones, sólo había una especie de densa oscuridad que
no dejaba ver del otro lado; era tanto así, que incluso la mesa donde supongo
mi yo de ese sueño comía, parecía partida en dos al hallarse afectada por la
negrura espesa, casi materializada. entonces vi aparecer a M. a través de ella,
con paso lento casi robótico. tenía los ojos como velados, sombríos e
inexpresivos, y así, sin decirme nada, me apuntó con una pistola que sostenía
en la mano. estoy seguro que de haber sido la realidad, ésta, nuestra, realidad, M. me habría matado
ahí mismo sin muchos problemas, pero le lancé un manotazo y le quité el arma;
acto seguido, y sin pensarlo siquiera, abrí fuego contra él. extrañamente los
disparos no resonaron en la estancia, y por lo mismo pude escuchar –o sentir,
mejor dicho− a dos personas caminando hacia la entrada de mi casa. miré hacia
atrás, hacia el sillón donde desperté y la ventana abierta de cortinas blancas
ondeantes que la colindaba, y me percaté que la casa donde me encontraba estaba
bajo tierra; lo supe porque el antejardín era una pequeña porción de terreno
umbrosa, con una escalera de piedra al fondo, coronada por una reja maltrecha y
abierta y la luz del día esplendorosa del otro lado. qué raro pensar ahora en
esa casa bajo tierra, sin nada de luminosidad y vida; de hecho, recuerdo haber
tenido la idea de vivir justamente bajo una calle, a vista y paciencia de todos
los que transitaban por ahí cerca. la cosa es que escuché, vi a dos personas
bajar por las escaleras, de terno y corbata, con el mismo caminar que M.; me
demoré un poco en reconocerlos: las dos personas eran nada más y nada menos que
J. y S., quienes en vez de llamar a la puerta con golpes suaves, rompieron la
ventana aledaña a ésta con el claro fin de meter la mano y abrirla de mi lado.
tenían los ojos velados como los de M. y no dudé en abrir fuego contra ellos al
tener noción de sus intenciones. éstos, sin embargo, eran mucho más duros que
el primero. lograron abrir la puerta y entrar, dar unos cuantos pasos dentro de
mi casa, antes de desplomarse con los cuerpos llenos de balas –gracioso que las
balas no se acabaran nunca. me acerqué a ellos para confirmar sus decesos y
pensé que qué cosa horrible podía haberles ocurrido para que terminaran así,
actuando como poseídos. entonces salí de la casa, casi corriendo, sintiéndome
perseguido por alguien, la justicia quizá, y quise que todo terminara en ese
momento. temía que me juzgaran injustamente por lo que había hecho, sin saber
las verdaderas razones de mis actos. pensaba en huir lejos, perderme en un
bosque –que sabía estaba cerca−, cuando sin ninguna clase de aviso, se puso a
llover torrencialmente; me encontraba solo en la calle, empapado; motivado por
mi instinto miré hacia atrás, hacia mi casa, y vi que ésta se estaba repletando
de agua, ingresando por la escalera de piedra y la puerta que había dejado
abierta. ahí fue que me di cuenta que algo, tres figuras entre las sombras,
comenzaban a alzarse con lentitud. el pulso se me aceleró, me acerqué a la reja
–sin bajar por las escaleras− y volví a dispararles aprovechando la distancia.
naturalmente no recuerdo cuantos tiros realicé, pero fueron muchos, suficiente
como para matarlos unas tres veces a cada uno. las sombras volvieron a ser
sombras consumidas por el agua que no le daba tregua a mi hogar y yo volví a
sentirme observado, perseguido, sucio. volteé para escapar lejos sólo para
encontrarme con un niño de unos cinco años observándome atentamente; parecía
concentrado en la pistola que sostenía en mi mano; estaba claro que me había
visto utilizándola. y yo, sin saber muy bien qué hacer al respecto, le apunté
y… entonces desperté sudado, con el piyama adherido a mi piel, tembloroso, con
la necesidad de dejar todo esto sobre el blanco. ahora está oscuro, mi hermana menor
duerme en su cuarto –la escucho respirar profundamente−, en el segundo piso, y
no se siente más vida que la de aquellos perros que no dejan de enviarse
mensajes codificados de casa a casa. releo esto, arreglo algunas cosas
–recordando otras− y me percato, al leer las últimas palabras, que mi hermana
está ahora durmiendo en casa de una amiga, que esta noche estoy solo en casa y
que esas respiraciones profundas no deberían… entonces escucho a alguien
bajándose de la cama allá arriba, alguien que deja de dormir y decide comenzar
a caminar hacia las escaleras, hacia el primer piso, hacia mi cuarto, y yo no
puedo hacer otra cosa más que esperar aquí sentado, temblando, con el piyama
sudado, pegado a mi cuerpo, y los dedos que escriben estas palabras temblando.