Las crónicas de Lago Ensueño #4: Vergüenza familiar



Bastián sintió que la resaca le partía la cabeza incluso antes de abrir los ojos; era como si el dolor fuera aún más rápido que la toma de conciencia misma.
            −¡Mierda! –refunfuñó, llevándose las manos a las sienes para apretarlas. El cuerpo le dolía como si hubiera hecho ejercicios durante todo un día, le afectaba una sed terrible y su estómago parecía querer advertirle que mejor fuera preparándose para una buena sesión de limpieza en el baño−. ¡Carajo!
Haciendo acopio de todas sus fuerzas, el muchacho puso sus pies desnudos en el suelo, sintiendo el frío del piso como una bendición; entonces, una vez sentado en el borde de su cama, pudo al fin respirar hondo y felicitarse a sí mismo por haber sorteado la primera dura prueba del día.
Ahora le quedaba llegar hasta el baño sin ser visto por nadie, lo cual sería toda una proeza.
Bastián se levantó tambaleándose ligeramente, como si sus piernas no tuvieran la fuerza suficiente como para sostenerlo por mucho tiempo, para luego tomar su celular de la mesita de noche, esperando que aún le quedara algo de batería; acto seguido, se apoyó un poco en la pared que tenía a su derecha y consiguió llegar hasta la puerta de su cuarto sin más dificultades. “Objetivo número dos completo”, pensó con cierta dificultad, sonriendo para sus adentros.
Y así, sintiendo su boca pastosa y un latido horrible dentro de su cabeza, Bastián salió al pasillo de su casa esperando no encontrarse con nadie en esas condiciones.
Sin embargo, y como si las cosas no pudieran salir peor, el muchacho se topó con sus padres y sus otras dos hermanas sentados a la mesa. Estaban almorzando.
−Ehhh…, hola –dijo avergonzado, tratando de ocultar la protuberancia del entrepiernas de su piyama sin que nadie se diera cuenta.
Pero sus padres ni sus hermanas pequeñas le respondieron. Estaban estáticos, serios, como si esperaran alguna explicación de su parte. Bastián no sabía qué hacer ni qué decirles, así que luego de sentir otro de esos violentos retorcijones estomacales, optó por farfullar un suave:
−Provecho –para dirigirse directamente al baño de la planta baja, dejándolos atrás así sin más.
Una vez ahí dentro, cerró la puerta con un movimiento torpe y prácticamente saltó sobre el asiento del retrete temiendo no ser lo suficientemente rápido para lograrlo; luego, como es evidente, vino todo lo demás, como si se tratara de detonaciones de escopeta en un lugar completamente cerrado y acuoso.
Para cuando Bastián hubo terminado la primera fase de su explosiva desintoxicación, ya estaba lo suficientemente relajado como para esperar pacientemente la siguiente avalancha de mierda que avanzaba lentamente por su interior. Entonces recordó que traía su celular encerrado en una de sus manos, el cual, por fortuna, aún gozaba de tener un 10% de batería. Sin dejar de sonreír lánguidamente, ingresó su clave para desbloquearlo y abrió su perfil de Facebook antes que cualquier otra cosa.
No obstante, no pudo evitar susurrar un lento:
−Qué... mierda… –al comprobar que su foto de perfil había sido reemplazada por la de un ano (al juzgar por su forma, el de una mujer) sufriendo un prolapso. No lo entendía, sus desconectadas neuronas le impedían procesar la información que recibían sus ojos; pensó que era un error del servidor, o de Facebook en sí; a veces sucedía que la página te mostraba cosas que en realidad no estaban ahí por culpa del gran tránsito de usuarios, errores provenientes de la compañía de Internet, o algo así le había escuchado decir a uno de sus amigos. Pero después de ver todos los comentarios que tenía la foto a sus pies, no le cupo duda que eso en verdad estaba ocurriendo.
“Basti, qué onda esta foto?”, decía el de su amiga Angélica.
“Así te dejaron el culo ayer, maricón?”, le había escrito otro de sus amigos.
Bastián sintió un frío recorrer su espinazo.
“Siempre supe que eras homosexual”, decía otro comentario, el de un antiguo compañero de la Básica que le caía mal.
“Bastián, hijo, ¿necesitas ayuda?”, le había posteado una de sus tías que vivía en el sur del país sirviendo en una iglesia evangélica de gran renombre.
−Hijos de puta –dijo el chico, creyendo saber quiénes estaban detrás de todo aquello.
Apretó el botón para retroceder a la página anterior y comenzó a revisar las publicaciones de su muro, encontrándose con un montón de otras fotos posteadas desde su cuenta en las que salía sin consciencia y totalmente desnudo sobre la alfombra de la casa de su amigo. En algunas salía boca arriba, con su arrugado pene al aire, y en otras boca abajo, con distintos objetos insertos entre sus nalgas: en una era una salchicha congelada; en otra era un enorme bate de béisbol introducido hasta su mango; después fue el turno de una brillante raqueta para jugar tenis... 
Bastián, asqueado y furibundo, no quiso seguirlas viendo, buscando rápidamente la opción que permitía borrarlas y olvidarlas para siempre. No obstante, antes de siquiera intentarlo, se dio cuenta que un nombre bastante conocido le había puesto me gusta a una de ellas (en la que salía con el bate de béisbol entre sus nalgas, para ser más exactos).
−No puede ser –dijo el muchacho, horrorizado: resultaba que su dueño no era otra persona más que su propio padre−. Mierda, no…−Su padre le había puesto me gusta a su foto, lo que significaba, con toda certeza, que ya las había visto; quizá era por eso que todos se habían comportado así con él en la mesa mientras comían−. Mierda…
Instintivamente, Bastián apretó su mandíbula, sintiendo que las venas de su cuello y sienes iban a explotar en cualquier momento; su rabia parecía querer abarcarlo todo.
Entonces la luz del baño empezó a titilar espasmódicamente, los vidrios vibraron como si se estuviera acercando un enorme camión a la casa y la pantalla del celular comenzó a resquebrajarse sin ninguna explicación bajo sus dedos.
El muchacho sentía que la ira se esparcía por su sangre como una mancha oscura y virulenta, ensuciando todo lo bueno que podía haber dentro suyo. La sintió en sus brazos, dedos, pies, músculos, pensamientos y sentimientos..., hasta que anidó en su cabeza, como si hubiera encontrado ahí el lugar perfecto para levantar su eterno hogar.
Fue en eso que el vidrio, el espejo frente al lavamanos y la bombilla que no dejaba de temblar, explotaron arrojando fragmentos de sus cristales por todos lados; el celular de Bastián, por su parte, saltó lejos sin previo aviso y estalló en el aire, reduciéndose a un montón de trozos de plástico fundido.
Se escuchó alguien avanzar rápido por el pasillo del otro de la puerta; al cabo de unos breves segundos, el papá de Bastián golpeó ésta última y llamó:
−¡Pasa algo! ¡Qué fue eso!
Pero su hijo no respondió; en vez de eso se levantó sin molestarse en limpiarse, ni ponerse el piyama, ni pisar los trozos de vidrio del suelo.
El hombre volvió a golpear la puerta, esta vez con más fuerza, y gritó nuevamente:
−¡Bastián, dime qué pasa…!
Sin previo aviso, ésta se abrió de par en par con violencia, mostrando lo que podía  seguir considerando su hijo; pero sus ojos estaban completamente oscuros, como si les hubiera caído tinta negra en su interior hasta inundarlos por completo.
−¿Bas… Bastián? –preguntó temeroso el hombre, sin reparar en que volvía a ver a su hijo desnudo por segunda vez en menos de veinticuatro horas−. ¿Estás… bien, Bastián?
Su hijo, de diecisiete años, levantó ambas manos hasta dejar sus palmas a la altura de su cara; después de eso, todo fue oscuridad y la nada.

Cuento #62: Adicciones

En un intento de tenerlo todo dentro de su cabeza, A. no dejaba de leer diferentes libros cada vez que podía, a veces sin comer nada durante el día, otras sin siquiera levantarse de su cama para hacer sus necesidades. Y es que su dieta consistía solo en eso: meter como pudiera la mayor cantidad de palabras en su mente, toda la información, todos los significados posibles. Por eso dinero que tenía lo gastaba en libros, ya fueron usados, fotocopias (legibles, por supuesto), antiguos, apolillados o recién sacados de su envoltura; y si no lo tenía, pues bueno…, conocía muy bien las artimañas para llevarlos a casa sin que nadie se enterara, engrosando más y más la amplia biblioteca que tenía a un lado de su cama, la misma que una vez fue un simple mueble heredado por su madre y que ahora se definía como una gran estantería amplificada por sus propias manos –que dicho sea de paso, poco sabían del rubro−, llena de colecciones de libros infantiles, ciencia ficción, entrevistas a sus autores favoritos, biografías y autobiografías, mucha prosa, poesía, etcétera, etcétera. Era tanta su adicción a los libros, que a veces no dormía por las noches si un libro lograba engancharlo en su mejor parte, o no conseguía concentrarse en otras tareas de la casa si sentía que aún estaba dentro de un relato, llamándolo desde la mesita de noche donde los dejaba reposando. Así se la llevó por años, leyendo a autores muertos y vivos, conocidos y desconocidos. Así se la llevó por años, hasta que un día, luego de tener más de trescientos libros apilados y apretados unos con otros, su improvisada estantería cedió ante el peso de todos los conocimientos contenidos dentro de ella como si las palabras hubieran aumentado su peso para abalanzarse sobre quien tanto las quería. Fue un abrazo eterno que A. disfrutó desde el comienzo, riendo a cada golpe que le daban los lomos sobre su cuerpo, uno tras otro, uno tras otro, hasta que la respiración se hizo imposible y su cuerpo quedó sepultado bajo el peso de sus más preciados tesoros.
            Para cuando encontraron su cuerpo por casualidad tres meses después de lo acontecido, su piel permanecía intacta, como si nunca hubiera transcurrido el tiempo, y la sonrisa de felicidad aún persistía clavada en el rostro.