En un intento de tenerlo
todo dentro de su cabeza, A. no dejaba de leer diferentes libros cada vez que
podía, a veces sin comer nada durante el día, otras sin siquiera levantarse de
su cama para hacer sus necesidades. Y es que su dieta consistía solo en eso:
meter como pudiera la mayor cantidad de palabras en su mente, toda la
información, todos los significados posibles. Por eso dinero que tenía lo
gastaba en libros, ya fueron usados, fotocopias (legibles, por supuesto),
antiguos, apolillados o recién sacados de su envoltura; y si no lo tenía, pues
bueno…, conocía muy bien las artimañas para llevarlos a casa sin que nadie se
enterara, engrosando más y más la amplia biblioteca que tenía a un lado de su
cama, la misma que una vez fue un simple mueble heredado por su madre y que
ahora se definía como una gran estantería amplificada por sus propias manos
–que dicho sea de paso, poco sabían del rubro−, llena de colecciones de libros
infantiles, ciencia ficción, entrevistas a sus autores favoritos, biografías y
autobiografías, mucha prosa, poesía, etcétera, etcétera. Era tanta su adicción
a los libros, que a veces no dormía por las noches si un libro lograba
engancharlo en su mejor parte, o no conseguía concentrarse en otras tareas de
la casa si sentía que aún estaba dentro de un relato, llamándolo desde la
mesita de noche donde los dejaba reposando. Así se la llevó por años, leyendo a
autores muertos y vivos, conocidos y desconocidos. Así se la llevó por años,
hasta que un día, luego de tener más de trescientos libros apilados y apretados
unos con otros, su improvisada estantería cedió ante el peso de todos los
conocimientos contenidos dentro de ella como si las palabras hubieran aumentado
su peso para abalanzarse sobre quien tanto las quería. Fue un abrazo eterno que
A. disfrutó desde el comienzo, riendo a cada golpe que le daban los lomos sobre
su cuerpo, uno tras otro, uno tras otro, hasta que la respiración se hizo
imposible y su cuerpo quedó sepultado bajo el peso de sus más preciados
tesoros.
Para cuando encontraron su cuerpo por casualidad tres
meses después de lo acontecido, su piel permanecía intacta, como si nunca
hubiera transcurrido el tiempo, y la sonrisa de felicidad aún persistía clavada
en el rostro.