Cuento #62: Adicciones

En un intento de tenerlo todo dentro de su cabeza, A. no dejaba de leer diferentes libros cada vez que podía, a veces sin comer nada durante el día, otras sin siquiera levantarse de su cama para hacer sus necesidades. Y es que su dieta consistía solo en eso: meter como pudiera la mayor cantidad de palabras en su mente, toda la información, todos los significados posibles. Por eso dinero que tenía lo gastaba en libros, ya fueron usados, fotocopias (legibles, por supuesto), antiguos, apolillados o recién sacados de su envoltura; y si no lo tenía, pues bueno…, conocía muy bien las artimañas para llevarlos a casa sin que nadie se enterara, engrosando más y más la amplia biblioteca que tenía a un lado de su cama, la misma que una vez fue un simple mueble heredado por su madre y que ahora se definía como una gran estantería amplificada por sus propias manos –que dicho sea de paso, poco sabían del rubro−, llena de colecciones de libros infantiles, ciencia ficción, entrevistas a sus autores favoritos, biografías y autobiografías, mucha prosa, poesía, etcétera, etcétera. Era tanta su adicción a los libros, que a veces no dormía por las noches si un libro lograba engancharlo en su mejor parte, o no conseguía concentrarse en otras tareas de la casa si sentía que aún estaba dentro de un relato, llamándolo desde la mesita de noche donde los dejaba reposando. Así se la llevó por años, leyendo a autores muertos y vivos, conocidos y desconocidos. Así se la llevó por años, hasta que un día, luego de tener más de trescientos libros apilados y apretados unos con otros, su improvisada estantería cedió ante el peso de todos los conocimientos contenidos dentro de ella como si las palabras hubieran aumentado su peso para abalanzarse sobre quien tanto las quería. Fue un abrazo eterno que A. disfrutó desde el comienzo, riendo a cada golpe que le daban los lomos sobre su cuerpo, uno tras otro, uno tras otro, hasta que la respiración se hizo imposible y su cuerpo quedó sepultado bajo el peso de sus más preciados tesoros.
            Para cuando encontraron su cuerpo por casualidad tres meses después de lo acontecido, su piel permanecía intacta, como si nunca hubiera transcurrido el tiempo, y la sonrisa de felicidad aún persistía clavada en el rostro.