El cielo estaba despejado, con un montón de
estrellas salpicándolo. Como la ciudad y el pueblo más cercano se encontraban a
un buen puñado de kilómetros de distancia, la contaminación lumínica que
producían no afectaba en gran medida la zona donde se hallaba. En otra ocasión
hubiera pensado que este detalle hacía del lugar un paisaje mucho más bonito,
ameno e incluso romántico, pero ahora que se encontraba ahí, en medio de un
camino completamente a oscuras, con los pantalones mojados y una camisa como
por todo vestuario, muerto de frío, le hacía sentir profundamente solo y
desesperanzado. De seguro no encontraría a nadie quien pudiera ayudarle en
kilómetros, y él se moría de sed y hambre.
Alberto, luego de sentir los primeros
aguijonazos del apetito y la resequedad en su boca y esófago, cayó en la cuenta
de que no había comido ni tomado nada desde esa mañana, hacía ya muchísimas
horas.
El
joven hizo el gesto de sacar su celular del bolsillo para comprobar la hora,
pero tal como sucedió en su primer intento, se encontró con la desagradable
sorpresa de que la batería del aparato se había acabado por completo mientras
reproducía su innecesaria y ruidosa presentación; siempre le sucedía cuando lo
apagaba y lo volvía a encender: el aparato gastaba más energía al encenderse y
apagarse que con cualquier otra acción de su repertorio.
“Nunca
funciona cuando más lo necesito”, rumió Alberto, quien a su vez se había
imaginado llamando a Mario, su amigo, para decirle que lo fuera a buscar allá
donde estaba aunque le costara un mes entero de sueldo –que él luego repondría,
naturalmente.
Sin
embargo ahí estaba: solo, olvidado y desamparado. Su única posibilidad de poder
contar todo lo ocurrido y hallarse nuevamente a salvo, era continuar caminando
hasta encontrar una casa (con gente habitándola) o que algún conductor lo
encontrara en el camino y le brindara su ayuda o lo llevara hasta el pueblo más
cercano o a la ciudad misma. De otra manera, jamás lo lograría. Eso lo tenía
más que claro.
Un
graznido quebró el mantra omnipresente de los grillos; en algún lugar ladró un
perro; en otro lugar mucho más lejano le replicó otro. Pero una noción de humanos,
cualquier atisbo de vida presente en la noche, era imposible de hallar. Hernán
se había hecho con una casa de veras muy alejada de todo, completamente aislada
de la civilización y la gente. El dinero todo lo podía, pensó Alberto, mientras
arrastraba los pies por la tierra totalmente cansado y abatido. Si él tuviera
un capital parecido al de Hernán, de seguro habría hecho lo mismo: porque no
había como una casa alejada de todo, donde podías estar tranquilamente con tu
pareja –o amante– haciendo el amor, gritando, sin vecinos majaderos ni
ruidosos. Alberto pensó, no sin sentir un sabor amargo, que nada se comparaba
con la soledad bien acompañada.
Si
Hernán no hubiera irrumpido de la manera en que lo había hecho esa mañana,
probablemente Tatiana y él se encontrarían en ese momento compartiendo la misma
cama, desnudos, comiendo quesos, pastas y frutas y tomando cerveza, vino y
espumante mientras veían alguna porquería acostados, esperando a que el apetito
sexual de ambos volviera a ponerlos deseosos de más acción. Si Hernán no
hubiera aparecido de la nada –o “si Hernán no hubiera descubierto los pasos en
los que andaba su esposa”, mejor dicho–, ahora estarían relajados y abrigados,
no muerta –Tatiana– ni al borde de la inanición –él–. Alberto tenía planeado
quedarse al menos unos dos días en aquella casa, viviendo las comodidades fruto
del esfuerzo de Hernán como la rata bípeda que era.
Pero todo les había salido como la
mierda: del fin de semana paradisiaco solo quedaba un recuerdo vago, una idea completamente
derruida, un sueño hecho pedazos. Alberto no podía creer que todo hubiese
ocurrido en menos de un día; esa mañana, incluso, se le antojaba lejana, de
otra vida, una totalmente ajena.
Alberto manoseó la posibilidad de
detenerse por un rato y descansar a un costado del camino en una de las tantas
piedras que se veían recortadas contra la noche. A la mierda las arañas y otros
bichos que pudieran merodearlo: después de haber presenciado cómo un hijo de
puta loco mataba a su esposa de un disparo, la picadura de un insecto o un
arácnido carecía brutalmente de importancia.
Pero si se detenía, pensó el joven, si
se detenía, probablemente no conseguiría tener las fuerzas suficientes para
levantarse nuevamente. Con lo acalambrados que tenía sus músculos, aquello no
parecía una reacción muy alejada.
Alberto no podía evitar imaginarse
sosteniendo un vaso de cristal con agua helada en su interior, luego
llevándosela a la boca y después ingiriéndola, dejándola por un rato adentro de
su cavidad bucal para que la frescura quedara ahí dentro y el frío no le terminara
por dañar la garganta, tal y como la Maca, su ex, le había enseñado. No sabía
por qué, pero el agua helada no le quitaba la sed como se suponía debía hacerlo.
El joven tomó nota mental de buscar alguna explicación por Internet cuando
pudiera hacerlo; aunque con toda seguridad se olvidaría de ello apenas
transcurrieran unos cuantos minutos de complicada caminata.
Alberto se conformaba con un vaso de
agua, uno solo, algo que le quitara
la sed inmediata y le permitiera seguir adelante con algo de esperanza a
cuestas, nada más. Pero ahí, a menos que se encontrara con una fuente de agua
natural en medio de la oscuridad, no existía posibilidad alguna de saciar sus
deseos como quisiera.
Un perro, al parecer el mismo de hace
unos momentos (a juzgar por su ladrido agudo), volvió a aullar en un punto del
sector, y Alberto tuvo la terrible idea de un animal apareciéndosele en el
camino, totalmente hambriento –mucho más que él, por supuesto–, tal vez el
mismo perro que ladraba en lontananza, dispuesto a atacarle para conseguir algo
de comida. Alberto, tal y como se encontraba, no podría hacer mucho para
defenderse, cosa que le trajo a la cabeza el recuerdo de un hombre que cortaba
el pasto de los jardines en la localidad donde nació, conocido por encontrarse
borracho la mayor parte del día. La gente le tenía una estima sosegada, digamos
más pena que estima, por lo que siempre contrataban sus servicios que cada vez
dejaban más que desear. Hasta que un día, una mañana, lo encontraron muerto en
un erial donde los niños jugaban a la pelota por las tardes: le faltaba más de la
mitad de la cara y gran parte de sus piernas y brazos. Cuando lo hallaron, los
perros aún seguían dándose un festín con la poca carne que contaba su cuerpo,
los mismos que le habían atacado durante la noche y que componiendo un grupo
tan grande como el suyo, siempre tuvieron todas las de ganar.
Podría ganarle a un perro, meditó
Alberto, imaginándose una situación hipotética en la que era atacado por un
perro flacucho pero decidido y él se armaba de una piedra para reventarle la
cara cuando éste iniciara su ofensiva; pero si le atacaban en grupo, podía
olvidarse de llegar a su casa.
“Al menos el hombre del pasto estaba
borracho cuando lo mordieron hasta la muerte”, le dijo una voz a Alberto,
llevándolo a imaginar lo horrendo que sería estar consciente de todas las
dentelladas brindadas por una docena de diferentes hocicos en distintas partes
de su cuerpo.
Salvarse de un hombre y su pistola para
morir devorado por un montón de perros hambrientos, eso sí que sería gracioso.
Salir de un problema para terminar en otro mucho más grande y complicado tal
vez fue su destino desde un comienzo: presenciar un asesinato, quedarse dormido
y abandonado en una casa, debajo de una cama, para huir de ella en medio de la
noche y ser comida de un puñado de perros cuando se disponía a salvar su
pellejo y contarle a todo el mundo lo que le había hecho el hijo de puta de
Hernán a Tatiana.
“Un muy buen argumento para una serie de
humor negro”, pensó Alberto, sonriendo muy a su pesar.
Entonces fue que escuchó algo moverse
unos cuantos metros más adelante en el camino, el sonido de unos pasos y un par
de guijarros golpeando el suelo en pleno silencio. Podría haber sido su
imaginación, una falla en la recepción de estímulos producto de su
deshidratación, hambre y el desesperante frío que le estaba matando lentamente,
pero sus ojos, acostumbrados a la ausencia de luz en el paisaje, se percataron
de la figura cuadrúpeda de un animal detenido frente a él. Alberto no creía que
se tratara del mismo perro que había ladrado hacía un rato (menos aún el que le
había respondido), pero bien podía ser otro completamente distinto a ellos.
“Uno más agresivo y hambriento”, se dijo el joven, relamiéndose los labios
resecos por el miedo.
Alberto buscó una piedra de tamaño
considerable cerca suyo sin quitarle la mirada de encima al animal; el perro –o
lo que fuera– parecía esperar una acción de su parte, cualquiera, para
reaccionar. Si él atacaba, Alberto se defendería; de otro modo, la escaramuza
que se podía desarrollar entre ambos podía ser fácilmente evitada.
La mano derecha del joven se cerró en
una piedra un tanto más grande que ella, suficiente para alejar al maldito
animal en caso de que le atacara. Con ella en ristre, pudo sentirse un poco más
sereno y seguro. Ya no tenía tanto miedo a la sombra que se proyectaba contra
él. Sólo debía esperar su reacción y ver qué pasaba.
La sombra olisqueó el aire, y Alberto no
tuvo duda de que se trataba de un perro. El animal parecía inseguro, como si no
terminara por convencerse si lo que tenía al frente podía servirle como ayuda
para garantizar comida, como comida en sí, o si continuar con su camino sin
interrumpir nada que terminara por poner en peligro su vida. El joven lo miraba
extasiado, preparado para cualquier cosa.
El perro dio un paso inseguro hacia él,
y al no obtener una respuesta de su parte, avanzó otro tanto, ansioso.
Alberto, por su parte, apretó la piedra
en su mano con más fuerza. Se sentía completamente capaz de matar al perro a
golpes en caso de ser necesario. Total, pensó, no hay nadie en kilómetros a la
redonda capaz de enjuiciarme por ello.
El joven contuvo la respiración por un
breve instante mientras el animal no dejaba de acercársele; no lograba verlo a
cabalidad, pero lo sentía cada vez
más cerca y resuelto. Alberto no pudo evitar recordar al hombre que cortaba el
pasto de los jardines de las casas allá donde había nacido; los vecinos que lo
habían encontrado dijeron que habían partes de su rostro en las que incluso se
veía el cráneo pelado, como en los dibujos animados.
¿Me encontrarán así mañana cuando vuelva
a transitar la gente por este camino?, se imaginó el joven, ideando la mejor
manera de propinar un golpe con la piedra que encerraba en su mano.
Sin embargo, cuando faltaban no más de
unos seis metros para que el animal llegara hasta su lado, éste, de repente,
miró en todas direcciones, desesperado, y huyó por el mismo lugar por donde
había aparecido, engullido por la negrura que lo reinaba todo.
Alberto, por su parte, quedó paralizado
sin entender muy bien qué ocurría. Después de unos segundos, se dijo que qué
importaba: al menos el perro no le había atacado, y en aquello se constituía su
pequeña victoria.
El joven estaba en eso de arrojar lejos
la piedra que tenía en su mano cuando sintió la presencia de un ronroneo acercarse
en dirección suya. Al principio desconoció el ruido que se aproximaba, pero no
le bastó mucho tiempo para saber que era imposible equivocarse con algo que
venía escuchando desde su departamento en la ciudad desde hacía tantos años. A
diferencia de un relámpago y su trueno, en esta ocasión Alberto escuchó primero
el sonido y después vio la luz venir hacia él.
Era, cómo no, un vehículo, el primero
que veía y sentía desde hacía horas.
El joven se detuvo a un lado del camino y comenzó a
agitar sus brazos en dirección al vehículo que se aproximaba. Venía del lado
contrario, como si regresara de la ciudad, pero Alberto sabía que si lo dejaba
pasar, otra oportunidad como esa probablemente no llegaría hasta bien entrada
la madrugada, o tal vez hasta el día siguiente; y para el día siguiente, aún
podían ocurrir muchas y desagradables cosas: como morir devorado por perros
hambrientos, por ejemplo, o perderse en la inconsciencia y ser encontrado
congelado entre medio de las piedras cuando el sol lo permitiera. Frente a
tales panoramas, Alberto creyó que preguntar y solicitar un poco de ayuda era
mucho mejor que no hacer nada por salvar su vida.
El
vehículo era una camioneta, a juzgar por sus luces y su tamaño. Por un momento
Alberto temió que el conductor no se percatara de su presencia en el camino y
acabara por atropellarlo como a un conejo hipnotizado por los focos, pero al advertir
que éste comenzó a aminorar la velocidad a medida que disminuía la distancia
entre ellos, supo que sus movimientos desesperados habían dado frutos.
Alberto
no podía contener su felicidad: fuese cual fuese la respuesta del conductor, había
dado un gran paso al llamar su atención y detenerlo en medio de la nada; lo
demás se trataría de un asunto de buena o mala, muy mala suerte, nada más.
El
chofer manejó su camioneta con cuidado hasta dejar la ventanilla de su puesto a
la altura del rostro de Alberto. Era un hombre de unos bien cuidados cuarenta
años, el pelo corto al estilo militar y una nariz similar a la de los
emperadores romanos. Tenía un aire tranquilo, como si en ese viaje de retorno a
casa (¿podía asegurar Alberto que ese hombre vivía por las cercanías y retornaba
a casa desde su trabajo en la ciudad?) se hallara la quintaesencia de la
tranquilidad y la armonía. A Alberto le dio muy buena espina.
−Hola
–le saludó éste, tímido y acucioso a la vez.
−Hola,
chico –le dijo el hombre, enseñándole una sonrisa alentadora−. ¿Estás bien?
¿Necesitas algo?
Un torrente
de ideas, pensamientos y palabras inundaron la cabeza de Alberto en cuestión de
segundos, pero por su propio bien, debía serenarse; no fuera que el hombre
pensara que se hallaba frente a un maldito demente capaz de matarlo ahí mismo y
robarle su camioneta, como en esos casos que aparecían con cada vez más
frecuencia en las noticias.
−Quería
saber… −dijo Alberto, con la voz completamente pastosa. Se aclaró la voz antes
de continuar−. Quería saber si me puede ayudar. Necesito de su ayuda. Es
urgente.
−¿Urgente?
–El conductor lo quedó mirando extrañado−. ¿Te asaltaron? ¿Te han hecho daño?
Alberto
se dedicó una rápida inspección para recordar que sus pantalones estaban meados
(aunque un tanto más secos) y que contaba con una única camisa para abrigarse
en una noche que pedía a gritos al menos una chaqueta más para combatir sus
bajas temperaturas.
El joven no sabía por dónde empezar: habían
sucedido tantas cosas ese día, que no tenía idea sobre qué contarle primero;
porque de una u otra manera, debía tener cuidado con lo que decía: Alberto
tenía muy claro que a la gente no le gustaba prestar ayuda cuando existía la
posibilidad de involucrarse en casos peligrosos o relacionados con la ley.
Sin
embargo, el chofer pareció intuir su disyuntiva.
−¿Quieres
que te lleve a la ciudad, cierto?
Alberto,
sin poder creer su buena suerte, asintió.
−Ven,
súbete –le dijo el hombre, indicándole con un ademán el lado del copiloto.
−Pero
estoy… sucio –le dijo el aludido,
muerto de vergüenza. No sabía cómo decirle (o hacer alusión) a que se había
meado encima hacía unas cuantas horas atrás, mientras dormía en el suelo bajo
una cama.
−Eso
no importa, puede arreglarse –sentenció el conductor−. Mejor sube, que hace frío.
Sin
decir una palabra más, Alberto vadeó la camioneta por delante de sus focos y
abrió la puerta del lado del copiloto, sintiendo una vaharada de aire
calefaccionado contra su cuerpo. El ambiente adentro le sentó como una delicia.
El
conductor no pudo evitar disimular una leve mueca de asco al sentir el
penetrante olor a amoniaco que acompañaba a Alberto, mas hizo como si no
hubiera sentido nada y echó a andar su camioneta con la vista pegada al frente.
Por
un instante en que se sobresaltó un montón, Alberto tuvo la rápida idea de que
el hombre lo llevaría de nuevo a la casa de Hernán, pero al cabo de un rato se
dio cuenta que éste no hacía otra cosa más que buscar un espacio considerable
en el camino para maniobrar el vehículo y cambiar de dirección hacia la ciudad.
Luego de eso, pudo volver a respirar con más tranquilidad.
−¿Cómo
te llamas? –le preguntó el conductor, sin quitar la mirada del camino.
−Alberto
–respondió el aludido. Por un momento, Alberto supuso que preguntarle su nombre
de vuelta sería un descaro después de haber recibido un aventón de su parte;
pero la responsabilidad de continuar con el diálogo le hizo proseguir−. ¿Cómo
se llama usted?
−Alberto
–dijo el hombre, luego de unos segundos−. Somos tocayos –añadió con una
sonrisa.
−El
mejor nombre de todos –dijo el joven a modo de broma, y los dos rieron
desternillados. Alberto no podía obviar el hecho de que no había reído en
ningún momento durante ese día.
−¿Qué
te trajo por estos lares, chico? –quiso saber el conductor, utilizando ese
acento propio de los que tienen una buena situación económica.
Alberto
se mordió un labio sin saber qué decir, pero cuando tomó una decisión al
respecto, ya se encontraba soltando la verdad más sobrecogedora de todas.
−Vi
un asesinato –dijo éste, y sintió cómo un silencio se extendía por todo el
interior del vehículo−. Vi cómo un hombre mataba a su esposa.
El
conductor no supo qué decirle en primera instancia.
−¿Un
asesinato? ¿Cómo?
−Verá
–comenzó Alberto−, una amiga me invitó a su casa sin saber que su marido
llegaría en cualquier momento.
El
Alberto conductor le miró de soslayo, atento.
Y
como éste no dijo nada, el Alberto joven supo que debía seguir con su historia.
−Y
bueno, el hombre llegó y acusó a su esposa de infiel, de que él había preparado
todo eso para pillarla en pleno acto.
−¿Y
tú dónde estabas?
−Me
escondí –dijo el joven, azorado−. No pude hacer otra cosa –se apresuró a
agregar, como si no quisiera que pensaran lo peor de él.
−No
te preocupes. Uno hace lo que debe hacer para sobrevivir y contar lo ocurrido a
los demás; de otra forma la muerte de esa mujer no valdría nada, ¿no?
Alberto
afirmó sintiendo una ola de agradecimiento hacia ese hombre.
−¡Exacto!
−Y
ese hombre, ¿no sabes dónde fue?
−No
lo sé… Me quedé dormido en el lugar donde… estaba escondido.
−¿Y
no roncaste o algo por el estilo? –inquirió el hombre, mostrando cada vez más
interés en la conversación−. Podría haberte descubierto por tus ronquidos, ¿no?
−No…
no lo sé. No lo había pensado de esa manera.
El Alberto
conductor, sin quitar la vista de las sombras esparcidas por la potente luz de
su camioneta adelante, sonrió enigmáticamente.
−Pues
es toda una suerte que estés vivo, ¿no?
−Sí,
lo mismo pienso –dijo el aludido como por decir algo. Ahora sentía el cuerpo agotadísimo,
con los músculos relajados pero gomosos, como si no tuviera nada adentro de
ellos. La cabeza empezó a adormecérsele, como cuando estudiaba hasta tarde por
la madrugada y ya no podía leer una palabra más de las fatídicas guías que le entregaban
sus profesores. Los ojos, por su lado, eran verdaderos pozos con vidrio molido
en su interior. “Si me hubiera detenido a descansar en el camino, de seguro me
quedo dormido”, se dijo Alberto, contento de haber tomado la decisión de seguir
avanzando y no descansar a un lado del camino.
El Alberto
conductor dio un suave respingo, como si recordara algo de repente, y metió su
mano derecha en uno de los recovecos debajo de la radio del vehículo. De ahí
sacó un paquete de cigarros, el cual abrió con un movimiento de la mano y se la
extendió hacia el Alberto copiloto.
−¿Quieres uno, chico? –le ofreció el primero.
Alberto se encontraba en pleno proceso de dejar el vicio
de los cigarros tanto por motivos de salud como económicos, pero ahora que le
invadía esa sensación de estar viviendo una nueva oportunidad para poder hacer
bien las cosas, un poco de humo en sus pulmones se le antojaba una de las
insignificancias más grandes de la vida.
Alberto le agradeció el ofrecimiento al chofer y extendió
sus dedos para sacar un cigarro del paquete. Sus falanges, por desgracia, se
hallaban tan temblorosas por el frío que aún no abandonaba su cuerpo, que no
pudo impedir volcar unos cuantos de ellos sobre la caja de cambios y el suelo
del lado del conductor.
−¡Oh, no, lo siento, por favor, no fue mi intención, yo…!
−Tranquilízate –le dijo el hombre, encendiendo la luz del
interior de la camioneta sin quitar la vista del frente−. ¿Los ves ahora?
−Sí, acá los veo –replicó el aludido, agachándose para
lograr alcanzar los dos cigarros que habían caído del lado del hombre. “¡Cómo
puedes ser tan tonto!”, se dijo el joven, totalmente avergonzado: le daban una
ayuda que cualquier otra persona se lo hubiera negado y él venía y despreciaba
los cigarros que, por agregado, le ofrecían. Alberto estaba en eso, extendiendo
sus dedos para evitar que su cabeza quedara en una posición incómoda (e
indecorosa para el conductor), cuando le asaltó una sensación de lo más
extraña: la visión de los pies del hombre moverse entre los pedales que movían
el vehículo, calzados con unos zapatos de cuero negro de aspecto muy caros,
produjeron en él una vaga impresión de familiaridad. No sabía a qué podía
referirse la emoción que le asaltó de repente, pero ahí estaba: adherida a él,
como si quisiera advertirle de algo. Con toda seguridad podría haber visto unos
zapatos parecidos en los pies de su papá la última vez que estuvo con él en
casa, o a alguna persona bien vestida transitando por la misma calle que él
–abrochándose las agujetas sobre una de las jardineras que habían a un lado de
ésta, por ejemplo−, mas sentía que en aquel detalle había algo muy urgente.
−¿Los puedes ver? –quiso saber el Alberto conductor−;
porque si no puedes, no importa, hay más en la cajetilla.
Fue entonces que el Alberto joven lo entendió: era su
voz; y sus zapatos…
Alberto levantó la mirada lentamente, con los engranes de
su cerebro procesando la información de una manera trastornada, hasta
encontrarse de frente con los ojos destellantes del conductor. No se parecía en
nada a la imagen que tenía en su cabeza, pero ahí estaba, manejando el vehículo
que lo llevaba de vuelta a la ciudad.
El hombre tras el volante pareció comprenderlo de
inmediato.
−Hernán –alcanzó a decir Alberto antes que el conductor
le diera un fuerte puñetazo a la altura del pómulo. Fue una suerte que por ir
manejando, el golpe recibido no diera de lleno en su blanco, porque la mano
parecía hecha de metal puro.
Alberto se puso alerta y se defendió del siguiente
ataque, cubriéndose con su brazo. Por un fugaz instante, pudo ver la cara del
chofer roja de ira, la cara de un hombre que ha descubierto que su esposa está
a punto de serle infiel con un imbécil de mucha menor edad que ella.
El joven se arrellanó en la esquina de su asiento para
liberar sus piernas cansadas y doloridas y así usarlas para atacar y
defenderse. De esta manera, totalmente desesperado y con el corazón desbocado,
empezó a darle golpes en la cara y en las manos a Hernán, buscando dañar antes
de ser dañado. Alberto tenía plena consciencia de que el hombre que tenía al
frente era el mismísimo infierno.
Hernán daba unos golpes fuertes, y a pesar de estar
concentrado también en no salirse del camino y terminar chocando la camioneta
contra una piedra, cada vez fallaba menos, adormeciendo aún más los entumecidos
músculos del joven.
Alberto estaba fuera de sí: si Hernán lo alcanzaba,
estaba frito, iba a sufrir mucho.
De solo pensar
fugazmente en lo que podría haber hecho Hernán con él, si él no hubiera
descubierto su identidad justo a tiempo, Alberto sintió un repentino
estremecimiento.
Y luego de ese
estremecimiento, vino todo lo peor.
Alberto primero lo vio en
los ojos de Hernán, que se abrieron un montón al dirigirlos en dirección al
camino; después lo sintió en el cuerpo, cuando el vehículo se salió de control
y todo el mundo empezó a dar vueltas y más vueltas. Por último, luego de verse
golpeando su cuerpo una y otra vez contra el techo y el suelo de la camioneta,
supo que todo estaba acabado y que ya no había más vuelta que darle.
Todo fue oscuro por un
puñado o más de minutos; pero para Alberto ese periodo de tiempo bien podría
haber sido una eternidad o un miserable segundo. Presintió el peligro antes de
abrir los ojos, incluso antes de estar consciente. Era como si algo intentara
devolverlo a su cabeza, jalando una cuerda invisible conectada a él.
Todo continuaba oscuro, pero ahora había una luz
anaranjada parpadeando en algún lugar afuera de su vista, iluminando lo que
parecía mucho vidrio y plástico y fierros esparcidos entre las piedras y los
arbustos.
La cabeza le
dolía horriblemente, al igual que el resto del cuerpo. Alberto, por más que lo
intentaba, no conseguía moverse. Algo raro le estaba pasando: no podía enfocar
bien las cosas, así como tampoco podía mover sus extremidades. Quizá había
pasado mucho rato en la misma e incómoda posición. Alberto tenía la impresión
de haber pasado por algo muy parecido durante las últimas horas. ¿O había sido
todo un sueño?
Alberto vio algo moverse por el rabillo del ojo; se
había alzado, una sombra incorporándose en la noche. En un comienzo se vio
erguida, como una estatua, pero al cabo de unos pasos en su dirección, ésta se
desplomó levantando un montón de polvo. En algún lugar, la luz parpadeante
seguía haciendo acto de presencia, como si solicitara ayuda con suma urgencia.
El joven tosió
algo de aspecto líquido y viscoso, mas no conseguía ver de qué se trataba.
Estaba todo tan oscuro…
Las piernas ya
no le dolían: se sentían lejanas, de otro mundo, y lo que era peor, no hacían
caso de sus órdenes. Lo mismo sucedía con sus brazos: eran unos inútiles.
Alberto intentó
gritar, pedir ayuda, llamar la atención de alguien, cualquier persona, pero de
su boca solo salió un gorjeo ininteligible, acompañado de un líquido de la
misma consistencia que la vez anterior. El joven no conseguía comprender qué
ocurría.
Su visión se
iba haciendo cada vez más borrosa: las luces perdían su fuerza, sus tonos, y
todo lo que le rodeaba comenzaba a adquirir ese efecto difuminado que dominaba
la mayoría de las imágenes de sus sueños y pesadillas.
Entonces lo vio
de nuevo: la sombra por el rabillo del ojo. Aunque esta vez no se alzó en
ningún momento.
Pero se arrastraba hacia él, como si estar a su
lado, ponerle las manos encima, fuera su último designio en su vida.