Diario de vida #3: Sobre Amanda y Un ciclo es un ciclo


Cuando iba en la Media, con mis compañeros solíamos parapetarnos en la baranda del segundo piso del edificio (a la salida de nuestra sala) y mirar a todos los alumnos que transitaban debajo nuestro; así, naturalmente, y con esto no quiero que se ofendan, nos disponíamos a realizar lo que amigos de otros colegios −que también lo hacían en esos mismos años, por supuesto− llamaban “ponerle fecha al cheque”: todas las alumnas más chicas que nosotros que tuvieran rasgos significativos como buenos augurio a futuro, entraban en la categoría de “cheque a fecha”. Esto es algo muy común y conocido en las prácticas escolares, y por lo que sé, lo hacen tanto hombres como mujeres –muchas amigas así lo confirman.
            Digo todo esto porque siempre hubo alguien que me llamó mucho la atención aun contra toda regla mental, moral y legal; y es que desde esos días la belleza calma y poco sacada en provecho de esta −digamos− niña, me hacía pensar que cuando fuera grande, sería una mujer espectacular con todas sus letras y en mayúsculas: piel pálida lechosa, pelo negro azabache, una nariz puntiaguda, labios carnosos y aquel detalle que siempre me mata en las mujeres con la tez de su color: ojos oscuros y grandes, como los de un pequeño roedor. Con esto no me refiero a que en esos tiempos me haya atrevido siquiera a hablarle (menos aún insinuarme ni coquetearle), porque era ilógico: uno como alumno de la Media, más grande que los demás, por algo casi biológico, nunca tiende a hablarle, ni mucho menos pensar en compartir junto a los más pequeños (y bueno, ahora que puedo hacer el alcance, por algo biológico también algunas personas mayores tienden a juntarse y gustarle siempre personas más chicas). Pero al imaginármela grande, con sus dieciocho años cumplidos, me decía que nuestra diferencia de edad de solo dígitos no afectaría en nada nuestra relación.
            Y así me la llevé un buen rato hasta que entré a la universidad, tuve polola y todo el mundo del colegio en que prácticamente me crié y nací quedó relegado a mis archivos mentales del pasado; obviamente, esta joven en cuestión también fue a parar al mismo lugar que los demás, sin que volviera a recordarla en ningún momento de mi nueva y agitada vida.
            Hasta que un día cualquiera, mientras visitaba un local de videojuegos con unos amigos, me la topé de frente como en las películas. Estaba igual que siempre –eran sus mismos rasgos de cuando la veía deambular por el colegio−, pero más alta, mucho más bonita y, cómo no, fuera de la regencia de las leyes de la mayoría de edad. Nos quedamos mirando por un rato, y como si todo hubiera sucedido en un parpadeo, así sin más, pasamos el uno al lado del otro rumbo a nuestros puestos frente a los televisores que acabábamos de arrendar. Las dos horas siguientes las pasé con el corazón en el puño, mientras Captain Falcon, Mr. Game & Watch, Link y otros personajes archiconocidos de la franquicia Nintendo se hacían mierda a golpes delante de nuestros ojos. No podía dejar de mirarla a cada tanto, mientras los demás se decidían por cual personaje elegir para combatir: ahora vestía un pantalón negro apretado, unas Converse negras y una polera de Sonata Artica naturalmente negra; era como si quisiera resaltar el gran contraste de sus tonos (el color de su piel con el de su cabello y ojos) con prendas de vestir todavía más oscuras.
            Debo aceptar que nuestras miradas se cruzaron unas cuantas veces durante esas dos horas…, aunque también debo aceptar que mi duda está en que si lo hacía porque me reconoció al momento de estar frente a frente, o porque mi mirada intrusa provocó los clásicos piquetes invisibles que toda persona siente cuando está siendo observada. En fin, el asunto es que llegó el horrible momento en que tuvimos que cederle nuestro puesto a un grupo de adolescentes que habían pagado por él, y yo me fui de ahí sin haber entablado ninguna conversación con ella, así como tampoco haberle dedicado ningún gesto de reconocimiento ni una mueca por el estilo; también reparé en que no sabía su nombre para buscarla por Facebook y hacerlas de psicópata para ver en qué andaba su vida y su día a día.
            No le dije nada a ninguno de mis amigos ahí presentes por temor a que no entendieran mi fascinación para con ella; a veces (qué a veces: ¡muchas veces!) los hombres lo arruinan todo con su forma burda y simiesca de contemplar (¿contemplar?; mejor dicho atisbar) las cosas. Tampoco quise incurrir a amigos y a gente conocida del colegio que pudieran tener algún vínculo con ella o al menos saber su nombre para poder buscarla por Internet por la misma razón. Sin embargo, cuando llegué a mi casa ese viernes por la noche algo pasado de copas (¿algo pasado de copas?, jajajá), traté de dar con su perfil de Facebook inspeccionando el listado de amigos de mis contactos que pudieran tenerla a ella; pero dado que tenía tan poca información acerca de su persona, todo fue en vano. Recuerdo haberme preparado un té y haber visto la hora: eran cerca de las once de la noche de un día viernes, y yo estaba frente al computador con una taza de té en la mano. Entonces (y por lo mismo), como a modo de protesta por hallarme ahí y no frente a una barra apestosa, imaginé encontrándomela en un pub, ahí donde todos pueden llegar a ser amigos y conocidos una vez rotas las puertas de la introspección y la vergüenza gracias a la obra y gracia del alcohol; la imaginé grande, incluso mayor de lo que ofrecía su imagen esa misma tarde, y con un hábito cervecero que hubiera escandalizado fácilmente a los profesores del colegio católico en que fuimos educados.
            La escena en mi cabeza ocurría así: ella estaba sola sentada en la barra, tomando cerveza de un shop, mientras yo entraba sintiéndome totalmente aburrido de la misma y monótona compañía de siempre; por eso mismo había ido a otro pub en vez de asistir al cual soy más asiduo. Y bueno, el asunto es que ahí estaba ella. Y lógicamente, como yo soy un imbécil con mucha suerte, tocó la coincidencia que yo fuera al baño JUSTAMENTE cuando ella hacía lo mismo. Y como toda situación en que está metida la bendita coincidencia, nuestro encuentro ocurrió JUSTAMENTE cuando ambos abandonábamos los servicios higiénicos. Entonces nos reconocimos, nos saludamos y coincidimos –otra vez más– en que ambos nos encontrábamos solos esa noche: ella celebrando su cumpleaños, yo tomando porque sí.
            Así fue que, en parte como ejercicio –cuando estoy borracho me da por prepararme ejercicios mentales−, en parte como nuevo trabajo para el blog, y también en parte como una forma de desahogar los deseos que sentía para con ella –como ciertos monjes de conventos religiosos de antaño y sus escritos calentones para refrenar los impulsos pecaminosos−, me dediqué a generar una conversación en la que ambos se reconocían, daban a conocer lo que había pasado durante esos años en que no habían estado cerca (digamos, en el mismo establecimiento), se sinceraban respecto a las imágenes que tenían el uno del otro de esos años de colegio (gracias a la cerveza, por supuesto) y prometían reunirse al día siguiente para continuar con aquello que nunca pudieron iniciar cuando chicos. Traté de hacerla lo más creíble posible, respetando pausas, tragos de cerveza, instantes de dudas, etcétera, etcétera, imaginándome siempre yo mismo como protagonista para hacerlo todo más fácil.
            El resultado de todo esto fueron más de quince planas que después de mucha revisión y cortes acabó siendo menos de una decena. ¡Gúau, nunca había escrito tanto en una sola jornada!; de hecho, tiendo a aburrirme de lo que estoy haciendo apenas transcurre una hora, como mucho. Pero esto era como vivir la conquista en tiempo real de una joven muchacha que me gustó en otro tiempo; era como estar ahí y vivirlo, cosa que, básicamente, fue uno de mis primeros motivos para escribir cuando era niño (aventuras épicas y tal); sabía, por lo mismo, que si me detenía y dejaba la tarea de terminar el relato para el día siguiente, toda la magia, toda la escena, escenario, gestos y diálogos que tenía en la mente, se iban a ir a la mierda y hasta ahí llegaría mi cita ficticia con esta muchacha en cuestión.
            Como el texto era largo y yo carecía de material de reserva para las publicaciones del blog, al día siguiente me propuse revisarlo y depurarlo otro tanto antes de subirlo a mi página. El asunto fue que cuando estaba por terminar de leerlo por segunda vez, se me vino a la cabeza una idea que revoloteó durante mucho tiempo en mis primeros años de universidad: la historia de un joven que despierta resacoso a altas horas de la tarde, no ve a nadie en casa salvo a una niña que surge de la nada y le indica seguirla, se propone resolver el misterio de su aparición pensando que puede estar muerta, y termina descubriendo que en realidad él era el muerto y no ella. El relato como tal carecía de órganos, pero tenía un esqueleto con el cual erguirse y mantenerse de pie por al menos un momento; entonces pensé que tal vez las dos historias pudieran funcionar juntas, aprovechando hechos y situaciones del primer texto para enriquecer el segundo y viceversa. No sé cómo habrá terminado el resultado, mas al menos me divertí un montón preparándolo y ejecutándolo, cosa que, sin ir más lejos, es la base para poder continuar con lo que te gusta sin volverte loco ni pensar en optar por vías mucho más fáciles –como el suicidio, por ejemplo.
            Pero me he descarrilado un montón, y esto no es lo primordial de lo que quería contarles. Por mucho tiempo trabajé en un supermercado a minutos de mi casa; la mayoría éramos vecinos, amigos de la niñez y compañeros de la universidad. Trabajé ahí por unos tres años al menos, lo suficiente como para no querer pisar un supermercado por más de media hora nunca más en la vida. El ambiente era grato, los compañeros unos amores de personas, pero llega un momento en que hay que despedirse y partir lejos para no terminar con un tiro en la cabeza. Así fue que me cambié de casa, ciudad y me quedé sin trabajo.
            Desde mi despedida han transcurrido unos tres meses, y hace poco tuve que volver a mi ciudad natal para poder prestarle servicios a una amiga muy querida en un par de eventos musicales (tocando batería en su banda) y presentar Las manos… y Naturaleza muerta en un evento municipal bajo el nombre de Una jauría de perros.
Como las fechas de los eventos estaban distanciados por semanas, terminé quedándome en la ciudad por más de lo presupuestado y querido. Sin embargo, he aquí las mariconadas de la vida: cuando fui con unos amigos al supermercado donde trabajaba para comprar cervezas, vino, qué sé yo, me encontré con una persona muy llamativa detrás de una de las cajas recaudadoras. Mi corazón (como siempre) se desbocó, y yo sentí que el cuerpo se me ponía frío. La saludé tartamudeando mientras mis amigos hablaban sobre cualquier basura intrascendental y pasaban las cervezas por la cinta corrediza; hicimos la recaudación de las cuotas, y yo entregué el dinero sólo para mirarla a esos ojos oscuros y poder guardar la boleta donde (como sabía de antemano) estaría su nombre en una de sus esquinas posteriores.
Tampoco le dije nada a mis amigos en esta ocasión –por las mismas razones que anuncié previamente−, pero ahí estaba ella, la niña que resultó ser el premio mayor una vez crecida. Pude ver en sus ojos algún atisbo de reconocimiento, pero han pasado los años y tengo más arrugas en la cara, me falta pelo en ciertos sectores donde me lo arranco sin poder evitarlo, y tengo una barba descuidada que oculta una porción considerable de mis rasgos, elementos que me hacen pensar en que nadie me reconocería muy bien si me vieran por ahí luego de mucho tiempo sin coincidir en alguna parte.
Me fui pensando todo el camino de vuelta junto a mis amigos en que si continuara trabajando ahí, con toda seguridad podría haber compartido algunas situaciones juntos, las suficientes para descubrir de qué iba su vida, cuáles eran sus preferencias, qué planeaba a futuro, si tenía pololo (o polola) o no, etcétera, etcétera. Pensé en que la vida era muy irónica muchas veces, y que no queda de otra que ver las cosas que te entrega con cierto humor; porque estas situaciones siempre terminan por parecerles graciosas a alguien, ¿no?
Ahora tengo la boleta de la compra del supermercado a un lado del computador donde escribo esto. La reviso y encuentro, cómo no, su nombre en la parte posterior de ésta: J. S. La primera vez que lo admiré, me dije que cómo era tan tonto para no haberlo previsto: porque era un nombre como cualquier otro, mas no disonante, ni discordante ni vulgar. Era un nombre bonito y común, así como muchos nombres bonitos y musicales que pululan por ahí hoy en día. No obstante cuando inicié su búsqueda por Facebook (utilizando variables de su nombre y su apellido), no di con ella por ningún lado: o bien carecía de una cuenta de Facebook, o bien su perfil constaba de otro nombre; pero hallarla me fue imposible.
Y he acá donde pienso que quizá esto no sea más que una danza de dos personas que terminan por encontrarse cada cierto tiempo, con más cambios a cuestas que la última vez que se ven. Es gracioso y esperanzador pensar así –y bueno, tampoco me queda de otra−, porque de ser esto verdad, sé que algún día terminaremos en un pub los dos solos, ella celebrando algo, cualquier cosa, y yo bebiendo por cualquier razón inocua, y nos reconoceremos y terminaremos hablando sobre nuestras vidas. Lo demás, naturalmente, dependerá de lo que el alcohol abra en nosotros.

Microcuento #47: Los zorrones


Paradoja: ver zorrones tirando basura por la ventana del jeep mientras van al Valle del Elqui a renovar energías y disfrutar de la naturaleza.
Los zorrones son unos loquillos.

Diario de vida #2: Hábitos familiares


Hoy me ocurrió lo siguiente:
            Me subí a un colectivo esperando no llegar tarde al centro para juntarme con mis amigos a beber y esas cosas. El chofer, por fortuna, aunque luego de los acontecimientos debo decir por desgracia, era uno de mis vecinos que me conoce prácticamente desde que era un niño recién aprendido a caminar. Nos saludamos muy buena onda, como siempre, nos preguntamos qué ha sido de nuestras vidas y todo lo demás. Como me senté en el asiento del copiloto, fue fácil –y prácticamente inevitable– que prosiguiéramos con la conversación. Luego de acabar con todas las formalidades de quienes no se han visto por mucho tiempo, en tono bromista y dándome un codazo confidencial en el brazo, me dijo:
            –Oye, el otro día te vi en una bicicleta de mujer por la calle –Su rostro sostenía una amplia sonrisa–. ¿Qué, te volviste maricón ahora?
            –Es la bicicleta de mi hermana.
            Por un momento pensé que todo se trataba de una broma. No supe cómo tomármelo. Por lo general me tomo las cosas con mucha tranquilidad y buen sentido del humor.
            –Tenía canastito –siguió mi vecino–. Esas son bicicletas de maricón, po’.
            Era cierto: la bicicleta de mi hermana es una de esas con canasto, timbre y un asiento trasero para acarrear cosas o llevar a un acompañante con uno. Usaba la suya porque la mía tuvo un desperfecto y soy lo suficientemente pajero como para no llevarla a un taller para que la reparen. Sin embargo, lo que decía era mierda pura.
            –¿Tú decís que la bicicleta, por tener canasto, es inmediatamente de mujer? –le pregunté.
            –Sí po’, las de mujer tienen canasto. Además era rosá’.
            La bicicleta de mi hermana no es rosada, sino verde lima, pero él, por tratar de agradarle aún más a un tipo sentado atrás nuestro –podía ver su sonrisa por el espejo retrovisor al igual que lo hacía el chofer–, lo dijo como si nada.
            –No es rosada. Es verde.
            –¿No me diga’i que ahora te volviste colipato? –dijo él.
            –No.
            –¿Entonce’ qué onda?
            –Nada, po’. Sólo usaba la bicicleta de mi hermana pa’ no caminar. Que un güeón imbécil como tú piense que soy maricón por usarla, no es mi problema, ¿no?
            El haberlo insultado con, digamos, buenas palabras y de forma no tan directa, derribó un tanto la mueca triunfadora que tenía en su rostro. No se esperaba mi respuesta, supongo.
            –Además –seguí– no tiene ningún problema que la bicicleta sea rosada, amarilla, o roja, o azul, o lo que sea. Son sólo colores. Que a ti te hayan criado como las güéas es asunto tuyo, no mío.
            Eso pareció matarlo entero. El tipo que se reía en el asiento trasero también quedó en silencio. A veces tengo plena conciencia que hablo de más cuando debería mantenerme callado y simplemente decirle que sí a todo. “Sí, tienes razón, soy maricón por usar una bicicleta con canasto”; hubiera sido muy fácil con eso. Pero tuve que perder un tanto los estribos y decirle lo primero que se me vino a la mente sin reflexionar ni recordar que su papá se había suicidado cuando él tenía muy pocos años de vida. Bueno, de todas maneras él se lo buscó.
            –¿Y qué tiene que ver esa cuestión con la crianza? –me espetó él, perdiendo la seguridad de creer la batalla ganada–. Una cosa no tiene na’ que ver con la…
            –Sí tiene que ver –le refuté–. Si te criaron haciéndote creer que el rosado es un color para mujeres, y no un simple color como cualquier otro (que es lo que en realidad debería ser), eso estuvo mal. Piensa: una pistola pintada rosada es tan capaz de reventarte a balazos como una pistola de color negro. Una cosa no tiene na’ que ver con la otra. Una bicicleta rosada y con canasto es lo mismo que cualquier otra bicicleta, salvo que no puede subir cerros y recorrer lugares extremos…, aunque puedes llevar chelas en su canasto y sacarlas cuando se te dé la gana.  
            Mi vecino se quedó callado, masticando su propia rabia. Yo, por mi lado, no dejé de pensar en un caso muy parecido ocurrido una vez. Fue cuando era empaque en el supermercado cerca de mi casa, en los tiempos en que había un auto rosado de esos que funcionan con una moneda para moverse y vibrar ubicado justo frente a las cajas registradoras.
            Una mañana de la semana, sin que hubiera mucha gente comprando en el supermercado, dos hombres se acercaron a pagar con un niño de unos tres años corriendo entre sus piernas. A todas luces eran las tres generaciones vivas de una arquetípica familia chilena: el mayor tendría unos sesenta años, mientras que su hijo –algo indudable por los rasgos similares que presentaban ambos– debía bordear los treinta, vestido a la usanza rapera y desprolija. Todo iba bien en aquella escena hasta que el niño, movilizado por la atención prestada al auto rosada frente a la caja registradora, quiso subirse en él y que su papá le echara una moneda en su ranura para que éste funcionara.
            Todavía recuerdo perfectamente lo que el tipo de treinta años le dijo a su hijo:
            –O’e, no te suba’i ahí. Ese auto e’ rosado, e’ pa’ niña’.
            Su papá, el mayor de los tres, en vez de reprenderlo por tamaña imbecilidad, lo secundó con una risa. El niño, por su lado, totalmente mermado y sin entender por qué se reían de él, pareció comprender que elegir cosas de color rosado era una elección que sólo engendraba vergüenza en los mayores, las personas que comprendían el mundo mejor que él. La mente de un niño, Dios nos ampare, funciona como una esponja, absorbiendo y guardando cuanta cosa llegue hasta él, sea agua, mugre o mierda pura.
            Imaginé sucediendo en el mundo un montón de casos similares, incluso peores, más violentos, deshumanizados y enfermizos. El problema era que las generaciones continuaban dejando mella en las próximas que les seguían, propagando males que deberían haberse erradicado hace mucho tiempo. Por lo mismo, cavilé, jamás podría existir una revolución mental para mejorarlo todo: porque para eso habría que acabar con todas las personas que pensaran como los hombres de esa familia –y quién sabía cuántos más miembros.
            No sé por qué, pero me puse a pensar en ese momento, mientras el chofer y vecino mío conducía mudo, hecho una furia por todo lo que acababa de decirle como contra argumentación, en que hay gente que simplemente es estúpida, y que no hay solución para ellas más que echarlas a una cámara de gas o hacerlas parte de un sacrificio indígena para apaciguar al menos un poco a la Madre Tierra.
            Se me vino a la mente entonces que cuando tenía unos cuatro años, me gustaba ponerme la ropa de mi mamá, pintarme la cara con sus cosméticos y pasearme por la casa vestida como ella. Está claro que me quedaban grandes la mayoría de las prendas, pero ahí andaba yo con sus zapatos puestos, caminando patizambo, y con sus blusas colgándome como togas.
Mi familia jamás dijo nada al respecto: es más, lo celebraban y se reían de ello no de la manera burlona en que lo habrían hecho estas personas, sino que con la energía de quien lo encuentra totalmente gracioso. Y a pesar de que nunca dejaron de haber ciertos destellos de machismo en ciertas costumbres nuestras, el asunto de los géneros sexuales y los colores que la gente cree predeterminados para con ellos jamás fue un tema de conversación para nosotros. Por lo demás, siento que haberme vestido de mujer –siendo totalmente inconsciente de si tenía un valor negativo o positivo en mi existencia– no aplicó ninguna especie de cambio y configuración para conmigo. En otras palabras, el haberlo hecho no me hizo gay, ni me hizo crecer tetas, ni hizo que mi pene se transformara en una vagina. De hecho, simplemente no hizo nada, porque la ropa es ropa y (volviendo al tema) las bicicletas son bicicletas y los colores, colores.
Tuve ganas de explicarle todo esto al chofer, mi vecino que me vio crecer y al que yo mismo vi crecer, decirle que estaba equivocado y que debía enmendar el error antes que fuera demasiado tarde; hacía poco tiempo mi vecino había sido papá, por lo que con toda seguridad necesitaba de algo que le hiciera cambiar de opinión y darse cuenta que ya no vivimos en la era de las cavernas y que es necesario cambiar y pensar distinto. Pero pensé en todos los argumentos (ya medios obsoletos) de por qué él estaba en lo correcto y no yo, maricón que ocupa la bicicleta con canasto de su hermana, y el dolor de cabeza que me iba a dar al darse por iniciada una discusión en la que nadie saldría ganando.
Por lo mismo le dije que me dejara a unas tres cuadras antes de llegar a mi destino y le di las gracias antes de apearme del vehículo –a ver si entendía que los modales tampoco se quitaban aunque uno estuviera muy enojado–. Él sólo gruñó y se fue con rapidez, seguramente despotricándome con el tipo sentado en el asiento trasero.
Si supiera que a veces beso hombres por el puro capricho de besar…

Historia #254: Cuando escucho a Roberto Dueñas


Cuando escucho por la radio a Roberto Dueñas, mi mundo gira acelerado, mi corazón palpita sin frenos, siento que mi vida llega a la culminación de la perfección. Y es que su forma de hablar, la seguridad con la que da sus opiniones y nos cuenta la verdad serenense, hace que me ocurran cosas que nunca antes me habían sucedido. Me hace sentir palpitaciones, breves pero intensos latidos por todo mi cuerpo; mis piernas parecen otras, mi pecho es una flor incinerando pétalos, mi alma es un grito de gozo sagrado.
            Y es que cuando escucho por la radio a Roberto Dueñas, me es inevitable creer en todo lo que nos dice, creer en su forma de ver la vida, creer en su manera de ver las cosas, creer que arriba es abajo y que el agua es capaz de encender mis manos en vez de calmarlas.
El mundo está bien porque Roberto Dueñas habla por la radio. Las mariposas sobrevuelan nuestra existencia, dichosas, el sol brilla radiante en el cénit, la neblina matutina serenense se ha despejado gracias a que Roberto Dueñas habla sobre su gente por la radio.
Roberto Dueñas, hombre de cara incomprendida, belleza subrepticia, ideas complicadas, opiniones acertadas, tu palabra es ley divina, tu risa es vida, como vino aromatizado, especiado, tinto y del blanco. Roberto Dueñas, cuando te escucho por la radio, confío en que el mundo será un lugar mejor, que mi región se liberará de las manos corruptas que le roban el dinero de su dolor, que la verdad será escuchada en cada ámbito de esta tierra que nos heredaron los ahogados subterráneos. Roberto Dueñas, cuando tú hablas, me pasan cosas: mi cuerpo palpita, breves latidos lo sacuden, y yo confío en ti. Subo el volumen de tus palabras, mi boca es una extensión de la tuya, y yo seré obra y acción de tus frases elaboradas.
Cuando escucho por la radio a Roberto Dueñas, mi mundo serenense cambia drásticamente, y no lo encuentro, no lo reconozco. Cuando escucho por la radio a Roberto Dueñas, creo todo lo que me ha contado. 

Diario de vida #1: Grandes victorias

Hoy es domingo 4 de noviembre y Coquimbo Unido se ha marcado un tanto: luego de muchos años de mala racha, ha vuelto a pertenecer a la primera división del fútbol chileno, cosa que me hace enormemente feliz; naturalmente sé que no nací exactamente en aquel espacio geográfico –nací en La Serena−, pero las ciudades han crecido tanto (incluso desde mucho antes que mi llegada a este miserable mundo), ya no hay más que una calle que separa ambas, que he llevado toda una parte de mi vida pensando en éstas como una sola región y no como dos sectores distintos y repelidos. Y con esto no quiero decir que me cambie la camiseta a cada partido, que voy la cerveza esté más fría, o que me suba al carro de la victoria cuando todo indica que las cosas irán bien, porque cuando se enfrentaba La Serena contra Coquimbo (dos equipos y ciudades rivales), siempre iba al estado para el lado de la hinchada de los granates, hasta que por desgracia cayó, cayó y no remontó nunca más –de hecho, desde ese momento rara vez voy al estadio−, sino que apoyo (muy superficialmente) al equipo que sea por 1) representar a la región frente al país, 2) por abrir nuevamente la puerta para que equipos populares afuerinos nos visiten, y 3) por dar la posibilidad de que espectáculos de buen calibre sean presenciados no sólo por la televisión o transmisiones diferidas por internet.
            No me considero más que un aficionado para con el fútbol, pero sinceramente me ha apestado desde siempre la rivalidad sin fundamento que existe entre estos dos equipos y sus barras (así como con lo que pasa entre viñamarinos y porteños); porque ya, está bien que dos grupos de personas se disputen por dar a conocer –o creer− que un equipo es mejor que otro (aunque a veces está muy claro cuál es mejor que el otro), pero otra cosa es la violencia y el arruinar costumbre y ambientes familiares futboleras por no tener claro que a la larga esto es un juego, un respiro de la realidad de mierda que nos tocó vivir por no ser igual de adinerados como los diputados, senadores y presidentes sin escrúpulos que nos manejan.
Y si bien para un grueso de personas el fútbol es una pasión que en un comienzo parece totalmente inofensiva, se debe tener en claro que para muchos de ellos ésta incluso constituye una continuidad familiar, un puñado de toma de decisiones en nombre de algún recién nacido, e incluso una violación de las reglas gramaticales en aras de no utilizar la letra insigne de uno de los clubes deportivos que no son de su agrado. Así tenemos guaguas –criaturas sin ningún atisbo de conciencia lúdica− con las camisetas del equipo favorito de su papá (o sus padres) y/o bautizados con nombres ajenos al círculo cercano tomados de sus ídolos futboleros sin pensar en su destino, en las consecuencias reales que puede sufrir por ello en su vida posterior, en el trascendental hecho de estar tomando decisiones (simples y a la vez muy complejas) de su parte sin tener ninguna certeza de sus gustos, habilidades, temperamento, ideas, etcétera.
Y bueno, claro, muchos dirán que no importa, que de eso se trata la pasión por el fútbol, que el amor por el equipo de sus vidas ha sido una costumbre generacional que debe seguir hasta el final de los días, pero no se dan cuenta que aquello es tan nefasto como elegir la profesión de un niño sin tomar en serio sus aficiones, sueños ni los elementos de su deleite. Ni hablar del fenómeno de reemplazar una vocal (la u) por una consonante (la equis) para no aludir al equipo rival (la Universidad de Chile), el cual me parece una enorme bolsa de bosta cuando se aplica en la cotidianeidad, aun viniendo de la gente que alienta al Colo-Colo, el equipo por el cual me he hecho mierda la garganta cuando La Serena aún era rival de su división.
¿Hemos pensado en cómo nos tomamos el fútbol realmente? Pocas veces, de seguro. El fútbol es un deporte que nos alegra, nos une, nos da vida y nos entrega un gran número de excelentes momentos, así como también nos produce obvias decepciones y rabias y nos lleva a desacuerdos a veces violentos y casi mortales. Sin embargo, hay que tener cuidado de su alcance; no debemos llenarnos la boca de palabras de libertad si aplicamos nuestros gustos como una ley universal para con los demás. Si te gusta, disfruta y deja disfrutar; y si te gusta elegir, disfruta de tus elecciones y deja elegir con total libertad, sobre todo a tus queridos y cercanos.
Yo, por mi parte, acabo de abrir una cerveza para celebrar el ascenso de uno de los equipos de mi región (evento que me lleva a escribir en este momento), la pronta llegada de más equipos a estas tierras, el uso inevitable, constante y bien aprovechado de los estadios construidos hace poco tiempo, y el hecho de que no todos los años uno puede abrazarse con el que está al lado, seguramente igual de borracho que uno en la calle a plena luz del día, y gritar felices, y sacarlo todo afuera, y por un día, por un miserable día, olvidarse de todos los problemas.

Historia #253: Lamentos familiares


Álvaro se sentó a la mesa con sus demás familiares luego de saludarlos con un ademán de la mano. Era día sábado, el día de las visitas, y él estaba tan resacoso que hubiera dado lo que fuera por seguir echado en su cama, aunque fuera sin poder dormir por el terrible dolor de cabeza que le aquejaba.
            El televisor estaba encendido en el mueble sobre la mesa, lanzando su incansable murmullo ambiental al que nadie prestaba mucha atención entre bandejas llenas de papas bañadas en mayonesa, ensaladas de lechuga, tomates, cebollas, trozos de carne y platos llenos de arroz. Los tíos de Álvaro hablaban sobre algo intrascendental mientras su mamá no dejaba de servir los platos de comida para cada uno de los presentes.
            Cuando todos tuvieron ante sí su almuerzo y se preparaban para comerlo, la conversación cesó para que todos pudieran escuchar lo que el comentador de noticias hablaba en ese instante. Era una especie de ritual familiar el prestarle más atención al televisor que a las personas con las que compartían la mesa en ese instante. El dios televisor por sobre todas las cosas, como siempre.
            Si el periodista en la tele no hubiera mencionado la fecha de ese día, Álvaro, con la mente nublada por la resaca, no se habría percatado que se celebraba (aunque celebrar no era la palabra exacta) otro aniversario del 11 de Septiembre en su país.
            Álvaro dirigió su mirada al televisor y vio al periodista hablando frente a la cámara en un despacho en vivo en una avenida principal de la capital. Detrás de él se escuchaba y se veía una parte de lo que parecía ser una manifestación, con muchas personas de aspecto pacífico sosteniendo pancartas y entonando cánticos contra la dictadura.
            −Y estos resentidos siguen güeando –comentó su tío, con la boca llena de papas con mayonesa−. Deberían irse pa’ la casita ya. Esa güeá pasó hace mucho. Deberían dejarse de güeás.
            Álvaro siempre había pensado que su tío pensaba pura mierda.
            −Sí –secundó su hermana, otra de sus tías presente−. Deberían dejarse ya de güeás.
            En la tele mostraban las imágenes de una concurrencia en la que la mayoría de las personas parecían ser mujeres mayores. Llevaban consigo unas fotos ampliadas de sus esposos e hijos desaparecidos durante la dictadura. Álvaro sentía un inexplicable nudo en el estómago cada vez que veía una cosa similar. El sólo pensar en que esas personas ni siquiera habían podido despedir ni enterrar a sus queridos, le ponía enfermo. Siempre se imaginaba que de haberle ocurrido algo así a su polola, él jamás hubiera aguantado la pena, la angustia, y el hecho de tratar de dar con la verdad de su desaparición.
            Por otro lado, Álvaro no recordaba que sus demás familiares tuvieran un pensamiento tan obtuso y hermético como el que demostraban estos durante el almuerzo. Estaba bien no tener interés en lo sucedido a otras familias, en su dolor y en su sufrimiento. Pero otra muy distinta era decir las mierdas que estaban diciendo en ese momento, con total desfachatez e indiferencia.
            −Son puros resentidos nomá’ –prosiguió su tío, echándose más papas en su plato−. Igual les llegan sus lucas.
            −Además esos tipos eran puros terroristas –dijo otra de las tías de Álvaro, animándose con la conversación−. Merecían morir como lo hicieron.
            −¿Dinamitados? ¿Rajados enteros? ¿Ahogados en mierda?
            Por un instante se hizo el silencio. Sólo el inalterable ruido del televisor continuaba como único sonido de fondo.
            −¿Qué dijiste, Álvaro? –preguntó su tío. Álvaro sabía que su tío era uno de esos hombres que jamás iba a aceptar que sus argumentos eran errados o contrarrestados.
            −Dije que si merecían morir dinamitados, ahogados en mierda o rajados de la garganta al estómago –repitió Álvaro, sintiendo que la cabeza le iba a explotar por la resaca−. La tía Yuli dijo que se merecían morir como lo hicieron.
            Su tío lo miró con gesto hosco. Su mamá, que prefería siempre ahorrarse problemas, miraba a Álvaro desde el borde de su vaso de bebida.
            −¿Dinamitados? ¿Rajados? ¿Esas son las cosas que te enseñan en la universidad?
            −Hay profesores que nos enseñan cómo pasaron de verdad las cosas –dijo Álvaro, con tono cansino y sintiendo un incipiente acceso de rabia−. ¿No me vaya a decir que esas cosas no sucedieron?
            Su tío mantuvo silencio por unos segundos.
            −Puede que sí…
            −¿Entonces cómo puede decir que son unos resentidos después de todo lo que le hicieron a sus familias?
            −¡Eso pasó hace mucho tiempo! –arguyó su tío, un tanto desesperado y alzando la voz−. Son unos resentidos, nada más que unos resentidos.
            −¿Usted no estaría resentido si le hubieran metido una rata hambrienta por la vagina a mi tía?
            La tía Ani, la esposa del tío con el que discutía Álvaro, dejó caer su tenedor en el plato de sopetón y se llevó una mano a la boca. No hizo ninguna arcada ni ningún otro sonido, pero Álvaro sabía que había estado a punto de vomitar. Su mamá, por su lado, lo miró de manera asesina, mientras su hermana lo hacía algo divertida. Álvaro sabía que su hermana compartía muchas de sus ideas y pensamientos.
            −¿Qué? –exclamó su tío−. ¿Qué estás diciendo…?
            −Estoy contándole algo que hicieron los militares durante la dictadura.
            −Eso es mentira, todo eso es falso.
            −Es historia: por desgracia, sucedió.
            −Na’, de seguro tus profesores son unos comunistas resentidos que no olvidan y tratan de…
            −Varios militares lo han aceptado –le refutó Álvaro−. La conciencia les remordió tanto, que lo han ido soltando todo. Y lo de las ratas no es lo peor.
            −Estás loco –dijo su tío, mirando a otro lado mientras se llevaba su vaso de bebida a la boca−. Todo eso es mentira. No es más que propaganda.
            −Como quiera, tío, como quiera.
            −¿Me esta’i tratando como un idiota?
            −¿Le he dicho algo? –preguntó Álvaro.
            −No…, pero por tu cara puedo deducir que te estás mofando de mí.
            −Mire, si usted cree que los militares fueron unas santas palomas y que las familias de los detenidos desaparecidos están reclamando por puras güeás, allá usted. Pero no venga con eso de resentidos, que parece un viejo amargo que no sabe ni siquiera donde está parado –Su tío intentó interrumpirlo, pero el joven fue mucho más rápido que él; además, tenía las ideas mucho más claras que su interlocutor a pesar del dolor de cabeza que le mataba−. Sólo hay que pensar que muchas de las víctimas fueron niños, mujeres embarazadas, profesores y unos cuantos inocentes más que tuvieron la mala fortuna de caer en las manos de esos locos hijos de puta.
            Sus tías lo miraban con incredulidad, llevando su vista desde Álvaro hasta su mamá y viceversa, como si esperaran que ésta regañara a su hijo.
            La mamá de Álvaro se aclaró la garganta y le pidió a éste que por favor se detuviera.
            −Está bien –dijo el joven antes de tomar su tenedor y seguir comiendo a duras penas por el dolor de estómago que le atenazaba.
            −La gente ya no sabe por qué reclamar –murmuró su tío sin dar su brazo a torcer.
            Álvaro no podía creer que la gente pensara de esa forma: ¿era tan fácil para algunos hacer la vista gorda y fingir que nada nunca había pasado? La gente del país parecía tener una memoria mala, errática, o un síndrome de encariñamiento con quienes les trataban injustamente y los tenían viviendo en situaciones cada vez más deplorables. Su tío y gran parte de sus tías, sin ir más lejos, eran un claro ejemplo de ello.
            ¿Cómo no podían ponerse en el lugar de los demás? La empatía escaseaba en tiempos acelerados y violentos como estos. ¿Cómo iba a ser tan difícil ponerse en el lugar de los familiares de los detenidos y encontrar justa su causa?; ni siquiera era una cosa de apoyo o salir a la calle a protestar con ellos, sólo de entendimiento, comprensión y empatía.
            Pero ahí estaban sus tíos demostrándole qué tan tonta podía ser una persona. Álvaro sentía una aguda sensación de vergüenza al encontrarse comiendo frente a ellos, criticándolo todo desde el otro lado de la pantalla, comiendo una variada cantidad de comida que probablemente a otros les faltaba.
            Empatía, empatía, empatía.
            Álvaro sintió un breve acceso de relajo al presenciar que en el televisor frente a ellos el comentador daba paso a las noticias internacionales que no le atañían tanto como los asuntos de su propio país. Tanto su madre como sus demás tías parecieron mucho más tranquilas con este cambio.
Minutos después, por consiguiente, su tío se hallaba hablando mal de los extranjeros y migrantes como si tuviera toda la razón del mundo. Afortunadamente, Álvaro ya estaba a punto de terminar con su almuerzo. Aun con resaca, no comer toda la comida frente a su plato era una desfachatez tan grande, como decir que los familiares de los detenidos desaparecidos eran unos simples resentidos busca dinero.

Microcuento #46: Dedos


Tuve la extraña sensación de que alguien entraba a mi pieza sin mucho sigilo, haciendo crujir el piso bajo sus pasos. Como seguía durmiendo a esa hora cercana al mediodía, el cuarto estaba medio iluminado, y pude ver bien quién era cuando se cernió sobre mí, como intentando aplastarme. Por un instante pensé que era mi amiga Daniela; pensé que mi mamá la había dejado pasar a mi cuarto para que me despertara como muchas otras veces lo hizo con los amigos que me buscaban por la mañana para salir por ahí a andar en bicicleta, cuando éramos niños. Vi sus ojos verdes, sus facciones delgadas, su nariz quebrada; era ella, no cabía duda, aun en la neblina confusa de la duermevela y a la luz de la penumbra que lo envolvía todo. Pero la expresión divertida, alegre y desdibujada de su cara se tornó sombría, como si sus facciones se hubieran crispado y sus ojos hubieran perdido todo el brillo que creí ver en ellos, oscureciéndose. Su sonrisa mutó a una lobezna, casi demencial. Sus manos, sin que pudiera hacer algo al respecto, se cerraron en mi cuello. ¡No podía respirar, me estaba estrangulando! Mi visión empezó a borronearse, mis pulmones comenzaron a ceder. ¡Estaba desesperado, no podía hacer nada! Hasta que di una bocanada fuerte y ella, o quien fuera, ya no estaba; simplemente había desaparecido en un pestañeo, viento en medio de la luz filtrada por las cortinas y llevado quién sabía dónde. La puerta de mi cuarto, sin embargo, estaba abierta como si alguien hubiera entrado por ella recientemente. Todavía pienso en ello. No lo puedo sacar de mi cabeza. Me miro en el espejo del baño ahora: aún lucen las marcas de los dedos ajenos en mi cuello.

Poema #43: Eres como leer por las mañanas


Eres como leer
por las mañanas,
después de los besos,
después del sexo,
después del desayuno
recién preparado,
el té y las tostadas.
Eres como leer
y escribir por las mañanas,
como el primer retazo del alba,
como el último rayo
de luna.
Eres como escribir
por las mañanas,
el perfume
de la noche pasada,
una nota suspendida,
una tonada acabada.

Poema #42: Tus susurros


La cama nos hace uno
un charco de sudor
[moja nuestras espaldas.


Y desayunamos
almorzamos
cenamos nuestros cuerpos
pestañas, labios, ombligos
pecas, ojos arbóreos.

Una nana para la tarde.
Una coda para la noche.


Solos en casa
tus susurros suenan
[como gritos.

Microcuento #45: Estos, nuestros viajes


Como no nos veíamos desde hacía cuatro semanas, con Javiera quedamos de juntarnos en Lebu, punto donde convergían nuestros caminos durante las vacaciones. Llevaba su vestido floreado y su sombrero de paja, sonriendo mientras me saludaba con su mano abierta. La besé como quería hacerlo desde hacía días, sintiéndome radiante, vivo, lleno de energía. Luego dimos un paseo entre las gaviotas, hablando sobre nuestro viaje y los respectivos familiares que habíamos visitado; comimos escuchando las olas y viendo el sol morir lejos. Al anochecer decidimos subirnos al primer bus de vuelta a casa, percatándome que tenía un montón de llamadas perdidas de Javiera. Imposible, dije, abriendo uno de sus mensajes de texto; explicaba que había esperado toda la tarde en el punto acordado sin tener noticias mías. Entonces la Javiera del asiento contiguo se apoyó en mí; dijo: “no todo es lo que parece, querido”.
            Mi grito despertó a todos los demás pasajeros.   

Poema #41: La luz opaca de tu mirada


Me pregunto qué sabor tendrán
tus labios
mientras dejo
el libro que leo de lado
y pienso en ti
tu voz
y la luz opaca de tu mirada.
Primavera, otoño
debe saber a verano, digo
pensando en
menta, malvarrosa,
canela y manzanilla.
Tus labios deben saber
a manzanilla
a sabia
a rocío matutino
a lágrimas del ocaso.
Tus labios, pienso,
y los imagino,
los recorro con la mirada,
sus comisuras,
sus heridas,
sus grietas,
los pienso,
y me pregunto qué sabor tendrán
mientras deseo que estés aquí
a mi lado.

Poema #40: Espero


Espero
a los pies de esta estructura
espero
La resolución de
tus ojos
arbóreos y felinos
hogares tempranos
mensajes subrepticios

Espero
a los pies de esta estructura
espero.

Poema #39: Hablar en silencio


Caminar solos
en este pedazo de
escenario desolado,
lejos del mundo,
entre peñascos, la vegetación árida
y los pájaros que parecen reírse de nosotros.
El sol cae y hace brillar
tu pelo como el oro fundido
sentados en una piedra
hablando en silencio
produciendo música con nuestros ecos
yo y mis deseos
tú y tu silencio.
Aviones vuelan sobre nosotros
y no puedo evitar pensar en que lloraría
de felicidad por estos segundos
en este pedazo de escenario desolado,
lejos del mismo mundo,
entre peñascos, la vegetación árida
y los pájaros que parecen reírse de nosotros.
Sentados en un piedra
el día se mueve
se trastorna y nos cubre con
sus estrellas y su frío rito
que acerca nuestras manos
para sentirlas como si
no hubiera vivido nada así antes.
Estamos solos
rodeados de animales
compartiendo este aire fresco
el milagro de hallarnos abandonados,
y aún en la oscuridad
sigues brillando como el oro.
¿Cómo pude estar perdido 
tanto tiempo?


Historia #252: Como dos adolescentes


No pudimos más: nos miramos a los ojos, ávidos, y juntamos nuestros labios por primera vez bajo aquel frío puente de fierro.
            ¡Y qué locura más grande, querida mía! Había un par de vagabundos pajeándose mientras nos observaban besarnos como dos adolescentes enamorados.  

Cuento #102: Un huésped


Como la casa de Andrea, su amiga, estaba a veinte minutos a pie de la suya, Susana no creyó necesario llamar a un Uber para acortar el breve trecho que separaba una de la otra. La fiesta de Andrea había vivido su apogeo a eso de las una de la madrugada con la llegada de un montón de gente atiborrada de botellas de cerveza y pisco, pero cuando el reloj estaba a punto de marcar las cuatro de la noche, la casa parecía haberse vaciado sin que nadie pudiera notar a ciencia cierta en qué momento habían partido todos. Siempre ocurría así, de todas maneras; era algo en lo que te podías fijar cuando eras la única (o bien parte del exiguo porcentaje de personas) que no tomaban alcohol mientras todos los demás se hacían mierda el hígado.
            Al momento de despedirse de su amiga en el vestíbulo, Andrea, con modular pastoso y la mirada nublada, le dijo que por qué no se quedaba a dormir ahí con ella, que no había problema para alojarla hasta la mañana siguiente, o que ella misma podía llamar y pagarle a un Uber para ahorrarle la caminata hasta su hogar.
            No te preocupís –le dijo Susana, poniendo una mano en el hombro de su amiga−. Me demoro como veinte minutos en llegar a mi casa.
            −Pero te puede pasar una güeá mala –arguyó Andrea, con un dejo casi suplicante−. No quiero tener que mirar mañana las noticias y ver que erís un nuevo caso del Asesino de las Cabezas.
            Susana no pudo evitar sentir un escalofrío al recordar al Asesino de las Cabezas.
            −Na’, no me pasará nada, tranquila –dijo ella, haciendo un gesto vago con la mano.
            Afuera, en el patio, unas diez personas continuaban bailando al ritmo del trap con movimientos bastante torpes, riendo divertidos. Susana no pudo evitar pensar en la resaca que padecerían todos ellos al día siguiente, a eso del mediodía y durante toda la tarde, si no tenían la suerte suficiente.
            −¿Qué se siente haber sido la más sobria de la fiesta? –le preguntó Andrea.
            −Me siento avergonzada de todo lo que he hecho bajo los efectos del copete hasta ahora, como para no volver a tomar nunca más en la vida.
Susana, que le había prestado principal atención a la desenvoltura de sus amigos a medida que avanzaba la fiesta, sintió un extraño momento tragametierra al percatarse que probablemente (con toda seguridad, para ser más sincera) había realizado las mismas acciones estúpidas que hacían ellos sin apenas darse cuenta del aspecto que ofrecía. Sentía que se le encendían las mejillas de inmediato de sólo imaginar a alguien totalmente sobrio observándola bailar con sus amigos, desinhibida y chillona, gritando como si se fuera a acabar el mundo.
−No te vai’ a dar ni cuenta cuando pasen los dos meses de censura –dijo Andrea, guiñándole un ojo a su amiga−. Ese día vamo’ a celebrar como Dios manda.
−Totalmente –Susana sacó su celular de su chaqueta y miró la hora−. Creo que es hora de irme, Andre.
−¿Segura no querí’ que te llame a un Uber?
−Tranquila, de verdad –le calmó Susana−. Y si mañana no aparezco, intenta con la Ouija. Siempre me ha llamado la atención saber cómo sería conectarse desde el más allá con una amiga de este lado. Podríai’ escribir algo al respecto después de tu experiencia.
Andrea le dio un suave puñetazo en el hombro a su amiga.
−¡No seai’ tonta, no digai’ eso!
−Es broma –dijo Susana−. Si muriera, te vendría a fastidiar mientras meas.
Andrea se desternilló de la risa por el comentario. Susana no pudo evitar pensar en que su amiga tendría una resaca de mierda igual de potente que las de sus amigos al día siguiente.
−Sólo espero me llamís cuando lleguís a tu casa –le dijo Andrea, conduciéndola a la entrada de su hogar−. Nos vemos mañana, pa’ lo del trabajo del profe Contreras.
−Sí, no te preocupís –se despidió Susana, besando la comisura de los labios de su amiga. Acto seguido, y a la vez que extraía sus audífonos del bolsillo de su chaqueta bajo la a esa hora desvaída luz naranja de los faroles, dio media vuelta y encaminó por el pasaje en dirección a su casa. Se llevó una muy mala sorpresa, sin embargo, al caer en la cuenta que por culpa del casi nulo nivel de batería de su aparato, no podría amenizar el trayecto con algo de música; de haber sabido que su viaje de retorno a casa sería bajo esas condiciones, habría considerado mejor la propuesta de un Uber por parte de Andrea. Chasqueando la lengua, Susana devolvió los audífonos al bolsillo de su chaqueta enrollándolos con cuidado, y prosiguió con su camino.
Era extraño recorrer el mismo trayecto caminado en tantas ocasiones previas en un estado totalmente distinto al que estaba acostumbrada, sobre todo considerando la ausencia de música de fondo por la grandísima culpa de la batería de su celular. Las caminatas por las calles desoladas siempre le habían parecido a Susana una excelente oportunidad para clarificar sus pensamientos, estructurar las ideas que revoloteaban por su cabeza y encontrarle solución a muchos de sus entuertos mentales de carácter ansioso. Sin embargo, consideraba que existía una gran diferencia entre hacerlo borracha, con hacerlo totalmente sobria como lo estaba esa noche por culpa de su medicación prescrita. Y si debía ser sincera, hacerlo bajo los efectos del alcohol era mucho mejor que hacerlo sin ninguna gota de éste en el cuerpo.
Pero así estaban las cosas: su maldito acné, inusual para sus veintisiete años de edad pero totalmente razonable por su estilo de vida nervioso y apresurado como el de los muchos trabajadores que sacrifican más de lo que ganan, le había llevado a padecer de un desorden hormonal solucionable con el (¡vaya ironía!) consumo de más hormonas, encapsuladas y dañinas para su sistema digestivo. De ahí que su médico le recetara alejarse de su hábito alcohólico si no quería hacer sufrir a su pobre y resentido hígado. No obstante, Susana había llegado a pensar con todo esto si las pastillas que tomaba la gente para solucionar sus múltiples problemas eran parte de la cura, o realmente eran parte de la enfermedad.
Al cambiar de dirección por un pasaje perpendicular, Susana dio de lleno con una corriente de aire que soplaba a lo largo de éste, desde la costa hacia la cordillera, provocando que la joven alzara el cuello de su chaqueta, tratando de cubrir su boca con ella, y apretara sus músculos en un vano intento de mantener el calor de su cuerpo. Susana pensó que de estar borracha, el viento no hubiera sido más que un detalle en el trayecto hasta su cama; pero como su inconsciente bien se lo repetía incesantemente en ese escenario tan frecuente como lo eran los fines de semana, esta vez no se encontraba en estado de embriaguez, y cada paso que daba tenía la solidez de un acontecimiento único en medio de la noche. Era como uno de esos cuentos de Poe en que el protagonista camina silenciosamente por la calle escuchando el eco de sus propias pisadas, resguardándose de la niebla, taciturno.
Susana iba tan enfrascada en sus pensamientos, tratando de refugiarse como pudiera del frío que le calaba hasta los huesos, que al principio no escuchó a la pequeña criatura a un costado de la calle. A lo lejos pasó una camioneta a una velocidad demencial, justamente por la avenida paralela a la calle por la que caminaba, ahogando los primeros maullidos que pudieran alertarla de su presencia. Pero el incesante llamado del diminuto ovillo negro apegado a la pared hizo que la joven parara en seco y mirara en derredor para dar con la fuente de aquellos sonidos, sintiendo un extraño vuelco en el corazón. Un gatito de pelaje oscuro y sucio, tiritando violentamente, se hallaba entre los pliegues de una chaqueta de mezclilla harapienta, maullando hambriento y desesperado por algo de ayuda. Susana no pudo evitar recordar a Margaret, su propia gata muerta por un perro unos seis meses atrás, cuando apenas había llegado a sus manos.
–¡Minino! –dijo inconscientemente Susana antes de abalanzarse hacia el gato y tomarlo con cuidado. Su cuerpo, ante el más mínimo contacto, podía declararse totalmente hinchado por los parásitos, al igual que su pelo sin lustrar hacía notar un claro indicio de que había sido separado de su madre desde hacía días; y a juzgar por las pequeñas manchas de sangre que habían en el pecho de la chaqueta de mezclilla en la que se hallaba, Susana pensó que también estaba herido, pero luego de echarle una revisada rápida bajo la luz de los faroles, constató que al menos no tenía ninguna abierta en ese momento.
El gato no dejó de maullar en ningún instante, como protestando por saber dónde se hallaba su verdadera madre. Pero Susana ya había tomado la decisión de tenerlo consigo en casa por al menos esa noche: con el frío que hacía y el viento que soplaba, no distaba mucho de la realidad el hecho de encontrarlo muerto al día siguiente, entre la ruinosa chaqueta de mezclilla perteneciente a algún vagabundo… si es que un perro hambriento ya no se había dado un frugal desayuno con sus restos. Por esa razón no tardó en acurrucar al gatito dentro de su chaqueta y avanzar a zancadas en dirección a su casa. Susana pensó en que después de todo había sido una fortuna que la batería de su celular no diera abasto para la reproducción de canciones para el viaje de vuelta; de lo contrario, jamás habría oído al animal clamar por ayuda.
Susana no quería ni pensar si su mamá llegaba a despertarse para ir al baño mientras ella improvisaba un camastro para el animal en su cuarto; ya adivinaba cuáles podían ser sus reacciones y argumentos en caso de llegar a ocurrir una situación como ésta, pero si pasaban desapercibidos hasta la mañana siguiente, todo podía ser expuesto y explicado con mayor claridad que a esas horas de la madrugada. Susana sólo esperaba que el gato no se volviera loco maullando, extrañado por las luces ni por el ambiente del sitio al que ella lo había acarreado.
Pero cuando la joven llegó a su casa, el pequeño animal parecía desesperado, chillando y retorciéndose en la mano de Susana como si salir de su puño fuera lo que más le importara en la vida. Debido a esto y al frío que entumecía sus dedos, sacar el manojo de llaves de su chaqueta y abrir las puertas que la separaban de su interior, fue toda una proeza para Susana, que en determinado momento creyó que el gato iba a terminar por soltarse de su mano e iba a caer de lleno contra el piso, lastimándose seriamente.
Una vez dentro, y urgida por no alertar a su madre de su presencia, Susana avanzó rápidamente hasta su cuarto con el gato en la mano sin encender las luces y se encerró en él para amortiguar el sonido de sus maullidos. Consideraba toda una suerte que no hubiera una sola gota de alcohol en su cuerpo, porque de lo contrario habría actuado de manera escandalosa, torpe y poco eficaz; en ese estado soñoliento pero claro en el que se encontraba, Susana se hallaba capaz de hacer las cosas de forma mucho más silenciosa que bajo los efectos de la cerveza y el vino.
Así fue que la joven depositó al gato negro en el interior de su ropero (en el espacio libre y oscuro bajo sus chaquetas) esperando que no terminara por hacer algo repulsivo que limpiar luego, y se dirigió con rapidez al patio de su casa en búsqueda de algo con qué prepararle una cama y mantenerlo abrigado. Susana pensó que podría haberles dado un nuevo uso a las viejas pertenencias de Margaret, pero en su afán de no recordarla tan dolorosamente como le era posible, había terminado por regalar todos sus juguetes, pocillos y atuendos a un grupo de jóvenes dedicados al cuidado y crianza de felinos sin hogar. Suponía que eso era lo mejor que podía haber hecho con ellos, pero en la situación en la que se hallaba, escuchando los quedos maullidos del gato encontrado, asordinados por las paredes y las puertas que la separaban de su cuarto, cayó en la cuenta de que a pesar de las negativas de su mamá, tarde o temprano iba a terminar encontrando a un gato al cual encariñarse y darle los mismos cuidados que para con Margaret.
Susana ya podía escuchar a su madre diciéndole que para qué traía otro gato a la casa, si al final se morían devorados por los perros o envenenados por los vecinos, y ahí quedaba todo, en lágrimas, penas y un dolor latente por meses. Ya había ocurrido con Panchito, Ivanna y Margaret; lógicamente también sucedería con el gato negro que esperaba algo de comida y cariño dentro del guardarropa de Susana, por supuesto.
La joven dio con la caja de unos zapatos que le había regalado a su mamá para el día de su cumpleaños hacía un par de meses atrás, en el viejo mueble de las bolsas plásticas, con espacio más que suficiente para que cupiera la criatura, y con un chaleco gris suyo en el cesto de la ropa sucia que, si bien estaba viejo y contaba con mucho tiempo de uso, con una buena lavada de la lavadora podía eliminar cualquier parásito que el animal pudiera dejar en él. Acto seguido, y con la impertinente idea de que su mamá aparecería en cualquier momento para preguntarle a qué se debía tanto ruido molesto, Susana fue a la cocina para calentar un poco de leche en un vaso de metal sobre uno de los fogones y verterlo luego en un pocillo en el que dejaban las aceitunas durante el almuerzo. Con todo eso listo, el chaleco dentro de la caja de zapatos y el pocillo con leche tibia en la otra mano, la joven se aseguró de haber dejado todas las puertas cerradas y la cocina apagada tras ella para volver a su cuarto antes que el gato pequeño comenzara a maullar más fuerte.
En un inicio, Susana supuso que el gato se había acostumbrado a la oscuridad reinante de su guardarropa más por un asunto de no saber reaccionar a su nuevo ambiente y dejarse vencer por sus propios miedos instintivos, que como un acto de obediencia y empatía hacia su salvadora; lo había visto otras veces en sus gatos que tras una pelea con otro animal, o tras hallarse encerrados por mucho rato en un lugar incómodo, se mantenían en un silencio afectado digno de una secuela de guerra.
Sin embargo el gato no se encontraba donde lo había dejado. Susana, depositando la caja con el chaleco adentro y el pocillo con leche tibia a un lado, removió las cajas plásticas en las que guardaba sus calcetines y calzones para comprobar si el animal no se había escurrido tras ellas, sin lograr dar con ningún rastro suyo por culpa de la escasa luz que la acompañaba. ¿Y si el gato se había escapado? ¿Y si el animal andaba ahora por el pasillo de su casa, perdido en la oscuridad reinante, dispuesto a ponerse a llorar en cualquier momento? Susana pensó que el gato, de haberse escapado, no podía haber ido muy lejos; y bueno, tampoco era que hubiera demorado mucho encontrando la caja y su chaleco gris y sucio en el patio, ¿no?; aunque a decir verdad, ¿había escuchado ella maullar al gato mientras calentaba la leche en la cocina, o mientras comprobaba que la caja de los últimos zapatos de su mamá no se encontraba llena de botones y costuras de emergencia? No podía responder con certeza, pues no se había fijado en aquellos detalles.
Con un movimiento rápido, y esperando que en cualquier momento el gato anunciara (o hiciera peligrar) su estadía en casa esa madrugada, Susana se incorporó y buscó en su mesa de noche una linterna para emergencias que siempre tenía a mano debido a los últimos temblores nocturnos. Con ella en ristre, y sin saber muy bien por qué, la joven decidió echar una última y rápida mirada al guardarropa antes de buscar al gato por el pasillo y el vestíbulo de la casa. Así, con la sorpresa propia de alguien que ve un elemento particular que antes no se encontraba ahí, Susana se enteró de que lo que había imaginado como un manchón en la madera de uno de los ángulos interiores del mueble, era en realidad una mancha de líquido oscuro, viscoso y fresco.
Susana temió lo peor: el gatito que acababa de encontrar en la calle, el que pretendía cuidar, salvar y hasta ojalá darle un nuevo hogar, había muerto dolorosamente. La joven se llevó su mano desocupada a la boca sin poder creerlo, incapaz de soltar un graznido de dolor siquiera. El gatito…, el pobre gatito…
Pero Susana, tratando de dimensionar el tamaño de todo lo que acababa de suceder, removió los colgadores de sus chaquetas con el fin de despejar la zona de la mancha en la madera y así poder apreciar mejor el panorama desalentador que se le ofrecía. No le bastó mucho tiempo, no obstante, percatarse que lo que ella había intuido en un comienzo como un líquido oscuro, viscoso y fresco, era en realidad el cuerpo del gato negro aplastado contra la madera, como si hubiera estallado una potente bomba en su interior, dejando su pelaje adherido a ella y todo el ambiente lleno de un olor nauseabundo, y que en dirección al techo del guardarropa, se extendía una fina pero enfática línea de sangre (oscura, viscosa, fresca) desde su ubicación, como si algo hubiera escapado de su interior y se hubiera escondido entre sus chaquetas, algo que la observaba en ese instante y se preparaba para maullar, gritar o chillar.
Fue el sonido de la linterna estrellarse contra el suelo de su cuarto el que la trajo de vuelta al mundo de los vivos, sobresaltada y con la boca totalmente reseca. Acababa de soñar con maullidos y gritos de angustia, pero si le pidieran reconstruir el sueño del que apenas despertaba, no habría sabido decir ni siquiera qué era lo último que había visto. Los sueños son frágiles, solía decir ella cuando despertaba y no recordaba las imágenes difusas que se le habían presentado.
La mujer se restregó los ojos antes de percatarse que seguía siendo de noche y que su habitación se encontraba sumida en la oscuridad.
Por un momento sintió un miedo horrible e inexplicable; pensó que continuaba dentro de su sueño, que debía hacer un esfuerzo para despertar de una vez por todas y encontrarse recibiendo un nuevo día.
La mujer se llevó un susto terrible al ver que la puerta de su cuarto se abría los centímetros suficientes para dejar ver la silueta de una muchacha de pie del otro lado. Tenía los hombros caídos, la cabeza inclinada y los ojos muy brillosos.
−¿Susana? –llamó la mujer, pero obtuvo un pesado silencio como por toda respuesta.