Historia #225: Recuerdo de Pascua de Resurrección

La proximidad de la Pascua de Resurrección siempre me trae a la cabeza un momento especial de mi niñez en el que está involucrado mi hermano menor. Cuando teníamos seis y tres años correspondientemente, solíamos educarnos mucho con ayuda de la televisión; y qué cosa más educativa en estas fechas festivas que ver un montón de películas bíblicas, llenas de azotes, paisajes áridos y crucifixiones.
            Por lo mismo, y bajo la influencia del heroico sacrificio de Jesús por nuestros pecados, mi hermano, sin que nadie se diera cuenta, armó una rústica cruz de madera que enterró cuidadosamente en un rincón del patio, debajo un viejo romero que ya no existe. Nadie se percató de sus intenciones hasta que mis papás lo vieron perseguir al gato con un martillo y clavos en las manos; cuando le preguntaron por qué lo hacía, dijo que lo quería crucificar para que todos pudiéramos irnos al Cielo, como lo había hecho Cristo. Mis papás, me los imagino consternados, le explicaron de qué iba el asunto de las películas, que en realidad las cosas no eran tan literal como las presentaban. Supongo que para un niño de esa edad era algo difícil de entender; o sea: lo ves en la tele, tratas de imitarlo. Por eso sigo pensando hasta hoy que mi hermano no fue tan culpable de la crucifixión del gato como algunos llegaron a pensarlo: la culpa fue (y es) de los canales de televisión abierta por mostrar algo tan denso, emocionante y escalofriante a la vez en un horario de alcance para un montón de niños acostumbrados a un tipo de programa muy distinto del presentado: en estas películas te mostraban un personaje con un objetivo positivo en la vida, con virtudes y dones capaces de ayudar al prójimo, hacer que te encariñaras con él y luego ¡PAF!, lo muelen a azotes, le dan duro como al peor de los rufianes y luego terminan por clavarlo en una cruz frente a tus propios ojos y tú quedas: no, no puede ser que Jesús haya sufrido tanto, ¡y todo por nosotros!; lógico sentirse culpable después de ver la película sin tener plena conciencia de su mensaje, ¿no?

            Ahora no es que me guste mencionar esto cada vez que pueda (de hecho, a mi hermano le molesta un montón, porque alega que cuando lo hizo no tenía conciencia plena de sus actos), pero lo hago porque es bueno recordar, aunque sea de vez en cuando, que uno fue alguna vez niño y por sobre todo, muy, muy inocente; tan inocente así, como para haber llegado a creer alguna vez en tantas historias fantásticas como si fueran plenamente ciertas.  

Historia #224: Conversación entre un hombre y su hijo de cuatro años

−¿Hijo?
            −¿Qué pasa, papá?
            −¿Has pensado en qué quieres ser cuando grande?
            −Mmmm, sí, lo he pensado: cuando grande quiero ser un hombre digno y honrado; cuando grande quiero ser político.

            −Oh, hijo –el hombre lleva lentamente su mano derecha hasta la pistola escondida en su espalda, temblando de manera ligera–, no me hagas hacerte esto, por favor…

Historia #223: Ayudar a un gato

Con el afán de fastidiarnos, un amigo comenzó a preguntarnos, a mi hermano chico y a mí, que qué recuerdos teníamos juntos de nuestra niñez. Nos costó hacer memoria, puesto que de esos tiempos ya van muchos años, pero mi hermano se acordó justo de una vez que encontramos al gato de una vecina atrapado en uno de los árboles de la plaza donde vivimos. Juramos que nuestras intenciones eran buenas, pero nuestra vecina casi nos mató cuando se enteró que intentábamos hacer bajar a su mascota lanzándole piedras para que saltara hacia nosotros. Nos dijo: “¡qué tienen en la cabeza, niños de porquería! Ojalá fuera su mamá para poder retarlos y hacerles morder el polvo”. Luego se fue y nos estuvo evitando la palabra por alrededor de un año, hasta que, suponemos, se dio cuenta que no éramos más que unos niños que no sabían discernir bien entre lo que era bueno y lo malo, y que la situación, después de todo, no podía pasar de ser más que un mero malentendido entre vecinos. Sin embargo, por otro lado, debo admitir que mi hermano y yo nos sentimos horrible al respecto, puesto que nuestras intenciones eran totalmente inocentes, pero terminamos, como siempre, haciéndolo todo mal, dañando a un pobre animalito muerto de miedo que no quería hacer otra cosa más que volver a casa.
            Ahora pienso en lo selectiva que es nuestra mente, siempre cegando las ventanas de nuestra memoria para no volver a lo que no deseamos, a eso de lo cual no estamos orgullosos y no deja de hacernos sentir una vergüenza enorme. Como cuando intentamos bajar al gato de nuestra vecina con mi hermano y todo salió mal. Pero al carajo: uno no puede sentirse culpable por todo en la vida, esa no es la gracia. Lo esencial es recordarlo todo, recordar hasta el último detalle, usarlos como un ladrillo sobre otro ladrillo y así sucesivamente.

            De todas formas el recordar el episodio del gato trajo para mí una cantidad de buenos recuerdos que creía olvidados, perdidos entre tanta imagen borrosa dentro de mi cabeza. Nunca es malo recordar cuando uno fue tan chico e inocente.    

Historia #222: Tu sabor a tostadas con mermelada de durazno

Cuelgo de las hebras de tu cabello, de tu sabor a tostadas con mermelada de durazno y los tés por la mañana. Cuelgo y vivo en el ámbar de tu taza, en el dulzor vivo entre tus manos, en el cosmético corrido que despierta contigo. Vivo y muero en el vapor de tus quejidos, en el color de tus susurros, en el sabor de tus uñas, en el secreto de tus muslos. Muero cada vez que nos levantamos y fingimos que no nos conocemos en la calle, bajo la luz del sol, ante esa atenta mirada de quienes nos conocen y creen poder ver en el interior de nuestros cuerpos. Muero cada vez que pongo un pie fuera de esta cama.