No sé con qué asunto ni en
qué momento alguien de mi carrera se levantó de la mesa del casino y dijo:
−Ya, güeón, hagamo’ un carrete –y todos dijeron ya, la
zorra, y fuimos al supermercado en el auto del Iván para comprar copete y carne
y todos llegaron a la casa del Miguel, incluidas las del grupo de la Marión,
que venían con la Pamela que justamente había terminado con el Franco,
compañero nuestro de bastantes borracheras universitarias, y todo se puso
tenso.
Yo, ya achispado por el vino y la cerveza, temí que el
Franco le dijera algo grosero cuando pasara por nuestro lado para saludarnos,
pero se comportó tan tranquilo como esperábamos. Le dio un beso en la mejilla a
la Pamela, le dijo un frío hola y todo siguió como antes, el grupo de ellas
separadas del nuestro.
Durante la tarde me fui dando cuenta que entre ellos
habían miradas furibundas, casi asesinas, y que si nadie hacía algo al
respecto, probablemente arruinarían la velada discutiendo como lo llevaban
haciendo desde los últimos meses. Le pregunté al Franco que cómo se sentía.
−Bien, bien, piola –Le dio un buen sorbo a su lata de
cerveza.
Miré a la Pamela, que conversaba en la mesa principal con
los demás, escuchando cómo el Pedro contaba su clásica historia de cómo había
hecho trampa en la última prueba que habíamos tenido con el Lakitu; le decíamos
Lakitu al profe en cuestión porque era tan molesto como ese enemigo del Super Mario Bros. y la güeá.
−¿No te pasa nada cuando veís a la Pame? –quise saber.
−No, no pasa na’ –me dijo el Franco, haciendo un gesto
con la boca−. Me importa un pico. Además somo’ gente madura; ya estamo’ bien
pelú’os como para hacer que las mierdas no terminen tan mal, ¿no?
−Ajá.
−Así que por eso: que ella haga su vida; yo hago la mía.
Punto –y el Franco volvió a tomar de su lata hasta vaciarla, como corroborando
sus palabras.
Ahí nos quedamos en nuestro lado del patio vaciando latas
y botellas de vino y deteriorando nuestros pulmones con el sucio porro que
trajo el Carlos de su pobla hasta que se hizo muy tarde y un gran porcentaje de
nuestras compañeras se despidió de nosotros y se largaron sin muchos preámbulos,
entre ellas la Pamela; nos dijeron chao desde la salida del patio, sacudiendo
sus manos, y nos sonrieron una última vez. Entonces, sin preverlo, el Franco
puso sus manos en la boca y gritó:
−¡Chao, conchetumare!
La escena pareció detenerse de un momento a otro y nadie
tuvo la sobriedad necesaria para decir algo al respecto y quebrar la molesta
tensión reinante del ambiente. Por mi parte, tomé otro sorbo de mi vaso de vino
y contemplé cómo la Pamela se iba llorando acompañada de sus amigas, el Miguel
retando al Franco (que parecía importarle todo un carajo) y la fiesta teniendo
su momento más bajo de la tarde. Me quedaba claro una vez más que cuando
terminan los romances, estos no pueden hacerlo de otra forma que no sea
estrepitosa como un terremoto.
Ayayai, el amor…