Fanfic #1: Duelo nocturno


Para mi hermana Francisca.



Cuando llegué borracho a mi casa a eso de las once de la noche, me senté a ver una película en el living tapado con una manta después de prepararme un enorme pan con palta y papas fritas. No recuerdo qué película era ni en qué momento me quedé dormido, pero cuando desperté tenía el cuello acalambrado y la sala entera estaba a oscuras; intuí que debí haber estado en la misma posición por horas. Rezongué, hice crujir mis articulaciones, y cuando estaba a punto de levantarme, sentí que algo en la oscuridad rozó mi cuerpo; al principio no lo pude mirar bien, pero luego de acostumbrarme un poco a la luz, vi recortada su figura redonda y chata frente mío; parecía sostener un lápiz en una de sus pequeñas manos –si es que se podían llamar manos, claro–. Fue su risa tenue (parecida al de un juguete al desinflarse) la que clarificó su identidad.
            –¡Jigglytuffy! –dije, y su risa se intensificó, divertida, antes de moverse a un lado del sillón hacia las escaleras que daban al segundo piso de la casa; no me costó ver –con la ayuda de la luz del rellano superior– a mi hermana apostada tras la baranda, mirando toda la escena con una sonrisa en la cara. Rió al verme–. ¡Puta zorra!
            Saqué la primera pokébola de mi cinto para elegir a Psyduck.
            –¡Vamos Psyduck, a por esas perras! –grité mientras lo liberaba, azuzándolo; pero apenas apareció, el muy maldito trastrabilló y cayó sobre su cola, emitiendo un lánguido gruñido. Tomé (dificultosamente) nota mental de no darle más alcohol a mis Pokémones cuando me fuera de fiesta–. ¡Vamos, Psyduck, despierta, maldición!
            El Jigglypuff de mi hermana volvió a soltar aire –riendo– y se fue rebotando hasta la escalera junto a su dueña. Me di cuenta que lo que tenía en su mano era un plumón negro –con toda probabilidad– permanente.
            –¡Tu Jigglypuff me rayó la cara! –dije, sintiendo la rabia alcoholizada bullir dentro mío–. ¡Maldita!
            Tomé a mi Psyduck (rompiendo al levantarme el plato en el que me había servido mi sándwich) por los costados y lo zamarreé para que despertara.
            –¡Vamos, puto pato, despierta!
            Mi Psyduck cloqueó con fuerza (como cada vez que le dolía la cabeza) y se levantó con cierto desánimo sin dejar de apretarse las sienes. Escuché cómo mi hermana y su Jigglypuff huían por el segundo piso en dirección a su cuarto.
            Había llegado la hora de la revancha.
            Subí las escaleras con mi Psyduck prácticamente a cuestas y vi a mi hermana esperándome desde el quicio de su puerta. La intentó cerrar apenas supo que venía por ella.
            –¡Ni lo sueñes, perra! –dije, alcanzando a detenerla con la mano; nos quedamos así, forcejeando un buen rato, hasta que ella soltó su lado y yo atravesé el umbral cayendo de bruces, partiéndome los labios.
            –¡Doble bofetón! –escuché decir a mi hermana antes de ser pisoteado por las esponjosas patas de su Jigglypuff al abalanzarse contra mi Psyduck.
            Alcancé a gritar antes de ver cómo el ataque le daba de lleno a mi Pokémon y lo mandaba contra la pared y sus cuadros colgantes, rompiendo unos cuantos de ellos. Nuestro papá de seguro ya había despertado con tanto ruido.
            –¡Psyduck, vamos, levántate! –dije mientras intentaba incorporarme–. ¡Golpes furia, a él!
            Mi Pokémon se llevó las garras a la sien una vez más antes de correr hacia el Jigglypuff de mi hermana y comenzar a arañarlo; resultaron ser cuatro golpes. Nada mal para un Psyduck con alcohol en sus venas.
            Mi hermana se acercó a su Jigglypuff (aún un poco mareado) y roció sus pequeñas heridas con una poción en spray, recuperándolo. Jigglytuffy se mostró muy agradecido al respecto.
            –¡Vamos, Psyduck, ahora! –le indiqué a éste–. ¡Pistola de agua! –Y Psyduck así lo hizo: abriendo un poco su pico, formó una pequeña abertura en su punta por la cual salió despedido un corto chorro de agua que fue a dar contra el jopo del Jigglypuff –derribándolo sobre su espalda– y el computador que mi hermana tenía descansando sobre su cama. 
            –¡Hijo de puta, mi computador! –chilló mi hermana, tratando de quitarle el agua de sus ranuras colgándolo de uno de sus extremos–. ¡Maldita basura, este computador estaba nuevo!
            –¡Pero qué quieres que…!
            Pero mi frase no alcanzó a ser terminada: en la puerta, con cara de muy pocos amigos, había aparecido nuestro padre en calzoncillos para contemplar la escandalosa escena que llevábamos a cabo con mi hermana.
            –¡Les he dicho un montón de veces que no usen sus Pokémones acá dentro! –dijo él con la cara un poco desfigurada por el sueño; sus ojos estaban rojísimos–. Pero ustedes nunca hacen caso. Así que ahora verán –Nuestro padre levantó la Pokébola que traía en su mano y la lanzó al medio de nuestros Pokémones. De la luz que emergió de ella, apareció un Magmar recién evolucionado que había encontrado en la calle muerto de hambre y frío. Llevaba muy poco tiempo entrenándolo–. Vamos, Magmar, ¡Finta contra el Psyduck!
            Mas el Magmar, cuidado previamente por un mal entrenador Pokémon, realizó totalmente lo contrario: levantando su cabeza hacia el techo, escupió una enorme ascua que no demoró en prenderlo.
            –¡Mierda! –exclamamos los tres al unísono, viendo cómo el fuego se iba expandiendo con una rapidez alarmante.
            –¡Psyduck, Pistola de agua al techo! –Mi Pokémon se tambaleó un poco antes de direccionar su ataque hacia el lugar indicado y escupir su chorro de agua que resultó no servir de mucho–. ¡Vamos, otra vez! –Pero sucedió lo mismo.
            El Magmar de nuestro papá se había puesto a bailar divertido por las llamas, saltando como un estúpido bajo ellas mientras mi Psyduck y el Poliwag de mi hermana intentaban apagar las llamas con sus ataques. Sin embargo, llegó un momento en que todo se volvió insostenible y no nos quedó otra más que tomar todo lo que pudiéramos y salir de ahí cuanto antes. Al cabo de una media hora, llegaron los bomberos con sus Blastoise y su escuadrón de Wartortle, actuando rápido como siempre. Pero cuando ya todo hubo terminado a eso del amanecer, nuestra casa ya no era la misma de antes.
            Así fue cómo nos quedamos sin ella.

Historia #102: Un mejor padre



El otro día, la Pía vino y me mostró la maqueta de mi primer libro con todas las de la ley para corregirlo (el de cuentos de terror y la güeá) y sentí una especie de brillo dentro de mi corazón, un latido cuático, insondable; pensé que eso era lo más cercano a prepararse para el nacimiento de un niño, en este caso mi primogénito, ¡mi primer hijo, por la mierda! Pensé: bah, quién quiere niños, que mi hijo mejor sea un libro, total, un libro no me caga en las manos, no me vomita la espalda, no llora por las noches, no me dejará la cuenta bancaria en números rojos. Entonces sonreí y busqué libros de ayuda para papás, me inscribí en talleres de futuros padres, paso día y noche con un libro falso a mi lado procurando que nada malo le ocurra, me preparo para su llegada. Su cuarto ahora está adosado con papel kraft (para que al nacer se sienta como en casa), sus muebles llenos de materiales para encuadernarlo cuando lo necesite o se desarrolle, y el desván vacío en el caso de que su venta sea mala y necesite un lugar para poder olvidarlo.
Desde ese momento creo que soy mejor padre.