Cuento #29: Sombra y oscuridad



El tiempo transcurría monótono, la oscuridad parecía querer engullirlo todo y Roberto seguía sin poder conciliar el sueño. Se revolvía de un lado a otro, inquieto, como si su cuerpo quisiera estar por sobre todas las órdenes de descanso de su mente. Pensó en relajarse, imaginar azules ciertas zonas tensas de su cuerpo y, cómo no, contar hasta que ese algo dentro suyo por fin decidiera dejarlo tranquilo; pero fue imposible.
            Un perro ladró a lo lejos, otro le contestó más allá, un vehículo golpeó su parachoques al saltar un lomo de toro cercano, alguien manejaba por la calle escuchando regetón a un volumen demencial. Era como si la noche tuviera vida propia, una secreta y enigmática. Roberto pensaba esto cuando sintió que la puerta de su pieza se abría. En un comienzo creyó que era su gata, quien de vez en cuando decidía pasar la noche junto su almohada; pero luego de sentir unos tenues pasos, pensó que podía tratarse de su hermana pequeña y sus frecuentes pesadillas.
            Sin embargo, Roberto estaba muy lejos de estar en lo correcto: recortada contra la puerta de su habitación, se hallaba la silueta de un hombre mayor, sombrero de ala ancha sobre la cabeza y vestido con una chaqueta larga y pesada que le llegaba hasta los tobillos. Roberto no conseguía ver su rostro con claridad; era como si estuviera hecho de sombras y oscuridad.
            Roberto, en un acto completamente instintivo, ahogó un grito y se ocultó bajo sus sábanas, temblando violentamente. ¡Había alguien ahí con él, a su lado, había alguien, había alguien ahí!
Entonces aguzó su oído, como esperando a que la persona en el umbral diera alguna señal de marcharse o cernirse sobre su cuerpo. Intentó gritar, decirle: “¡ándate, ándate lejos!”, mas su voz no se lo permitió. Intentó gritar, pedirle ayuda a sus padres, a quién fuera que llegara a escucharlo y despertar, pero estaba mudo; podía articular las palabras, mas no pronunciarlas.
En eso sintió que algo se posaba en uno de los bordes de la cama, como una persona al sentarse; una alarma se disparó de inmediato en su cabeza, advirtiéndole que después de todo lo que estaba viviendo no era un sueño: porque algo, sí, algo estaba sentado junto a él, algo que no parecía ni respirar ni estar vivo.
Roberto se encogió en su cama, esperando el desenlace en cualquier momento. Sintió que el peso del hombre se volvía diferente, más ligero, hasta volverlo a sentir en otro punto de la cama, como si estuviera cambiándose de puesto. Roberto no dejaba de pensar: “por favor, que se vaya, por favor, que se vaya, por favor, que se vaya…” sin lograr tranquilizarse. ¿Cómo podía ser todo esto cierto?
El joven, en una acción desesperada, quiso volver a gritar, tratar de llamar la atención de sus padres como fuera, por lo que decidió sacar rápidamente su mano de las sábanas y tomar su lámpara del velador para arrojarlas lejos y así provocar algo de ruido. Contó hasta tres, confiando en que el hombre, sombra y oscuridad, no pudiera leer sus pensamientos. Uno, dos, ¡tres! Alargó su brazo por sobre su cabeza, sabiendo que sólo tenía una oportunidad, y tomó la lámpara para lanzarla al otro rincón de la pieza. El objeto trazó un limpio arco por la habitación y fue a dar contra su tele, quebrándole sonoramente la pantalla. Entonces pudo volver a gritar: “¡papá, mamá!” sin parar. Sus padres no demoraron ni diez segundos en entrar raudos y encender la luz.
−¿Qué pasa? –Su papá parecía estar más enojado que preocupado; y luego de ver el desastre que había provocado su hijo, el primero de sus estados no hizo más que acentuarse−. ¿Por qué hiciste eso?
−Esque, esque… −Roberto pensó en contarles todo lo ocurrido, pero al recorrer el cuarto con su visión adolorida por la luz, se dio cuenta que ahí no había nadie.
−¡Mejor deja de jugar esas basuras por Internet! –le dijo su papá, iracundo, mientras su mamá daba media vuelta y volvía a su cuarto en silencio−; ¡esas cosas te tienen así! Mejor duerme, que mañana vas al colegio.
Y dicho esto, cerró la puerta tras de sí, dejando la luz encendida.
Roberto no podía entenderlo: había sentido a alguien sentarse a sus pies, lo había visto recortado contra la penumbra y hasta podía decir cómo iba vestido…
Sin pensar en otra cosa más que en lo vergonzoso que había sido todo, se levantó, cuidando de no cortarse un pie, y apagó la luz del techo; con el mismo cuidado volvió a su cama y se arrebujó entre las sábanas, pensando en lo idiota que había sido al actuar así, rompiéndolo todo.
            Se apoyó sobre su costado derecho y comenzó con los mismos e infructuosos ejercicios para inducir su sueño. Sin embargo, se detuvo de inmediato al sentir un leve susurro dentro del cuarto; al principio no pudo dar con su origen, pero luego de sentir una suave vibración bajo su cama, supo que el hombre, sombra y oscuridad, jamás se había ido de ahí.
Hola, Roberto.







Historia #32: El lector

  


No podía parar de leer libros: si terminaba uno, debía empezar de inmediato con otro; era por eso que siempre andaba con más de uno en la mochila, temiendo entrar en pánico, perder los estribos y permitir que las palabras escaparan de su cabeza, junto con el aire lleno de monóxido de carbono que exhalaba mecánicamente a cada segundo que transcurría de su lenta vida. De vez en cuando piensa en cómo podría alguien plasmar sus ideas sin ellas; y cuando el tiempo se lo permite, también piensa en cómo podría alguien vivir tranquilo en un mundo tan pragmático, derruido y enfermo, como el que pisaban sus pies llenos de carne y tejidos. No lo sabía, por supuesto, porque siempre tuvo conciencia que en las páginas que manoseaba estaba el escape, la ilógica sensación de libertad que llenaba de aire puro sus neuronas, la fantástica bondad de atiborrar su estómago de irreales banquetes y la maravillosa capacidad de poder vivir sin tener que escuchar las oraciones mal formuladas de las demás personas. A veces piensa, cuando refresca su cara con el agua clorada del lavamanos, en cómo podría alguien aguantar viviendo día a día lo mismo, sin cambios, sin sorpresas; y cuando respira profundamente, oxidando sus células y su cuerpo, pudriéndose sigilosamente por dentro, también se pregunta cómo alguien podría no engullir de vez en cuando una idea bien formulada, un viaje exótico bien guiado, o un entramado clásico dispuesto a dejarte calado hasta los huesos… A la gente no le gusta el asombro, lo sabe con la exactitud propia de quien ha devorado miles de libros por año…, pero a él le encanta. Por eso no puede dejar de leer libros: teme quedarse vacío, sin nada en su interior, sin pájaros ni árboles, sin mesetas ni lagos; siente que moriría inmediatamente si algún día no existiera un libro nuevo que leer, ni nuevas ideas que degustar. Es por eso que no necesita de las cosas mundanas de la vida; porque ¿quién puede necesitar comida, agua, aire y muestras de afecto, cuando todo estaba ahí, plasmado en los libros, los mismos que no podía parar de leer en ningún momento? 

Cuento #28: ¡Dónde está mi hijo!



−¡Mi hijo, mi hijo! ¡Dónde está mi hijo!
            La mujer gritaba desesperada, mirando hacia todos lados sin poder hallar lo que buscaba.
            −¿Qué le pasa, señorita? –le preguntó un guardia, llegando raudo a su lado.
            −¡Mi hijo! ¡No lo encuentro! ¡No está por ningún lado!
            El guardia encendió su radio para avisarles a todos sus colegas que había un niño perdido dentro del supermercado. Acto seguido, se dirigió a la salida del recinto para impedir que el o los posibles captores pudieran huir con él.
            La gente alrededor quedó expectante, mirándose los unos a los otros con cierto temor a la vez que los guardias se apostaban en las entradas.
Por los altoparlantes se dio aviso de la pérdida ocurrida; la gente entonces detuvo todas sus acciones para facilitar la búsqueda.
            −¡Mi hijo, dónde está mi hijo! –seguía gritando la mujer, mientras todos la miraban sin poder hacer nada al respecto. Alguien le dijo que se calmara, pero fue como si le hubiera hablado a una pared.
            El hecho era que, después de todo, el niño parecía no estar por ningún lado.
El gerente dio aviso a Carabineros para agilizar las cosas antes que fuera demasiado tarde, mientras que las supervisoras, por su lado, invitaban a la mujer desesperada a tomar asiento detrás de una de las cajas recaudadoras y los guardias y el personal del supermercado se encargaban de la búsqueda actuando con un esfuerzo no muy frecuente en ellos, comprobando que el niño no se encontraba ni en la zona del pan, ni en la de los lácteos, ni en la de los juguetes, menos aún en el pasillo de los dulces.
 La esperanza se había ido lejos, la gente esperaba que anunciaran lo peor: ya había sucedido otras veces que los niños no volvían a aparecer hasta que los encontraban en bolsas negras de basura, destrozados, sin sus órganos, en lugares abandonados y lejanos; podía ser que ésta fuera otra de aquellas ocasiones.
 Sin embargo, alguien empezó a gritar que lo había encontrado; nadie supo en un comienzo de dónde provenía el llamado, pero luego que los guardias usaran sus radios para comunicarse, supieron que el niño extraviado estaba encerrado en uno de los baños para el público.
La mujer desesperada se levantó del asiento como un relámpago.
−¡¿Dónde está, dónde está?! –preguntó, totalmente alterada.
−Ahí está, en el baño –indicó una anciana, apuntando hacia el interior de éste−. Mírelo.
La mujer se calmó un poco y, acompañada de tres guardias y las supervisoras que la cuidaban, caminó hasta uno de los cubículos para encontrarse con un niño de cuatro años temblando de pies a cabeza; su ropa no era la misma que vestía al ingresar al supermercado y su pelo, antes castaño, reluciente y fino, estaba ahora cortado al rape. No cabía duda que alguien había estado preparándolo para salir y huir lejos con él, cambiándole las características para confundir a los guardias.
−¡Hijo, hijo mío!
La mujer abrazó al pequeño y lo levantó para llenarle la cara de besos, mientras éste no dejaba de temblar y chuparse el pulgar con la mirada perdida.
−¡Hijo…, hijo, por fin…!
Los guardias acabaron con su operación dándose órdenes por radio, las puertas volvieron a dejar de ser custodiadas y la gente siguió con sus compras murmurando unos con otros todo la situación acontecida. La mujer, por su parte, le dio las gracias a las supervisoras, al gerente y a los guardias por su ayuda y disposición; y prometiendo no separarse de su hijo ni por un segundo más, la mujer salió del recinto en dirección al estacionamiento. Apretó la alarma para desbloquear las puertas de su jeep, ubicó al niño en el asiento del copiloto y se sentó detrás del volante.
            −Hijo…, hijo… −balbuceó mirando al pequeño, acariciando su pelo rapado−. Hijo, ya no nos separarán más.
            El niño la observó, titilando como si estuviera muriéndose de frío; del entrepiernas de su pantalón asomó un tibio manchón oscuro.
            −¿Mamá…, mamá? –El chico parecía estar al borde del colapso nervioso, con la tez de su piel pálida y nauseabunda−. ¿Dónde está mamá…? Tú…, tú no eres mamá.
            La mujer sonrió sin poder evitarlo; al fin lo había conseguido; ¿cómo no iba a hacerlo?
            −Ahora sí, querido. Ahora sí.