Largo camino a la ruina #28: Un asado al aire libre

Debo partir diciendo que cagar al aire libre es una de las mejores sensaciones que he vivido en mi vida. Acostumbrado siempre a hacer deposiciones en baños civilizados (cabe destacar que no vine a hacerlas en una casa ajena hasta los dieciséis años, cuando tuve mi primera polola y me quedé a dormir por primera vez en su casa un sábado por la noche en que juro que si no ocupaba su baño, explotaría ahí mismo repartiendo mierda por todos lados), fue toda una experiencia para mí verme en la obligación de cagar donde el viento te roza la piel libremente y no hay un lugar seguro donde reposar el culo.
            Llegamos a La Punta del viento a eso de las tres de la tarde, cargando montones de bolsas llenas de cerveza, vino y carne para asar en una improvisada asadera (valga la redundancia) que alguien, algún borracho juicioso de la localidad, había preparado para las futuras visitas que conocían el lugar y que el Mauro había encontrado casualmente mientras buscaba un sitio donde poder aparearse con una joven que conoció un par de semanas antes, el mismo día que dio con la famosa asadera.
            El Gustavo preparó el carbón, mientras el Juan y yo servíamos las cervezas y el Osvaldo instalaba los parlantes de batería recargable en puntos estratégicos para nuestro jolgorio. Los demás andaban por ahí, buscando cualquier cosa con las que se pudieran ingeniar asientos de dudosa comodidad, al tiempo que el Mauro, protegido del viento por nuestras mochilas, se encargó de armar los porros que tanto nos había costado comprar la noche anterior; de sólo recordar que tuvimos que caminar hasta un barrio lleno de pasteros apostados en cada una de sus esquinas, luciendo esa clásica mirada perdida, vacua, casi sin alma, con aspecto de saltarte encima en cualquier momento para robártelo todo y dejarte en pelota en plena calle, me viene un ligero temblor de espalda que no sólo me susurra que tuvimos suerte, sino que para la otra quizá no la saquemos tan barata.
            El asunto es que el Mauro lió tres grandes y gruesos pitos que los repartió entre nuestro círculo recién formado (de manera equitativa para lograr que todos sucumbieran ante sus efectos por igual) y dimos por comenzada la jornada.
            Lógico que quedamos voladísimos antes de dar el primer sorbo a nuestros vasos, la mirada borrosa y la cabeza completamente embotada, lo que me hizo pensar irremediablemente que haber arriesgado nuestras vidas la noche anterior había valido la pena. La ciudad abajo me parecía de mentira, como una de esos fondos que iban cambiando a medida que ibas avanzando de los primeros Resident Evil. Se lo hice saber al Juan a modo de broma, pero estaba tan enfrascado mirando la nada, que sólo aprecié cómo caía un hilo de baba de su boca sobre la tierra bajo sus pies.
            Cuando el fuego estuvo listo, el Gustavo echó la carne encima de la asadera –un montón de piedras en corro con una rejilla bastante grasienta y maltratada encima– y todos empezamos a sentir hambre producto del fuerte y agradable olor que despedía ésta al soltar sus jugos sobre el carbón abajo. El Diego le preguntó al parrillero si podía probar un trozo de la carne, medio en broma, medio en serio, pero el Gustavo, firme en su posición a cargo de nuestra comida, le intimidó con el cuchillo que blandía, apuntándolo con él.
            –Ni se te ocurra –dijo, y todos nos reímos ante la estúpida situación que estábamos viviendo.
            La tarde avanzó lenta, calma, al tiempo que la ciudad y su gente se revolvía como pequeñas y acaloradas hormigas a kilómetros de distancia nuestro. Ver desde esa panorámica me hacía sentir como un vigilante, un observador de la sociedad y toda su mierda de vida. Sin embargo todo pensamiento profundo y analítico se fue al garete al recibir un nuevo llamado del Mauro. Había preparado otra ronda de mary jane para nuestros lindos cerebritos. Todos dejamos lo que hacíamos para correr a su lado.
            Debo decir que me encanta estar volado, más incluso que estar borracho y desinhibido, pero lo malo es que siempre me ataca de la misma forma, provocando un hambre tan voraz en mí, que una vez me vi en la obligación de comer unos fideos de cuatro días de preparados, de aspecto sospechosísimo. La diarrea que me vino a las horas posteriores de haberlos engullido me dio a entender que hay algunas cosas, las que más queremos y necesitamos por así decir, no son siempre las mejores para nosotros y nuestro organismo.
            Pero qué mierda, pensé dándole un fuerte sorbo a mi vaso hasta vaciarlo, yo soy de esos que nunca aprenden de sus errores.
            Esperé a que el Gustavo fuera a mear a una suerte de trinchera cercana y me acerqué con avidez hasta la asadera de porquería que con tanto esmero se dedicaba a proteger. Y bueno, debo decir que no era el único que miraba los trozos de comida como una verdadera hiena hambrienta, puesto que el Diego y el Mauro llegaron hasta mi lado en tres zancadas (acción ejecutada de una forma bastante premeditada para los erráticos movimientos que el alcohol y las drogas producían ya en nuestros cuerpos), cuchillos y tenedores en ristre. El Diego, en un brillante fogonazo de iluminación, cortó un trozo de la parte posterior de la carne de manera que, ante la mirada rápida de alguien que jamás creería que su preparación fuera pellizcada por malditos y hambrientos granujas como nosotros, nunca notaría un cambio, sobre todo si el cocinero de turno se encontraba en el estado en el que se hallaba.
            Mientras el Mauro vigilaba la llegada del Gustavo, con el Diego cortamos la carne en tres trozos que nos echamos a la boca de inmediato. Nos importó una mierda que tuviera grandes zonas crudas, el hambre fue mucho más, por supuesto.
            –Gúeón, corta más carne –dijo el Mauro con avidez. Y era cierto: el lamento de nuestros estómagos seguía siendo igual de poderoso que antes. El Diego cortó más trozos de la carne (ya dejando una visible merma en ésta) que tratamos de ocultar regulando con más cortes en su parte posterior y volvimos a engullirlos justo cuando aparecía el Gustavo a la vista, caminando como si no pudiera sostener más su propio cuerpo. Nos dispersamos de la asadera como verdaderas ratas frente al peligro antes que nuestro amigo nos viera junto a ella. Mas para fortuna nuestra nos percatamos que éste ni siquiera notó los cambios que había sufrido la comida que preparaba, a pesar que, tras echarle un último vistazo, me di cuenta que lo que nos habíamos echado al buche significaba una parte bastante considerable de lo que se asaba frente a sus ojos.
            Me serví un vaso de vino para apurar mi digestión y empecé a hablar con el Osvaldo sobre lo mierda que me parecía la música que se escuchaba hoy en día por la radio. A esto se nos sumaron los demás, que no dejaron de argumentar que los ochentas y los noventas dieron las mejores bandas de la historia musical hasta el momento. Como todos coincidimos en el mismo punto, pusimos unos cuantos tantos de Faith No More, The Offspring, Green Day, System of a Down y Linkin Park.
            –Pero si Linkin es de los dos mil –acotó el Mauro, patentemente tocado por el copete y la marihuana–, no de los noventa.
            Pero bueno, a esas alturas de la jornada las fechas de las formaciones de las bandas y el lanzamiento de sus primeros trabajos importaban poco o nada. Y así fue como llevamos la tarde hasta que tras ir por la mitad de mi tercer vaso de tinto sentí que algo empezaba a gruñir con violencia dentro de mí, acompañado de un malestar parecido al de un peso cayendo al fondo de mi estómago. Luego empecé a sentir el conocido sudor frío que antecede a una cagadera de aquellas. Y yo tan lejos de casa.
            Me dirigí rápido al rodete gigante que hacía las veces de mesa para encontrar mi mochila y rebuscar algo con qué limpiarme en el interior de ella. Por desgracia, sólo habían más botellas de cervezas llenas y bolsas plásticas húmedas, que dicho sea de paso, empaparon el rollo de papel higiénico que traía conmigo en caso de una eventualidad como ésta.
            Traté de no entrar en desesperación: en vez de eso, empecé a rebuscar algún cuaderno o guía abandonada de esas que siempre olvidas en los bolsillos de tu bolso, pero no había nada que me pudiera servir.
            Los retorcijones se volvieron más y más crueles a cada arremetida, y por un instante pensé que iba a terminar bajándome los pantalones para echar una potente cagada frente a ellos, pero no tardó en dejarme en paz (al menos de momento) como siempre acaba por hacerlo cuando uno resiste la primera embestida desde el interior del ano.
            El Mauro repartió tres porros más entre nosotros y aproveché de fumar un buen tanto antes que las ganas de expulsarlo todo volvieran con renovadas energías.
            Acabé mi vaso de vino y encaminé por la misma trinchera en la que había visto perderse al Gustavo, esperando que hubiera por ahí algún sitio donde pudiera cagar en paz.
            Demoré un tanto en dar con un sitio lo bastante alejado como para que mis amigos no me encontraran de inmediato (siempre con el temor que no me dejaran tranquilo mientras defecaba), y me acuclillé en un punto rodeado de basura, envoltorios de papas fritas y botellas de alcohol por doquier. Pero no me importo; ya ni siquiera escuchaba la música que salía de los parlantes que habíamos traído.
            Y como dije anteriormente, hacer esto, cagar así, al aire libre, fue toda una experiencia para mí, sobre todo cuando uno se siente liberado de todo ese peso molesto que carga uno cuando el estómago se ha atiborrado de tanta mierda. Al principio fue un poco molesto ver cómo caían todas mis deposiciones entre mis zapatillas, humeantes y fétidas y oscuras, pero como estaba borracho y colocadísimo, sólo me reí ante el efecto de mi primera vez haciéndolo.
Debo aceptar lo mucho que me impresionó la comodidad de obrar de esta manera aun sin tener un lugar donde apoyar el culo y descansar como es debido. Una vez leí por ahí que recomendaban poner los pies sobre un pequeño taburete mientras uno estuviera sentado, porque sólo así el intestino grueso queda posicionado de tal forma que permite que salga todo afuera sin quedarse con nada adentro. Me fue imposible no recordar el ínfimo agujero compartido de los conventillos en el que los obreros de las salitreras hacían sus necesidades y pensar, por consiguiente, que a pesar de lo hijos de perra que eran sus patrones, al menos algo estaban haciendo bien para con sus aparatos digestivos.
Bien, todo había llegado a buen puerto: me sentía tranquilo, despejado, hasta quizá un poco menos ebrio; pero entonces llegó el momento de darme cuenta de mi dura realidad: había olvidado por completo que necesitaba de algo con qué limpiarme.
Me quedé unos diez segundos más en la misma posición hasta darme cuenta que necesitaba hacer algo antes que se me acalambraran las piernas o algo por el estilo. Observé mis deposiciones con atención (con un creciente número de moscas cerniéndose sobre ellas) y comencé a hacer funcionar los engranes de mi cabeza para buscarle alguna solución a mi entuerto.
Escuchaba el zumbido de las moscas abajo, mientras buscaba con la vista algo con qué ayudarme; pero no había más que papeles usados –al parecer era un buen sitio para usarlo como baño– y envolturas de comida desteñidas por el sol; las moscas ya estaban empezando a notar que mi culo también era una rica y nutritiva fuente de comida para ellas. ¡Debía hacer algo, y rápido!
Empecé a quitarme las zapatillas comenzando por las agujetas, cosa que me costó un montón debido a todo el cuidado que tuve que ponerle para no caer encima de mi propia mierda. Primero uno, luego el otro, tranquilo. Acto seguido, intenté quitármelas haciendo palanca con mi pulgar por la zona del talón, pero las zapatillas estaban demasiado apretadas contra mi pie. Cuando me quité la primera, trastrabillé peligrosamente sobre mi mierda, pero conseguí recuperar el equilibrio agarrándome de una raíz saliente de la trinchera. Exhalé aire, aliviado, y repetí la misma operación con la segunda, esta vez dándome más impulso del que debería, haciendo que (oh, dios, no) cayera todo culo y piernas sobre la fangosa materia llena de moscas que había salido de mí.
La mirada se me nubló, a la vez que me entraron unas imperiosas ganas de vomitar, mezcla de tinto, carne cruda y cerveza en el estómago. Blasfemé (grité) algo y me levanté con trabajo, pensando en cómo me limpiaría todo aquel desastre de mi piel.
Volví a buscar algo con qué quitarme la porquería de encima con la mirada, sin embargo llegué a la misma y desilusionante conclusión que ahí no había nada útil para mí. Por unos segundos me entraron ganas de llorar de la rabia, pero luego de pensarlo mejor, dije en voz alta que qué mierda, esto era vivir al aire libre, algo que la mayoría de los idiotas no disfrutan y temen, a pesar que era la primera vez que lo hacía en mi vida. Ya saben, uno siempre busca formas para justificar sus propias estupideces.
Así que pensándolo mejor, me quité los calcetines con movimientos rápidos; porque ahora que estaba manchado entero, poco importaba el cuidado que tuvieran mis acciones. Los estiré y empecé a limpiarme con ellos lo mejor que pude, ocupando todos sus espacios en blanco posible. Pero no fue suficiente: aún podía sentir un malestar en el culo que me decía a gritos que el trabajo no estaba concluido.
–¡Oye, culiao’ –me dijo el Mauro al verme salir de la trinchera por donde había desaparecido–, adónde te fuiste! ¿Y por qué vení’ sin polera?
–Larga historia, amigo –le dije–, larga historia.
Me acerqué a la asadera improvisada y me di cuenta que la carne estaba por fin llegando a su punto. Intenté decirle algo al Gustavo, pero lo vi más allá sentado junto al Diego, ambos contemplando absortos la ciudad abajo. Estaban colocadísimos. El Juan seguía con lo suyo, babeando y pensando en sus propios problemas. Los demás se encontraban dándole de baja a las cervezas que todavía permanecían estoicas sobre la mesa; las cosas continuaban como antes de haberme manchado de mierda el cuerpo.
Abrí una de las botellas que seguían guardadas en mi mochila y me acerqué a los demás para saber de qué estaban hablando. Al cabo de un rato llegó el Mauro con otro porro que alcanzó a dar dos vueltas enteras al grupo y que nos dejó sintiéndonos más etéreos que nunca.
El sol, ese día, me pareció una naranja inmensa sumergiéndose en un mar hecho de zafiro líquido. Pero luego que el Gustavo recuperara la consciencia y se diera cuenta que nuestra comida se estaba quemando, toda idea en mi cabeza embotada desapareció para dar lugar, otra vez durante el día, al hambre voraz que sentía me destrozaba por dentro.

Largo camino a la ruina #27: Carne pa' la picadora

Como en la casa del Juan me podía concentrar poco y nada con tanta gente carreteando, no me quedó otra que ir a estudiar al parque municipal después de clases. Eran apenas eso de las cuatro de la tarde y el lugar se veía lleno de colegiales y parejas jóvenes, la mayoría sin haber cumplido siquiera los veinte años o la mayoría de edad. Me costó un buen rato encontrar una elevación vacía donde sentarme y sacar mis apuntes y guías (todas llenas con dibujos de penes) para leerlas de una vez por todas. Al principio me incomodó la dureza del suelo, luego el frío y por último el incesante griterío de las personas que andaban por ahí, cortejándose para aparearse lo más pronto posible; pero tras unos cuantos minutos de preparación (en que fumé un par de cigarros), me tranquilicé y pude por fin concentrarme en la materia.
            Debió de haber transcurrido un tercio de hora cuando sentí el casi nulo pronunciar de un joven hablándole a su pareja. Levanté la vista de mi cuaderno y los vi acercarse hasta las faldas de mi elevación. Eran, cómo no, una pareja de flaites de no más de dieciocho años, acompañados de un niño de unos dos que con toda seguridad era el hijo de ambos. Ninguno parecía preocuparse mucho por él.
            Como la voz del flaite comenzó a llegarme inevitablemente, decidí tomarme un breve descanso antes de seguir con lo mío. Así pude escuchar las interesantes cosas que el joven le decía a su pareja:
            −¡No, si no pasa na’; el gil culiao’ me la’ va a pagar to’a, to’a, por maricón y qué zarpa!
            Su novia parecía mucho más centrada y tranquila, porque le respondió:
            −Oye, no, no hagai’ na’ mejor. ¿Veis que te pueden meter preso de nuevo?
            −¡Qué, a los pacos culiaos me los paso por la raja!
            A partir de eso me pude hacer una idea más o menos general de quienes tenía frente a mis ojos. Me sorprendía que ninguno de ellos se percatara que su hijo subía peligrosamente la elevación, caminando entre piedras altas y resbaladizas.
            El flaite encendió un cigarro y siguió con lo suyo. Por lo que pude entender de sus confusas palabras y mal sintetizadas oraciones, acababa de ser engañado por un primo con el cual había cometido un violento atraco a una casa del centro, llevándose prácticamente todo lo que había en su interior; sin embargo el primo de éste, al parecer mucho mayor y más avieso que él, terminó por quedarse finalmente con todo lo robado, engañándolo de la manera muy ruin. Ahí entendí por qué entonces quería matar a disparos al otro tipo.
            −¡Se lo merece el gil culiao’!
            Su polola no sabía dónde tener la atención: si en su interlocutor, o en su hijo que andaba por ahí jugando.
            −Oye, mira la guagua, se va a hacer cagar –dijo el joven, apuntando con el cigarro a su hijo−. Llámalo.
            −Podríai’ llamarlo tú también, si es tu hijo –balbuceó su polola.
            −¿Qué güeá? ¿Me estai’ diciendo que tengo que hacer tu pega también, ah?
            La joven se quedó callada y llamó a su hijo, quien se devolvió corriendo hacia ellos. Ahí supe que se llamaba Michael.
            −Oye, cabro culiao’ –le dijo el flaite a su hijo, con voz rasposa−, no te vayai’ lejo’, ¿me escuchaste? –y dicho esto, le pegó fuertemente con el encendedor en la cabeza a modo de regaño.
            −¡Oye, no le peguí’ a la guagua!
            −¡O’e, si no pasa na’ o’e! No seai’ cuática.
            El tipo encendió otro cigarro y le importó una mierda que su hijo estuviera ahí, al alcance del humo.
            No tardaron mucho en irse; mas cuando lo hicieron, mi concentración se había ido al carajo: no podía dejar de pensar en que casos como éste se repetían en un sinnúmero de hogares del país: jóvenes con niños a su haber, con muy poca experiencia y habilidades para ser padres, de edad inferior a los veinte años y muy pocas posibilidades de poder darles una vida llena de los cuidados y garantías que necesitan para que éstos lleguen a la edad adulta sin mayores problemas. 
Pensé en esto y sentí un nudo en el estómago, percatándome que ésta era la solución idónea para un país que no necesita más empresarios ni millonarios posicionados en la clase alta, sino más y más personas capaces de rebajarse a ser sus sirvientes por un puñado miserable de dinero. En otras palabras: carne para la picadora. Porque sin concientizar a la gente del daño que se están haciendo, no están haciendo otra cosa más que asegurar a todas sus generaciones posteriores con más y más casos que no dejarán de repetirse a lo largo de la historia de nuestra nación: jóvenes teniendo hijos cada vez más jóvenes, inconscientes de todo lo que sucede en el mundo real, con una capacidad casi nula de ver las cosas con claridad para el futuro que se les viene encima.
Pensé: ese niño, el Michael que acabo de ver, en diez, doce años más, probablemente se encuentre de nuevo en este mismo parque, con su polola (con la que obviamente jamás se casará) y su hijo al que posiblemente jamás querrá porque le ha arruinado su juventud, porque después de eso tendrá que partirse el lomo para poder darle algo bueno, porque tendrá que robar para poder mantenerlo, porque tiene catorce años y el mundo se le ha venido encima. Pensé: es un método bastante eficaz que no cesará de repetirse nunca.
Pensé: este país es una mierda.

Largo camino a la ruina #26: 11/S

−¿Te acordai’ de cuando quedó la cagá con las Torres Gemelas? –me preguntó el Mauro, de la nada. Estábamos en el supermercado, abriendo la bolsa de los panes sellada para echarle unos cuantos más adentro sin que nadie se diera cuenta.
            −Estaba en la Básica –respondí, tratando de ocultar su cuerpo de los otros clientes−. Me acuerdo que nos dejaron ir a la casa más temprano. No sé si me pasó algo más ese día.
            −¡Güeón, ese día estaba la media cagá en todos lados! La gente creía que se venía la Tercera Guerra Mundial.
            −Me acuerdo que mi mamá decía harto eso, que se venía la Tercera Guerra Mundial –Hice una pausa−. Al final no pasó ni una güeá.
            −No pasó nada entre comillas –dijo el Mauro, enfatizando las últimas dos palabras−. Cacha que en mi colegio la profesora que nos hacía clases se volvió loca.
            −¿Loca, loca sicópata?
            −Pucha, se volvió loca nomá’. La güeá fue que después de ver las noticias (ese día nos dejaron ver la tele toda la mañana), se desesperó y empezó a alarmar a todos que la Tercera Guerra Mundial era inminente. Algunos niños lloraban terrible cuático; imagínate tu profe viene y te dice que todo se va a ir a la mierda.
            −Pa’l hoyo.
            −Sí, pa’l hoyo –El Mauro miró para todos lados y volvió a poner la etiqueta del precio en la bolsa después de cerrarla. Empezamos a caminar hacia las cajas recaudadoras−. Cacha que al día siguiente, disolvimos unas tizas blancas que encontramos en el taller y la echamos en un sobre y se lo mandamos a la profe por correo, para que pensara que era Ántrax.
            −O sea que la güeá estuvo bien organizada.
            −En mi curso había un güeón terrible malo; le gustaba dejar la cagá siempre, de chico.
            −¿Y qué hizo la profe?
            −La güeá la recibió al día siguiente, y le llegó al colegio, justo en un recreo; fue el medio güeveo.
            −¿Se desmayó? –Nos detuvimos para saludar a la cajera y le pasamos la bolsa del pan para que la marcara. Nos miró como diciendo: “¿en serio?; no traten de hacerme güeona, cabros culiaos”; y bueno, no era menor una reacción así, si en la bolsa iban más de dos kilos de pan, mientras que en la pantalla los dígitos anunciaban apenas $484. Sólo le sonreímos a la manera de limosneros universitarios y ella chascó la lengua, dejando pasar nuestro embauque.
            −Mejor que eso –dijo el Mauro, entregándole una moneda de $500 a la cajera; le hizo un gesto para que se quedara con el vuelto−. Como pensó al tiro que era Ántrax, la vieja se desmayó en medio del patio, como un saco de papas. Después, cuando nos acercamos para verla de cerca, nos dimos cuenta que también se había cagao’. Desde ese momento que la llamábamos La Cagona…, bueno, hasta que se fue al año siguiente.
            −Qué hijos de perra fueron ustedes –le dije sonriendo−. Seguro que se fue por depresión, ¿no?
            −No –dijo el Mauro, mientras salíamos del supermercado−. La echaron porque abusaba de un compañero menor de edad.

            −Oh...