Debo partir diciendo que
cagar al aire libre es una de las mejores sensaciones que he vivido en mi vida.
Acostumbrado siempre a hacer deposiciones en baños civilizados (cabe destacar
que no vine a hacerlas en una casa ajena hasta los dieciséis años, cuando tuve
mi primera polola y me quedé a dormir por primera vez en su casa un sábado por
la noche en que juro que si no ocupaba su baño, explotaría ahí mismo
repartiendo mierda por todos lados), fue toda una experiencia para mí verme en
la obligación de cagar donde el viento te roza la piel libremente y no hay un
lugar seguro donde reposar el culo.
Llegamos a La Punta
del viento a eso de las tres de la tarde, cargando montones de bolsas
llenas de cerveza, vino y carne para asar en una improvisada asadera (valga la
redundancia) que alguien, algún borracho juicioso de la localidad, había
preparado para las futuras visitas que conocían el lugar y que el Mauro había
encontrado casualmente mientras buscaba un sitio donde poder aparearse con una
joven que conoció un par de semanas antes, el mismo día que dio con la famosa
asadera.
El Gustavo preparó el carbón, mientras el Juan y yo
servíamos las cervezas y el Osvaldo instalaba los parlantes de batería
recargable en puntos estratégicos para nuestro jolgorio. Los demás andaban por
ahí, buscando cualquier cosa con las que se pudieran ingeniar asientos de
dudosa comodidad, al tiempo que el Mauro, protegido del viento por nuestras
mochilas, se encargó de armar los porros que tanto nos había costado comprar la
noche anterior; de sólo recordar que tuvimos que caminar hasta un barrio lleno
de pasteros apostados en cada una de sus esquinas, luciendo esa clásica mirada
perdida, vacua, casi sin alma, con aspecto de saltarte encima en cualquier
momento para robártelo todo y dejarte en pelota en plena calle, me viene un
ligero temblor de espalda que no sólo me susurra que tuvimos suerte, sino que
para la otra quizá no la saquemos tan barata.
El asunto es que el Mauro lió tres grandes y gruesos
pitos que los repartió entre nuestro círculo recién formado (de manera
equitativa para lograr que todos sucumbieran ante sus efectos por igual) y
dimos por comenzada la jornada.
Lógico que quedamos voladísimos antes de dar el primer
sorbo a nuestros vasos, la mirada borrosa y la cabeza completamente embotada,
lo que me hizo pensar irremediablemente que haber arriesgado nuestras vidas la
noche anterior había valido la pena. La ciudad abajo me parecía de mentira,
como una de esos fondos que iban cambiando a medida que ibas avanzando de los
primeros Resident Evil. Se lo hice
saber al Juan a modo de broma, pero estaba tan enfrascado mirando la nada, que
sólo aprecié cómo caía un hilo de baba de su boca sobre la tierra bajo sus
pies.
Cuando el fuego estuvo listo, el Gustavo echó la carne
encima de la asadera –un montón de piedras en corro con una rejilla bastante
grasienta y maltratada encima– y todos empezamos a sentir hambre producto del
fuerte y agradable olor que despedía ésta al soltar sus jugos sobre el carbón
abajo. El Diego le preguntó al parrillero si podía probar un trozo de la carne,
medio en broma, medio en serio, pero el Gustavo, firme en su posición a cargo
de nuestra comida, le intimidó con el cuchillo que blandía, apuntándolo con él.
–Ni se te ocurra –dijo, y todos nos reímos ante la
estúpida situación que estábamos viviendo.
La tarde avanzó lenta, calma, al tiempo que la ciudad y
su gente se revolvía como pequeñas y acaloradas hormigas a kilómetros de
distancia nuestro. Ver desde esa panorámica me hacía sentir como un vigilante,
un observador de la sociedad y toda su mierda de vida. Sin embargo todo
pensamiento profundo y analítico se fue al garete al recibir un nuevo llamado
del Mauro. Había preparado otra ronda de mary jane para nuestros lindos
cerebritos. Todos dejamos lo que hacíamos para correr a su lado.
Debo decir que me encanta estar volado, más incluso que
estar borracho y desinhibido, pero lo malo es que siempre me ataca de la misma
forma, provocando un hambre tan voraz en mí, que una vez me vi en la obligación
de comer unos fideos de cuatro días de preparados, de aspecto sospechosísimo.
La diarrea que me vino a las horas posteriores de haberlos engullido me dio a
entender que hay algunas cosas, las que más queremos y necesitamos por así
decir, no son siempre las mejores para nosotros y nuestro organismo.
Pero qué mierda, pensé dándole un fuerte sorbo a mi vaso
hasta vaciarlo, yo soy de esos que nunca aprenden de sus errores.
Esperé a que el Gustavo fuera a mear a una suerte de
trinchera cercana y me acerqué con avidez hasta la asadera de porquería que con
tanto esmero se dedicaba a proteger. Y bueno, debo decir que no era el único
que miraba los trozos de comida como una verdadera hiena hambrienta, puesto que
el Diego y el Mauro llegaron hasta mi lado en tres zancadas (acción ejecutada
de una forma bastante premeditada para los erráticos movimientos que el alcohol
y las drogas producían ya en nuestros cuerpos), cuchillos y tenedores en
ristre. El Diego, en un brillante fogonazo de iluminación, cortó un trozo de la
parte posterior de la carne de manera que, ante la mirada rápida de alguien que
jamás creería que su preparación fuera pellizcada por malditos y hambrientos
granujas como nosotros, nunca notaría un cambio, sobre todo si el cocinero de
turno se encontraba en el estado en el que se hallaba.
Mientras el Mauro vigilaba la llegada del Gustavo, con el
Diego cortamos la carne en tres trozos que nos echamos a la boca de inmediato.
Nos importó una mierda que tuviera grandes zonas crudas, el hambre fue mucho
más, por supuesto.
–Gúeón, corta más carne –dijo el Mauro con avidez. Y era
cierto: el lamento de nuestros estómagos seguía siendo igual de poderoso que
antes. El Diego cortó más trozos de la carne (ya dejando una visible merma en
ésta) que tratamos de ocultar regulando con más cortes en su parte posterior y
volvimos a engullirlos justo cuando aparecía el Gustavo a la vista, caminando
como si no pudiera sostener más su propio cuerpo. Nos dispersamos de la asadera
como verdaderas ratas frente al peligro antes que nuestro amigo nos viera junto
a ella. Mas para fortuna nuestra nos percatamos que éste ni siquiera notó los
cambios que había sufrido la comida que preparaba, a pesar que, tras echarle un
último vistazo, me di cuenta que lo que nos habíamos echado al buche significaba
una parte bastante considerable de lo que se asaba frente a sus ojos.
Me serví un vaso de vino para apurar mi digestión y
empecé a hablar con el Osvaldo sobre lo mierda que me parecía la música que se
escuchaba hoy en día por la radio. A esto se nos sumaron los demás, que no
dejaron de argumentar que los ochentas y los noventas dieron las mejores bandas
de la historia musical hasta el momento. Como todos coincidimos en el mismo
punto, pusimos unos cuantos tantos de Faith
No More, The Offspring, Green Day, System of a Down y Linkin
Park.
–Pero si Linkin
es de los dos mil –acotó el Mauro, patentemente tocado por el copete y la
marihuana–, no de los noventa.
Pero bueno, a esas alturas de la jornada las fechas de
las formaciones de las bandas y el lanzamiento de sus primeros trabajos
importaban poco o nada. Y así fue como llevamos la tarde hasta que tras ir por
la mitad de mi tercer vaso de tinto sentí que algo empezaba a gruñir con
violencia dentro de mí, acompañado de un malestar parecido al de un peso
cayendo al fondo de mi estómago. Luego empecé a sentir el conocido sudor frío
que antecede a una cagadera de aquellas. Y yo tan lejos de casa.
Me dirigí rápido al rodete gigante que hacía las veces de
mesa para encontrar mi mochila y rebuscar algo con qué limpiarme en el interior
de ella. Por desgracia, sólo habían más botellas de cervezas llenas y bolsas
plásticas húmedas, que dicho sea de paso, empaparon el rollo de papel higiénico
que traía conmigo en caso de una eventualidad como ésta.
Traté de no entrar en desesperación: en vez de eso,
empecé a rebuscar algún cuaderno o guía abandonada de esas que siempre olvidas
en los bolsillos de tu bolso, pero no había nada que me pudiera servir.
Los retorcijones se volvieron más y más crueles a cada
arremetida, y por un instante pensé que iba a terminar bajándome los pantalones
para echar una potente cagada frente a ellos, pero no tardó en dejarme en paz
(al menos de momento) como siempre acaba por hacerlo cuando uno resiste la
primera embestida desde el interior del ano.
El Mauro repartió tres porros más entre nosotros y
aproveché de fumar un buen tanto antes que las ganas de expulsarlo todo
volvieran con renovadas energías.
Acabé mi vaso de vino y encaminé por la misma trinchera
en la que había visto perderse al Gustavo, esperando que hubiera por ahí algún
sitio donde pudiera cagar en paz.
Demoré un tanto en dar con un sitio lo bastante alejado
como para que mis amigos no me encontraran de inmediato (siempre con el temor
que no me dejaran tranquilo mientras defecaba), y me acuclillé en un punto
rodeado de basura, envoltorios de papas fritas y botellas de alcohol por
doquier. Pero no me importo; ya ni siquiera escuchaba la música que salía de
los parlantes que habíamos traído.
Y como dije anteriormente, hacer esto, cagar así, al aire
libre, fue toda una experiencia para mí, sobre todo cuando uno se siente
liberado de todo ese peso molesto que carga uno cuando el estómago se ha
atiborrado de tanta mierda. Al principio fue un poco molesto ver cómo caían todas
mis deposiciones entre mis zapatillas, humeantes y fétidas y oscuras, pero como
estaba borracho y colocadísimo, sólo me reí ante el efecto de mi primera vez
haciéndolo.
Debo aceptar lo
mucho que me impresionó la comodidad de obrar de esta manera aun sin tener un
lugar donde apoyar el culo y descansar como es debido. Una vez leí por ahí que
recomendaban poner los pies sobre un pequeño taburete mientras uno estuviera
sentado, porque sólo así el intestino grueso queda posicionado de tal forma que
permite que salga todo afuera sin quedarse con nada adentro. Me fue imposible
no recordar el ínfimo agujero compartido de los conventillos en el que los
obreros de las salitreras hacían sus necesidades y pensar, por consiguiente,
que a pesar de lo hijos de perra que eran sus patrones, al menos algo estaban
haciendo bien para con sus aparatos digestivos.
Bien, todo
había llegado a buen puerto: me sentía tranquilo, despejado, hasta quizá un
poco menos ebrio; pero entonces llegó el momento de darme cuenta de mi dura realidad:
había olvidado por completo que necesitaba de algo con qué limpiarme.
Me quedé unos
diez segundos más en la misma posición hasta darme cuenta que necesitaba hacer
algo antes que se me acalambraran las piernas o algo por el estilo. Observé mis
deposiciones con atención (con un creciente número de moscas cerniéndose sobre
ellas) y comencé a hacer funcionar los engranes de mi cabeza para buscarle
alguna solución a mi entuerto.
Escuchaba el
zumbido de las moscas abajo, mientras buscaba con la vista algo con qué
ayudarme; pero no había más que papeles usados –al parecer era un buen sitio
para usarlo como baño– y envolturas de comida desteñidas por el sol; las moscas
ya estaban empezando a notar que mi culo también era una rica y nutritiva
fuente de comida para ellas. ¡Debía hacer algo, y rápido!
Empecé a
quitarme las zapatillas comenzando por las agujetas, cosa que me costó un
montón debido a todo el cuidado que tuve que ponerle para no caer encima de mi
propia mierda. Primero uno, luego el otro, tranquilo. Acto seguido, intenté
quitármelas haciendo palanca con mi pulgar por la zona del talón, pero las
zapatillas estaban demasiado apretadas contra mi pie. Cuando me quité la
primera, trastrabillé peligrosamente sobre mi mierda, pero conseguí recuperar
el equilibrio agarrándome de una raíz saliente de la trinchera. Exhalé aire,
aliviado, y repetí la misma operación con la segunda, esta vez dándome más
impulso del que debería, haciendo que (oh, dios, no) cayera todo culo y piernas
sobre la fangosa materia llena de moscas que había salido de mí.
La mirada se me
nubló, a la vez que me entraron unas imperiosas ganas de vomitar, mezcla de
tinto, carne cruda y cerveza en el estómago. Blasfemé (grité) algo y me levanté
con trabajo, pensando en cómo me limpiaría todo aquel desastre de mi piel.
Volví a buscar
algo con qué quitarme la porquería de encima con la mirada, sin embargo llegué
a la misma y desilusionante conclusión que ahí no había nada útil para mí. Por
unos segundos me entraron ganas de llorar de la rabia, pero luego de pensarlo
mejor, dije en voz alta que qué mierda, esto era vivir al aire libre, algo que
la mayoría de los idiotas no disfrutan y temen, a pesar que era la primera vez
que lo hacía en mi vida. Ya saben, uno siempre busca formas para justificar sus
propias estupideces.
Así que
pensándolo mejor, me quité los calcetines con movimientos rápidos; porque ahora
que estaba manchado entero, poco importaba el cuidado que tuvieran mis
acciones. Los estiré y empecé a limpiarme con ellos lo mejor que pude, ocupando
todos sus espacios en blanco posible. Pero no fue suficiente: aún podía sentir
un malestar en el culo que me decía a gritos que el trabajo no estaba
concluido.
–¡Oye, culiao’
–me dijo el Mauro al verme salir de la trinchera por donde había desaparecido–,
adónde te fuiste! ¿Y por qué vení’ sin polera?
–Larga
historia, amigo –le dije–, larga historia.
Me acerqué a la
asadera improvisada y me di cuenta que la carne estaba por fin llegando a su
punto. Intenté decirle algo al Gustavo, pero lo vi más allá sentado junto al
Diego, ambos contemplando absortos la ciudad abajo. Estaban colocadísimos. El
Juan seguía con lo suyo, babeando y pensando en sus propios problemas. Los
demás se encontraban dándole de baja a las cervezas que todavía permanecían
estoicas sobre la mesa; las cosas continuaban como antes de haberme manchado de
mierda el cuerpo.
Abrí una de las
botellas que seguían guardadas en mi mochila y me acerqué a los demás para
saber de qué estaban hablando. Al cabo de un rato llegó el Mauro con otro porro
que alcanzó a dar dos vueltas enteras al grupo y que nos dejó sintiéndonos más
etéreos que nunca.
El sol, ese
día, me pareció una naranja inmensa sumergiéndose en un mar hecho de zafiro
líquido. Pero luego que el Gustavo recuperara la consciencia y se diera cuenta
que nuestra comida se estaba quemando, toda idea en mi cabeza embotada
desapareció para dar lugar, otra vez durante el día, al hambre voraz que sentía
me destrozaba por dentro.