Historia #165: Absolutamente nada



La voz del cura resonó por toda la estancia produciendo un cómico eco.
            −Vamos a ponernos en presencia del Señor –anunció alzando los brazos−: en el nombre del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo, amén.
            Las familias congregadas, todas bien vestidas, repitieron las palabras con fingido ánimo; todos parecían querer terminar aquél trámite cuanto antes. Alguien tosió al hacerse el silencio; un niño no paraba de hablar consigo mismo, monologando sobre el regalo que recibiría cuando todo hubiera acabado.
            Moisés se miró las palmas de las manos como intentando encontrar algún tipo de diversión en las rayas que las cruzaban, pero llevaba tanto rato haciéndolo, que hasta creía recordar cuál era la más grande de la derecha, y cuál era la más curva de la izquierda.
            −Pueden tomar asiento –dijo el cura, y todos le hicieron caso como si fuera lo que más quisieran en el mundo.
La mente de Moisés entonces volvió a desconectarse de la situación en la que se encontraba: agachó la cabeza para hacerles creer a la gente de los asientos traseros que reflexionaba sobre las palabras que el hombre pronunciaba y empezó a imaginar la magnitud de las distancias entre las paredes del recinto si él fuera del tamaño de una hormiga; ¡mierda, si fuera una hormiga, podría demorar días en sólo intentar salir por la puerta desde el lugar en el que estaba!; si fuera una hormiga, claro, ¡un lugar como ése tendría las mismas dimensiones de un mundo inexplorado para un humano!
−Moisés… −susurró la persona ubicada a su izquierda, dándole un leve codazo. Como no reaccionó a la primera, ésta le propinó otro más fuerte−. ¡Moisés, tienes que salir adelante!
El aludido dio un respingo y se levantó como asido por una mano invisible; los padrinos y madrinas  se hallaban ya reunidos con el cura cerca de la fuente con agua bendita. Moisés apuró el paso.
El cura dijo unas palabras que Moisés no entendió muy bien por culpa de la modorra que paralizaba gran parte de su cuerpo y llamó también a los padres de los futuros bautizados para que se acercaran con sus hijos. Una vez todos puestos en fila frente a él, agrupados por familias, el cura comenzó a hacer lo suyo para ingresar a estos últimos al club de los cristianos, provocando dolorosos y molestos llantos que hicieron que muchos apretaran sus dientes cuando el ruido y su reverberación se volvieron insostenibles.
Moisés miró a la pequeña Isabella entre los brazos de su padre al lado y jugueteó con su nariz mientras le sonreía, susurrándole:
−Espero no llores como esos mariquitas que están antes que tú.
Alex, su amigo de casi toda la vida y padre de la pequeña, rió el chiste por lo bajó.
Así fue que llegó el turno de Isabella y todos los indicados tuvieron que dar un paso adelante; el cura hizo unos movimientos con sus manos, anunció otras cuantas cosas arrastrando las palabras y vertió una buena cantidad de agua bendita sobre la cabeza de la pequeña ante la atenta mirada de los presentes y los camarógrafos que los rodeaban.
Al principio Moisés pensó que se trataba de un efecto del agua retenida en esa fuente de mármol o algo por el estilo, típicas cosas relacionadas con la ciencia que jamás había tomado en cuenta en el colegio; porque en realidad no había forma de que lo que presenciaba en ese mismo momento tuviera sentido; no se podía explicar de la nada que empezara a salir un denso humo oscuro de la frente de Isabella cuando el agua bendita comenzó a hacer contacto con su piel; se suponía que eso no debería ocurrir, pensó Moisés, eso no debería, no, no debería ocurrir.
Pero ocurrió.
El negro humo aparecido de la frente de la pequeña despistó al cura pillándolo por sorpresa.
−¡Mierda! –dijo el hombre tratando de apartarlo con ambas manos. Entonces se escuchó una especie de chapoteo, un gruñido agudísimo que provocó que todos taparan sus oídos con las manos y un grito ronco que se sintió lleno de profundo dolor y terror.
En un abrir y cerrar de ojos, todo se había transformado en un caos.
Nunca nadie supo en qué momento Isabella se desprendió de los brazos de sus padres y se arrojó de lleno contra el rostro del cura, así como tampoco en qué momento y con qué fuerza impensada destrozó la cara del hombre hasta dejarla prácticamente irreconocible y luego salir disparada hacia la pared del altar de la iglesia, gatear adherida a ella hasta dar con el vitral del techo y romperlo con su propio cuerpo como si hacerlo fuera la cosa más fácil del mundo.
Los pocos que se quedaron mirando la escena sin entender absolutamente nada, se hallaban con la boca abierta de par en par, mientras los demás corrían despavoridos hacia la salida, gritando y tratando de salir unos antes que otros.
Moisés miró el hoyo que había dejado su Isabella en el techo a la vez que su amigo Alex se arrodillaba como si acabara de ser abatido y el charco de sangre fresca de la cara del cura bajaba los escalones del estrado lentamente como si se tratara de un riachuelo lleno de claras malas señales, como si buscara hacerse con más y más terreno para propagar la rabia y el mal que por dentro acarreaba, y Moisés no entendió nada.
Nadie en realidad entendió absolutamente nada.

Historia #164: Fuma y vacila piola



(Tras pasarle un pito de marihuana a otra persona).
−Güena, perro, vale… ¡Oh…oh, güeón, está terrible cuático!; ¿qué raza es esta marihuana?
−Se llama fuma y vacila piola, pao’ culiao’.

Historia #163: El último grito



Cristián llevaba trabajando cerca de dos años como guardia del mismo supermercado, a kilómetros de distancia de la casa donde vivía absolutamente solo. Sus jefes le consideraban un buen trabajador, uno de los mejores, por ser esforzado y siempre mostrarse renuente a que la empresa sufriera pérdidas por culpa de los robos efectuados a diario dentro del recinto. Estuvo al borde de la muerte cuando detuvo al cabecilla de una banda de ladrones un sábado por la mañana y uno de sus compañeros le encañonó el pecho para que lo soltara, pero nada de eso pareció intimidarle después de todo. Por lo mismo, ninguno de sus jefes tenía duda al respecto: Cristián era uno de los mejores guardias que habían contratado desde hacía tiempo.
            Por lo mismo les pareció extraño que un día éste llegara atrasado al trabajo, la cara larga y pálida y ojeroso, como si no hubiera dormido absolutamente nada. Uno de ellos le dijo algo en modo de chiste, algo así como “oye, tenís la almohada pegá’ a la cara”, lo que sacó abundantes risas a los demás, mas el guardia hizo caso omiso de él, como si ni siquiera le hubiera escuchado. En vez de eso, se llevó las manos a la cabeza, agarrándose los mechones de pelo de los costados, y comenzó a gritar con la máxima potencia que daban sus cuerdas vocales, inundando el recinto entero con su voz. Al principio sus colegas, sus jefes, la gente que lo rodeaba y miraba, pensaron que se trataba de una broma, una actuación, pero tras ver que el hombre estaba al borde de la afonía por todo el esfuerzo realizado y que muchos se veían muy preocupados al respecto, los guardias restantes no demoraron en acercarse a él para pedirle que se detuviera.
            Cristián se interrumpió, claro, pero en vez de dar una respuesta sobre su comportamiento y volver al puesto que ocupaba en el supermercado prácticamente todos los días, se acercó con ligereza a una de las cajas registradoras ocupadas, se encaramó en ella, bajó sus pantalones hasta los tobillos y tras un breve pero fuerte esfuerzo, defecó encima una pasta oscura y fétida ante el horror de todos los ahí presentes. Entonces sus colegas se abalanzaron sobre él, llevándolo al suelo desde la caja registradora, y lo redujeron para subirle los pantalones y llevarlo a la bodega del recinto para interrogarlo.
            Como es obvio, Cristián fue despedido esa misma tarde sin ningún derecho a reclamo, y de él no se volvió a saber nada hasta que un par de semanas después, en el periódico local, apareció una breve noticia acerca de su persona: había sido hallado ahorcado en su casa por su hermana, colgando de una de la vigas altas de la cocina. Se hablaba de depresión, de problemas económicos, de problemas para volver a encontrar trabajo, pero todos supimos que la gran razón había sido que tenía sus días contados: en la noticia su hermana declaraba que tras haber hecho una concienzuda revisión de todas sus pertenencias en su hogar, había encontrado un examen reciente, el último realizado con vida, que decía que los médicos habían hallado en él un cáncer terminal al estómago, uno que le daba apenas cinco meses de vida, como mucho.
            Entonces entendimos por qué su desesperado grito aquella mañana hasta que sus cuerdas vocales no dieran más del esfuerzo, por qué el cagarse encima de la caja frente a todos, jefes, clientes y colegas, todos; porque todos necesitamos desahogar un último grito ante lo que nos ha devorado toda la vida, ante lo que nos devora continuamente hasta el cansancio; porque todos necesitamos cagarle encima al sistema al que le juramos y damos lealtad por años, día tras día, sin recibir nada verdaderamente útil a cambio; porque todos necesitamos hacernos notar por sobre el abuso, la esclavitud moderna, la poca vida y amor propio que nos hacen cosechar como un mandato irrevocable para la existencia. Todos lo necesitamos: un último grito y cagarnos encima de todo antes de dejar nuestra existencia.