La voz del cura resonó por
toda la estancia produciendo un cómico eco.
−Vamos a ponernos en presencia del Señor –anunció alzando
los brazos−: en el nombre del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo, amén.
Las familias congregadas, todas bien vestidas, repitieron
las palabras con fingido ánimo; todos parecían querer terminar aquél trámite
cuanto antes. Alguien tosió al hacerse el silencio; un niño no paraba de hablar
consigo mismo, monologando sobre el regalo que recibiría cuando todo hubiera
acabado.
Moisés se miró las palmas de las manos como intentando
encontrar algún tipo de diversión en las rayas que las cruzaban, pero llevaba
tanto rato haciéndolo, que hasta creía recordar cuál era la más grande de la derecha,
y cuál era la más curva de la izquierda.
−Pueden tomar asiento –dijo el cura, y todos le hicieron
caso como si fuera lo que más quisieran en el mundo.
La mente de
Moisés entonces volvió a desconectarse de la situación en la que se encontraba:
agachó la cabeza para hacerles creer a la gente de los asientos traseros que
reflexionaba sobre las palabras que el hombre pronunciaba y empezó a imaginar
la magnitud de las distancias entre las paredes del recinto si él fuera del
tamaño de una hormiga; ¡mierda, si fuera una hormiga, podría demorar días en sólo
intentar salir por la puerta desde el lugar en el que estaba!; si fuera una
hormiga, claro, ¡un lugar como ése tendría las mismas dimensiones de un mundo
inexplorado para un humano!
−Moisés… −susurró
la persona ubicada a su izquierda, dándole un leve codazo. Como no reaccionó a
la primera, ésta le propinó otro más fuerte−. ¡Moisés, tienes que salir
adelante!
El aludido dio
un respingo y se levantó como asido por una mano invisible; los padrinos y
madrinas se hallaban ya reunidos con el
cura cerca de la fuente con agua bendita. Moisés apuró el paso.
El cura dijo
unas palabras que Moisés no entendió muy bien por culpa de la modorra que
paralizaba gran parte de su cuerpo y llamó también a los padres de los futuros
bautizados para que se acercaran con sus hijos. Una vez todos puestos en fila
frente a él, agrupados por familias, el cura comenzó a hacer lo suyo para ingresar
a estos últimos al club de los cristianos, provocando dolorosos y molestos llantos
que hicieron que muchos apretaran sus dientes cuando el ruido y su
reverberación se volvieron insostenibles.
Moisés miró a
la pequeña Isabella entre los brazos de su padre al lado y jugueteó con su
nariz mientras le sonreía, susurrándole:
−Espero no
llores como esos mariquitas que están antes que tú.
Alex, su amigo
de casi toda la vida y padre de la pequeña, rió el chiste por lo bajó.
Así fue que llegó
el turno de Isabella y todos los indicados tuvieron que dar un paso adelante;
el cura hizo unos movimientos con sus manos, anunció otras cuantas cosas arrastrando
las palabras y vertió una buena cantidad de agua bendita sobre la cabeza de la
pequeña ante la atenta mirada de los presentes y los camarógrafos que los
rodeaban.
Al principio
Moisés pensó que se trataba de un efecto del agua retenida en esa fuente de
mármol o algo por el estilo, típicas cosas relacionadas con la ciencia que
jamás había tomado en cuenta en el colegio; porque en realidad no había forma
de que lo que presenciaba en ese mismo momento tuviera sentido; no se podía
explicar de la nada que empezara a salir un denso humo oscuro de la frente de
Isabella cuando el agua bendita comenzó a hacer contacto con su piel; se
suponía que eso no debería ocurrir, pensó Moisés, eso no debería, no, no
debería ocurrir.
Pero ocurrió.
El negro humo
aparecido de la frente de la pequeña despistó al cura pillándolo por sorpresa.
−¡Mierda! –dijo
el hombre tratando de apartarlo con ambas manos. Entonces se escuchó una
especie de chapoteo, un gruñido agudísimo que provocó que todos taparan sus
oídos con las manos y un grito ronco que se sintió lleno de profundo dolor y
terror.
En un abrir y
cerrar de ojos, todo se había transformado en un caos.
Nunca nadie
supo en qué momento Isabella se desprendió de los brazos de sus padres y se
arrojó de lleno contra el rostro del cura, así como tampoco en qué momento y
con qué fuerza impensada destrozó la cara del hombre hasta dejarla
prácticamente irreconocible y luego salir disparada hacia la pared del altar de
la iglesia, gatear adherida a ella hasta dar con el vitral del techo y romperlo
con su propio cuerpo como si hacerlo fuera la cosa más fácil del mundo.
Los pocos que
se quedaron mirando la escena sin entender absolutamente nada, se hallaban con
la boca abierta de par en par, mientras los demás corrían despavoridos hacia la
salida, gritando y tratando de salir unos antes que otros.
Moisés miró el
hoyo que había dejado su Isabella en el techo a la vez que su amigo Alex se
arrodillaba como si acabara de ser abatido y el charco de sangre fresca de la
cara del cura bajaba los escalones del estrado lentamente como si se tratara de
un riachuelo lleno de claras malas señales, como si buscara hacerse con más y
más terreno para propagar la rabia y el mal que por dentro acarreaba, y Moisés no
entendió nada.
Nadie en
realidad entendió absolutamente nada.