Historia #252: las cosas no pueden terminar así

alguien tocó la puerta y fui a abrir. estaba en calzoncillos, con una resaca de mierda.
            −hola –me dijo una estupenda mujer de pelo oscuro y rizado−. ¿podría dedicarme un tiempo para hacerle unas preguntas?
            pensé en el aspecto de verdadero vagabundo que tenía en ese momento, pero bueno, me dije, el trabajo es de ella, no mío. a veces soy algo egoísta, verán, a veces soy algo egoísta.
            −mire, puede pasar si quiere –le dije−. pero las cosas están algo…, desordenadas.
            “algo desordenadas” era poco decir respecto del mierdal que era en realidad mi departamento. pero, como quizá podrían considerar, a veces también suelo ser un poco orgulloso. egoísta y orgulloso,  a veces.
            −no importa –dijo ella, sonriéndome. mas al entrar al departamento y ver cómo abundaban las colillas de cigarros, platos  y vasos de cartón y papeles higiénicos hechos bola y endurecidos apilados por todos lados, su expresión se tornó agria e incómoda. ay, cómo la entendía, pobre chica−. mire, sólo debe responderme unas cuantas preguntas y todo habrá acabado, ¿está bien?
            −no, nada está bien –le respondí mientras cerraba la puerta−. nada está bien.
            para cuando ella se volvió para dirigirme la vista, era ya demasiado tarde: mi golpe paralizador fue mucho más rápido que sus reflejos.
            y para cuando volvió abrir los ojos, la estupenda mujer de pelo oscuro y rizado se hallaba ya maniatada y amarrada contra una de las sillas del vestíbulo. se horrorizó y me pidió, como primera cosa, que no le hiciera nada.
            −no te haré nada –le dije−. no te haré nada. sólo es que…
            −sólo es que ¡qué!
            −sólo es que me siento un poco solo –le dije, acomodándome a su lado−. no sé, a veces me siento un poco solo, y bueno…, necesito algo de compañía.
            la mujer estupenda me miró con ternura. sus ojos parecían los de una verdadera madre.
            −pues yo podría ayudarte –dijo ella−. pero para eso no necesitas tenerme maniatada, querido. estas cuerdas duelen, ¿sabes?
            desanudé sus ataduras y le pedí perdón.
            −así está mucho mejor –corroboró ella−. mucho mejor así está.
            −gracias gracias.
            −de nada de nada.
            luego de eso le invité a un té que aceptó humildemente; le hubiera invitado a otra cosa, por supuesto, pero tanto mi despensa como mi refrigerador se hallaban fantasmagóricamente vacíos.
            −dime –me dijo ella−. ¿cuáles son tus problemas?
            −mis problemas –le dije− son muchos. son muchos MUCHOS. partiendo por esto, por usted, por mí, por quienes están leyendo esto. el problema –le dije− somos nosotros. NOSOTROS.
            −nosotros –repitió la mujer con aspecto embobado.
            −nosotros no: NO-SO-TROS –le corregí.
            −NO-SO-TROS –repitió, y le sonreí.
            −somos todos unos infelices: dejamos que nos den por el culo, nos doble-penetren, y no hacemos nada al respecto. sólo MIRA –hice un gesto abarcando toda la inmundicia que era mi morada−. mira esta inmundicia. soy un DOBLE-PENETRADO.
            ella, la mujer estupenda de pelo oscuro y rizado, me sonrió, me tomó de la mano y me besó en su dorso.
            −eres un héroe, querido –me dijo−. eres un héroe. todos somos héroes. todos somos unos DOBLE-PENETRADOS.
            −por ende todos somos…
            −HÉROES –terminó ella.
            entonces se levantó de su asiento, se alisó la falda que llevaba puesta y se dirigió hasta la puerta.
            −¿ya te vas? –le pregunté. me sentía como si todo terminara de una manera demasiado abrupta para mi gusto. no, no podía ser: ¡yo quería más!
            −sólo necesitaba confirmar unos cuantos detalles para un pequeño estudio que está realizando la compañía en que trabajo.
            −¿para qué compañía? –quise saber.
            −para DOBLE-PENETRADOS, S.A.
            −¿…?
            −jijijijiji.
            −¡por favor, no te vayas! –le supliqué.
            −ya me fui –me respondió, antes de desaparecer frente a mis propios ojos. la puerta de entrada, naturalmente, jamás se abrió ni se cerró, puesto que la mujer nunca llegó a atravesarla físicamente: había desaparecido, vaya vaya, locura de locuras, por ARTE DE MAGIA.

            no, no, las cosas no podían terminar así. no, no las cosas no PUEDEN terminar así. las cosas, por favor, no pueden, NO PUEDEN quedar…

Largo camino a la ruina #47: Los sueños, sueños son

Me desperté sobresaltadísimo, con una extraña sensación de opresión en el pecho. Sabía que acababa de cometer un acto irreparable, horrible, inimaginable. Me miré la mano derecha, revuelta entre la sábana, y me percaté, algo extrañado, de que ahí no había nada. El sol se filtraba por la cortina a mi lado, mostrándome un montón de motas de polvo danzarinas frente a mis soñolientos ojos.
            Me refregué la frente y volví a reposar mi cabeza en la almohada, recordando los últimos momentos del sueño que acababa de vivir. Tenía el cuerpo desnudo de mi ex ante mi vista, sí, con su estómago pálido y marcado y su ombligo alargado como una cicatriz en el medio de todo; un poco más arriba oscilaban sus tetas con las que tanto extrañaba jugar por las noches, y, coronándolo todo, estaba su cara retorciéndose en el éxtasis absoluto, enseñando dientes, lengua y deseos profundos. Yo estaba encima, claro, en posición perpendicular a ella, y mi mano izquierda estaba sobre su boca y mi mano derecha estaba cerrada sobre su… pene.
            Sí, mi ex parecía casi toda ella, hasta el último lunar que recordaba, pero donde debía estar su vagina había ahora un pene, blanco como su piel, lampiño y pequeño, como el de un niño.
            En mi fuero interno sólo quería seguir viendo a mi ex retorcerse de los deseos de venirse de una manera explosiva ahí abajo, entre las sábanas, pero no conseguía ver un lugar o método para poder lograrlo; bueno, eso lo pienso ahora, mucho más tranquilo y consciente, porque en ese instante me pareció que lo justo sería hacer un buen esfuerzo por ella, llevar mi cabeza hasta sus muslos y agarrar su chisme para metérmelo en la boca y así poder cumplir con mi cometido. No sabía de dónde pude haber sacado una idea así.
            Me agité en la cama y me puse a pensar en que ya llevaba un buen tiempo desde la vez que nos revolcamos por última vez en su casa, luego de unas cuantas semanas de haber acabado con nuestra relación. No podría decir que aquella fue nuestra mejor actuación en la cama, pero sigue siendo una de las que más recuerdo cuando cierro los ojos y pienso en ella (al menos gráficamente).
Pero ahí estaba mi ex, aferrándome la cabeza con uñas y falanges para impedir que me moviera de la posición en la que me encontraba, succionando y dando embates con mi lengua a aquel gusano sin vida que deambulaba de un lado para otro por toda mi cavidad. Mi mano izquierda pasó de su boca a sus tetas y ahí me quedé un buen rato, apretando y relajando, pasando mis dedos de arriba abajo, jugando con sus pequeños y rosados pezones, sintiendo una fuerte erección contra la cama debajo de mí, como si quisiera abrirle un hueco y follármela también a ella.
Sentí su olor, su sabor, sus texturas, lo que era genial… Pero lo del pene no dejaba de atormentarme enormemente. No entendía qué podía significar todo eso: ¿era gay?; ¿quizá debí haber nacido mujer?; ¿mi ex era en verdad un hombre?; no sé, todo parecía muy confuso a esas primeras horas de la mañana.
Mientras me ponía el piyama para ir a echar la primera meada al baño, pensé inevitablemente en lo que debía estar haciendo mi ex en ese momento, quizá despertando con otra persona al lado, durmiendo arrebujada entre sus frazadas, o tal vez echando la primera meada del día como yo tenía en mente en ese momento.
Cuando los demás despertaron y comenzaron a preparar el desayuno, seguí manoseando algunos detalles del sueño para indagar qué diantres podía significar; llegué hasta a imaginar que mi ex estaba en peligro y que ésta era una forma muy particular de pedirme ayuda telepáticamente –mostrándome un pene que no le correspondía por asuntos biológicos y provocándome a que me lo echara en la boca y así darle placer–; por lo mismo, y al ya ver las cosas rodeadas por ese fulgor de luz solar que lo volvía todo tan real, me fui olvidando de las imágenes de su cuerpo desnudo hasta que el Juan, antes de echarse un trozo de pan con paté a la boca, nos contó que había soñado con su ex esa misma noche.
–No soñaba con ella desde hacía rato.
–¿Y qué güeá soñaste? –quise saber, expectante.
–Que me devolvía mi Super Nintendo, la muy maldita –dijo el Juan–. Terminamos y nunca me lo devolvió. Tenía caleta de juegos que ni siquiera debe jugar ahora. ¡Maldita mujer!
No sé qué habría hecho en el caso de que el Juan me dijera que también había soñado que le hacía sexo oral a su ex recién cambiada de sexo; probablemente me hubiera puesto a chillar como un demente.

Pero un Super Nintendo era un Super Nintendo, no había lugar a dudas. Y eso, comparado con hacerle sexo oral a tu ex ahora hombre con tetas, no era absolutamente nada.

Largo camino a la ruina #46: Un mensaje para el rector de la universidad

El Julián se nos acercó apenas nos vio. Eran eso de las nueve de la mañana y venía con una extraña sonrisa en el rostro, muy distinta de todas las caras de culo que teníamos la mayoría de los del curso por haber dormido un carajo la noche anterior; o sea, de tener la cara de culo, el Julián la tenía, pero su expresión fuera de lugar fue la que nos hizo saber que se traía algo entre manos, o bien ya lo había hecho y ahora quería contarnos de qué iba el asunto.
            El Julián nos saludó y, bajando el volumen de su voz para que los demás (los que rara vez se unían a nuestras conversaciones) no escucharan, nos instó a que le siguiéramos hasta unas bancas ubicadas en el otro patio del campus. Con mis compañeros nos miramos, nos alzamos de hombros y lo seguimos. Aún faltaban unos cuantos minutos para que la siguiente clase comenzara.
            Nos sentamos en el pasto (mojándonos las nalgas con su rocío matutino) y el Julián se animó a contarnos de inmediato lo que tenía en mente.
            −¿Se acuerdan que ayer tuve que dar una prueba atrasada con el Chascón Pérez en la tarde? –preguntó él. Todos replicamos afirmativamente−. Ya po’, como el culia’o no tenía clase’, lo tuve que ir a buscar a una reunión en la Casa Central.
            Cuando nombró la Casa Central, el edificio donde se ubicaban casi todas las oficinas administrativas de la universidad, dirigí mi vista de manera instintiva a mi derecha: ahí, a unos cuantos metros nuestro, se hallaba la estructura en cuestión, con su fachada luciendo aún unas cuantas manchas de pintura de la última protesta convocada por el Centro de Estudiantes.
            −No tenía ni puta idea de dónde chucha podía estar este viejo culia’o –prosiguió el Julián−, por lo que me demoré un buen rato en dar con la sala de la reunión y la güeá. Y cachen que cuando llegué, los culia’os seguían hablando puras güeás, sobre qué hacer con la plata aquí y allá y cosa’ así. La secretaria que estaba afuera me dijo que la gente adentro se iba a demorar un poco en la reunión, así que si quería podía ir por ahí a esperarlos, y yo quedé terrible pica’o.
            −Sí po’, viejo culia’o –afirmó el Miguel−, cómo te hace ir a una hora si después el culia’o te deja esperando y güeá.
            −La güeá es que no tenía ná’ que hacer –dijo el Julián−. Ustedes se habían ido ya y en el campus no había nadie de la carrera, así que me quedé dando vueltas por los pasillos de la Casa Central como un gil mientras rumiaba mi rabia.
            »Nunca pensé que esa güeá de edificio fuera tan grande: hay como cinco baños por piso, todos con los dispensadores de jabón líquido y papel higiénico en buen estado y rellenados, las oficinas son terrible lujosas y se nota que tienen calefacción de la buena (porque acá afuera hacía un frío de mierda y adentro el ambiente estaba súper caldeado), ni comparado con las porquerías que nos dan y ofrecen. ¡El otro día no tuve con qué limpiarme la mierda que me quedó pegá’ en lo’ dedos por no tener papel después de cagar! ¡Es un abuso, contando que estudiar en esta basura nos significa millones! Deberíamos tener un mejor trato, ¿no?
            »La güeá es que de tanto dar vueltas por los pisos, encontré la oficina del rector al final de un pasillo; y a que no adivinan qué pasó después.
            −La puerta tenía las llaves puestas o estaba entornada, ¿no? –aventuró el Gustavo.
            −¡Exacto! –exclamó el Julián, sonriendo−. La puerta de la oficina estaba entreabierta, así que me percaté de que no hubiera nadie mirando (me acordé de que la mayoría de las personas estaban en la reunión celebrada pisos abajo) y entré asegurándome que tampoco hubiera nadie adentro. ¡Y, loco, apenas pisé esa güeá, me di cuenta que el conchesumadre del rector está viviendo la gran vida a cuesta de nuestras deudas: tenía entre sus güeás un recipiente lleno de tés carísimos, libros de edición limitada cubriendo la mayoría de los estantes, un computador último modelo, un abrigo que estoy seguro sale más de cien lucas y lo que parecía una colección de lentes oscuros Ray-Ban dentro de uno los cajones de su escritorio!
»Todo esto, sumado a que estaba harto de tener que esperar al otro viejo culia’o para dar mi prueba, hizo que la rabia me hirviera como lava; pero exploté de verdad cuando me di cuenta que este viejo conchesumadre tenía su propio baño en su propia oficina. ¡Su propio baño!, ¿pueden creerlo?
            −¡Ya, ¿en serio?! –dije incrédulo−. ¡Viejo culia’o!
            −¡Hijo de la perra! –dijo el Gustavo−. Claro, mientras nosotros tenemos que cagar prácticamente de pie en nuestro’ baños.
            −Sí po’, pensé esa misma güeá –declaró el Julián−. Me dio más rabia que la chucha cachar que este viejo maricón tiene un baño solo para él, un gasto totalmente innecesario, mientras nosotros por poco que contraemos gonorrea cada vez que nos sentamos en esas tazas de mierda cuando vamos a cagar.  
            »Así que aprovechando que no había nadie y que tenía el estómago más podrido que la chucha (el almuerzo del casino ayer estuvo cuáticamente rancio), me subí al lavamanos de su cagá de baño y les juro que tuve la misma sensación de haber despedido una bomba nuclear por el culo: la güeá quedó manchada entera, con caca salpicada por las paredes y el espejo, todo chorreante.  
»Cuando me bajé de ahí y contemplé mi obra, me sentí más satisfecho que la cresta. Pensé en que al fin le había dado en la madre al rector hijo de puta después de todas esas dadas de madre a nosotros durante estos años. Después tomé el papel higiénico (descubriendo que además era de doble hoja suave, ni comparado con la lija que rara vez hay en nuestros baños), me limpié el culo y le dediqué un breve mensaje. Le escribí: “rector, hijo de la perra”, con caca.
Julián parecía muy orgulloso de su acto. El Gustavo y el Miguel se rieron al respecto, felices de saber que el rector al fin había recibido su merecido. Yo pensé algo similar; incluso llegué a esbozar una leve sonrisa divertida; pero no pude evitar recordar (o más bien ser consciente) que si bien el rector recibió una sorpresa enorme (y bastante desagradable) al entrar a su baño personal esa misma tarde, no era él quien tendría que mamarse la limpieza de su metro cuadrado, sino que con toda seguridad tendría que hacerlo una de las cascadas mujeres encargadas del aseo del campus, cosa que me llenó de angustia y rabia. Pero no hacia el Julián (que lo único que quiso fue demostrarle al rector que todos sus lujos innecesarios le parecían una mierda, cuando quienes pagábamos por estudiar recibíamos un trato muy distinto del que él promulgaba por ahí, en reuniones y artículos de prensa), sino que hacia él, por ser un hijo de puta con tanto dinero y poder, que podía tener súbditos (personas necesitadas de un trabajo, no importaba si era mal remunerado) capaces de limpiar con sus propias manos los mensajes de odio dirigidos a su persona…, mensajes que, dicho sea de paso, buscaban afirmar y criticar esa brecha que él había abierto entre su clase superiora y la nuestra, la de pequeños estudiantes y trabajadores pobres y llenos de sueños.
Obviamente no quise darles a conocer mi punto de vista sobre esta ironía a los demás, puesto que no quería adentrarme en una discusión arenosa con ellos sobre principios básicos de valores y tal, pero quedé con la sensación de que cuando se trata de explotar nuestra rabia interna, no tenemos muy claro cómo hacerlo, terminando siempre por arruinarlo todo; y claro, no solamente eso: además está el poder y el dinero por sobre todas las cosas, capaces de transformar un acto revolucionario en odio parido contra la revolución misma. El dinero (el que le da poder a las personas) es al final de cuentas el gran engrane que termina por desintegrarlo todo, sin lugar a dudas. El dinero es Dios, es el credo, es nuestra religión.

Minutos después, cuando nos levantamos para dirigirnos a la siguiente clase, pasamos justamente al lado de una de las auxiliares ya mayores con un carro lleno de traperos y artículos de aseo, de seguro rumbo a uno de los baños del patio que acabábamos de abandonar. Ni el Julián ni el Gustavo ni el Miguel se percataron de su presencia, pero yo sí, y debo admitir que aunque no tuve la culpa de lo sucedido en el baño del rector, me sentí avergonzado de mirarla siquiera. Tenía una expresión abatida y contrariada, como si ese día hubiera despertado con el pie izquierdo o hubiera tenido mala noche. No se me quitó la idea de que ella fue quien limpió el desastre de la pared del baño del rector en todo lo que siguió del día. 

Largo camino a la ruina #45: Hombre en necesidad

Estábamos celebrando no sé qué asunto en algún lugar del centro con el Mauro y el Juan a eso de las once de la noche cuando nos dimos cuenta que se nos había acabado la plata. Sacamos nuestras últimas monedas de los bolsillos y las pusimos encima de la mesa, disponiéndolas para contarlas.
            −No no’ alcanza –dijo el Juan−. Cagamo’.
            Nos repartimos la plata de vuelta, bebimos los últimos sorbos de nuestros vasos y nos levantamos para salir tranquilamente del local. Afuera el Mauro sacó el último de sus cigarros y lo encendió antes de ponernos a caminar hacia los colectivos que nos dejarían en casa; íbamos conversando sobre cualquier estupidez, cuando nos topamos con un vagabundo de estatura más baja que la nuestra, barba entrecana y sucia, la piel ennegrecida por la constante y descuidada exposición al sol, que nos dijo:
−Cabritos, ¿tienen un puchito que me regalen?
El Mauro paseó la mirada por nosotros, se quedó pensándolo por unos cuantos muchos segundos, y con un dolorido gesto pegado en la cara, decidió darle su cigarro recién encendido al hombre.
−¡Oh, gracias, muchas gracias! –dijo éste para luego tomar el cigarro, aspirarlo con  fuerza y exclamar−: ¡Ay, mamá, cómo quería un cigarro, señor! –arrugando todo su rostro−. Llevaba casi una hora pidiendo cigarro’ ¡y nadie me dio uno! Pero ustede’ fueron bueno’ cabro’, muy bueno’ cabro’ –El hombre le dio otra dura calada al cigarro y siguió hablando−. ¿Qué piensan hacer ahora?
Los tres nos miramos en silencio.
−Nada –respondió el Juan−, no’ íbamo’ pa’ la casa.
−Se no’ acabó la plata –agregó el Mauro.
−¿Pero ustedes quieren seguir carreteando?
La pregunta del hombre nos quedó dando vueltas por unos segundos.
−¿Perdón?
−Les pregunto que si quieren seguir carreteando.
−¿Por qué lo dice? –quise saber.
−Sólo díganme si quieren seguir carreteando o no.
Nos volvimos a mirar con los demás y asentimos casi al unísono.
−Sí, obvio.
−¡Ya pos!
−¡Dale!
−Ya, síganme.
No sé en qué momento me vi arrastrando los pies junto a los demás tras ese vagabundo sin saber muy bien qué hacíamos. En primera instancia pareció que nos llevaba hacia los barrios bajos, pero luego de doblar una esquina en cierto punto, nos percatamos que nos dirigía precisamente al Latina Sandunguera, un archiconocido lugar para los hombres de la ciudad que buscaban otro tipo de diversión, donde la cerveza era servida por mujeres con poca ropa y la música ranchera no para de sonar en ningún momento, con tipos repartidos por la barra borrachos o discutiendo entre ellos.
            Miré a los demás para hacerles alguna seña con los ojos y así entender más o menos lo que pensaban al respecto, pero estaban tan pegados mirando el enorme cartel de LATINA SANDUNGUERA, épico monumento local, que no notaron lo que hacía.
            El hombre, una vez acabado el cigarro regalado, nos abrió la puerta para que entráramos al recinto, un lugar en realidad apagado, oscuro y decadente. Dos hombres dormían sobre la barra, idos del mundo, mientras la rocola seguía transmitiendo Los Charros de Lumaco o algo parecido sobre sus cuerpos.
            −Por acá –nos dijo el hombre con seguridad, haciéndonos un gesto. Caminamos en su dirección y subimos unas escaleras hacia un segundo piso oculto ante una fugaz primera vista. Nos abrió una puerta ubicada entre las sombras y llegamos hasta una amplia sala donde unas cinco jovencitas risueñas, un poco más grandes que nosotros, parecían estar esperándolo.
            −¡Papito! –gritaron todas a la vez, lanzándose sobre su cuerpo para llenarlo de besos. Una le quitó la chaqueta botón por botón mientras otra le desabrochaba su sucio pantalón. En un principio pensamos que iban a follarlo ahí mismo, frente a nosotros, pero después de unos segundos nos dimos cuenta que el vagabundo en realidad vestía otra ropa debajo de la que tenía puesta: una polera blanca, limpia, y un pantalón oscuro sin ningún tipo de mancha ni suciedad. Parecía idiota aceptarlo, pero una vez con otra ropa, el hombre cambió drásticamente de aspecto; ya no era más un vagabundo.
−Me gustaría presentarles a estos nuevos amigos –le dijo él a las muchachas, sonriéndonos−. Sus nombres son… ¿Cuáles son sus nombres?
Nos presentamos uno por uno, tratando de modular lo más bien que podíamos. Ellas también nos dijeron sus nombres…, no obstante, ya no recuerdo ninguno de ellos; de todas maneras, bien podían ser falsos, así que da lo mismo.
−Estos cabros fueron lo’ único’ que me dieron un cigarro la hora entera que estuve pidiendo en la calle –explicó el hombre, ahora utilizando movimientos más refinados que antes−. Algunos incluso me insultaron.
Las muchachas se veían sorprendidas; incluso pude decir que esas palabras parecían haberlas animado respecto a nuestra presencia en esa sala. Lo digo porque justo vi a una mirándole el entrepierna al Juan, lo que podía significar muchas, muchas cosas buenas.
−¿Desean algo para beber? –Nos ofreció el hombre, acercándose a una barra ubicada a un extremo de la sala−. Tengo whiskey, ron, vodka, cerveza, vino…
−Whiskey, por favor –le pedí.
−Yo igual –dijo el Mauro.
−Yo quiero pisco, por favor –dijo el Juan.
Al cabo de un rato el hombre nos invitó a sentarnos en un mullido sofá rodeado de las muchachas, todos con nuestros tragos servidos. Ahí nos explicó que él era el auténtico dueño del Latina Sandunguera y, cómo no, de todo lo que teníamos frente a nuestros ojos. No lo pudimos creer.
−¿Entonces por qué pedía cigarros en la calle? –le pregunté, sintiendo el rico sabor a madera del whiskey en mi paladar.
−Porque a veces me aburro y me gusta poner a prueba a las personas –replicó el hombre, tomando una copa de bourbon−. Por eso me visto con ropa fea, me suelto el pelo y salgo a pedir cigarro’.
−Entonce’ quien le dé un cigarro, tiene la posibilidad de…
−Así es –dijo el hombre−. Apenas una persona me da un cigarro, la invito inmediatamente a mi local. Es como pasar un examen, una prueba; sólo las personas de buen corazón pueden llegar hasta aquí y disfrutar todo esto.
No sé por qué me acordé de los hombres durmiendo en la barra abajo, pero la sonrisa de una de las chicas (dirigida a mi persona) me hizo pensar en cualquier otra cosa menos en ellos.
            −Por eso me gustaría que disfrutaran esto al máximo, cabros –prosiguió el hombre−. Ustedes no parecen malas personas. Me gustaría que mis muchachas les regalaran uno de sus fantásticos bailes –Dirigiéndose a las muchachas, añadió−: Ya saben qué hacer, queridas.
            Las muchachas, sin dejar de sonreír en ningún momento, se incorporaron y comenzaron a moverse de un lado a otro extendiendo sus piernas, poniéndolas encima del hombro de su compañera, a quitarse la ropa con delicadeza y a toquetearnos. Ninguno de nosotros supo cómo reaccionar.
            −¡No tengan vergüenza! –dijo el hombre sin dejar de sonreír−. ¡Mis chicas no muerden!
            Entonces seguimos tomando, mezclando los tragos, y no supe en qué momento la conciencia empezó a difuminarse de mi cuerpo. De todas maneras recuerdo algunas cosas, como el que las muchachas se sentaran desnudas junto a nosotros para compartir sus tragos, el dueño sacando de la nada un gigantesco pito de marihuana para fumarlo entre todos, y el ver cómo el Juan y el Mauro le chupaban, a la vez, una teta cada uno a la mina más linda del grupo, mientras otra de ellas me pajeaba hasta apagarme y quedarme dormido profundamente hasta el día siguiente, encontrándome con la misma sala inundada en la penumbra, mis amigos arrojados sobre el suelo como si estuvieran muertos y todas las demás muchachas desnudas durmiendo al lado mío, en el cómodo sofá. Del dueño ni rastro; de seguro se había ido a su casa, si es que no vivía en su propio local.
Me costó un mundo despegarme del asiento para levantarme, pero una vez de pie, no fue tanto trabajo acercarme a mis amigos y despertarlos con fuertes golpes en la cara.
−¡Despierten, mierda!
El primero en hacerlo fue el Juan, con una gran costra de saliva rodeándole la boca. El Mauro significó más esfuerzo (o sea más golpes), pero luego de unos minutos ya se encontraba incorporado.
−¿Dónde chucha estamo’?
−En el Latina Sandunguera –le dije−. Ya es de día.
Entonces pareció recordarlo, porque se dibujó una oscura sonrisa en su cara.
−¿Y el dueño? –quiso saber el Juan.
−Ni puta idea. Pero no’ dejó con su’ chiquillas.
Recorrimos los cuerpos de las muchachas con la mirada, deleitándonos, y decidimos buscar la salida para irnos de ahí. Caminamos hacia la salida, encontrándonos en el pasillo oscuro que desembocaba en la escalera hacia el primer piso, y llegamos hasta la sección abierta al público del local a esa hora silenciosa y limpia, cosa que nunca habíamos visto antes.
−Qué raro estar aquí sin escuchar esa música ranchera –balbuceó el Juan con pastoso modular.
Al llegar a la puerta, nos dimos cuenta que ésta se encontraba sin ningún tipo de seguro. El dueño nos la había dejado abierta.
−¿De seguro se quieren ir? –preguntó el Mauro.
−Se avecina una diarrea de aquélla’ –repuso el Juan−. Tengo lo’ minuto’ contado’.
−Yo igual –dije, sintiendo el crujir de mis entrañas−. Si e’ que no me cago en plena calle… otra vez.
−Ya, oh, vamo’ –El Mauro abrió la puerta, nos dejó pasar por el resquicio uno por uno, y cerró tras nosotros. Afuera hacía un día frío, gris y silencioso; debían ser alrededor de las nueve de la mañana; muy tarde para llegar a clases−. Quiero puro dormir.
Con el Juan respondimos que nosotros igual, por lo que estaba decidido: nadie iría a clases.

Desde ese día que el Mauro nunca fuma su último cigarro hasta llegar a casa y asegurarse que no habrá algún vagabundo dispuesto a pedírselo en la calle. Uno nunca sabe cuándo alguien puede estar poniéndote a prueba.

Largo camino a la ruina #44: Consejos de amigos

Entró veinte minutos después de haber iniciado la clase. Venía cabizbajo y desgreñado, como un zombi, y no le importó que el profesor se burlara de él lanzando un comentario mordaz y frío sobre su atraso. Cuando llegó a nuestro lado y se sentó en su lugar de siempre, el Alonso se desparramó en su mesa para quedarse así por un buen rato. Al principio pensé que era culpa de la resaca, el haber dormido mal o el esfuerzo monumental que significaba ir a esa mierda de clase a primera hora de la mañana. Pero luego, cuando nos sentamos en el pasto afuera de la sala para esperar a la siguiente clase, supimos de qué iba todo el asunto.
            −La güeá con la Sole me tiene pa’l pico –nos dijo en tono amargo y perdedor refiriéndose a la Sole, nuestra compañera de carrera; el Alonso llevaba unos cuantos meses detrás de ella y nunca se había atrevido a decirle una pizca de lo que sentía por su persona. Por lo mismo le repetíamos hasta el cansancio que actuando de esa manera jamás iba a lograr nada. Pero él no entendía: prefería quedarse en la zona de confort que le entregaba su amistad, a arriesgarse y correr los riesgos básicos de toda declaración de esta índole y, quizá, quién sabía, ganar la guerra y quedarse con el premio mayor.
            Al escuchar sus palabras, varios de nuestros amigos hicieron un impulsivo ademán de hastío: como he dicho anteriormente, el Alonso ya nos tenía hasta la coronilla con su asuntillo con la Sole.
            −¿Me podrías decir qué es lo que te tiene tan pa’l pico de esa relación que ni siquiera existe? –le preguntó el Miguel.
            −Me tinca que la Sole se está pescando al Nacho –dijo el Alonso, pareciéndome muy patético.
            −¿Y eso qué?; al menos no es lesbiana.
            −¡Obvio que no es lesbiana: su primer pololo era hombre! –replicó el aludido−. Igual me da rabia que se la esté pescando ese conchesumadre.
            −¿Por qué, güeón? –le pregunté−. Demás que el loco ha hecho más cosas que tú al respecto.
            El Alonso bajó la mirada sin saber qué decir, haciéndome sentir un poco culpable.
            −Mira –dijo el Julián−, si ese conchesumadre del Nacho se está pescando a la Sole, es porque tú dejaste que pasara. Dime, ¿cuántas veces hay quedado solo con la Sole en tu casa o en la de ella?
            El Alonso se sonrojó y pensó por un breve momento.
            −No sé, muchas –dijo al fin.
            −Ya, y de esas “no sé, muchas” –continuó el Julián−, ¿cuántas oportunidades has aprovechado?
            −¿Aprovechar? –repitió el Alonso, extrañado−. No entiendo…
            −¡Dime, de todas las veces que has estado a solas con la Sole –dijo el Julián, perdiendo la paciencia−, ¿en cuántas le has mostrado señales de que le gustas?!
            El Alonso pensó por un rato.
−No…, no lo sé…
            −¡Ves –exclamó el Miguel−, es por eso que no te pesca: porque nunca le has dicho nada, porque sigues sin decirle nada; ahora mismo sigue creyendo que eres su amigo y que para ti ella no es otra más que tu amiga! ¿Entendí’ alguna mierda de lo que te digo?
            El Alonso agachó aún más la cabeza con gesto dolorido. En un principio, cuando lo de su amor por la Sole recién germinaba, verlo así nos deprimía un montón; pero luego de tantas conversaciones parecidas a ésta, lo que en un principio nos hacía querer alentarlo a que se decidiera a cruzar el río de una vez por todas –o morir ahogado en el intento−, ahora nos provocaba unas ganas gigantescas de apretarle el cuello hasta quitarle la vida y se callara para siempre.
Pero no podíamos ser así con nuestro amigo. Quizá tuviera alguna falencia afectiva por culpa de algún oscuro evento vivido durante su niñez o algo parecido (muchos de los problemas de adolescentes y/o adultos se debían principalmente a esto)…, aunque bueno, eso no lo podíamos saber a ciencia cierta. Por lo mismo, cuando se nos acabaron los quince minutos de receso para la siguiente clase y los demás se levantaron para dejar al Alonso y su problema eterno atrás, hice el gesto de quedarme arreglando unas cosas en mi mochila para poder abordarlo cuando ya todos se hubieran marchado.
−Oye, Alonso.
−¿Qué pasa?
−Mira –le dije, sin saber cómo expresarme−, yo también pasé algo parecido como lo de la Sole y tú.
−¿En serio?
−Obvio, pos, le pasa a todo el mundo. Cuando iba en el colegio me gustaba una compañera de curso de la que era muy amigo y güeá. Pero como tú, no sabía cómo decírselo ni en qué momento. Era desesperante. Hasta que un amigo, el Juan, me dijo algo que me sigue dando vueltas hasta ahora.
−¿Qué cosa?
            Me dio un poco de risa acordarme de las palabras de mi amigo y buscar la mejor forma para reproducirlas sin sonar demasiado engorroso. Obviamente no hice notar esto frente a Alonso: no fuera a pensar que me estaba burlando de él como los demás. Por la misma razón carraspeé y proseguí:
            −Me dijo que en realidad yo no era peor que mi compañera, ni tampoco mejor. Me dijo que sólo éramos dos personas idiotas que no sabían de relaciones humanas ni ninguna mierda. Por eso me recomendó hacer algo que sigo aplicando hasta el día de hoy.
            −¿Qué te recomendó?
            −Que me acercara a mi compañera y le dijera las cosas tal como eran; o bueno, simplemente darle un beso y ver qué ocurría.
            La expresión de Alonso reflejó su rotunda mezcla de sorpresa y miedo.
            −¿Y si eso no sale bien? ¿Dijo algo respecto a si las cosas no salen bien?
            −Por supuesto.
            −¿Qué te dijo? –quiso saber el Alonso.
            −Que si las cosas no salían bien, me fuera a mi casa, pusiera una porno en el computador y me corriera la paja hasta quedarme dormido o inconsciente.
            El Alonso me quedó mirando como si intentara pillarme en mi broma. Pero al ver en mi rostro que le hablaba con la verdad, se tranquilizó y me sonrió.
            −¿Pudiste concretar algo con tu compañera al final de cuentas?
            −Sí –le respondí−. Resulta que yo también le gustaba.
            Los ojos del Alonso brillaron esperanzados.
            −Aunque por supuesto −agregué− también han existido otras oportunidades en que me han dicho que no y han terminado por mandarme a la mierda ahí mismo (incluso me han dado cachetadas y patadas en las bolas por lo mismo). Pero con esto –seguí antes que cundiera el pánico en el Alonso− quiero demostrarte que si no te arriesgas, ni siquiera sabrás qué pudo haber ocurrido si se lo dices. Es como si nunca pudieras liberar el universo paralelo en el que tú y la Sole de verdad son más que amigos, follan y están juntos –Los ojos del Alonso se iluminaron aún más−. Por eso: ve y díselo cuando puedas, antes que lo del Nacho y ella se haga realidad y termines por perderla para siempre.
            −¿Y… si no…?
            −Bueno, pues te pajeas hasta que se te sequen las bolas y listo.
            −No se escucha tan fácil que digamos.

            −Nunca dejará de ser difícil si no lo intentas –le dije, esperando que mis palabras por fin cumplieran su efecto en él−. Y ahora apurémonos mejor, que estamos más atrasados que la puta mierda y necesito un 5 pa’ pasar esta cagá’ de ramo.

Historia #251: La noche encima

Hay historias comunes, casi cotidianas, que pueden sucederle en realidad a cualquier persona, como que eran pasadas las dos de la madrugada y Carla sentía que sus ojos no daban más del cansancio. Por lo mismo fue al baño a cepillarse los dientes y peinarse un poco el pelo antes de ponerse el piyama y apagar la luz del velador, sumiendo su cuarto en la irrevocable oscuridad de la noche; al día siguiente tenía una de esas pruebas de final de semestre en la universidad, y ella ya no daba más de leer guías, textos, apuntes y las diapositivas de las clases a las que había asistido. Así fue que los músculos de su cuerpo comenzaron a distenderse, su respiración se tornó lentamente más acompasada, y su mente, como por ensalmo, empezó a silenciarse, desconectarse, hasta que sintió un mullido peso asentarse a la altura de sus pies. Fue entonces que Carla reparó en que no había visto a su gata desde hacía horas; de seguro anduvo por ahí, jugueteando por los techos de las casas vecinas como todas las noches. Pero al mirar por el rabillo del ojo hacia la ventana a su derecha, llamada su atención de una manera bastante instintiva, vio que su gata estaba del otro lado del cristal con el rostro crispado, mostrando sus dientes y los ojos brillantes, de un verde fosforescente, como si le gruñera a la cama en la que se encontraba ella. Carla, tragando saliva, sintiendo el peso en sus pies cambiar de forma, como si se removiera en su puesto, pensó que si su gata estaba del otro lado de la ventana, afuera de su casa, aquello no tenía explicación, no tenía ningún sentido. Carla pensó “me está ocurriendo”, muerta de miedo, antes de sentir cómo la noche misma le caía encima. 

Largo camino a la ruina #43: A tu lado

Me desperté más temprano que ella, como de costumbre, pero como no quise molestarla con mis movimientos como otras veces, decidí quedarme quieto y mirar su espalda por un rato, contemplando los lunares repartidos por su escápula derecha y la cicatriz que tenía a la altura de la cintura. Pensé –una vez más– en lo exquisita que era su piel bien cuidada y tonificada, en sus músculos preparados y ejercitados para la vida y en lo atractivas que eran sus venas marcadas en todos sus ámbitos ocultos por la ropa. Entonces reflexioné en lo genial que era conocer a otra persona de la misma manera en que lo hacía con ella, tener esa confidencialidad para enseñarnos nuestros cuerpos sin sentir ni una pizca de vergüenza. Recordé a mi primera polola que tuve en el colegio y lo mucho que evitábamos quedar desnudos el uno frente al otro por mucho rato…, al menos en un principio: y es que la falta de seguridad y cariño propio también dejan mella en como uno se expresa y se muestra para con los demás y el mundo. Naturalmente en aquellos momentos era casi un niño y sabía muy poco al respecto de las relaciones humanas y cómo era tratar con mujeres en el área de la intimidad; no por nada fue mi primera polola. Pero a medida que fueron transcurriendo los años y fui interactuando con otras mujeres que iban apareciendo por el camino, me percaté que después de todo no es tan difícil mostrarse tal cual uno es con otras personas, siempre y cuando uno comience por aceptarse a sí mismo, claro está. Desde ese instante, desde ese punto en mi historia en que le perdí el miedo a mi propia apariencia, pude perder el miedo para con ellas y disfrutar de las instancias en que nos quitábamos la ropa y empezábamos a amarnos como la mayoría de los humanos deseamos en la soledad de nuestros cuartos; desde ese momento, entonces, que he podido ser más feliz que antes.
            Me dieron ganas de extender una mano hacia su cintura y tomarla, despertarla, y comenzar así un nuevo día al ritmo de la danza de la eternidad; pero preferí dejarla en paz y seguirla observando, pensando en el privilegio enorme que era estar desnudo frente a un cuerpo sin ropa como el de ella, sin miedos, sin tapujos, sin pudores. Esto era conocernos, ser parte del otro, demostrarnos que en realidad sin amor propio no puede haber cariño para con otra persona.
            Acerqué mi rostro a su pelo y, llenándome del dulce olor de sus poros, volví a quedarme dormido.

            Ese día no fuimos a clases.

Largo camino a la ruina #42: El concurso

Era una de esas agradables tardes en el patio de la casa del Miguel después de una sufrida prueba en la U, con un gran puñado de compañeros de carrera bebiendo cerveza y vino y devorando un suculento asado con la cabeza en las nubes gracias a toda la marihuana consumida. También estaba la Loreto, obviamente, y me pareció gracioso pensar en todas las oportunidades que habíamos vivido en ese mismo sitio sin conocernos un poco, sin saber que teníamos más cosas en común que con ningún otro de nuestros compañeros.
            De los parlantes del equipo de música salían unos acordes amenos para la reunión y todos parecían contentos, o al menos relajados después de la diabólica evaluación que habíamos tenido horas atrás, fueran cuales fueran los resultados. No recuerdo bien quién empezó con la competencia, pero fue un hombre, por supuesto, porque una mujer jamás hubiera ideado un concurso de peos. Nos separamos del grupo grande a un rincón apartado del patio y comenzamos. Primero fue el Iván, que se tiró uno que parecía un chillido agudo, como de ganso. Le siguió el Pato, que a pesar de su esfuerzo por dar lo mejor de sí, no le salió absolutamente nada. Luego fue el turno del Nico, que se tiró un peo de aquellos con olor a huevo con salmonela, y el siguiente fui yo. Apreté mis nalgas e hice fuerza, mucha fuerza; pero cuando pensé que iba a salir de mi culo un peo de esos que no se olvidan por un buen tiempo, sentí cómo en vez de expeler gas, eché afuera una sustancia pastosa, casi acuosa, que llenó el interior de mis calzoncillos.
            Mis compañeros se rieron al igual que se habían reído del peo del Iván y del Nico, mas ninguno de ellos se percató que en realidad lo que salió de mí no fue ningún gas, sino mierda tal y como se echa a la taza.
            −Cabros, parece que voy a tener que ir al baño.
            −¿Te dieron ganas de hacer caca? –preguntó uno de mis compañeros.
            −Sí, algo así.
            −Ya, pero no dejís la güeá hedionda –me dijo el Miguel, amenazándome con el dedo−. Después me da asco limpiar toda esa mierda…
            Asentí y empecé a caminar en dirección a la casa tratando de no juntar mucho mis piernas; sentía un peso horrible en los calzoncillos y ya me imaginaba lo que podía encontrar adentro. Sólo rezaba para que mis compañeros no se hubieran dado cuenta de lo raro que me veía caminando de esa forma, comenzando a hacer comentarios al respecto que pudieran llegar a los oídos de la Loreto.
            Por desgracia tuve que subir unos cuantos escalones al baño del segundo piso (el que no utilizaban los invitados) tratando de no moverme mucho: no quería que la mierda dentro rebalsara y saliera por las piernas de mi pantalón. Una vez arriba me sentí un poco más cómodo y pude dirigirme al baño sin muchos problemas.
            Debo admitir que me dio mucho asco bajarme los pantalones y ver, tal como temía, mis calzoncillos llenos de mierda pastosa cual caldero rebosante de líquido, ahí, entre mis propias manos. En primera instancia no supe qué hacer con lo que tenía al frente, dudando por unos cuantos segundos que me parecieron eternos; pero luego de calmarme un poco abrí al retrete, vacié todo el contenido asqueroso de mi ropa interior en él y me senté para sacarme las zapatillas y los pantalones. Una vez ahí pude dejar que mi intestino hiciera lo que se le diera la gana, mientras hacía una pelota con mis calzoncillos para arrojarlos luego dentro del basurero, al fondo de los demás papeles.
            −¿Felipe? –llamó alguien del otro lado de la puerta, haciendo que diera un fuerte respingo sobre el retrete. Era la voz de una mujer.
            −¿Quién es?
            −Soy yo, la Loreto.
            −Oh, mierda…
            −¿Estái’ mal del estómago?
            −Algo así.
            −Estás sentado… ¿no?
            −Sí –le respondí, sintiéndome cada vez más avergonzado−. Sabes, no puedo atenderte ahora…
            −¡No, no, no quiero que me atiendas ni nada! –La voz de la Loreto sonaba notoriamente achispada−. Sólo quería saber si necesitabai’ mi ayuda…
            −Bueno, en realidad sí necesito de tu ayuda –Se me había encendido la ampolleta en ese preciso instante−. Mira, tuve un problema con mi ropa interior; se rajó de la nada –le expliqué apresuradamente, para que no pensara tan mal de mí−. No sé cómo pasó.
            La Loreto se rió a carcajadas del otro lado de la puerta.
            −Entonces qué quieres de mí, Felipe.
            −Quiero que vayai’ a la pieza del Miguel, sin que se dé cuenta, y le robí’ uno de sus calzoncillos, cualquiera, ¡pero que esté limpio!
            −¡Te quedarán grandes!
            −Ya, pero es mejor que nada –Me imaginé conversando con los demás en el patio, con la fuerte estela del olor a mierda siguiéndome para todos lados como una maldición. Sabía que si eso llegaba a suceder, hablarían pestes de mí por más de un año−. Por favor, Lore, no te pido nada más.
            Ésta gruñó del otro lado como si sopesara enormemente la situación y terminó por decir:
            −Está bien. Vuelvo en seguida.
            Y tras esto, escuché sus pasos seguir por el pasillo en dirección al cuarto del Miguel. Ahí aproveché de descargar el resto de basura de mi interior y limpiarme antes que la Loreto llegara con lo que le había pedido. También aproveché de ocultar mejor el calzoncillo sucio dentro del basurero (que hedía) y lavarme las manos con mucho jabón líquido. Cuando pensé que la Loreto se iba a demorar más en su misión, ésta volvió a golpearme la puerta del baño para decirme que le abriera para pasármelo.
            −Lo siento, Lore –le dije poniendo mi pie para evitar que entrara de sopetón−, pero no estoy en condiciones de…
            −Ya, oh, está bien. Aquí tenís –Por el resquicio de la puerta apareció un bóxer que sin lugar a dudas me iba a quedar grande; pero a la mierda: como había dicho antes, peor era andar con el culo hediondo al aire.
            −Oh, muchas gracias, Loreto –le dije agradecido de corazón−. Eres un amor.
            −Me debes una chupada, ¿eh?
            Cerré la puerta con pestillo (no fuera que la Loreto quisiera entrar de todas maneras para verme con otra ropa interior) y volví a vestirme, tratando de quitar todas las manchas dudosas que habían dentro del pantalón. Tiré la cadena, me volví a lavar las manos con jabón y salí de ahí como si temiera que alguien llegara a darse cuenta de lo que acababa de hacer.
            −Gracias, Loreto –volví a agradecerle, dándole un largo beso en la boca−. Te debo una, en serio.
            −A que no adivinas lo que encontré en el mueble del Miguel –me dijo ella como por toda respuesta. Lucía una extraña mueca en la cara.
            −¿Una pistola? –dije lo primero que se me vino a la cabeza.
            −No, mucho mejor –La Loreto extendió una de sus manos para enseñarme un cinturón de pene como esos que se ven en los sex shops y en las películas porno.
            −Vaya, vaya.
            −Creo que a nuestro amiguito le gusta la diversión, ¿eh?
            −No quiero ni imaginarme dónde debe haber estado eso…
            −También encontré unas cosas parecidas a campanas unidas por una cuerda, un par de látigos, unos cuantos sostenes, un corsé, un montón de pelucas y zapatos con tacos muy altos.
            −Oh, Dios…
            −Si quieres podemos ir a verlos…
            −¡No, no, Lore, está bien!; yo creo que con esto es suficiente –Miré en dirección al descanso de la escalera, temiendo que el Miguel llegara de un momento a otro y nos pillara con su delicada pertenencia en nuestras manos−. Mejor ve a guardarlo antes que nos descubran.
            −Está bien –La Loreto agachó un poco la cabeza y enfiló hacia el cuarto del dueño de casa mientras yo vigilaba la escalera.
            −¿Nunca has pensado en utilizar uno de esos cinturones? –quiso saber la Loreto una vez vuelto a mi lado.
            −No necesito para qué; tengo uno de verdad…
−No me refiero a utilizarlo de esa forma –me explicó ella, con un extraño brillo en los ojos−. Me refería a ser utilizado por él, ya sabes…
Me detuve en medio de los escalones.
−¿Querís meterme un pico de plástico por el culo?
−Dicen que es ahí donde se encuentra el punto G de los hombres.
−Tendría que estar muy cura’o –dije como por decir algo.
−Algún día lo comprobaremos –La Loreto me sonrió de manera enigmática y yo lo dejé ir, para qué hacerme problemas por algo que ni siquiera se ha presentado.
−¿Dónde estabai’, güeón? –me preguntó el Miguel cuando hube regresado al grupo del concurso de los peos−. Te perdiste el peo del Javier. ¡Casi se caga!

Y al recordarlo todos volvieron a reírse, incluso él. Entonces me uní a sus carcajadas, como si hubiera entendido el chiste a la perfección.

Largo camino a la ruina #41: Por qué no tener familia

Era fin de semana largo y había que celebrarlo como correspondía; por lo mismo decidimos con el Mauro y el Juan hacer un asado en la casa. Juntamos la plata sobre la mesa después del desayuno, nos vestimos con rapidez y nos dirigimos al supermercado que quedaba cerca para comprar todas las cosas que necesitábamos para la tarde.
            Estábamos en eso, caminando hacia aquél templo del capitalismo, cuando escuchamos la sonora discusión de unos vecinos a unas cuantas cuadras de distancia de donde vivíamos; se insultaban a grito pelado, sacándose en cara cosas pasadas, como si se odiaran de toda la vida y ya no pudieran soportarlo más. Al pasar cerca de ellos, nos dimos cuenta que eran en realidad dos personas mayores y muy entrados en carne; tenían un aspecto miserable, arruinado, como si todo el tiempo, todos los años transcurridos, les hubieran arrollado sin piedad alguna.
            Siempre voy a recordar la última frase que le dedicó el hombre a su mujer antes de marcharse cerrando de un portazo la entrada del antejardín:
            −¡Esta familia fue y siempre será una mierda!
            La mujer del otro lado quedó deshecha y avergonzada; como justo pasábamos nosotros por ahí, ésta se tapó la cara sin dejar de sollozar y entró a su casa, muerta de vergüenza.
            El hombre, unos metros más allá, se detuvo por unos segundos, como si dudara entre devolverse y pedirle perdón a su señora, o continuar con su camino y nunca más volver atrás. Al fin, y justamente cuando pasamos por su lado, el hombre decidió chasquear la lengua y mandar todo a la mierda haciendo un ademán de indiferencia con el brazo.
            −¿Se dieron cuenta que el hombre estaba sobrio? –comentó el Juan una vez perdimos al tipo de vista.
            −¿Y eso qué? –quiso saber el Mauro.
            −Que el hombre de verdad estaba hasta la cabeza de mierda.
            El Mauro y yo asentimos como si aquello tuviera toda la lógica del mundo.
            −¿Se imaginan llegar así a viejos? –preguntó el Mauro−. La güeá penca.
            −Por eso nunca hay que casarse –dije yo−. Ni tener hijos.
            −¿Y si la Loreto queda embarazada? –me preguntó el Juan.
            −Eso no pasará –le repliqué con mucha seguridad.
            −¿Y si todo sigue saliendo bien entre ustedes y ella te pide matrimonio? –dijo el Mauro−. Tú cachai’ que las minas como ella se mueren por casarse con alguien.
            Aquello me produjo un breve temblor en el estómago.
            −Bah –les dije−, ya pensaré en eso cuando llegue el momento –Carraspeé la voz antes de continuar−. De todas maneras no somo’ ni una güeá todavía. Sólo dos compañeros de carrera que se besan, se culean y les gusta pasar el tiempo juntos.
            −Así empieza todo –declaró el Juan−. Primero son unos besos, después el culeo, luego la guagua, el matrimonio, y al final vai’ a estar dejando que el sistema te meta su gran e inevitable pico por el culo como se lo han propuesto los dominantes desde el principio de los putos días. Es un ciclo muy fantástico, ¿no creí’?
            Sentí un fuerte escalofrío recorrer por mi espinazo.
            −Suena muy tétrico –comenté.
            −Sí, suena muy, muy tétrico –dijo el Juan−. Pero así es como han caído montones de los nuestros: se creen libres hasta que les llega una guagua y tienen que empezar a trabajar pa’ los dominantes, arruinar su’ vida’ por la mejoría de la de otros, y toda esa bazofia.
            Me imaginé siendo padres con la Loreto, teniendo que estar todo el día pendientes de un hijo que no paraba de reclamar por más comida y atención, viéndonos en la obligación de reducir nuestro cariño propio y mutuo por el bien de alguien indeseado. ¿Y si ya no pudiera carretiar más con mis amigos, o gastarme la plata en pitos, o decidir si salir o no cuando se me diera la puta gana?; no, no quería ni pensar en eso.
            −Dios se apiade de mí y me haya hecho estéril –dije, mirando al cielo.
            −¡Sí, Dios se apiade de la raza humana y te haya hecho estéril, por favor! –bromeó el Mauro antes de entrar al supermercado.

            Además de toda la carne y cerveza que compramos ese día, aproveché de llevar tres cajas de condones extra fuertes que estaban en oferta. Seguía pensando que la solución para todos mis problemas era que Dios me hubiera hecho incapaz de seguir con el linaje de mi familia. Por el bien mío y por el bien de la humanidad, claro.