Largo camino a la ruina #48: El vagabundo de esta ciudad

−Hermanito, ¿tiene una monedita que me regale?
            Con la Loreto y la Carla levantamos la vista de nuestras guías y nos encontramos con un hombre mayor de piel curtida, andrajoso, el pelo sucísimo, lleno de motas, y la mirada perdida. Nos observamos entre nosotros, pillados por sorpresa, hasta que la Loreto atinó a buscar entre sus pertenencias revueltas dentro de su bolso unas cuantas monedas de cincuenta pesos que no tardó en extendérselas. El hombre hizo el vago ademán de sonreír, y sin dirigirnos la mirada, nos dio las gracias y se marchó, buscando más personas a las que pedirles plata.
            −Así es como contribuimos con la drogadicción de esta ciudad –comenté medio en broma, medio en serio.
            −Pobre tipo –dijo la Loreto−. Me da pena ver a alguien así. Pareciera que estuviera perdido en cualquier lugar, menos aquí, con los pies puestos en la tierra.
            −¿Ustedes sabían que él iba en nuestra universidad? –quiso saber la Carla−. Me refiero al tipo que nos acaba de pedir monedas.
            −No, no lo sabía –dije.
            −Sí –continuó la Carla−. Estudiaba (o estudió, mejor dicho) Ingeniería en no sé qué; era muy bueno, inteligente como ningún otro. De hecho era el amado de los profes, el que siempre aportaba en clases y el que siempre tenía las mejores notas.
            −¿Y cómo fue que llegó a este estado? –preguntó la Loreto.
            −¿Qué crees tú? –dijo la Carla.
            La aludida pensó por un rato.
            −¿Por culpa de las drogas?
            −¡Tal cual!
            La Loreto me miró instintivamente.
            −¿Fumaba mucha marihuana?
            −Por lo que tengo entendido –explicó nuestra compañera−, este hombre era bien lacho cuando joven: siempre estaba ligando con mujeres, y como era güen mozo (aunque no lo crean) e inteligente, nunca fallaba.
            −¿Y qué tiene que ver eso con haber quedado en el estado que está ahora?
            −Porque llegó un verano en que conoció a una gringa en un pub del centro, terminaron por enamorarse y todo eso y se fueron al valle a pasar unos cuantos días juntos, viviendo muy jipimente. El asunto es que como el vivir jipimente requiere del uso de drogas fuertes para la recreación mental, este hombre no demoró en tirarse un trip tras otro, seguramente pensando que eran como los pitos de marihuana o las cervezas.
            −¿Y así fue cómo terminó con la cabeza hecha mierda? –dije.
            −Exactamente –replicó la Carla−. El pobre tipo entró en un estado catatónico luego del cuarto o quinto trip consecutivo y no pudo volver más a la normalidad. Desde ese día que vive en otro mundo, en sus propios pensamientos o lo que sea que pase por su cabeza.
            −O sea que literalmente achicharró su cerebro –comenté.
            −Así es.
            Pensé en los fuertes dolores de cabeza que sentía a veces cuando con el Mauro y el Juan fumábamos marihuana todo el día y lo borrosa que se me ponía la vista tras el tercer o cuarto porro de la jornada. ¿Podría quedar en el mismo deplorable estado que el hombre al que acabábamos de ayudar por consumir marihuana excesivamente? Llegué a la rápida conclusión que sí, naturalmente todo exceso tiene una consecuencia negativa, pero ¿llegaría a ese extremo? Y es que fumar marihuana es algo tan rico, tan tranquilizador, tan útil y necesario, que no podría pensar en mi vida sin ella. No, señor, no, que todas las fuerzas del mundo quieran que jamás algo me impida fumar marihuana, como lo puede hacer una enfermedad o un trabajo. Moriría antes de continuar con una existencia ausente de tan rica, aromática y milagrosa hierba. Y bueno, si algo malo ocurría y terminaba como el tipo que ahora volvía a acercarse a nosotros para pedirnos otra moneda, olvidando que acabamos de darle unas cuantas, por último lo haría feliz y con la sensación de haber resistido con las botas puestas hasta el final…, si es que mi mente me permitía sentir tales cosas, claro.
            −No, caballero, recién le dimos todas las monedas que nos sobraban –le dijo la Loreto−. Lo siento.
            El hombre balbuceó algo incomprensible, mirándonos con sus ojos vacuos, y se largó en dirección a una pareja recostada en el pasto unos cuantos metros más allá.
            −¿Qué pasará por la cabeza de ese hombre? –les pregunté a las demás−. ¿Será consciente de todo lo que le rodea?
            −No lo creo –dijo la Carla−. Me imagino que debe seguir perdido en el mismo periodo en que se hizo mierda el cerebro.
            −Yo creo que debe vernos como si continuara bajo los efectos de los ácidos –aventuró la Loreto−. Ondulados y borrosos, o algo así.
            −Espero nunca llegar a ese estado −dije−. Lo bueno es que la marihuana no puede dejarte así.

            −Eso crees tú –dijo la Loreto antes de volver a su guía y leernos una definición que con toda seguridad aparecería en la prueba que tendríamos al día siguiente. Con la Carla hicimos lo mismo, pero yo me quedé meditando sobre el tono acusador que usó la Loreto para decirme lo que pensaba.

Historia #253: El ejercicio de leer

Si bien el ejercicio es prácticamente el mismo, leer de un libro en formato físico no es lo mismo que leer un libro en formato digital en cualquiera de sus formas. Está bien, pueden decir que soy un tarado estúpido diciendo lo obvio y estarán en lo cierto, porque es obvio: una cosa es lo tangible, otra cosa lo digital. Pero vaya que hay gente que piensa lo contrario: el leer es leer, dicen, y eso para ellos está bien. Y está bien, realmente, porque 1) es un mundo libre, 2) cada quien se adapta a las maneras que más le acomoden, y 3) porque al menos la gente está leyendo algo, cualquier porquería, en vez de estar viendo reality shows y esas basuras que dan en la tele.
            Pero voy al grano: leer de formato digital es una mierda. Y no es que lo mire en menos: de todas maneras leo desde mi celular las historias de otros blogueros, leo un montón de artículos informativos y otras historias desde mi computador, entre pausa y pausa en la escritura, y me parece que es tan leer como leer de un libro.
Pero leer de un libro te otorga sensaciones, una llama de vida que claramente el digital jamás logrará igualar (aunque así como vamos con la tecnología, probablemente estas palabras no valgan nada dentro de unos cuantos años). Está la fragancia de las páginas nuevas no hay como meter la nariz entre páginas nuevas–, el olor de las hojas viejas, el tacto, el sostener (o tener acomodado) un libro en una mano mientras con la otra se lleva un vaso de vino tinto o té de frutas a la boca, el sentir que palabras palabras palabras entran por tus ojos para terminar anidándose en el cerebro, el comprobar cada cierto tanto el número cada vez más reducido de páginas que restan para acabar con la historia. De verdad que es algo mágico que sólo los que sentimos afición por la lectura podemos llegar a comprender; los que no lo hacen se pierden uno de los sabores más dulces que te puede entregar la maldita vida.
Te mirarán raro si caminas leyendo un libro, o si te pones a leer de un libro en medio de una fila enorme, o dices que prefieres quedarte leyendo la tarde entera que salir por ahí a tomar unas copas –aunque tomar unas copas y leer, a la vez, es algo celestial–. Pero eso no importa; a quién mierda le puede importar: leer puede llegar a serlo todo; leer puede llegar a diferenciarte enormemente de quienes te miran extraño. Así que déjalos gruñir y tratarte como un imbécil: al final sabrás quién es el imbécil y quién no.

El asunto es leer, claramente, pero hay diferencias, y para mí son abismales. Pero como he dicho hasta el cansancio: leer es leer, por la mierda, y entre leer y no leer, tú sabrás quienes terminarán siendo los imbéciles y quienes los ganadores al final de esta maldita historia.