Caminar bordeando un lago, solo, escuchando música. Mirar el
reflejo en el agua. Ver una sombra oscura y alta detrás tuyo.
Cuento #100: Algunas veces, Pamela
Rodrigo tenía un sueño extraño cuando
el celular sobre su mesa de noche vibró y lo devolvió bruscamente a la
realidad. En un principio tuvo miedo, claro, puesto que la habitación se
hallaba sumida en una oscuridad total, densa, y por un momento tuvo la
sensación de que alguien le estaba observando atentamente desde un rincón de
ésta. Sin embargo, tras encender la lámpara a su lado y ver cómo la luz barría
todas las sombras de su campo visual, se sintió muy tonto al confundir el
sombrero colgando del clavo en la pared cercana a la entrada, con un hombre de
gabardina y gorro esperando a saltarle encima.
La
llamada, que no se detuvo en ningún momento, era de Pamela, su novia.
−Aló,
¿Rodrigo?
−Pame,
¿estás bien?
−Acabo
de tener una pesadilla.
La voz
de su novia sonaba cercana y a la vez etérea, como lo hacen todas las llamadas
telefónicas efectuadas durante la madrugada.
−¿Pero
estás bien? –volvió a preguntar Rodrigo.
−Sí,
estoy bien… Sólo… sólo tengo miedo…
No era
la primera vez que Rodrigo recibía una llamada como ésa a tales horas de la
noche. Su novia acostumbraba a llamar a sus parejas o novios o amigas (o con
quien sintiera que una llamada así sería contestada de la manera más empática
posible) cada vez que despertaba con la cabeza llena de las imágenes confusas y
umbrías que suelen dejar los malos sueños en sus recovecos. Así no se sentía
sola, decía ella, aclarando que una vez llegó incluso a terminar su relación
con un novio de su primer año de universidad por no tener el ánimo (ni el
tacto) suficiente para complacerla en estos simples pero tajantes términos.
−Debería
haber ido a dormir a tu casa –dijo Pamela, con un tono sugerente y
recriminador.
Rodrigo
no supo qué responder: su novia había salido con unas amigas a bailar a una
disco y divertirse tomando traguitos en el mismo pub esnob de siempre; ella le
había invitado, por supuesto, todas sus amigas llevaban a sus parejas, pero
Rodrigo, que ya había salido con ellos en un par de aburridas oportunidades,
alegó que se sentía, por así decir, algo indispuesto para una actividad de tal
calibre ese sábado por la noche, cuando en realidad casi vació un botellón de
vino en solitario viendo series desde su computador.
−Ha
sido una pesadilla –dijo el joven, quitándole peso a la situación−. Mañana
podríamos desayunar juntos –añadió, tratando de cambiar el tema.
−Sí, me
gustaría un montón –dijo Pamela, un poco más distendida−. Aunque ya siento que
mañana tendré una caña de mierda.
−Aprovecha
de tomar agua ahora. Mañana será demasiado tarde para hidratarse.
Pamela
le respondió con un ligero silencio. Rodrigo comprendió de inmediato que sola
como se hallaba en su casa, ésta jamás se adentraría en la oscuridad de sus
pasillos para buscar un simple vaso de agua en la cocina o en el baño. Pamela
le había dicho una vez que sus problemas con el temor a lo desconocido y la
lobreguez se debían esencialmente a que unos primos mucho mayores que ella se
dedicaban a asustarla cuando era niña, como si se tratara del juego más
divertido al que pudieran aspirar; bueno, hasta que su papá los descubrió y él
mismo les dio su merecido, iracundo, terminando todo en una fuerte disputa
entre él mismo y los tíos de Pamela. La joven recordaba que aquella fue la
última vez que se vieron primos y tíos hasta bien pasados los años, cuando su
abuela murió y la familia tuvo que juntarse y dejar los remordimientos de lado
para despedirse de ella para siempre.
−Tuve un sueño muy extraño –dijo Pamela desde el otro extremo de la línea.
Rodrigo, ahora que lo pensaba, también había tenido una pesadilla; pero como
había sido interrumpido por la llamada de su novia, ya no recordaba bien de qué
se trataba. Sólo recordaba el eco propagado de gritos femeninos, pero no sabía
el porqué de ellos−. En él yo estaba amarrada a una silla, en una sala muy
grande, aunque me da la impresión ahora que se trataba más de un hangar, o un
galpón muy amplio, que de una sala como tal.
Rodrigo
escuchaba atento. Pronto tendría que dar su comentario al respecto, y para ello
necesitaba de todos los detalles que poblaban el relato de Pamela posibles.
−Parecía
de noche –continuó Pamela−, sabía que era de noche, pero todo
estaba iluminado por luces de neón colgando del techo.
−¿Estabas
sola? –quiso saber Rodrigo, acomodándose en su cama. Sus ojos se habían
acostumbrado completamente a la luz artificial de la lámpara a su lado.
−No, y
eso es lo peor –La voz de Pamela titiló−. Frente a mí apareció un tipo gordo,
de aspecto viejo, como de unos cincuenta años, con una máscara de lobo encima.
¿Te acuerdas de esa máscara de cabeza de caballo que compró mi hermano por
Internet?
−Sí,
cómo olvidarla.
−Bueno,
era una de esas cabezas, pero de lobo, no de caballo como la de mi hermano. Y
en una de sus manos traía un cuchillo carnicero, ensangrentado. Me acuerdo que
la hoja del cuchillo reflejaba la luz de los focos de neón en mis ojos, y que
eso me molestaba un montón. ¡Me hacía pensar en que no podía verle la cara al
tipo que venía a acosarme! –Pamela soltó una risa que a Rodrigo se le antojó un
tanto histérica−. ¿Puedes creer lo que pensaba en el sueño, Rodrigo?;
tonterías, como siempre.
−Sólo
son sueños, Pamela –le dijo su novio, tratando de calmarla. Su técnica para
quitarle los malos pensamientos nocturnos de la cabeza consistía siempre en
hablarle de cualquier otra cosa no relacionada con su pesadilla y así llevar su
atención a una zona alejada y confortante para ella. Era fácil−. Como ese sueño
en que veías que tu papá con tu tío Sergio se besaban apasionadamente.
Del
otro lado de la línea le llegó una sonora carcajada que hizo que Rodrigo
alejara el celular de su oído.
−Es que
se besaban de una manera tan caliente –comentó Pamela, cuando se hubo detenido
un poco−. De sólo acordarme, me da risa.
Su
novio sonrió en su cuarto, victorioso. Lo estaba logrando.
−Quizá
sabes que en el fondo ellos siempre han querido eso –aventuró él, tratando de
no perder el hilo conductor de la situación jocosa que se había generado.
−Una
aventura incestuosa al más puro estilo Game of Thrones –dijo
Pamela.
Esta
vez fue el turno de Rodrigo de reírse.
−Me los
imaginé –dijo éste− diciéndose mutuamente: “hasta que la muerte nos separe”,
sin dejar de besarse con lengua y todo.
Rodrigo
esperaba que Pamela se riera al respecto. Él sabía que el humor de su novia era
una de esas cosas raras que no sueles encontrar más de una vez en la vida en
personas del otro sexo: acostumbrado a tener siempre novias remilgadas y de un
sentido del humor bastante blanco y aburrido –así, dicho con sus propias
palabras−, el de Pamela siempre le provocaba una sensación de agrado mucho más
compleja que el simple gusto o la felicidad influida por el mero acto de reír.
Era una sensación insondable, pero Rodrigo tenía la noción de que tenía mucha
relación con el sentirse en compañía de un buen amigo capaz de entenderle en
gran parte todo lo que pensaba y sentía, que con cualquier otra cosa.
Pero
Pamela no se rió.
−Hasta
que la muerte nos separe… −repitió la joven.
−Sí,
“hasta que la muerte nos separe” –volvió a decir Rodrigo, pensando que su novia
había escuchado mal su broma y que por esa razón no le había encontrado la
gracia a sus palabras−. Eso es lo que se dicen tu tío y tu papá cuando se
besan.
−“Hasta
que la muerte nos separe” –recitó Pamela con lentitud antes de continuar−. Eso
es lo que me decía el hombre con la máscara de lobo mientras se acercaba a mí.
“Hasta que la muerte nos separe, hasta que la muerte nos separe”, sin parar.
¿Cómo supiste que eso era lo que me decía el hombre del cuchillo?
Rodrigo
no sabía qué decir. Lo de la frase se le había ocurrido en el acto, sin saber
por qué... Aunque, ahora que lo recordaba…
“Eso
era lo que la mujer me decía”, se dijo Rodrigo, sintiendo un leve escalofrío
subir por su espalda. “Eso era lo que la mamá de las niñas me decía”.
Pamela
había interrumpido su sueño con su llamada, por supuesto, pero en su cabeza
continuaban unas cuantas esquirlas de la pesadilla repartidas por ahí,
moribundas, inconexas. Rodrigo soñó que se encontraba en una carretera amplia,
desconocida y vacía; su fuero interno también lo sabía: ahí no había estado
nunca, parecía decirle su inconsciencia ante la visión de la desolación misma.
El clima se había puesto raro, el cielo se había tornado oscuro a pesar de dar
la impresión que no eran más de las dos de la tarde. Rodrigo se acordaba que la
carretera se hallaba bordeada por un montón de árboles altos y frondosos, y
aunque no sabría decir a ciencia cierta qué tipo de árboles eran, tenía la
noción de que los había visto en un folleto de guía turístico del sur del país,
donde la vegetación era muy distinta a la de su región.
En un
principio no supo qué hacer. Solo, rodeado de árboles y una incipiente niebla
procedente de entre sus troncos, Rodrigo empezó a sentir miedo, mucho miedo. El
escenario se le hacía de alguna manera familiar, y eso le llenaba de terror y
angustia. Hasta que alguien lo tomó del hombro y lo giró para quedar frente a
frente con él. Se trataba de una mujer de unos treinta y tantos años, el rostro
demudado de expresiones y un aspecto cansino que le hizo recordar a esa vecina
de su viejo barrio que alegaba haber trabajado casi todos los días de su vida
sin descanso alguno. Le pidió ayuda una vez, sin mover los labios. Rodrigo no
supo qué hacer: su cuerpo no se movía, las palabras no conseguían salir por su
boca y su mente parecía totalmente paralizada.
La
mujer volvió a pedirle ayuda, esta vez volteando su cabeza para indicarle el
auto estrellado que estaba tras ella. Cuándo apareció éste en ese punto
anteriormente vacío, Rodrigo no tuvo ni la más mínima idea cómo, pero pudo
percatarse que adentro había dos niñas golpeando sus ventanas como si quisieran
salir de ahí desesperadamente. Por un momento Rodrigo, aturdido por las
inexplicables imágenes frente a sus ojos, no supo por qué gritaban las niñas
hasta que percibió un brillo anaranjado en la parte delantera del auto. Para
cuando se percató de lo que sucedía, era ya demasiado tarde: unas llamas
voraces y enérgicas no tardaron en envolver el vehículo entero, con las niñas
chillando de dolor adentro y el mundo llenándose de neblina y humo espeso y
oscuro.
Rodrigo
aún recordaba la nota alta y desgarradora de las pobres chicas dando sus
últimos alaridos. Era como si empezara a
repetirse una y otra vez en su cabeza; sin embargo, cuando todo parecía
estar acabado en el sueño, la mujer volvió a tomarle con su mano, esta vez del
brazo. Rodrigo la sintió cerrarse como una garra, apretándole fuerte, y
entonces la mujer empezó a decirle, ahora moviendo su boca: “hasta que la
muerte nos separe, hasta que la muerte nos separe, hasta que la muerte nos
separe” sin detenerse en ningún instante. Rodrigo no entendía nada, pero el aspecto
de la mujer se lo daba a entender mejor que nadie: a la mujer le faltaba un
ojo, tenía la mandíbula desencajada y gran parte del contenido de su cabeza se
escurría por un hoyo que había abierto un golpe fuerte y devastador; ¿cómo no
se había dado cuenta de su aspecto antes?
Luego…
Bueno,
luego sucedió la llamada de Pamela en el mundo real y Rodrigo lo olvidó todo,
concentrado en el problema de ella.
−No lo
sé, Pame –replicó Rodrigo luego de pensárselo un poco. Su voz temblaba, al
igual que la mano que sostenía el celular junto a su oreja. Tosió antes de
proseguir, intentando mantener la calma−. Sólo se me ocurrió decirlo. Pensé que
te haría reír.
Pamela
hizo una pausa.
−Bueno,
pues no me ha hecho reír –dijo ella, seca−. Sólo has conseguido que me dé más
miedo del que tenía.
Rodrigo
apretó el aparato que sostenía con un súbito acceso de rabia. Le hubiera
gustado decirle que él también había tenido una pesadilla, la cual, colmo de colmos,
parecía estar conectada de alguna manera con la que había tenido ella.
−No fue
mi intención, Pame.
−De
verdad no importa, Rodrigo –dijo la joven del otro lado de la línea, un poco
más calmada−. Es culpa mía. Sé que no lo dijiste con mala intención. Además
−añadió−, no tenías cómo saber que eso era lo que me decía el tipo de la
máscara de lobo.
Rodrigo
no pudo evitar tragar saliva. De pronto comenzó a sentirse observado, como si
alguien oculto estuviera mirándolo hablar por celular con su novia.
−Pero
por la mierda –siguió Pamela−, no puedo sacarme de la cabeza a ese hombre con
la máscara de lobo. Cada vez que se acercaba más y más a mí, me daba la
sensación de que la máscara no era una máscara… ¿Me entiendes?:
es como si en realidad fuera un humano con cabeza de lobo, y no un humano con
una simple máscara… ¿Me estás escuchando?
−Sí,
Pamela.
−Bueno,
eso era lo que más me daba miedo –aseguró Pamela−. Más que su cuchillo, más que
la sangre en su hoja, más que el hecho que quisiera matarme. No sé por qué en
el sueño no podía concebir por nada del mundo que el hombre fuera un humano con
cabeza de lobo, siendo que todo lo demás era más horroroso que eso. ¡Qué tonta
soy! –dijo la joven antes de soltar una risa nerviosa. Rodrigo,
involuntariamente, se rió igual que ella.
−No
todo tiene por qué tener sentido en los sueños –le dijo Rodrigo, recordando el
grito de las niñas quemándose adentro del auto. Apretó los ojos, como si
quisiera callarlos, y prosiguió−. Quizá de verdad estás viendo mucho Game
of Thrones y ahora te están apareciendo sus criaturas mágicas para
atacarte en sueños.
−Mientras
no sueñe con situaciones incestuosas, todo bien –dijo su interlocutora. Ambos
acabaron desternillándose de la risa−. Debo decir que no sé qué haría sin ti en
estas situaciones.
“Fastidiar
a una de tus amigas o a tu pretendiente de turno”, pensó Rodrigo, sin poder
quitarse de encima esa sensación agria de estar siendo observado.
“Sólo
es el miedo, tonto”, se dijo, intentando serenarse. “Es el miedo haciéndote
creer cosas”.
−Sólo espero que estés más tranquila –le dijo él−. Bueno, eso, y que la caña
mañana no sea tan desastrosa.
–Ya, si
no tomé tanto –dijo Pamela–. En realidad nos tuvimos que devolver temprano: la
Xime se fue a negro y los guardias nos hicieron sacarla de la disco porque
vomitó toda la pista de baile. Rodrigo, ¡la vomitó entera!; parecía la niña
del Exorcista lanzando chorros de vómito por la boca.
Rodrigo,
que tenía plena conciencia de que una situación de ese calibre podía suceder en
cualquier momento, se sintió mucho más aliviado por haberse quedado en casa y
no haber acompañado a su novia y sus amigas.
–Me
hubiera encantado verla haciendo eso –mintió Rodrigo, esperando que la
conversación con Pamela concluyera de una vez por todas. Quería ir al baño a
orinar, tomar un poco de vino para calmar los nervios, prender su computador y
continuar viendo series hasta el amanecer, hacer cualquier cosa que le
mantuviera la cabeza ocupada y la habitación iluminada. Quería dejar de pensar
en los gritos de las niñas, en la letanía perversa de la mujer con el rostro
destrozado, en el hecho de que dos sueños se hubieran mezclado esa misma noche
sin ninguna explicación racional. Quería dejar de sentirse observado.
–Pues
deberías haber venido con nosotras –dijo Pamela, usando un tono acusador–. Me
preguntaron mucho por ti. Querían saber por qué no fuiste.
Rodrigo,
que no se sentía capaz de recordar la mentira que le había contado a su novia
para no ir con ella, le dijo que no se sentía bien, que tal vez él fuera quien
secundara los vómitos de su amiga en el caso de haber ido con ellas.
–Eso
hubiera estado bueno –comentó Pamela, con un dejo divertido–. Me hubiera reído
un montón.
“Sí,
sí, ya lo sé, ya lo sé. Ahora, por favor, duerme y déjame tranquilo”. Mas
Rodrigo sabía que tranquilidad era lo que menos obtendría al terminar la
llamada de Pamela. Sus ganas de dormir se habían ido al garete.
–Supongo
que lo del desayuno de mañana sigue en pie, ¿no? –le preguntó Pamela.
–Sí,
obvio, estás cordialmente invitada a mi casa –replicó Rodrigo, pasándose una
mano por los ojos–. Si es que no despiertas con resaca, claro.
–¡Oye,
si te dije que no había tomado tanto! Yo creo que podría estar allá como a esos
de…
De
súbito, Pamela se detuvo.
Rodrigo
creyó que se trataba de un error en la llamada, una de esas típicas
interrupciones en la que ninguno de los interlocutores tiene la culpa, sólo la
empresa de mierda a la cual estaban afiliados.
–Hay
alguien aquí –susurró Pamela–. Alguien acaba de entrar a la casa.
–¿Perdón?
–Rodrigo pensó que se había equivocado al oírla–. ¿Que alguien entró a la casa?
–¡Sí,
Rodrigo, alguien acaba de entrar a la casa! –Pamela sonaba muerta de miedo–.
Escuché la puerta de entrada abrirse, por la mierda, ¡hay alguien en la casa!
Su
novio pensó que podía tratarse de una equivocación; existía la posibilidad de
que el nerviosismo hiciera que Pamela escuchara cosas que no sucedían, que se
imaginara atacada en su propio hogar por entes que en realidad sólo habitaban en
su cabeza asustadiza.
–Cálmate,
Pamela, quizá sea sólo tu imaginación…
–¡No,
Rodrigo! Lo escucho en el living, botando cosas. ¡Rodrigo, va a subir las
escaleras y…! –Pamela hizo una pausa–. ¡Acaba de encender la tele, el muy hijo de
puta!
Rodrigo
estaba de una sola pieza. ¿Qué debía hacer?
–Pamela,
corta y llama a los pacos –urgió el joven–. Diles que hay alguien en tu casa,
que vayan lo más rápido que puedan. Yo iré ahora, en el auto.
–¡Sí,
por favor, Rodrigo, no me dejes sola! Si ese tipo sube, yo…
Rodrigo
sabía qué era lo que le podía hacer un tipo como el que acababa de irrumpir en
su casa. Cerró los ojos, cansado, y se decidió.
–Tranquila,
Pamela, ya voy –Rodrigo pensó en cortarle en ese momento, pero antes decidió
agregar–: Te quiero. Y no salgas de tu pieza por nada del mundo.
–Yo
igual te quiero –le dijo Pamela–. Por favor, ven pronto.
Y dicho
esto, cortó la llamada.
Rodrigo
permaneció al menos unos diez segundos indeciso, sin saber por dónde comenzar.
El miedo atenazaba sus músculos, naturalmente, como a cualquier persona que
debe enfrentarse a un eminente y desconocido peligro a mano descubierta y
solo.
El
joven tragó saliva y, soltando un fuerte suspiro, saltó fuera de la cama y se
vistió premuroso, sintiendo los embates del vino bebido antes de dormir en el
estómago. Pronto habría tiempo para ir al baño, se dijo mientras se ataba las
agujetas de sus zapatillas contra el borde de la silla de su escritorio.
Una vez
listo, el joven apagó la lámpara de su mesita de noche y abrió la puerta de su
cuarto para encontrarse con el pasillo de su casa completamente a oscuras.
Rodrigo aún tenía esa sensación de estar siendo observado, y eso le ponía los
pelos de punta. Se imaginó a un hombre agazapado en las sombras de su living,
presto a saltarle encima apenas cruzara la instancia en dirección a la salida.
“Quizá los sueños nos advirtieron de esto”, pensó Rodrigo, sin moverse del
umbral de su habitación. “Quizá este sea su significado”.
Pero no
podía quedarse parado ahí toda la noche, sin hacer nada: Pamela le necesitaba
con urgencia, muerta de miedo, y él debía defenderla por el amor que le
profesaba y sentía por ella.
Haciendo
acopio de toda su valentía, Rodrigo apretó su puño derecho y encaminó por el
pasillo hasta el vestíbulo avanzando a zancadas, listo para cualquier ataque
sorpresivo. Su pulso se hallaba totalmente acelerado, los oídos le palpitaban
como tambores y el estómago le rugía a modo de protesta por no dedicarle al
menos un par de minutos al llamado de la naturaleza.
Sin
embargo, cuando Rodrigo llegó hasta la puerta de entrada, por fortuna, no
ocurrió nada de lo que había llegado a imaginar; mas tampoco se iba a quedar
mucho rato ahí para comprobar si estaba en lo cierto o no en cuanto a sus
temores. Por lo mismo tomó sus llaves del colgador de llaves con manos trémulas
y salió hacia la noche fría y cerrada que lo cubría todo como un manto oscuro y
húmedo. En primera instancia, las calles parecían completamente vacías, lo cual
le hizo sentir, inexplicablemente, un tanto abandonado.
Urgido,
Rodrigo sacó su auto del estacionamiento. No obstante, mientras cerraba el
portón con todas las precauciones posibles, se percató de un detalle que le
puso la piel de gallina: el auto, su auto, era el mismo en el que iban las
niñas en su pesadilla, el mismo que había sido devorado por las llamas con
ellas adentro. No sabía cómo no se había percatado antes, durante el sueño o
recordándolo, pero sí, los vehículos eran los mismos, aunque diferían en el
color.
–No
puede ser –dijo Rodrigo, tragando la poca saliva que le quedaba en su boca
reseca. No sabía qué hacer al respecto. ¿Y si se subía al vehículo y este, de
la nada, presentaba un desperfecto y se incendiaba con él adentro? ¿Podía ser
que la mujer –Rodrigo sintió un acceso de repentino asco al recordar el aspecto
destrozado que presentaba ésta hacía el final de su pesadilla– le estuviera
previniendo de un accidente como ése? ¡Mierda, no lo sabía!
Pero
ahí estaba su auto, un Chevrolet Spark azul eléctrico con el motor encendido,
como ofreciéndole una invitación para subirse en él y marcharse raudo para ir
en ayuda de Pamela. Rodrigo pensó que sin su vehículo, sería imposible que
arribara en la casa de su novia a tiempo para salvarla del hijo de puta que
había entrado en ella; encontrar o llamar un taxi a esas horas de la madrugada
era como lo mismo.
–Ahí
vamos –resopló el joven, pensando que después de todo jamás volvería a ser el
mismo si se enteraba que Pamela había sido violada o muerta en su casa, totalmente
sola, mientras él se decidía si usar su auto o no para salvarla.
Las
calles se hallaban totalmente desiertas, y por la radio no salían más que las
típicas canciones melancólicas y aburridas que las emisoras solían programar
para esas horas de la noche en que las fiestas mueren y las personas vuelven a
casa, ebrias y con ganas de arrojarse sobre una cama para dormir hasta el día
siguiente. De repente parecía que todo el mundo se había vaciado de un momento
a otro. Si no hubiera sido por un par de jóvenes besándose apasionadamente en
una esquina, magreándose como si estuvieran encerrados en un motel, Rodrigo
habría jurado que se hallaba muerto o perdido en un plano dimensional como los
que salían en los documentales que tanto le gustaba ver en su computador.
Rodrigo
estacionó su Chevy unas cuantas casas más allá de la de Pamela, procurando que
quien estuviera adentro con ella no se percatara de su llegada e inminente
presencia hasta que fuera demasiado tarde. Acto seguido, sacó una llave inglesa
(la más grande de entre todas) del maletero del auto, y dejando todos los
pestillos de las puertas asegurados, se fue sin encender su alarma con el fin
de no alertar al individuo en la casa en lo más mínimo.
Afuera
estaba helado, pero Rodrigo tenía la sensación de que el frío que sentía venía
de su interior; tenía miedo, sí, por supuesto, y no dejaba de imaginarse a la
persona que irrumpió en la casa de Pamela como un tipo desgarbado, con
cicatrices en el rostro y una pistola en su mano derecha, vestido todo de
oscuro y peligroso, muy, muy peligro, un hombre capaz de todo.
Blandiendo
la llave inglesa con fuerza, Rodrigo saltó la reja del antejardín de la casa de
Pamela –procurando que ningún vecino lo viera y confundiera con un auténtico
malhechor– y encaminó cuidadosamente hasta su entrada. La casa, de dos plantas,
se hallaba sumida en la total oscuridad a excepción de un cuarto en su piso
superior: la habitación de Pamela. “Pamela aún se encuentra ahí”, pensó Rodrigo,
con el corazón desbocado. Quizá las cosas no estuvieran tan mal después de
todo.
Fue
entonces que la puerta de entrada se abrió de sopetón, arrancando un fuerte
respingo por parte de Rodrigo. Su corazón ascendió desde su pecho hasta su
garganta a la misma velocidad que se efectúa un disparo.
–¡Pamela!
–Acá
estoy –dijo ella, mirándolo desde el resquicio de la puerta. Se hallaba en
piyama, y tenía unas ojeras enormes. Rodrigo podía verla gracias a la escasa
luz que llegaba de uno de los faroles de la calle.
Rodrigo
no pudo evitar sonreír del nerviosismo mezclado con la alegría de ver a Pamela
ahí, sana y salva. El solo hecho de pensar ahora en que se encontraba muerto de
miedo hacía sólo unos cuantos minutos atrás, le hizo sentir tan avergonzado
como un niño que descubre lo infundados que son sus temores.
–Pensé
que estabas en problemas –le dijo el joven a su novia, entrando al vestíbulo a
oscuras luego de saludarla con un beso en la boca–. Me imaginé todo tipo de
cosas.
–¿Cómo
qué tipo de cosas?
–Me
imaginé a un hombre grande, vestido entero de negro, con una pistola en la mano
subiendo las escaleras hasta tu cuarto, listo para violarte y estrangularte
como en las películas.
–Pero
qué desconfiado eres –rió Pamela, mientras conducía a Rodrigo por las escaleras
rumbo a su cuarto–. Acá no ha pasado nada. No ha sido más que un error.
–De
todas maneras, si querías que te viniera a ver a esta hora, no tenías nada más
que pedírmelo –mintió el joven, sabedor que de haber sido de aquella manera, se
hubiera mostrado igual de indispuesto que para con la salida con sus amigas esa
noche–. Me has dado un susto de muerte.
Sin
embargo, cuando Rodrigo abrió la puerta del cuarto de Pamela, sintió que todo
se paralizaba adentro suyo. Ahí, sobre la cama, maniatada y con un pañuelo
cubriéndole la boca, se hallaba su novia, Pamela, en piyama y ensangrentada.
Sus ojos, abiertos como platos y llenos de profundo terror, parecían decirle,
rogarle, gritarle, que se largara de ahí cuanto antes, que todo había sido una
equivocación, que él nunca debió haber abandonado la paz de su hogar.
En la
mesita de noche de Pamela, junto a su lámpara encendida, había una máscara de
lobo muy parecida a la de caballo que había comprado su hermano hacía mucho
tiempo por Internet.
Microcuento #39: Ojeras
−Mamá,
cacha, tengo las medias ojeras, qué güeá. ¿No cachai qué hace bien para las
ojeras, mamá?
−Mira, sacai la pistola que tu papá
tiene escondida en el mueble de los calzoncillos, la cargas, la pones bajo tu
barbilla, y ¡PUM!, se acabaron tus ojeras…
−Mamá, ya…, deja de reírte, qué
onda, parecís loca.
−Ja ja ja ja ja; ¡JA JA JA JA JA JA
JA JA! ¡¡JA JA JA JA JA JA JA!!
Largo camino a la ruina #29: El extranjero adicto
Venía en el colectivo de
vuelta a casa en el asiento del copiloto, escuchando música con mi reproductor
mp3 del tiempo de los dinosaurios. Era de noche y parecía no haber mucha vida
por las calles. Le dije al chofer que me dejara en el siguiente paradero, y al
estar él tan enfrascado en sus pensamientos (y yo tan metido en mi música), no
se dio ni cuenta que cuando cerré la puerta detrás de mí, uno de los arciales
de mi mochila quedó enganchado a ella, cosa que cuando partió de nuevo, se la
llevó arrastrando por todo el camino.
Ahogué un insultó y corrí inmediatamente para seguirlo.
−¡HEY, HEY, MI MOCHILA, PARA, MIERDA! –le gritaba
mientras hacía gestos con mis brazos.
En un principio pensé que se detendría, pero en vez de
eso aumentó la velocidad, como si cambiara de marcha, y yo lo di todo por
perdido: en vez de esforzarme un poco más, me detuve apoyando mis manos sobre
mis rodillas para mejorar el ritmo de mi respiración. Estaba mirando al
colectivo perderse a lo lejos, cuando me percaté que la mancha oscura que era
mi mochila se desprendía de éste arrojada sobre el suelo. Entonces volví a
correr hacia ella. Me dolían los costados, en las costillas, y sentía que la
respiración me hería como cuchillas por dentro; pero al ver que la sombra de un
hombre aparecía por el lado del camino en dirección a la calle, di mi máximo
esfuerzo posible para acelerar el tranco.
−¿Esta mochila es tuya? –me preguntó el hombre, un tipo
de unos cincuenta años, piel herida por el sol, una mata canosa de pelo y dientes
derruidos y sucios, al tiempo que la levantaba.
−Sí… −dije, cansado a más no poder. Hice nota mental de
dejar de fumar un poco−. Es… mía… Se
quedó atascada en… el colectivo.
−Creo que tendrás que cambiarla.
Al tomarla me di cuenta de lo que se refería el tipo: la
base de ésta, la que se arrastró limpiamente por el suelo, estaba chamuscada,
despidiendo ese nefasto olor a plástico quemado que tanto me asqueaba.
−Oh, está hecha mierda… −comenté.
−Sí; por poco y no se prendió fuego.
Pensé si eso era posible; esperaba acordarme luego para comprobarlo
en Internet.
−¿Oye? –me preguntó el tipo, mirando hacia los lados. Me
percaté que estábamos solos en la calle.
−¿Qué?
−¿No tenís una gambita que me dís, pa’ un puchito?
−Sí, creo que sí.
Empecé a sentir
un poco de miedo: ¿y si había salido de un problema para meterme inmediatamente
en otro porque tal vez mi mochila estaba destinada a perderse esa noche con
todas mis pertenencias adentro?; como podía ser posible, saqué unas cuantas
monedas de mi bolsillo y se las extendí al hombre.
−¡Oh, buena,
gracias! –me dijo, recibiéndolas todas entre sus manos.
−De nada, no se
preocupe.
−¿Y no sabís
dónde venden puchos por acá?
−En un local
cerca venden; siempre cierran a la hora del pico.
−Ah, ya, buena…
El tipo seguía
observándome mientras yo trataba de resolver cómo llevaría mi mochila
destrozada hasta la casa sin perder nada.
−¿Oye? –me
volvió a preguntar el hombre.
−¿Qué?
−¿Me
acompañaríai’ a comprar los puchos?
−Bueno, vamos
–le dije. Total queda camino a mi casa, pensé.
Caminamos en
silencio por un rato, escuchando el sonido de nuestros pasos. De vez en cuando
pasaba un colectivo vacío al lado nuestro, encendiéndonos las luces por si
necesitábamos de sus servicios. Cuando ya faltaban al menos unas tres cuadras
para llegar al local, el tipo decidió romper el silencio.
−¿Tú eres de
acá, cierto?
−¿Se refiere a
esta ciudad? –quise saber.
−Sí.
−No, vengo del
interior, de una localidad del Valle. ¿Y usted?
−Yo nací en
Talca, pero viví muchos años en Estados Unidos.
−¿Estados
Unidos? –El hombre no tenía pinta de haber estado en los Estados Unidos. Tomé
nota mental de también quitarme los prejuicios de encima de una vez por todas.
−Sí, en Nueva
York.
−¡La Gran
Manzana!
−That’s
right, kid!
−¡Qué
genial!
−Sí, era genial
–me dijo con tono triste−. Me fui enamorado de una profesora gringa preciosa
hasta que la conquisté y se casó conmigo. Fueron los mejores años de mi vida.
−¿Y ya no está con ella?
−No. Por lo mismo me encuentro acá, en esta ciudad en la
que nunca he estado antes.
−¿Hace cuánto rato que vive acá?
−Un par de meses, más o menos.
−Poco.
−Sí, poco –replicó el hombre, enigmático.
Llegamos al local del que le había hablado al hombre y
dejé que éste hiciera la transacción con su dueño. Al cabo de unos segundos,
volvía a salir con cuatro cigarros en la mano.
−¿Quieres uno? –me preguntó.
−Bueno, ya, gracias –respondí, pasándome por la raja mi
primera nota mental.
Encendimos los cigarros y nos quedamos un rato ahí afuera
del local bajo la atenta y desconfiada mirada de su dueño.
−El asunto es que con esta profesora gringa todo se fue
al carajo –continuó el hombre, echando las cenizas de su cigarro dentro de una
caja de fósforos para no echarlas al suelo (detalle que me pareció demasiado
evolucionado para un chileno)−. Nos separamos y todo y yo tuve que devolverme a
este país de mierda donde todo es más caro y como la mierda. Ahora no tengo
nada, salvo un trabajo que me mantiene sobreviviendo todos los días.
−Qué mal, caballero –le dije, imitando su hábito de
guardar las cenizas dentro de una caja de fósforos.
−Ni que lo digai’.
Qué mala pata marcharse a otro país por el amor de una
mujer que luego de los años te deja cuando estás en el peor momento de tu vida:
la vejez.
−Pero qué se le va a hacer –siguió, como diciendo: “a la
mierda con eso”−. La vida sigue adelante.
−No queda otra.
Nos acabamos los cigarros y yo estimé que ya era hora de
marcharme a casa. Debía arreglar mi mochila para ir a clases al día siguiente.
−¿Oye, chico?
−¿Qué pasa?
−¿No querís mandarte unos chirris?
Su pregunta me descolocó por completo.
−¿Unos chirris de… pasta base?
−Sí pos, pastita base –corroboró, mirando a todos lados.
Podía sentir la mirada del dueño del local clavada detrás de nosotros.
−¡No, no, gracias, gracias, no le hago a eso!
La cara del hombre se puso más roja de lo que era:
parecía un tomate a punto de estallar.
−Oh, sorry,
disculpa, yo pensé que le hacíai’…, no sé…, como te vi guardando ceniza en la
caja de fósforos…
Entonces caí en la cuenta: los pasteros tienen la
tendencia de guardar la ceniza de los puchos dentro de una caja para después
usarla en sus colocones.
−Y yo que pensaba que usted guardaba la ceniza para no
contaminar el medio ambiente… −murmuré.
−¿Qué cosa?
−Nada, no se preocupe. No quiero pasta, gracias.
El tipo me miró como si me hubiera ofendido con lo que
había dicho. Se relamió los labios con nerviosismo.
−Pucha, sé lo que piensa la gente de los pasteros –dijo
éste−. Pero en Nueva York me hice adicto a la coca. ¡Hermano, esa güeá estaba
llena de coca! Había por todos lados, y es súper fácil engancharse con esa
güeá. Pero acá en Chile la coca es una mierda, y sale más a cuenta comprar
pasta base.
No supe qué decirle al respecto. Sostenía mi mochila con
ambas manos, escuchándole embelesadamente.
−No me mirís así –me dijo el hombre, como si intentara
pedirme perdón−, veís que no tengo pa’ comprar coca de calidad.
−Pero eso no justifica comprar de esa mierda.
−Sí, sí, tenís razón…
−No soy nadie para decirle nada, pero sólo espero que
tenga conciencia sobre lo que hace con su vida.
El tipo se quedó callado sin quitar la vista del suelo.
−Se me hace tarde, caballero –le dije−. Espero esté bien.
Buenas noches –me despedí.
El hombre balbuceó algo y yo seguí mi camino. En un
comienzo pensé que me iba a seguir para pedirme más monedas o, en su defecto,
golpearme por la espalda y quitarme todas mis cosas; sin embargo ninguna de las
dos ocurrió pertinentemente.
En menos de seis minutos me encontraba de nuevo en la
casa del Juan, donde éste se encontraba haciendo un informe en su computador
mientras escuchaba música con los audífonos.
−Güena, culiao’ –me saludó.
−Güena, maricón –lo saludé de vuelta y le conté todo lo
que me había pasado en el trayecto desde el paradero hasta ese momento.
−El culiao’ mala cue’a –me dijo y yo me fui a mi pieza
para dejarlo solo haciendo sus cosas.
Ahí pude dejar la mochila desparramada sobre mi cama
desordenada y empezar a evaluar todos los daños en su interior: encontré los
cuadernos con sus puntas y portadas chamuscadas, unas cuantas lapiceras
prácticamente derretidas y unos condones que parecían haber sido usados por
Cinder del Killer Instinct, además de
unas cuantas pruebas y guías ennegrecidas por la tela de la mochila adherida a
ellas. ¡Era un desastre!
Al
otro día tuve que ir a clases acarreando mis pertenencias en una bolsa de
supermercado, siendo observado por todos. Al menos nadie podía decir que no
tenía estilo alternativo, ¿no?