Microcuento #40: No estás solo

Caminar bordeando un lago, solo, escuchando música. Mirar el reflejo en el agua. Ver una sombra oscura y alta detrás tuyo.

Cuento #100: Algunas veces, Pamela


Rodrigo tenía un sueño extraño cuando el celular sobre su mesa de noche vibró y lo devolvió bruscamente a la realidad. En un principio tuvo miedo, claro, puesto que la habitación se hallaba sumida en una oscuridad total, densa, y por un momento tuvo la sensación de que alguien le estaba observando atentamente desde un rincón de ésta. Sin embargo, tras encender la lámpara a su lado y ver cómo la luz barría todas las sombras de su campo visual, se sintió muy tonto al confundir el sombrero colgando del clavo en la pared cercana a la entrada, con un hombre de gabardina y gorro esperando a saltarle encima.
La llamada, que no se detuvo en ningún momento, era de Pamela, su novia.
−Aló, ¿Rodrigo?
−Pame, ¿estás bien?
−Acabo de tener una pesadilla.
La voz de su novia sonaba cercana y a la vez etérea, como lo hacen todas las llamadas telefónicas efectuadas durante la madrugada.
−¿Pero estás bien? –volvió a preguntar Rodrigo.
−Sí, estoy bien… Sólo… sólo tengo miedo…
No era la primera vez que Rodrigo recibía una llamada como ésa a tales horas de la noche. Su novia acostumbraba a llamar a sus parejas o novios o amigas (o con quien sintiera que una llamada así sería contestada de la manera más empática posible) cada vez que despertaba con la cabeza llena de las imágenes confusas y umbrías que suelen dejar los malos sueños en sus recovecos. Así no se sentía sola, decía ella, aclarando que una vez llegó incluso a terminar su relación con un novio de su primer año de universidad por no tener el ánimo (ni el tacto) suficiente para complacerla en estos simples pero tajantes términos.
−Debería haber ido a dormir a tu casa –dijo Pamela, con un tono sugerente y recriminador.  
Rodrigo no supo qué responder: su novia había salido con unas amigas a bailar a una disco y divertirse tomando traguitos en el mismo pub esnob de siempre; ella le había invitado, por supuesto, todas sus amigas llevaban a sus parejas, pero Rodrigo, que ya había salido con ellos en un par de aburridas oportunidades, alegó que se sentía, por así decir, algo indispuesto para una actividad de tal calibre ese sábado por la noche, cuando en realidad casi vació un botellón de vino en solitario viendo series desde su computador.
−Ha sido una pesadilla –dijo el joven, quitándole peso a la situación−. Mañana podríamos desayunar juntos –añadió, tratando de cambiar el tema.
−Sí, me gustaría un montón –dijo Pamela, un poco más distendida−. Aunque ya siento que mañana tendré una caña de mierda.
−Aprovecha de tomar agua ahora. Mañana será demasiado tarde para hidratarse.
Pamela le respondió con un ligero silencio. Rodrigo comprendió de inmediato que sola como se hallaba en su casa, ésta jamás se adentraría en la oscuridad de sus pasillos para buscar un simple vaso de agua en la cocina o en el baño. Pamela le había dicho una vez que sus problemas con el temor a lo desconocido y la lobreguez se debían esencialmente a que unos primos mucho mayores que ella se dedicaban a asustarla cuando era niña, como si se tratara del juego más divertido al que pudieran aspirar; bueno, hasta que su papá los descubrió y él mismo les dio su merecido, iracundo, terminando todo en una fuerte disputa entre él mismo y los tíos de Pamela. La joven recordaba que aquella fue la última vez que se vieron primos y tíos hasta bien pasados los años, cuando su abuela murió y la familia tuvo que juntarse y dejar los remordimientos de lado para despedirse de ella para siempre.
            −Tuve un sueño muy extraño –dijo Pamela desde el otro extremo de la línea. Rodrigo, ahora que lo pensaba, también había tenido una pesadilla; pero como había sido interrumpido por la llamada de su novia, ya no recordaba bien de qué se trataba. Sólo recordaba el eco propagado de gritos femeninos, pero no sabía el porqué de ellos−. En él yo estaba amarrada a una silla, en una sala muy grande, aunque me da la impresión ahora que se trataba más de un hangar, o un galpón muy amplio, que de una sala como tal.
Rodrigo escuchaba atento. Pronto tendría que dar su comentario al respecto, y para ello necesitaba de todos los detalles que poblaban el relato de Pamela posibles.
−Parecía de noche –continuó Pamela−, sabía que era de noche, pero todo estaba iluminado por luces de neón colgando del techo.
−¿Estabas sola? –quiso saber Rodrigo, acomodándose en su cama. Sus ojos se habían acostumbrado completamente a la luz artificial de la lámpara a su lado.
−No, y eso es lo peor –La voz de Pamela titiló−. Frente a mí apareció un tipo gordo, de aspecto viejo, como de unos cincuenta años, con una máscara de lobo encima. ¿Te acuerdas de esa máscara de cabeza de caballo que compró mi hermano por Internet?
−Sí, cómo olvidarla.
−Bueno, era una de esas cabezas, pero de lobo, no de caballo como la de mi hermano. Y en una de sus manos traía un cuchillo carnicero, ensangrentado. Me acuerdo que la hoja del cuchillo reflejaba la luz de los focos de neón en mis ojos, y que eso me molestaba un montón. ¡Me hacía pensar en que no podía verle la cara al tipo que venía a acosarme! –Pamela soltó una risa que a Rodrigo se le antojó un tanto histérica−. ¿Puedes creer lo que pensaba en el sueño, Rodrigo?; tonterías, como siempre.
−Sólo son sueños, Pamela –le dijo su novio, tratando de calmarla. Su técnica para quitarle los malos pensamientos nocturnos de la cabeza consistía siempre en hablarle de cualquier otra cosa no relacionada con su pesadilla y así llevar su atención a una zona alejada y confortante para ella. Era fácil−. Como ese sueño en que veías que tu papá con tu tío Sergio se besaban apasionadamente.
Del otro lado de la línea le llegó una sonora carcajada que hizo que Rodrigo alejara el celular de su oído.
−Es que se besaban de una manera tan caliente –comentó Pamela, cuando se hubo detenido un poco−. De sólo acordarme, me da risa.
Su novio sonrió en su cuarto, victorioso. Lo estaba logrando.
−Quizá sabes que en el fondo ellos siempre han querido eso –aventuró él, tratando de no perder el hilo conductor de la situación jocosa que se había generado.
−Una aventura incestuosa al más puro estilo Game of Thrones –dijo Pamela.
Esta vez fue el turno de Rodrigo de reírse.
−Me los imaginé –dijo éste− diciéndose mutuamente: “hasta que la muerte nos separe”, sin dejar de besarse con lengua y todo.
Rodrigo esperaba que Pamela se riera al respecto. Él sabía que el humor de su novia era una de esas cosas raras que no sueles encontrar más de una vez en la vida en personas del otro sexo: acostumbrado a tener siempre novias remilgadas y de un sentido del humor bastante blanco y aburrido –así, dicho con sus propias palabras−, el de Pamela siempre le provocaba una sensación de agrado mucho más compleja que el simple gusto o la felicidad influida por el mero acto de reír. Era una sensación insondable, pero Rodrigo tenía la noción de que tenía mucha relación con el sentirse en compañía de un buen amigo capaz de entenderle en gran parte todo lo que pensaba y sentía, que con cualquier otra cosa.
Pero Pamela no se rió.
−Hasta que la muerte nos separe… −repitió la joven.
−Sí, “hasta que la muerte nos separe” –volvió a decir Rodrigo, pensando que su novia había escuchado mal su broma y que por esa razón no le había encontrado la gracia a sus palabras−. Eso es lo que se dicen tu tío y tu papá cuando se besan.
−“Hasta que la muerte nos separe” –recitó Pamela con lentitud antes de continuar−. Eso es lo que me decía el hombre con la máscara de lobo mientras se acercaba a mí. “Hasta que la muerte nos separe, hasta que la muerte nos separe”, sin parar. ¿Cómo supiste que eso era lo que me decía el hombre del cuchillo?
Rodrigo no sabía qué decir. Lo de la frase se le había ocurrido en el acto, sin saber por qué... Aunque, ahora que lo recordaba…
“Eso era lo que la mujer me decía”, se dijo Rodrigo, sintiendo un leve escalofrío subir por su espalda. “Eso era lo que la mamá de las niñas me decía”.
Pamela había interrumpido su sueño con su llamada, por supuesto, pero en su cabeza continuaban unas cuantas esquirlas de la pesadilla repartidas por ahí, moribundas, inconexas. Rodrigo soñó que se encontraba en una carretera amplia, desconocida y vacía; su fuero interno también lo sabía: ahí no había estado nunca, parecía decirle su inconsciencia ante la visión de la desolación misma. El clima se había puesto raro, el cielo se había tornado oscuro a pesar de dar la impresión que no eran más de las dos de la tarde. Rodrigo se acordaba que la carretera se hallaba bordeada por un montón de árboles altos y frondosos, y aunque no sabría decir a ciencia cierta qué tipo de árboles eran, tenía la noción de que los había visto en un folleto de guía turístico del sur del país, donde la vegetación era muy distinta a la de su región.  
En un principio no supo qué hacer. Solo, rodeado de árboles y una incipiente niebla procedente de entre sus troncos, Rodrigo empezó a sentir miedo, mucho miedo. El escenario se le hacía de alguna manera familiar, y eso le llenaba de terror y angustia. Hasta que alguien lo tomó del hombro y lo giró para quedar frente a frente con él. Se trataba de una mujer de unos treinta y tantos años, el rostro demudado de expresiones y un aspecto cansino que le hizo recordar a esa vecina de su viejo barrio que alegaba haber trabajado casi todos los días de su vida sin descanso alguno. Le pidió ayuda una vez, sin mover los labios. Rodrigo no supo qué hacer: su cuerpo no se movía, las palabras no conseguían salir por su boca y su mente parecía totalmente paralizada.
La mujer volvió a pedirle ayuda, esta vez volteando su cabeza para indicarle el auto estrellado que estaba tras ella. Cuándo apareció éste en ese punto anteriormente vacío, Rodrigo no tuvo ni la más mínima idea cómo, pero pudo percatarse que adentro había dos niñas golpeando sus ventanas como si quisieran salir de ahí desesperadamente. Por un momento Rodrigo, aturdido por las inexplicables imágenes frente a sus ojos, no supo por qué gritaban las niñas hasta que percibió un brillo anaranjado en la parte delantera del auto. Para cuando se percató de lo que sucedía, era ya demasiado tarde: unas llamas voraces y enérgicas no tardaron en envolver el vehículo entero, con las niñas chillando de dolor adentro y el mundo llenándose de neblina y humo espeso y oscuro.
Rodrigo aún recordaba la nota alta y desgarradora de las pobres chicas dando sus últimos alaridos. Era como si empezara a  repetirse una y otra vez en su cabeza; sin embargo, cuando todo parecía estar acabado en el sueño, la mujer volvió a tomarle con su mano, esta vez del brazo. Rodrigo la sintió cerrarse como una garra, apretándole fuerte, y entonces la mujer empezó a decirle, ahora moviendo su boca: “hasta que la muerte nos separe, hasta que la muerte nos separe, hasta que la muerte nos separe” sin detenerse en ningún instante. Rodrigo no entendía nada, pero el aspecto de la mujer se lo daba a entender mejor que nadie: a la mujer le faltaba un ojo, tenía la mandíbula desencajada y gran parte del contenido de su cabeza se escurría por un hoyo que había abierto un golpe fuerte y devastador; ¿cómo no se había dado cuenta de su aspecto antes?
Luego…
Bueno, luego sucedió la llamada de Pamela en el mundo real y Rodrigo lo olvidó todo, concentrado en el problema de ella.
−No lo sé, Pame –replicó Rodrigo luego de pensárselo un poco. Su voz temblaba, al igual que la mano que sostenía el celular junto a su oreja. Tosió antes de proseguir, intentando mantener la calma−. Sólo se me ocurrió decirlo. Pensé que te haría reír.
Pamela hizo una pausa.
−Bueno, pues no me ha hecho reír –dijo ella, seca−. Sólo has conseguido que me dé más miedo del que tenía.
Rodrigo apretó el aparato que sostenía con un súbito acceso de rabia. Le hubiera gustado decirle que él también había tenido una pesadilla, la cual, colmo de colmos, parecía estar conectada de alguna manera con la que había tenido ella.
−No fue mi intención, Pame.
−De verdad no importa, Rodrigo –dijo la joven del otro lado de la línea, un poco más calmada−. Es culpa mía. Sé que no lo dijiste con mala intención. Además −añadió−, no tenías cómo saber que eso era lo que me decía el tipo de la máscara de lobo.
Rodrigo no pudo evitar tragar saliva. De pronto comenzó a sentirse observado, como si alguien oculto estuviera mirándolo hablar por celular con su novia.
−Pero por la mierda –siguió Pamela−, no puedo sacarme de la cabeza a ese hombre con la máscara de lobo. Cada vez que se acercaba más y más a mí, me daba la sensación de que la máscara no era una máscara… ¿Me entiendes?: es como si en realidad fuera un humano con cabeza de lobo, y no un humano con una simple máscara… ¿Me estás escuchando?
−Sí, Pamela.
−Bueno, eso era lo que más me daba miedo –aseguró Pamela−. Más que su cuchillo, más que la sangre en su hoja, más que el hecho que quisiera matarme. No sé por qué en el sueño no podía concebir por nada del mundo que el hombre fuera un humano con cabeza de lobo, siendo que todo lo demás era más horroroso que eso. ¡Qué tonta soy! –dijo la joven antes de soltar una risa nerviosa. Rodrigo, involuntariamente, se rió igual que ella.
−No todo tiene por qué tener sentido en los sueños –le dijo Rodrigo, recordando el grito de las niñas quemándose adentro del auto. Apretó los ojos, como si quisiera callarlos, y prosiguió−. Quizá de verdad estás viendo mucho Game of Thrones y ahora te están apareciendo sus criaturas mágicas para atacarte en sueños.
−Mientras no sueñe con situaciones incestuosas, todo bien –dijo su interlocutora. Ambos acabaron desternillándose de la risa−. Debo decir que no sé qué haría sin ti en estas situaciones.
“Fastidiar a una de tus amigas o a tu pretendiente de turno”, pensó Rodrigo, sin poder quitarse de encima esa sensación agria de estar siendo observado.
“Sólo es el miedo, tonto”, se dijo, intentando serenarse. “Es el miedo haciéndote creer cosas”.
            −Sólo espero que estés más tranquila –le dijo él−. Bueno, eso, y que la caña mañana no sea tan desastrosa.
–Ya, si no tomé tanto –dijo Pamela–. En realidad nos tuvimos que devolver temprano: la Xime se fue a negro y los guardias nos hicieron sacarla de la disco porque vomitó toda la pista de baile. Rodrigo, ¡la vomitó entera!; parecía la niña del Exorcista lanzando chorros de vómito por la boca.
Rodrigo, que tenía plena conciencia de que una situación de ese calibre podía suceder en cualquier momento, se sintió mucho más aliviado por haberse quedado en casa y no haber acompañado a su novia y sus amigas.
–Me hubiera encantado verla haciendo eso –mintió Rodrigo, esperando que la conversación con Pamela concluyera de una vez por todas. Quería ir al baño a orinar, tomar un poco de vino para calmar los nervios, prender su computador y continuar viendo series hasta el amanecer, hacer cualquier cosa que le mantuviera la cabeza ocupada y la habitación iluminada. Quería dejar de pensar en los gritos de las niñas, en la letanía perversa de la mujer con el rostro destrozado, en el hecho de que dos sueños se hubieran mezclado esa misma noche sin ninguna explicación racional. Quería dejar de sentirse observado.
–Pues deberías haber venido con nosotras –dijo Pamela, usando un tono acusador–. Me preguntaron mucho por ti. Querían saber por qué no fuiste.
Rodrigo, que no se sentía capaz de recordar la mentira que le había contado a su novia para no ir con ella, le dijo que no se sentía bien, que tal vez él fuera quien secundara los vómitos de su amiga en el caso de haber ido con ellas.
–Eso hubiera estado bueno –comentó Pamela, con un dejo divertido–. Me hubiera reído un montón.
“Sí, sí, ya lo sé, ya lo sé. Ahora, por favor, duerme y déjame tranquilo”. Mas Rodrigo sabía que tranquilidad era lo que menos obtendría al terminar la llamada de Pamela. Sus ganas de dormir se habían ido al garete.
–Supongo que lo del desayuno de mañana sigue en pie, ¿no? –le preguntó Pamela.
–Sí, obvio, estás cordialmente invitada a mi casa –replicó Rodrigo, pasándose una mano por los ojos–. Si es que no despiertas con resaca, claro.
–¡Oye, si te dije que no había tomado tanto! Yo creo que podría estar allá como a esos de…
De súbito, Pamela se detuvo.
Rodrigo creyó que se trataba de un error en la llamada, una de esas típicas interrupciones en la que ninguno de los interlocutores tiene la culpa, sólo la empresa de mierda a la cual estaban afiliados.
–Hay alguien aquí –susurró Pamela–. Alguien acaba de entrar a la casa.
–¿Perdón? –Rodrigo pensó que se había equivocado al oírla–. ¿Que alguien entró a la casa?
–¡Sí, Rodrigo, alguien acaba de entrar a la casa! –Pamela sonaba muerta de miedo–. Escuché la puerta de entrada abrirse, por la mierda, ¡hay alguien en la casa!
Su novio pensó que podía tratarse de una equivocación; existía la posibilidad de que el nerviosismo hiciera que Pamela escuchara cosas que no sucedían, que se imaginara atacada en su propio hogar por entes que en realidad sólo habitaban en su cabeza asustadiza.
–Cálmate, Pamela, quizá sea sólo tu imaginación…
–¡No, Rodrigo! Lo escucho en el living, botando cosas. ¡Rodrigo, va a subir las escaleras y…! –Pamela hizo una pausa–. ¡Acaba de encender la tele, el muy hijo de puta!
Rodrigo estaba de una sola pieza. ¿Qué debía hacer?
–Pamela, corta y llama a los pacos –urgió el joven–. Diles que hay alguien en tu casa, que vayan lo más rápido que puedan. Yo iré ahora, en el auto.
–¡Sí, por favor, Rodrigo, no me dejes sola! Si ese tipo sube, yo…
Rodrigo sabía qué era lo que le podía hacer un tipo como el que acababa de irrumpir en su casa. Cerró los ojos, cansado, y se decidió.
–Tranquila, Pamela, ya voy –Rodrigo pensó en cortarle en ese momento, pero antes decidió agregar–: Te quiero. Y no salgas de tu pieza por nada del mundo.
–Yo igual te quiero –le dijo Pamela–. Por favor, ven pronto.
Y dicho esto, cortó la llamada.
Rodrigo permaneció al menos unos diez segundos indeciso, sin saber por dónde comenzar. El miedo atenazaba sus músculos, naturalmente, como a cualquier persona que debe enfrentarse a un eminente y desconocido peligro a mano descubierta y solo.    
El joven tragó saliva y, soltando un fuerte suspiro, saltó fuera de la cama y se vistió premuroso, sintiendo los embates del vino bebido antes de dormir en el estómago. Pronto habría tiempo para ir al baño, se dijo mientras se ataba las agujetas de sus zapatillas contra el borde de la silla de su escritorio.
Una vez listo, el joven apagó la lámpara de su mesita de noche y abrió la puerta de su cuarto para encontrarse con el pasillo de su casa completamente a oscuras. Rodrigo aún tenía esa sensación de estar siendo observado, y eso le ponía los pelos de punta. Se imaginó a un hombre agazapado en las sombras de su living, presto a saltarle encima apenas cruzara la instancia en dirección a la salida. “Quizá los sueños nos advirtieron de esto”, pensó Rodrigo, sin moverse del umbral de su habitación. “Quizá este sea su significado”.
Pero no podía quedarse parado ahí toda la noche, sin hacer nada: Pamela le necesitaba con urgencia, muerta de miedo, y él debía defenderla por el amor que le profesaba y sentía por ella.
Haciendo acopio de toda su valentía, Rodrigo apretó su puño derecho y encaminó por el pasillo hasta el vestíbulo avanzando a zancadas, listo para cualquier ataque sorpresivo. Su pulso se hallaba totalmente acelerado, los oídos le palpitaban como tambores y el estómago le rugía a modo de protesta por no dedicarle al menos un par de minutos al llamado de la naturaleza.
Sin embargo, cuando Rodrigo llegó hasta la puerta de entrada, por fortuna, no ocurrió nada de lo que había llegado a imaginar; mas tampoco se iba a quedar mucho rato ahí para comprobar si estaba en lo cierto o no en cuanto a sus temores. Por lo mismo tomó sus llaves del colgador de llaves con manos trémulas y salió hacia la noche fría y cerrada que lo cubría todo como un manto oscuro y húmedo. En primera instancia, las calles parecían completamente vacías, lo cual le hizo sentir, inexplicablemente, un tanto abandonado.
Urgido, Rodrigo sacó su auto del estacionamiento. No obstante, mientras cerraba el portón con todas las precauciones posibles, se percató de un detalle que le puso la piel de gallina: el auto, su auto, era el mismo en el que iban las niñas en su pesadilla, el mismo que había sido devorado por las llamas con ellas adentro. No sabía cómo no se había percatado antes, durante el sueño o recordándolo, pero sí, los vehículos eran los mismos, aunque diferían en el color.
–No puede ser –dijo Rodrigo, tragando la poca saliva que le quedaba en su boca reseca. No sabía qué hacer al respecto. ¿Y si se subía al vehículo y este, de la nada, presentaba un desperfecto y se incendiaba con él adentro? ¿Podía ser que la mujer –Rodrigo sintió un acceso de repentino asco al recordar el aspecto destrozado que presentaba ésta hacía el final de su pesadilla– le estuviera previniendo de un accidente como ése? ¡Mierda, no lo sabía!
Pero ahí estaba su auto, un Chevrolet Spark azul eléctrico con el motor encendido, como ofreciéndole una invitación para subirse en él y marcharse raudo para ir en ayuda de Pamela. Rodrigo pensó que sin su vehículo, sería imposible que arribara en la casa de su novia a tiempo para salvarla del hijo de puta que había entrado en ella; encontrar o llamar un taxi a esas horas de la madrugada era como lo mismo.
–Ahí vamos –resopló el joven, pensando que después de todo jamás volvería a ser el mismo si se enteraba que Pamela había sido violada o muerta en su casa, totalmente sola, mientras él se decidía si usar su auto o no para salvarla.
Las calles se hallaban totalmente desiertas, y por la radio no salían más que las típicas canciones melancólicas y aburridas que las emisoras solían programar para esas horas de la noche en que las fiestas mueren y las personas vuelven a casa, ebrias y con ganas de arrojarse sobre una cama para dormir hasta el día siguiente. De repente parecía que todo el mundo se había vaciado de un momento a otro. Si no hubiera sido por un par de jóvenes besándose apasionadamente en una esquina, magreándose como si estuvieran encerrados en un motel, Rodrigo habría jurado que se hallaba muerto o perdido en un plano dimensional como los que salían en los documentales que tanto le gustaba ver en su computador.
Rodrigo estacionó su Chevy unas cuantas casas más allá de la de Pamela, procurando que quien estuviera adentro con ella no se percatara de su llegada e inminente presencia hasta que fuera demasiado tarde. Acto seguido, sacó una llave inglesa (la más grande de entre todas) del maletero del auto, y dejando todos los pestillos de las puertas asegurados, se fue sin encender su alarma con el fin de no alertar al individuo en la casa en lo más mínimo.
Afuera estaba helado, pero Rodrigo tenía la sensación de que el frío que sentía venía de su interior; tenía miedo, sí, por supuesto, y no dejaba de imaginarse a la persona que irrumpió en la casa de Pamela como un tipo desgarbado, con cicatrices en el rostro y una pistola en su mano derecha, vestido todo de oscuro y peligroso, muy, muy peligro, un hombre capaz de todo.
Blandiendo la llave inglesa con fuerza, Rodrigo saltó la reja del antejardín de la casa de Pamela –procurando que ningún vecino lo viera y confundiera con un auténtico malhechor– y encaminó cuidadosamente hasta su entrada. La casa, de dos plantas, se hallaba sumida en la total oscuridad a excepción de un cuarto en su piso superior: la habitación de Pamela. “Pamela aún se encuentra ahí”, pensó Rodrigo, con el corazón desbocado. Quizá las cosas no estuvieran tan mal después de todo.
Fue entonces que la puerta de entrada se abrió de sopetón, arrancando un fuerte respingo por parte de Rodrigo. Su corazón ascendió desde su pecho hasta su garganta a la misma velocidad que se efectúa un disparo.
–¡Pamela!
–Acá estoy –dijo ella, mirándolo desde el resquicio de la puerta. Se hallaba en piyama, y tenía unas ojeras enormes. Rodrigo podía verla gracias a la escasa luz que llegaba de uno de los faroles de la calle.
Rodrigo no pudo evitar sonreír del nerviosismo mezclado con la alegría de ver a Pamela ahí, sana y salva. El solo hecho de pensar ahora en que se encontraba muerto de miedo hacía sólo unos cuantos minutos atrás, le hizo sentir tan avergonzado como un niño que descubre lo infundados que son sus temores.
–Pensé que estabas en problemas –le dijo el joven a su novia, entrando al vestíbulo a oscuras luego de saludarla con un beso en la boca–. Me imaginé todo tipo de cosas.
–¿Cómo qué tipo de cosas?
–Me imaginé a un hombre grande, vestido entero de negro, con una pistola en la mano subiendo las escaleras hasta tu cuarto, listo para violarte y estrangularte como en las películas.
–Pero qué desconfiado eres –rió Pamela, mientras conducía a Rodrigo por las escaleras rumbo a su cuarto–. Acá no ha pasado nada. No ha sido más que un error.
–De todas maneras, si querías que te viniera a ver a esta hora, no tenías nada más que pedírmelo –mintió el joven, sabedor que de haber sido de aquella manera, se hubiera mostrado igual de indispuesto que para con la salida con sus amigas esa noche–. Me has dado un susto de muerte.
Sin embargo, cuando Rodrigo abrió la puerta del cuarto de Pamela, sintió que todo se paralizaba adentro suyo. Ahí, sobre la cama, maniatada y con un pañuelo cubriéndole la boca, se hallaba su novia, Pamela, en piyama y ensangrentada. Sus ojos, abiertos como platos y llenos de profundo terror, parecían decirle, rogarle, gritarle, que se largara de ahí cuanto antes, que todo había sido una equivocación, que él nunca debió haber abandonado la paz de su hogar.
En la mesita de noche de Pamela, junto a su lámpara encendida, había una máscara de lobo muy parecida a la de caballo que había comprado su hermano hacía mucho tiempo por Internet.

Microcuento #39: Ojeras

−Mamá, cacha, tengo las medias ojeras, qué güeá. ¿No cachai qué hace bien para las ojeras, mamá?
            −Mira, sacai la pistola que tu papá tiene escondida en el mueble de los calzoncillos, la cargas, la pones bajo tu barbilla, y ¡PUM!, se acabaron tus ojeras…
            −Mamá, ya…, deja de reírte, qué onda, parecís loca.

            −Ja ja ja ja ja; ¡JA JA JA JA JA JA JA JA! ¡¡JA JA JA JA JA JA JA!!

Largo camino a la ruina #29: El extranjero adicto

Venía en el colectivo de vuelta a casa en el asiento del copiloto, escuchando música con mi reproductor mp3 del tiempo de los dinosaurios. Era de noche y parecía no haber mucha vida por las calles. Le dije al chofer que me dejara en el siguiente paradero, y al estar él tan enfrascado en sus pensamientos (y yo tan metido en mi música), no se dio ni cuenta que cuando cerré la puerta detrás de mí, uno de los arciales de mi mochila quedó enganchado a ella, cosa que cuando partió de nuevo, se la llevó arrastrando por todo el camino.
            Ahogué un insultó y corrí inmediatamente para seguirlo.
            −¡HEY, HEY, MI MOCHILA, PARA, MIERDA! –le gritaba mientras hacía gestos con mis brazos.
            En un principio pensé que se detendría, pero en vez de eso aumentó la velocidad, como si cambiara de marcha, y yo lo di todo por perdido: en vez de esforzarme un poco más, me detuve apoyando mis manos sobre mis rodillas para mejorar el ritmo de mi respiración. Estaba mirando al colectivo perderse a lo lejos, cuando me percaté que la mancha oscura que era mi mochila se desprendía de éste arrojada sobre el suelo. Entonces volví a correr hacia ella. Me dolían los costados, en las costillas, y sentía que la respiración me hería como cuchillas por dentro; pero al ver que la sombra de un hombre aparecía por el lado del camino en dirección a la calle, di mi máximo esfuerzo posible para acelerar el tranco.
            −¿Esta mochila es tuya? –me preguntó el hombre, un tipo de unos cincuenta años, piel herida por el sol, una mata canosa de pelo y dientes derruidos y sucios, al tiempo que la levantaba.
            −Sí… −dije, cansado a más no poder. Hice nota mental de dejar de fumar un poco−.  Es… mía… Se quedó atascada en… el colectivo.
            −Creo que tendrás que cambiarla.
            Al tomarla me di cuenta de lo que se refería el tipo: la base de ésta, la que se arrastró limpiamente por el suelo, estaba chamuscada, despidiendo ese nefasto olor a plástico quemado que tanto me asqueaba.
            −Oh, está hecha mierda… −comenté.
            −Sí; por poco y no se prendió fuego.
            Pensé si eso era posible; esperaba acordarme luego para comprobarlo en Internet.
            −¿Oye? –me preguntó el tipo, mirando hacia los lados. Me percaté que estábamos solos en la calle.
            −¿Qué?
            −¿No tenís una gambita que me dís, pa’ un puchito?
            −Sí, creo que sí.
Empecé a sentir un poco de miedo: ¿y si había salido de un problema para meterme inmediatamente en otro porque tal vez mi mochila estaba destinada a perderse esa noche con todas mis pertenencias adentro?; como podía ser posible, saqué unas cuantas monedas de mi bolsillo y se las extendí al hombre.
−¡Oh, buena, gracias! –me dijo, recibiéndolas todas entre sus manos.
−De nada, no se preocupe.
−¿Y no sabís dónde venden puchos por acá?
−En un local cerca venden; siempre cierran a la hora del pico.
−Ah, ya, buena…
El tipo seguía observándome mientras yo trataba de resolver cómo llevaría mi mochila destrozada hasta la casa sin perder nada.
−¿Oye? –me volvió a preguntar el hombre.
−¿Qué?
−¿Me acompañaríai’ a comprar los puchos?
−Bueno, vamos –le dije. Total queda camino a mi casa, pensé.
Caminamos en silencio por un rato, escuchando el sonido de nuestros pasos. De vez en cuando pasaba un colectivo vacío al lado nuestro, encendiéndonos las luces por si necesitábamos de sus servicios. Cuando ya faltaban al menos unas tres cuadras para llegar al local, el tipo decidió romper el silencio.
−¿Tú eres de acá, cierto?
−¿Se refiere a esta ciudad? –quise saber.
−Sí.
−No, vengo del interior, de una localidad del Valle. ¿Y usted?
−Yo nací en Talca, pero viví muchos años en Estados Unidos.
−¿Estados Unidos? –El hombre no tenía pinta de haber estado en los Estados Unidos. Tomé nota mental de también quitarme los prejuicios de encima de una vez por todas.
−Sí, en Nueva York.
−¡La Gran Manzana!
That’s right, kid!
            −¡Qué genial!
            −Sí, era genial –me dijo con tono triste−. Me fui enamorado de una profesora gringa preciosa hasta que la conquisté y se casó conmigo. Fueron los mejores años de mi vida.
            −¿Y ya no está con ella?
            −No. Por lo mismo me encuentro acá, en esta ciudad en la que nunca he estado antes.
            −¿Hace cuánto rato que vive acá?
            −Un par de meses, más o menos.
            −Poco.
            −Sí, poco –replicó el hombre, enigmático.
            Llegamos al local del que le había hablado al hombre y dejé que éste hiciera la transacción con su dueño. Al cabo de unos segundos, volvía a salir con cuatro cigarros en la mano.
            −¿Quieres uno? –me preguntó.
            −Bueno, ya, gracias –respondí, pasándome por la raja mi primera nota mental.
            Encendimos los cigarros y nos quedamos un rato ahí afuera del local bajo la atenta y desconfiada mirada de su dueño. 
            −El asunto es que con esta profesora gringa todo se fue al carajo –continuó el hombre, echando las cenizas de su cigarro dentro de una caja de fósforos para no echarlas al suelo (detalle que me pareció demasiado evolucionado para un chileno)−. Nos separamos y todo y yo tuve que devolverme a este país de mierda donde todo es más caro y como la mierda. Ahora no tengo nada, salvo un trabajo que me mantiene sobreviviendo todos los días.
            −Qué mal, caballero –le dije, imitando su hábito de guardar las cenizas dentro de una caja de fósforos.
            −Ni que lo digai’.
            Qué mala pata marcharse a otro país por el amor de una mujer que luego de los años te deja cuando estás en el peor momento de tu vida: la vejez.
            −Pero qué se le va a hacer –siguió, como diciendo: “a la mierda con eso”−. La vida sigue adelante.
            −No queda otra.
            Nos acabamos los cigarros y yo estimé que ya era hora de marcharme a casa. Debía arreglar mi mochila para ir a clases al día siguiente.
            −¿Oye, chico?
            −¿Qué pasa?
            −¿No querís mandarte unos chirris?
            Su pregunta me descolocó por completo.
            −¿Unos chirris de… pasta base?
            −Sí pos, pastita base –corroboró, mirando a todos lados. Podía sentir la mirada del dueño del local clavada detrás de nosotros.
            −¡No, no, gracias, gracias, no le hago a eso!
            La cara del hombre se puso más roja de lo que era: parecía un tomate a punto de estallar.
            −Oh, sorry, disculpa, yo pensé que le hacíai’…, no sé…, como te vi guardando ceniza en la caja de fósforos…
            Entonces caí en la cuenta: los pasteros tienen la tendencia de guardar la ceniza de los puchos dentro de una caja para después usarla en sus colocones.
            −Y yo que pensaba que usted guardaba la ceniza para no contaminar el medio ambiente… −murmuré.
            −¿Qué cosa?
            −Nada, no se preocupe. No quiero pasta, gracias.
            El tipo me miró como si me hubiera ofendido con lo que había dicho. Se relamió los labios con nerviosismo.
            −Pucha, sé lo que piensa la gente de los pasteros –dijo éste−. Pero en Nueva York me hice adicto a la coca. ¡Hermano, esa güeá estaba llena de coca! Había por todos lados, y es súper fácil engancharse con esa güeá. Pero acá en Chile la coca es una mierda, y sale más a cuenta comprar pasta base.
            No supe qué decirle al respecto. Sostenía mi mochila con ambas manos, escuchándole embelesadamente.
            −No me mirís así –me dijo el hombre, como si intentara pedirme perdón−, veís que no tengo pa’ comprar coca de calidad.
            −Pero eso no justifica comprar de esa mierda.
            −Sí, sí, tenís razón…
            −No soy nadie para decirle nada, pero sólo espero que tenga conciencia sobre lo que hace con su vida.
            El tipo se quedó callado sin quitar la vista del suelo.
            −Se me hace tarde, caballero –le dije−. Espero esté bien. Buenas noches –me despedí.
            El hombre balbuceó algo y yo seguí mi camino. En un comienzo pensé que me iba a seguir para pedirme más monedas o, en su defecto, golpearme por la espalda y quitarme todas mis cosas; sin embargo ninguna de las dos ocurrió pertinentemente.
            En menos de seis minutos me encontraba de nuevo en la casa del Juan, donde éste se encontraba haciendo un informe en su computador mientras escuchaba música con los audífonos.
            −Güena, culiao’ –me saludó.
            −Güena, maricón –lo saludé de vuelta y le conté todo lo que me había pasado en el trayecto desde el paradero hasta ese momento.
            −El culiao’ mala cue’a –me dijo y yo me fui a mi pieza para dejarlo solo haciendo sus cosas.
            Ahí pude dejar la mochila desparramada sobre mi cama desordenada y empezar a evaluar todos los daños en su interior: encontré los cuadernos con sus puntas y portadas chamuscadas, unas cuantas lapiceras prácticamente derretidas y unos condones que parecían haber sido usados por Cinder del Killer Instinct, además de unas cuantas pruebas y guías ennegrecidas por la tela de la mochila adherida a ellas. ¡Era un desastre!
            Al otro día tuve que ir a clases acarreando mis pertenencias en una bolsa de supermercado, siendo observado por todos. Al menos nadie podía decir que no tenía estilo alternativo, ¿no?