Largo camino a la ruina #29: El extranjero adicto

Venía en el colectivo de vuelta a casa en el asiento del copiloto, escuchando música con mi reproductor mp3 del tiempo de los dinosaurios. Era de noche y parecía no haber mucha vida por las calles. Le dije al chofer que me dejara en el siguiente paradero, y al estar él tan enfrascado en sus pensamientos (y yo tan metido en mi música), no se dio ni cuenta que cuando cerré la puerta detrás de mí, uno de los arciales de mi mochila quedó enganchado a ella, cosa que cuando partió de nuevo, se la llevó arrastrando por todo el camino.
            Ahogué un insultó y corrí inmediatamente para seguirlo.
            −¡HEY, HEY, MI MOCHILA, PARA, MIERDA! –le gritaba mientras hacía gestos con mis brazos.
            En un principio pensé que se detendría, pero en vez de eso aumentó la velocidad, como si cambiara de marcha, y yo lo di todo por perdido: en vez de esforzarme un poco más, me detuve apoyando mis manos sobre mis rodillas para mejorar el ritmo de mi respiración. Estaba mirando al colectivo perderse a lo lejos, cuando me percaté que la mancha oscura que era mi mochila se desprendía de éste arrojada sobre el suelo. Entonces volví a correr hacia ella. Me dolían los costados, en las costillas, y sentía que la respiración me hería como cuchillas por dentro; pero al ver que la sombra de un hombre aparecía por el lado del camino en dirección a la calle, di mi máximo esfuerzo posible para acelerar el tranco.
            −¿Esta mochila es tuya? –me preguntó el hombre, un tipo de unos cincuenta años, piel herida por el sol, una mata canosa de pelo y dientes derruidos y sucios, al tiempo que la levantaba.
            −Sí… −dije, cansado a más no poder. Hice nota mental de dejar de fumar un poco−.  Es… mía… Se quedó atascada en… el colectivo.
            −Creo que tendrás que cambiarla.
            Al tomarla me di cuenta de lo que se refería el tipo: la base de ésta, la que se arrastró limpiamente por el suelo, estaba chamuscada, despidiendo ese nefasto olor a plástico quemado que tanto me asqueaba.
            −Oh, está hecha mierda… −comenté.
            −Sí; por poco y no se prendió fuego.
            Pensé si eso era posible; esperaba acordarme luego para comprobarlo en Internet.
            −¿Oye? –me preguntó el tipo, mirando hacia los lados. Me percaté que estábamos solos en la calle.
            −¿Qué?
            −¿No tenís una gambita que me dís, pa’ un puchito?
            −Sí, creo que sí.
Empecé a sentir un poco de miedo: ¿y si había salido de un problema para meterme inmediatamente en otro porque tal vez mi mochila estaba destinada a perderse esa noche con todas mis pertenencias adentro?; como podía ser posible, saqué unas cuantas monedas de mi bolsillo y se las extendí al hombre.
−¡Oh, buena, gracias! –me dijo, recibiéndolas todas entre sus manos.
−De nada, no se preocupe.
−¿Y no sabís dónde venden puchos por acá?
−En un local cerca venden; siempre cierran a la hora del pico.
−Ah, ya, buena…
El tipo seguía observándome mientras yo trataba de resolver cómo llevaría mi mochila destrozada hasta la casa sin perder nada.
−¿Oye? –me volvió a preguntar el hombre.
−¿Qué?
−¿Me acompañaríai’ a comprar los puchos?
−Bueno, vamos –le dije. Total queda camino a mi casa, pensé.
Caminamos en silencio por un rato, escuchando el sonido de nuestros pasos. De vez en cuando pasaba un colectivo vacío al lado nuestro, encendiéndonos las luces por si necesitábamos de sus servicios. Cuando ya faltaban al menos unas tres cuadras para llegar al local, el tipo decidió romper el silencio.
−¿Tú eres de acá, cierto?
−¿Se refiere a esta ciudad? –quise saber.
−Sí.
−No, vengo del interior, de una localidad del Valle. ¿Y usted?
−Yo nací en Talca, pero viví muchos años en Estados Unidos.
−¿Estados Unidos? –El hombre no tenía pinta de haber estado en los Estados Unidos. Tomé nota mental de también quitarme los prejuicios de encima de una vez por todas.
−Sí, en Nueva York.
−¡La Gran Manzana!
That’s right, kid!
            −¡Qué genial!
            −Sí, era genial –me dijo con tono triste−. Me fui enamorado de una profesora gringa preciosa hasta que la conquisté y se casó conmigo. Fueron los mejores años de mi vida.
            −¿Y ya no está con ella?
            −No. Por lo mismo me encuentro acá, en esta ciudad en la que nunca he estado antes.
            −¿Hace cuánto rato que vive acá?
            −Un par de meses, más o menos.
            −Poco.
            −Sí, poco –replicó el hombre, enigmático.
            Llegamos al local del que le había hablado al hombre y dejé que éste hiciera la transacción con su dueño. Al cabo de unos segundos, volvía a salir con cuatro cigarros en la mano.
            −¿Quieres uno? –me preguntó.
            −Bueno, ya, gracias –respondí, pasándome por la raja mi primera nota mental.
            Encendimos los cigarros y nos quedamos un rato ahí afuera del local bajo la atenta y desconfiada mirada de su dueño. 
            −El asunto es que con esta profesora gringa todo se fue al carajo –continuó el hombre, echando las cenizas de su cigarro dentro de una caja de fósforos para no echarlas al suelo (detalle que me pareció demasiado evolucionado para un chileno)−. Nos separamos y todo y yo tuve que devolverme a este país de mierda donde todo es más caro y como la mierda. Ahora no tengo nada, salvo un trabajo que me mantiene sobreviviendo todos los días.
            −Qué mal, caballero –le dije, imitando su hábito de guardar las cenizas dentro de una caja de fósforos.
            −Ni que lo digai’.
            Qué mala pata marcharse a otro país por el amor de una mujer que luego de los años te deja cuando estás en el peor momento de tu vida: la vejez.
            −Pero qué se le va a hacer –siguió, como diciendo: “a la mierda con eso”−. La vida sigue adelante.
            −No queda otra.
            Nos acabamos los cigarros y yo estimé que ya era hora de marcharme a casa. Debía arreglar mi mochila para ir a clases al día siguiente.
            −¿Oye, chico?
            −¿Qué pasa?
            −¿No querís mandarte unos chirris?
            Su pregunta me descolocó por completo.
            −¿Unos chirris de… pasta base?
            −Sí pos, pastita base –corroboró, mirando a todos lados. Podía sentir la mirada del dueño del local clavada detrás de nosotros.
            −¡No, no, gracias, gracias, no le hago a eso!
            La cara del hombre se puso más roja de lo que era: parecía un tomate a punto de estallar.
            −Oh, sorry, disculpa, yo pensé que le hacíai’…, no sé…, como te vi guardando ceniza en la caja de fósforos…
            Entonces caí en la cuenta: los pasteros tienen la tendencia de guardar la ceniza de los puchos dentro de una caja para después usarla en sus colocones.
            −Y yo que pensaba que usted guardaba la ceniza para no contaminar el medio ambiente… −murmuré.
            −¿Qué cosa?
            −Nada, no se preocupe. No quiero pasta, gracias.
            El tipo me miró como si me hubiera ofendido con lo que había dicho. Se relamió los labios con nerviosismo.
            −Pucha, sé lo que piensa la gente de los pasteros –dijo éste−. Pero en Nueva York me hice adicto a la coca. ¡Hermano, esa güeá estaba llena de coca! Había por todos lados, y es súper fácil engancharse con esa güeá. Pero acá en Chile la coca es una mierda, y sale más a cuenta comprar pasta base.
            No supe qué decirle al respecto. Sostenía mi mochila con ambas manos, escuchándole embelesadamente.
            −No me mirís así –me dijo el hombre, como si intentara pedirme perdón−, veís que no tengo pa’ comprar coca de calidad.
            −Pero eso no justifica comprar de esa mierda.
            −Sí, sí, tenís razón…
            −No soy nadie para decirle nada, pero sólo espero que tenga conciencia sobre lo que hace con su vida.
            El tipo se quedó callado sin quitar la vista del suelo.
            −Se me hace tarde, caballero –le dije−. Espero esté bien. Buenas noches –me despedí.
            El hombre balbuceó algo y yo seguí mi camino. En un comienzo pensé que me iba a seguir para pedirme más monedas o, en su defecto, golpearme por la espalda y quitarme todas mis cosas; sin embargo ninguna de las dos ocurrió pertinentemente.
            En menos de seis minutos me encontraba de nuevo en la casa del Juan, donde éste se encontraba haciendo un informe en su computador mientras escuchaba música con los audífonos.
            −Güena, culiao’ –me saludó.
            −Güena, maricón –lo saludé de vuelta y le conté todo lo que me había pasado en el trayecto desde el paradero hasta ese momento.
            −El culiao’ mala cue’a –me dijo y yo me fui a mi pieza para dejarlo solo haciendo sus cosas.
            Ahí pude dejar la mochila desparramada sobre mi cama desordenada y empezar a evaluar todos los daños en su interior: encontré los cuadernos con sus puntas y portadas chamuscadas, unas cuantas lapiceras prácticamente derretidas y unos condones que parecían haber sido usados por Cinder del Killer Instinct, además de unas cuantas pruebas y guías ennegrecidas por la tela de la mochila adherida a ellas. ¡Era un desastre!
            Al otro día tuve que ir a clases acarreando mis pertenencias en una bolsa de supermercado, siendo observado por todos. Al menos nadie podía decir que no tenía estilo alternativo, ¿no?