Cuento #96: Milagro de milagros

No sé por qué lo hice, pero ahí estábamos de nuevo el Mati y yo en mi departamento, tomando piscolas y hablando pura mierda, tal y como había jurado no volver a hacer nunca más en mi vida. Este güeón me contaba algo de una mina que había conocido por sus historias y que, desafortunadamente, se había hecho caca mientras se la tiraba; pero tanto copete y cansancio en mi organismo impedía que le prestarse toda la atención debida. Eran ya más de las tres de la mañana y yo tenía que estar a las ocho en punto en el centro para hacer unos trámites de mierda que eran de vida o muerte al día siguiente.
            −Oye, culiao –le dije bostezando−. Es tarde; mañana tengo que hacer unas mariconadas en la mañana. Si querís te quedai a dormir acá y güeá, y mañana seguimos güeando.
            −Vale, güeón –dijo el Mati−. Porque estoy pa’ la cagá, y así no puedo llegar a mi casa.
            −Pero obvio que vai a estar pa’ la cagá, si te estai tomando esa botella de pisco solo.
            −Puta, güeá mía.
            Hice un gesto con la cabeza y me fui a mear al baño. Tomé el cepillo de dientes para desinfectarme el hocico, pero me dio tanta paja, que lo dejé de lado y me fui sin más a la cama, pensando en que si no iba a dormir con una mina esa noche, no valía de nada tener buen aliento.
            −Chao, Mati culiao –me despedí del Mati, que seguía todavía en el living. Pero no me escuchó o no me hizo caso: estaba tan enfrascado cantando la versión bolero de Has sabido sufrir con un montón de desafinaciones, que no pude hacer otra cosa que encogerme de hombros e irme a mi pieza, cayendo como un verdadero saco de papas en la cama.
            Recuerdo que lo último que pensé antes de irme a negro, fue que por el volumen de la música y el canto de mierda del Mati, probablemente tendría un montón de problemas con mis vecinos al día siguiente. “Que se vayan a la chucha”, balbuceé (eso creo), y todo se fue a la mierda.
            Cuando me despertó la alarma a las horas después, tenía la sensación de haber dormido con cuea un segundo, y las ganas de cagar eran superiores a cualquier cosa sobre la Tierra; bueno, no tan superiores a cualquier cosa en realidad: la resaca, debo admitir, me estaba partiendo la cabeza, y yo sólo quería seguir durmiendo o morir para acabar de una vez por todas con tanto sufrimiento…
            Hasta que recordé que el Mati se había quedado güeando en el living, vaciando la otra botella de pisco que habíamos comprado mientras cantaba. Fue como si una alarma se hubiera disparado en mi cabeza; me levanté de un salto y salí de mi pieza para buscar a este güeón; pero este güeón no estaba por ningún lado: no estaba en el living durmiendo en el suelo como acostumbraba, ni en mi pieza de invitados, entre ese montón de mierda que no dejaba de acumularse como si padeciera el peor caso de Mal de Diógenes. No, este culiao no estaba por ningún lado.
            −Chesumadre –dije, pensando en que este güeón podría haber salido todo borracho del departamento sin saber ni de su culo. “En volá se lo culiaron en la calle”, pensé, y sin saber por qué, me reí al respecto…
            Y como si se tratara de algún tipo de karma instantáneo, por la puta madre, al dejar que mi cuerpo se relajara tras haber liberado un puñado de endorfinas por culpa de la risa, sentí que algo entre mis nalgas cedía y daba paso a una enorme avalancha cremosa y fétida bajando por mis piernas; para cuando intenté correr al baño y evitar tal atrocidad, supe que era demasiado tarde.
            Me bastó echar una rápida mirada a mis pantalones para darme cuenta que los había arruinado por completo y que tenía que hacer algo para quitarme toda esa inmundicia de encima. Caminé como pude hasta el baño, me quité la ropa para acumularla en un rincón sin importar que se mezclara lo sucio con lo (entre comillas) “limpio”, y me senté en el trono para terminar la tarea comenzada infortunadamente.
            Mientras cagaba me sentí fatal, el güeón más imbécil del mundo; todavía me dominaba la resaca y tenía la sensación de que la cabeza me iba a explotar en cualquier momento, sin que pudiera hacer nada para evitarlo. En ningún momento volví a pensar en el Mati y su probable destino funesto por no haber dormido en mi departamento en el estado en el que se encontraba; estaba tan ocupado en no perder la conciencia ahí sentado, echando las pestes más grandes sobre y alrededor de la taza, que mi mente parecía hallarse completamente en blanco; pero su imagen regresó inmediatamente a mí cuando luego de echarme una limpiada escueta e insuficiente por culpa de quedarme sin papel, metí mi cuerpo en la bañera sin que se me ocurriera revisarla antes. Al principio pensé que era barro, o agua estancada; pero por el color y los trozos mal digeridos y masticados de papas fritas con vienesas (que me hicieron recordar de inmediato todas las salchipapas que nos comimos con el Matías la noche anterior mientras nos bajábamos el primer pisco), supe que ese maldito bastardo hijo de la perra me las iba a pagar.
            Grité un insulto que de seguro despertó a los demás vecinos y eché a andar el agua para limpiar toda esa mierda bajo mis pies, sintiendo un asco horrible. Podía sentir los trozos de vienesas y papas fritas –insisto: muy mal masticados− flotando alrededor de mi pantorrilla, produciéndome escalofríos, potenciando las ganas mutantes que tenía de vomitar por culpa de la resaca y el haber dormido tan poco.
             Al principio no pude dar con la respuesta a un fenómeno tan sencillo, pero como llegó un punto en que en vez de sentir que el nivel del agua en la bañera decrecía, no me cupo duda que algo estaba interfiriendo el filtro de ésta.
            −Mati hijo de la perra –dije entre dientes, antes de agacharme y meter mis dedos entre esa mezcla avinagrada de vómito, comida y bilis. Era como embutirlos en una pecera sin limpiar por meses, con peces monstruosos nadando en su interior.
            Me costó lo que consideré una eternidad limpiar el maldito filtro, empujando los trozos acumulados de comida cañería abajo. “Ya lo arreglará alguien”, pensé, despejando el filtro cada vez que era necesario, aguantando las horribles arcadas que me daban a cada ocasión que contactaban los pedazos de flemas y papas fritas del Mati con mi mano.
No sé cuánto rato estuve en esa faena, pero cuando terminé, la espalda me dolía un montón, como si hubiera estado cosechando papas un día entero. Con cada punzada que me daba, repetía mentalmente “Mati culiao”, “Mati culiao” como un mantra. Estaba totalmente emputecido, dispuesto a sacarle los ojos apenas lo tuviera al frente; sin embargo, tras sentir el chorro de agua tibia en mi cabeza y cayendo por mi espalda, no pude evitar sonreír y sentirme un poco mejor.
De todas maneras no podía quedarme ahí por mucho rato. Así que apuré mi baño y salí de la bañera rodeándome el cuerpo con una toalla, pensando en que no sabía qué hora era y cuánto tiempo me quedaba todavía para ir al centro de la ciudad a por mis trámites importantes.
Estaba en eso de secarme los pies cuando supe que había sido parte de un poderoso milagro: mis pies, siempre mal cuidados, hediondos y llenos de hongos, se encontraban ahora en un estado completamente diferente, limpios, sin zonas en carne viva ni cicatrices producto de aventuras en el campo libre (y mi consiguiente torpeza) durante mi niñez; incluso mis uñas encarnadas y amarillentas se habían curado por completo. ¡Mis pies parecían como nuevos!
            −¡Conchetumare: el güitre del Mati me curó las patas!
            Necesitaba decírselo a alguien, compartir el milagro que con toda seguridad iba revolucionar la ciencia y el mundo de la medicina. Pero se hacía tarde y necesitaba llegar puntual a mi destino.
            −¡A la mierda! –dije después de meditarlo un rato. ¡A la mierda la reunión para conseguir una prórroga del banco, a la mierda perder el departamento y todas esas mierdas! Con mi nuevo descubrimiento, podía tener todo el dinero que quisiera: era cosa de conseguir más vómito del Mati, enfrascarlo y venderlo, ganar millones de millones, pasarme por la raja al Banco culiao y sus mariconadas−. ¡Banco culiao! –grité sin poder contenerme, estallando en una sonora carcajada. De seguro mis vecinos pensaron que por fin había perdido el juicio después de todo, pero ya verían ellos cuando me vieran paseándome por ahí con sendas mujeres del brazo, borracho de copete caro y luciendo ropa en mucho mejor estado que la que usaba a diario. ¡Ya verían esos culiaos!
            Como había limpiado todo el desastre de la bañera, se me ocurrió que para tener materia prima para comercializar debía encontrar primero al Mati, hacerle comer más salchipapas y llenarle el hígado de piscola para que terminara por volver a hacer de sus milagros. Así que me vestí ligero y salí de mi departamento en su búsqueda, esperando que no fuera demasiado tarde para hallarlo por ahí, borracho, apuñalado y/o violado.
            A mi izquierda tenía un paradero a esa hora atestado de gente, y a mi derecha, a un par de calles más allá, una plaza donde todos se juntaban a fumar marihuana, pasta base, jalar y tomar sin que les importara nada. Mi instinto y mis estadísticas mentales me aseguraron que ahí se encontraría este güeón, así que sin perder más tiempo encaminé hasta allá mientras no paraba de llamarlo desde mi celular. Naturalmente su aparato se debía de hallar apagado, sin batería o en el poder de uno de los rateros que siempre pululaban por mi barrio, porque su tono se encontraba tan muerto como nuestro querido Mamo Contreras.
            Y bueno, apenas llegué a la plaza, me di cuenta que mi instinto no había fallado un ápice: porque ahí estaba este güeón, durmiendo y roncando boca abajo, como un saco de papas desparramado.
            Le tomé el pulso, temiendo lo peor.
Respiraba.
            “Mierda”, pensé. “¡Sigue vivo el culiao!”. Pero recordé de inmediato lo valioso que era para la humanidad; este güeón no podía morir de una forma tan humillante.
            Le di vuelta, le pegué unas cuantas cachetadas y un par de combos en la tula, pero no ocurrió nada. Entonces respiré hondo, resistí unas salvajes ganas de vomitar por culpa de respirar hondo en primer paso, volví a intentar respirar hondo, y me hice el ánimo de cargar con su humanidad de vuelta a mi departamento.
            Cosa que obviamente me dejó hecho pico, deseoso de morir de un paro cardiaco o alguna mierda que me aniquilara de una vez por todas y sin mucho dolor que cualquier otra cosa en el mundo. Por lo mismo lo deposité en el sillón de mi living como pude y me hice un pequeño espacio entre su cuerpo y el precipicio, rodeando su brazo ante mi pecho para protegerme.
            No sé cuánto tiempo pasó; sin embargo la luz del sol filtrándose por las cortinas hechas mierda me hizo saber que ya era casi mediodía. Moví la cabeza sin reconocer donde estaba (escuchando mi cuello crujir peligrosamente) y miré instintivamente hacia atrás, sintiendo como si faltara algo.
−Despertaste, culiao.
Levanté mi cara hacia el lugar del que provenía la voz para encontrarme con el Mati sentado a la mesa, tomando lo que parecía ser una piscola. Se notaba trémulo y borracho, pero consciente.
−Conchetumare, la media caña –dije a la vez que me incorporaba trabajosamente en el sillón.
−Esto te va a hacer bien.
El Mati me extendió su vaso de contenido oscuro y burbujeante y se lo recibí.
−Oh, güena, culiao.
Sí: lo que estaba tomando el Mati era efectivamente una piscola. Sentí cómo mi cuerpo volvía a energizarse.
−¿Por qué te fuiste de mi casa anoche, güeón? –le pregunté al Mati luego de darle un cuarto sorbo al vaso−. ¿Qué güeá te pasó?
−No sé, güeón –respondió, tomando un vaso de la mesa para preparar otra piscola−. Llegó un momento en que me fui a negro y no recuerdo ni una güeá hasta despertar hace poco…, abrazado contigo –agregó mirándome más raro que la chucha.
−Mira que te ponís maraco, Mati.
Acto seguido le conté que lo había encontrado durmiendo en la plaza cerca del departamento a eso de las ocho de la mañana, completamente inconsciente, y que lo tuve que traer con todas mis fuerzas hasta la cómoda seguridad de mi casa.
−¿Me estai güeando? –dijo él.
−No: todo esto es tan cierto como que esta piscola nos está quitando un puñado de días de vida de nuestra existencia.
−Erís el mejor, culiao.
Pero entonces le dije que él era en realidad el mejor culiao, no yo. Para corroborarlo, le conté todo acerca de lo de su milagro, comenzando por las putiadas que tiré en su nombre al comprobar que mi bañera estaba llena de su vómito, hasta que me percaté, fortuna de fortunas, en que éste había curado las totales inmundicias que eran mis pies.
−¿Me estai diciendo que mi vómito te curó tus patas de mierda?
−Así es.
El Mati me miró de una forma insondable por unos cuantos segundos; acto seguido, y como si hubiera despertado de una breve ensoñación, dio un respingo y se echó todo el contenido de su vaso recién servido a la boca, acabándolo en lo que me pareció un pestañeo.
−Ya, güeón –dijo el Mati, golpeando el vaso en la mesa para servirse otro−. Pa esta güeá hay que ponerle güeno.
Así fue que mientras el Mati se dedicaba a seguir emborrachándose, yo me dirigí a la cocina para cocer unas vienesas y pelar y cortar en tiras unas cuantas papas para luego freírlas. Tenía la idea de que para que volviera a ocurrir otro milagro como el de la bañera, debíamos seguir el mismo procedimiento de la noche anterior.
Para cuando el Mati acabó su quinta piscola (ya borrachísimo y todo), mis salchipapas estaban listas. Las rocié con un poco de sal y se las serví.
−¿No vai a querer, culiao? –me preguntó.
−Tú erís el próximo Nobel de medicina, no yo. Así que come nomá, güeón.
El Mati se alzó de hombros y comenzó a engullir los trozos de papas y vienesas como si estuviera muerto de hambre. Y a decir verdad yo también lo estaba, pero sentía que cualquier cosa sólida que entrara en mi organismo iba a provocar una lluvia de vómito de dimensiones dantescas. Por lo mismo opté por mirarlo y seguir tomando de mi vaso, resistiéndome las ganas de pellizcar unas cuantas papas de su plato.
−Estaban güenas las güeás –dijo el Mati, eructando−. Vale, culiao.
−De nada, güeón –le dije−. Y ahora es mejor que te pongai a güitrear, que un montón de enfermos espera por más milagros.
Así nos encontramos en el baño, con la pila de ropa cagada por mí esa mañana y el ambiente cargado de un olor nauseabundo.
−¿Oye? –dijo el Mati.
−¿Qué?
−¿Esa ropa de ahí, ese pantalón en el rincón…?
−Me cagué esta mañana –le respondí, escueto−. Un percance.
−Ah…
−¿Te falta mucho para vomitar? –quise saber.
−No sé, como que no siento tanto asco…
−Ya, güeón, cómo no vai a poder vomitar, si lo pasai haciendo.
−Ya, pero esa güeá me nace –dijo el Mati−. No me gusta provocarme el vómito.
−Güeón maraco. Mira, piensa en estos pantalones cagados. ¿Te da asco eso?
−No…, no tanto…
−Puta, a ver –Medité por un breve momento−. ¡Ya, lo tengo: imagínate a la Paty Maldonado haciéndote un Trombón…!
Pero creo que el solo hecho de haber pronunciado el nombre de la mujer de la tele fue suficiente: el Mati abrió su boca y dejó escapar una cascada de vómito sobre la bañera como si se tratara de un verdadero grifo. Podía ver cómo trozos de vienesas y papas fritas salían despedidos, estrellándose contra las paredes y la superficie de la bañera.
−Oh, güeón, eso estuvo brígido –me dijo el Mati con un hilo de voz, apoyándose en el borde de la bañera.
−Aún puede ser más.
−Me estai güeando, no sé si pueda hacerlo otra vez…
−¡La Paty Maldonado haciendo un trío con vo y tu viejo!
Entonces el Mati volvió a vomitar grotescamente sobre la bañera.
−Ya, muy bien –le dije−. Ahora sí.
−¿Suficiente?
−Sí, sí, todo bien, Mati culiao, todo bien.
El Mati resopló y se dejó caer a un lado; me di cuenta que apoyó su espalda en mis pantalones cagados, pero se veía tan cansado, que no quise hacer ningún comentario al respecto.
−Bien –empecé a decirle−, ahora lo que tenemos que hacer es buscar… −Mi celular empezó a vibrar en el bolsillo de mi pantalón−. Lo que tenemos que hacer ahora es buscar algo con qué probar tu vómito –Saqué el aparato con dificultad y contesté−. ¿Aló?
−Hola –dijo un hombre mayor del otro lado de la línea−. ¿Tú erís amigo del Mati, cierto?
−¿Matías Belano?
−Sí, ese mismo –me dijo la voz.
−Sí, sí, soy su amigo. ¿Por qué lo pregunta?
−¿Está ahí contigo?
−Sí, aquí está –Le hice un gesto con la cara al Mati; el pobre ni siquiera podía moverse−. ¿Quiere hablar con él?
−Ya, pásamelo.
−Parece que es tu viejo, Mati –le dije al aludido, extendiéndole mi celular.
−Por la puta –rezongó, pero aún así se incorporó un poco y contestó−. ¿Aló? Sí, sí, estoy bien. Acá, donde un amigo… No, no es gay. No, papá, no me culea… No, no… −Una pausa−. ¿Que qué estoy haciendo? Nada, vomitando un poco en una bañera… Sí, es que descubrimos que mi vómito cura heridas y esas güeás… Sí, justamente necesitamos a alguien con quien probarlo… Ya, sí –El Mati tapó el celular con una mano−. ¿Cuál es la dirección de este departamento? –me preguntó. Se la di y él se la dio a su padre−. Ya, sí, ven cuanto antes. Chao.
−¿Era tu papá, cierto?
−Sí, y viene en camino. Dijo que quería que probásemos el milagro con él.
Algo me dijo en ese momento que ninguna cosa buena podía salir de aquello, pero bueno, necesitábamos un conejillo de indias para nuestro experimento y si el viejo de este güeón se ofrecía, pues qué le íbamos a hacer.
Al cabo de veinte minutos, más o menos, sonó el timbre de mi departamento. Me levanté para abrir la puerta y me encontré de cara con el viejo culiao rancio del papá del Mati.
−Güena, güeón –me dijo, ingresando de inmediato al living−. ¿Dónde está ese vómito milagroso?; no me refiero al Mati, por si acaso.
−En el baño.
−Gracias –dijo el viejo antes de quitarse los pantalones y quedar con su aparato oscilando al frente mío−. ¿Dónde está el baño?
−Al fondo, a la derecha.
Cuando llegué ahí, el papá de este güeón estaba metiéndose en la bañera, observado por su hijo medio inconsciente.
−Vamos a ver qué tal tu vómito, ¿eh? –dijo antes de tomar un poco de vómito con el cuenco de su mano y esparcírselo por toda la superficie de su pene. Parecía contento, esperanzado mientras lo hacía; pero no pude evitar sentir una fuerte arcada ante la presencia de tan horrible espectáculo. Por lo mismo, terminé vomitando al interior del trono lleno de salpicaduras de la cagada que había echado ahí esa mañana.
−Papá –dijo el Mati; su voz se oía débil−. ¿Por qué te estai echando esa güeá en la pichula?
−Por culpa de tu ex, po, por culpa de esa mala mujer.
Por el rostro de su hijo pasó una expresión de duda.
−¿Por qué por culpa de mi ex? ¿Qué hiciste ahora, viejo?
−Puta, te fue a buscar a la casa y terminé afilándomela –dijo su papá, sin dejar de pasar más trozos de vienesas y papas fritas por su aparato−. Fue sin querer. Pero parece que la mina no se cuidaba mucho, y tú me dijiste una vez que tuvo gonorrea, así que esto me va a ayudar para prevenirlo.
−Viejo culiao… −musitó el Mati antes de dejarse caer sobre mi pantalón cagado.
Y bueno, todo siguió a ese mismo ritmo hasta que un grito nos hizo volver en sí. Sin darme cuenta, me había quedado dormido con la cabeza apoyada en la taza del baño; miré a un lado sólo para comprobar que el Mati seguía echado sobre mi ropa arruinada y que su papá no estaba por ningún lado.
Estaba en eso de levantarme cuando volví a escuchar el mismo grito que me despertó. Era el viejo culiao del papá del Mati, estaba seguro. Me tambaleé un poco, me aferré a la puerta y respiré hondo para tranquilizarme. Cuando llegué al living de mi departamento (apoyándome en las paredes del pasillo), me encontré con el papá del Mati pálido como la cera y sin pantalones de pie al medio de la sala; no dejaba de gritar y mirarse lo que colgaba de entre sus piernas.
−¿Qué le pasa? –quise saber. Pero había que ser ciego para no darse cuenta de una cosa así: su pene, su amado pene, estaba ahora verde y lleno de escamas; parecía la muda de una serpiente, o un reptil apachurrado y seco. Era un asco.
−¡Güeón, mira, mira mi pichula! –gritó el viejo−. ¡Güeón, qué mierda le pasó a mi pichula!
Ahogué una exclamación, sintiendo un asco horrible, y mastiqué la idea de explicarle todo lo sucedido; pero pensé que lo mejor sería darle mi propio ejemplo al respecto y hacerle notar que, al menos conmigo, no había ocurrido ningún efecto –por así decir– contraindicante.
Me saqué los zapatos mientras el hombre no paraba de gritar y comprobé, por la misma rechucha, que mis pies seguían igual de horribles que antes. “¡Pero si esta mañana estaban como nuevos!”, me dije sintiéndome muy idiota. Mas, ¿había sucedido así? ¿Los había visto como nuevos?
No, no lo sabía: pudo haber sido la resaca, un juego de luz a esa hora de la mañana, mi propia idea de que el vómito pudiera servir para algo, pero no pude dar nunca con una verdadera respuesta.
“A la mierda”, me dije, sin prestarle mucha atención a los gritos desesperados del papá del Mati, “los milagros suceden una vez en la vida”.
Ahora sólo quedaba esperar qué le deparaba el destino a la tula del viejo rancio éste que no dejaba de proferir insultos hacia su propio hijo y a mi persona. Sólo esperaba que se le cayera a pedazos –y muy dolorosamente– al muy maldito.



             

Cuento #95: Creencias españolas

−¡Oye, qué haces! ¡Por qué arrojaste ese papel al piso!
            Eduardo observó cómo el papel que acababa de botar al suelo era arrastrado por el viento sin inmutarse.
            −Estoy generando trabajos para los pobres –dijo éste, haciendo un gesto de indiferencia−. Si no fuera por la basura desperdigada por ahí, seguro no buscarían barrenderos para limpiarlo todo. Así que ya ves –añadió, con tono pomposo−: estoy generando oportunidades para este país en decadencia.
            Jorge, que lo miraba con el ceño fruncido, sintió que su odio hacia Eduardo crecía como la espuma. Y eso era mucho decir, porque hasta unos segundos antes, sentía que su animadversión hacia él no podía ser ya más grande. Pero ahora lo era.
            No obstante, en vez de decirle algo punzante, Jorge prefirió callarse y seguir avanzando junto a sus demás compañeros de carrera, con aquellos que le caían mejor que ese maldito estúpido de Eduardo. Sólo esperaba que éste no se acercara a ellos para hacer sus típicos y egocéntricos comentarios sobre lo genial y maravilloso que era. Estaba de más decir que no era el único que lo odiaba de entre los presentes.
            Los estudiantes entraron en el museo siguiendo a la profesora de la asignatura, quien se detuvo un rato para hablar con el guardia de la recepción y explicarle la razón de su visita. Una vez acabó, se dirigió a sus alumnos para hacerles un breve resumen de la historia del recinto en el que se encontraban.
Jorge podía escuchar el incesante y molesto murmullo de Eduardo hablándole a dos compañeros de carrera unos cuantos metros más atrás; no le costó imaginarse las expresiones de fastidio pintadas en sus rostros, manoseando firmemente la idea de hacer callar a aquel imbécil para poder escuchar toda la información que entregaba la profesora, la misma que con toda seguridad entraría en la prueba escrita de la próxima semana.
             Alguien rechistó pidiendo un poco de silencio y respeto por la profesora, pero Eduardo, como era de esperar, no se calló hasta que ésta les señaló a sus estudiantes que la siguieran y prestaran atención a todos los comentarios que hacía respecto de las obras y antigüedades que iban a examinar a continuación.
            −Esto es pura basura –escuchó Jorge que le decía Eduardo a una de sus compañeras−. Esto no es nada más que basura.
            Pero la joven, en vez de responderle, lo miró con un dejo de asco y se largó de su lado, dejándolo solo.
            El grupo se detuvo un rato en la lóbrega sala contigua para analizar una gran exposición de óleos de naturaleza muerta que databa del período de la colonia. La profesora les explicó que aquello fue fundamental para la gente de aquellos tiempos, puesto que estas obras entregaban claros mensajes para quienes carecían de la capacidad para descifrar las palabras y los misterios que encerraba el conocimiento.
            −Ahora si me siguen –continuó la profesora, avanzando hacia la siguiente sala−, podremos ver un montón de objetos requisados de esta misma época. Objetos requisados por los españoles –agregó con un tono misterioso−. Objetos que se creían malditos y cargados de energía oscura.
            La habitación contigua estaba llena de muestrarios acristalados con un montón de objetos rudimentarios de la época en su interior: relojes de bolsillos, peines con unos cuantos dientes menos, un cáliz desteñido por el tiempo, relicarios, vasos de cristal, etcétera. Todos parecían haber sido arrancados de casas poco acomodadas, a juzgar por la poca dedicación que ofrecían sus detalles.
            −Por un par de años –prosiguió la profesora− los españoles creyeron que todos estos artículos les permitían a sus propietarios adquirir ciertos poderes fuera de lo normal. Sí, ríanse, pero eso es lo que pensaban los hombres de esa época –La mujer se aclaró la garganta−. Algunos diarios de vida de españoles de ese período declaran que las personas que tenían estos objetos en su poder eran capaces de volar y hasta arrojar fuego por sus manos –Un silencio expectante se apoderó de los estudiantes; aunque, naturalmente, se podía escuchar a Eduardo hacer sus clásicos comentarios que a nadie le importaban unas cuantas filas más atrás−. Es gracioso, porque si de verdad estos objetos podían brindar alguna clase de poder, quizá sus propietarios no se hubieran dejado sustraer tan fácil como lo indican los documentos españoles. Pero bueno, la gente de hoy les da importancia por este mismo hecho. Extraño, ¿no?
            Un murmullo aprobador recorrió la sala entera.
            −Bueno, pues –dijo la profesora−. Sigamos.
            Jorge se acercó a unas teteras metálicas que se encontraban a un costado de la sala. No tenían un cristal encima que las protegiera como los demás objetos, pero un simple cordón de seguridad y un mensaje de NO TOCAR indicaban que seguían siendo tan valiosos como todo ahí dentro, a pesar de su aspecto común y destartalado.
            −No sé qué le ven a estas cosas –dijo Eduardo, posicionándose a su lado−. Son tan feas, tan toscas, tan pobres. No sé cómo los españoles pudieron fijarse en cosas tan absurdas como éstas.
            −Lo mismo podríamos decir de tu madre con respecto a ti –le dijo Jorge, perdiendo la paciencia−. No sé qué mierda vio adentro tuyo como para no abortarte y dejarte vivir.
            −¿Perdón? –Eduardo puso cara de no haber escuchado bien−. ¿Qué acabas de decir?
            −Que eres una persona horrible, la más odiada de todas, y que no sé por qué mierda tu mamá te dejó vivir, si eres detestable.
            Eduardo lo miraba con la vista húmeda y temblorosa; Jorge sabía (o intuía) que muy pocos realmente le habían dicho todo lo que pensaban sobre su persona. Jorge no entendía por qué nadie se atrevía a decirles a personas como ésta lo que pensaban al respecto de ellas; a veces sucedía que el más odiado ni siquiera deseaba un cambio: simplemente era el odiado, todo un arquetipo de la sociedad.
            −Oh, hijo de puta –farfulló Eduardo, bullendo de rabia−. ¡Cómo te atreves…!
            Pero Jorge había previsto los movimientos del otro joven: al intentar Eduardo de darle un derechazo en su rostro, Jorge se hizo a un lado para esquivarlo sin muchas dificultades, dejando a su adversario con medio cuerpo balanceándose en el aire…, hasta que éste perdió el equilibrio y cayó de espaldas contra una de las teteras a su espalda, arrastrando consigo el “efectivo” cordón de seguridad que prevenía situaciones como ésas.
            Entonces un estrépito metálico llenó la estancia y sus habitaciones contiguas.
            Jorge estaba a punto de decirle a Eduardo que eso era lo que tenía por ser todo un hijo de perra, sin embargo un creciente temblor bajo sus pies le quitó las palabras de la boca. Un destello tibio provenía de la tetera que acababa de estrellarse contra el suelo; algo parecía pugnar por escapar de su interior.
            −¡¿Qué mierda está pasando?! –exclamó Eduardo aún en el suelo, escapando a gatas de la brillante tetera.
            La tetera se alzó en el aire, hasta la altura de la cabeza de Jorge, y se iluminó por completo despidiendo una voluta de humo que no demoró en transformarse en un ser con fornidas características humanas. Parecía de verdad muy fastidiado.
            −¿Qué está pasando aquí? –dijo la voz de una mujer arrastrando las palabras. Jorge se giró para ver cómo la profesora y todos sus compañeros tras ella observaban la escena con la boca abierta.
            −Soy Rocimento –dijo el ser, flotando por la sala con cara de pocos amigos−. ¡Me han despertado mientras soñaba, y eso me ha puesto de muy mal humor! Pero condiciones son condiciones –resopló, como si odiara tener que pronunciar aquellas palabras−, y por haberme sacado de la tetera, le puedo conceder un deseo a uno de ustedes. Cualquiera.
            Jorge se percató que el ser, al referirse a uno de ellos, lo estaba haciendo por todos los que se hallaban ahí en la sala, incluso aquellos que no habían presenciado ninguno de los acontecimientos previos a la revelación que tenían frente a sus ojos.
            Varios farfullaron con aire incrédulo, totalmente confundidos. Nadie sabía realmente qué estaba sucediendo en aquella sala. Jorge, en un intento de entender la escena, se dio cuenta que el guardia observaba al ser ingrávido desde el umbral, pálido como una vela.
            −¡Yo! –se escuchó exclamar a alguien, y Jorge sintió como si le hubieran brindado un puñetazo en el estómago−. ¡Yo tengo un deseo! –repitió Eduardo, incorporándose con una triunfal sonrisa en el rostro−. ¡Quiero que mi pene llegue a tocar el suelo!
            La última frase reverberó por toda la estancia, y nadie pudo creer que Eduardo, ese idiota que por desgracia cursaba la misma asignatura de artes que ellos, lo había hecho de nuevo. Verdad o mentira lo del único deseo que ese hombre
(¿hombre?)
estaba ofreciendo, flotando
(¿flotando?)
frente a sus expectantes ojos, Eduardo volvía a demostrar que nunca pensaba en otra cosa que no fuera en él mismo, y eso era detestable.
El ser de la tetera lo quedó mirando con aire pensativo, hasta que por fin comenzó a mover sus manos en círculos, sacando imposibles chispas de sus palmas; mientras hacía eso, dijo:
−Muy bien, chico, tendrás lo que deseas –Entonces juntó sus manos con un sonoro chasquido y la estancia se saturó de una luz blanca que los cegó a todos por unos cuantos segundos.
Antes que cualquiera de ellos pudiera recobrar la visión, supieron de inmediato que algo malo había ocurrido; y no porque no pudieran ver nada, sino porque unos agudos gritos llenos de profundo dolor lo llenaban todo, como la alarma de una vertiginosa realidad que se avecinaba a pasos agigantados e implacables.
−Ah, pero si eres tú –dijo la profesora al corroborar la procedencia de los chillidos. Varios de los estudiantes balbucearon algo parecido.
Frente a ellos tenían a un Eduardo de un metro y diez centímetros de largo, sin piernas (cortadas limpiamente a la altura de la cadera) y con una gran posa de sangre bajo sus muñones. Lloraba y gritaba mirando al techo, evitando así que sus ojos tuvieran contacto directo con los desperdicios que ahora tenía por extremidades posteriores. Jorge se fijó en que una pequeña porción de lo que quedaba de su cuerpo se apoyaba en lo que bien podían ser sus testículos o su pene, un pequeño bulto bajo sus manchados pantalones al medio de sus amputaciones.
−¡Ayuda, por favor! –gritó Eduardo, desesperado−. ¡Me estoy muriendo!
Nadie lograba entender cómo habían llegado a ese punto, nadie lograba entender cómo Eduardo había perdido ambas piernas de aquella forma tan fina e inclemente. Los presentes recordaban haber escuchado que algo se caía, una tetera contra el suelo, y luego Eduardo estaba lloriqueando sobre el piso, sin piernas y un montón de sangre bajo él.
La profesora dio un respingo, siendo consciente de que si no procedía con urgencia, uno de sus estudiantes iba a morir de una manera particular e inexplicable. Buscó con la mirada al guardia sólo para verlo vomitar apoyado de la pared del otro extremo. Sacó su celular del bolso con manos temblorosas y marcó el número de las emergencias. Demoraron un montón en responder del otro lado.
−¡Sí, sí, tenemos una urgencia acá en el museo! –dijo la mujer atropelladamente−. ¡Sí, aquí en la calle…!
Jorge dejó de escuchar la conversación de la profesora y volvió su cabeza hacia Eduardo; notó que éste estaba quedándose rápidamente sin energías y que su rostro palidecía a una velocidad peligrosa. Tuvo las ganas de acercarse a él y decirle al oído que le parecía bueno que volviera a colaborar con este país en decadencia, brindado nuevos elementos para que las personas pobres pudieran trabajar en algo, como por ejemplo en limpiar su sangre del suelo del recinto, dado el caso.

En vez de eso, se acercó a sus compañeros de carrera para salir juntos de aquella sala, aguantando las crecientes ganas de vomitar, y comenzar a hacer conjeturas sobre lo que realmente había sucedido ahí dentro. 

Cuento #94: El objeto perdido


Como la tienda de ropa americana le quedaba al paso entre el banco y su casa, Loreto no dudó en entrar para echar un vistazo luego de haber pagado todas sus cuentas del mes.
Haciendo un gesto con la cabeza, Loreto saludó a la joven que atendía el local y se sumergió entre los colgadores llenos de prendas de vestir con cierta ansiedad. Al principio encontró dos poleras de su talla que le gustaron un montón, pero juzgando a partir del clima invernal que comenzaba a asentarse en la región, optó por invertir su dinero en algo mucho más útil como un polerón o una chaqueta bien acolchada.
Transcurridos unos minutos, la joven llegó a tener dos polerones y tres chaquetas entre sus manos; estaba tentada de comprarlo todo, pero a raíz de un percance económico ocurrido unos cuantos meses atrás, Loreto aprendió a no gastar más dinero del presupuestado sin antes haber sacado cuentas en casa. Por lo mismo tomó ambos polerones seleccionados, dejando las tres chaquetas atrás, y los llevó hasta la joven que atendía. Luego de pagarlos, recibir la boleta y dar un paso fuera de la tienda, sintiendo la temperatura un poco más baja que cuando entró al local, pensó que lo mejor sería ponerse uno de los polerones por sobre el delgado chaleco que ya llevaba encima. Loreto se acomodó su prenda nueva, un polerón ancho y mullido con el nombre de una universidad gringa estampado en la espalda, y continuó avanzando por la calle en dirección a su casa.
Después de caminar unas cuantas cuadras y ver a un gato siamés acomodado en el jardín de una casa a su izquierda, a Loreto se le ocurrió que le era más conveniente pasar primero por el supermercado a comprar comida para su mascota, que ir directamente a su hogar: de esa manera no tendría que volver a salir del cálido ambiente de ésta hasta el día siguiente…, a menos, claro, que una emergencia la obligara a hacerlo. La joven iba con eso en mente, revolviendo sus manos dentro de los bolsillos de su polerón para abrigarlas, cuando una de éstas, la derecha, se encontró con algo duro que en un comienzo no logró identificar. Loreto pensó que el objeto estaba ahí, junto a su mano, pero una examinación más concienzuda le hizo caer en la cuenta que éste se hallaba en el interior de la prenda, entre los géneros que la conformaban; de seguro había llegado ahí por medio de un hoyo abierto en algún lugar del polerón. La joven estuvo a punto de ponerse a reír al respecto: le parecía gracioso que su antiguo dueño hubiera olvidado algo en su interior, un objeto común y corriente que eventualmente podría serle útil. Por lo mismo, y sin quitar la sonrisa de su rostro, Loreto empezó a jugar con el objeto de su bolsillo con el fin de concluir qué era este realmente antes de tenerlo frente a sus ojos.
No se trataba de una moneda, pues el objeto era mucho más grande y ancho que una de ellas; tampoco era un listón para el pelo por su consistencia, ni una batería pequeña o un juguete diminuto. De todas las cosas que pudieron ser y que pasaron por su cabeza, Loreto las fue descartando una tras otra al darse cuenta que la cosa en su bolsillo era irregularmente cilíndrica, de unos ocho o diez centímetros de alto y con una marcada protuberancia con forma lineal que le rodeaba casi por la mitad. Detenida frente a un semáforo que acababa de dar rojo, y con la curiosidad picándole cada vez más fuerte por dentro, la joven concluyó que lo que había en su polerón no era otra cosa más que un lápiz labial que su antigua dueña seguramente había dado por perdido.
Loreto creyó que quitarse el polerón para buscar el boquete por el cual había ingresado el objeto perdido y luego extraerlo por ahí mismo, en plena calle, sería un acto muy mal visto por los demás transeúntes; pero tampoco se creía capaz de aguantar las ansías de saber su verdadera identidad hasta llegar a casa, por lo que decidió darse un receso en esa esquina con el fin de saber de qué se trataba éste de una vez por todas.
La joven hizo el ademán de quitarse el polerón para revisarlo cuando algo cayó a su lado, un objeto pequeño, cilíndrico y pálido. Loreto se sintió un tanto confundida, pues pensaba encontrarse con un lápiz labial o algún cosmético por el estilo; pero haciendo a un lado la suave sensación de hastío y extrañeza por no haber acertado a la identidad del objeto, la joven se agachó para recogerlo y se percató que éste estaba frío como la cera. Entonces cayó en la cuenta que el objeto estaba lejos de ser un cosmético o un juguete como había pensado en un comienzo: lo que tenía al frente, entre sus manos, frío, pálido e irregularmente cilíndrico, no era otra cosa más que un dedo finamente cortado con un anillo nupcial engarzado. De ahí que sintiera Loreto una protuberancia lineal rodeando todo el objeto. Era el dedo cortado de alguien, y era tan real como el asco, el miedo y la parálisis que la joven sentía correr por todo su cuerpo. Negó involuntariamente con la cabeza y sintió deseos de gritar mientras se incorporaba costosamente, pero su voz parecía no querer responderle, al igual que sus manos que no soltaban el dedo con su anillo engarzado por nada del mundo.
Fue el codazo involuntario de una persona que pasó a su lado el que la hizo reaccionar y percatarse que el semáforo para peatones volvía a estar en verde. Loreto miró a todos lados con aire paranoico y cruzó la calle con la cabeza gacha, como si temiera ser reconocida por alguien.
El trayecto restante a casa lo hizo casi trotando: sentía que el cuerpo se le había enfriado, en parte por culpa del miedo, así como por las terribles ganas de volver a sentirse segura en su hogar. De vez en cuando miraba por sobre su hombro para confirmar si alguien le seguía, pero sólo conseguía confirmar que no estaba haciendo otra cosa que perder los estribos. Al siguiente semáforo en rojo se detuvo y respiró hondo, tratando de bajar las aceleradas revoluciones de su cuerpo; no podía seguir dejándose llevar por el impulso del momento como una loca: ya tendría tiempo para serenarse y responder (o al menos tratar de responder) todas las interrogantes que significaba el hallazgo que acababa de hacer en su nueva prenda de vestir.
Sin embargo, apenas Loreto llegó a su casa, su gata carey le recordó con fuertes maullidos que había olvidado comprar comida para ella. Loreto se dio un fuerte golpe en la cara, frustrada, y procurando entrar en calma, se dirigió a la cocina ante los heridos gruñidos de Mary Elizabeth. Estaba decidida a no volver a salir a la calle a no ser que fuera realmente necesario, por lo que rebuscó en los estantes más bajos de la cocina algún paquete de comida con restos capaces de apaciguar el hambre de su mascota hasta el día siguiente, cuando no hiciera tanto frío y estuviera mucho más animosa.
Por fortuna, Loreto encontró una porción razonable de comida para su gata en el último paquete que le había comprado.
−De la que me he salvado –dijo antes de detenerse y percatarse que estaba demostrando un miedo irracional que esa tarde, antes de salir a pagar sus cuentas, no existía en su interior. Así recordó el dedo con el anillo engarzado y sintió un fuerte escalofrío recorrerle la espalda.
El bufido grave de Mary Elizabeth hizo que Loreto diera un respingo y comenzara a verter en su pocillo lo que quedaba de comida del paquete.
−Está bien, no te enojes. Mañana tendrás más.
Pero su gata intentó darle un violento zarpazo como por toda respuesta.
−¡Hey, no te pongas idiota, gata de mierda! –le espetó Loreto, sintiéndose algo ofendida por su actitud. Intentó acercarse para acariciarla, mas su gata estaba imposible.
Obviándola, y pensando que tenía mejores cosas que hacer, Loreto hirvió un poco de agua y se preparó un té con miel y un par de sándwiches tostados de queso con el pan que le había sobrado del desayuno. Así, con su frugal comida preparada, se dirigió a su cuarto para recostarse en su cama y seguir viendo películas y series por Internet como el día anterior.
Estaba desvistiéndose luego de haber guardado el otro polerón que había comprado en la tienda, cuando Loreto volvió a reconocer el objeto en su bolsillo, palideciendo al instante. “¡Pero si estoy segura de haberlo botado!”, pensó mientras sentía formarse un nudo en su estómago; dio un paso atrás, alejándose de la silla donde dejó el polerón que llevaba puesto, y trató de recordar qué había hecho con el dedo al momento de haberlo descubierto. Sabía que lo había tomado con sus manos, confirmando la macabra sospecha que éste era tan real como sus propias extremidades, pero luego alguien le había golpeado casualmente, pidiéndole perdón, y después había continuado con los pasos hasta su casa. Mas, ¿habían sucedido así las cosas exactamente? ¡No lo recordaba, no podía recordarlo!
La joven se quedó mirando el polerón por un buen rato sin saber qué hacer. Afuera la tarde declinaba y la ausencia de luz sumía la habitación en un suave ambiente crepuscular. Caviló sobre llamar o no a alguna autoridad para que revelara el origen de aquel dedo: tal vez pudiera ser la pista para llegar a la solución de algún crimen sin resolver. No obstante, luego de darle un par de vueltas más al asunto, supo que lo mejor sería arrojar el polerón junto al dedo y su anillo a la basura, sin remordimientos, y dejar que el tiempo hiciera lo suyo para que se le olvidara aquella situación de una vez por todas. Si otra persona encontraba el dedo y decidía averiguar de dónde provenía, era ya asunto suyo, no de ella.
Loreto tomó el polerón con la punta de sus dedos y lo arrojó dentro del basurero del baño. Acto seguido, cerró la bolsa haciéndole un fuerte nudo en la punta y la llevó hasta el antejardín, donde su gata la siguió para continuar fastidiándole, esta vez tratando de romper la basura con sus filudas garras.
−Por favor, no molestes más, Elizabeth.
La joven se sintió de repente cansada y abrumada: tenía la sensación de estar escondiendo un cadáver, de estar haciendo algo completamente fuera de sus límites. Su corazón no dejó de latir angustiado hasta que dejó la bolsa en el tacho de basura grande del antejardín y volvió a entrar en casa. Iba a cerrar la puerta de entrada cuando se percató que su gata seguía gruñéndole al basurero donde acababa de echar la bolsa. Loreto sintió un fuerte acceso de duda al respecto, pero luego de pensar que ya había tenido bastante por un solo día, decidió tomar a su gata (que intentó rasguñarla apenas la tocó) y guarecerse en su cuarto para descansar un poco, quizá dormir hasta el otro día.
Su té ahora estaba más frío, y sus sándwiches tostados volvieron a estar tan duros como lo estuvieron antes que decidiera comerlos. Por lo mismo los dejó a un lado, sin mucho ánimo, y se puso el piyama para acostarse a ver tele por un rato. No bastó mucho zapping o devaneo de sesos para concluir que estaba muerta de sueño y que prefería dormir (aunque ni siquiera fueran las ocho de la noche) frente a cualquiera otra cosa.
Loreto ni siquiera se percató cuando ya estaba sumida en un sueño profundo y denso. Fue como si no hubiera existido un corte, un punto aparte, y ella volviera a encontrarse de pie frente al espejo del baño, con un traje de novia blanco encima, bien maquillada y peinada para una ocasión importante. Tenía la sensación de estar a punto de concretar algo transcendental, de dar un paso importante en su vida. Se miró más de cerca en el cristal y notó que sus ojos habían cambiado de color: ahora eran claros, no castaños como los suyos. Su pelo también tenía otro tono, y estaba mucho más corto que antes. Sus pómulos anchos se habían esculpido un poco, dándole un aire más avejentado pero refinado. Se echó atrás para volver a verse de cuerpo completo y comprobó, horrorizada, que ese cuerpo no le pertenecía: debía haber envejecido unos diez años en menos de un minuto.
Alguien golpeó la puerta del baño con aire presuroso.
−Hey, Amalia, debes salir –dijo un hombre del otro lado−. Ya es hora.
Loreto sintió el pánico anidar en su pecho. Observó a todos lados, buscando una salida (porque tenía que encontrarla, y pronto), pero sólo dio con la estrecha ventana colindando con la ducha, por la cual, naturalmente, no cabía.
El hombre del otro lado volvió a golpear la puerta, esta vez de manera mucho más impaciente.
−¿Amalia, estás ahí? Por favor, sale, Roberto se está poniendo un poco molesto.
A Loreto el nombre de Roberto le parecía familiar, y no porque fuera uno común y corriente dentro de su entorno, sino porque tenía plena consciencia de conocer al Roberto que acababan de mencionarle, y porque sintió una fuerte punzada de miedo al oírlo.
De repente quiso despertar y salir de ahí, huir del cuerpo en el que se encontraba atrapada y volver al suyo, en su cuarto, a un par de metros del baño donde se hallaba.
Pero su cuerpo cedió sin poder dominarlo y se encontró del otro lado de la puerta con un hombre vestido de gala y con un pasillo totalmente diferente del de su casa. El hombre le sonrió con frialdad y le tomó del brazo, conduciéndola entre personas elegantes que le hacían un leve gesto con la cabeza a modo de saludo. Loreto no reconoció ninguno de los rostros ahí presentes, haciéndole sentir muy incómoda. No había nadie familiar, ninguna cara conocida, y eso le producía un terror cada vez más incontrolable.
El hombre la llevó por un amplio vestíbulo con lámparas de araña colgando del techo, hizo que atravesara un último pasillo hacia la izquierda y que entrara a una sala espaciosa lleno de gente bien vestida que parecía estarle esperando, formando un pasaje hasta el fondo donde le esperaba (sabía que le esperaba a ella) un tipo de pelo corto bien peinado, oscuras cejas prominentes y un rictus que le heló la sangre.
La cabeza le daba vueltas mientras escuchaba a alguien vestido de túnica oscura pronunciar unas cuantas oraciones sin sentido. El hombre a su lado, que debía rondar los cincuenta años, no dejaba de mirarla con sus ojos estremecedoramente oscuros, como si quisiera tener lo mejor de ella en ese momento, engullirla, destriparla
El cuerpo le temblaba, pero seguía sin responderle. De pronto todos prorrumpieron en aplausos y sintió que alguien le tomaba la mano izquierda entre la bruma que se había transformado su vista. Miró al frente y vio borrosamente cómo el hombre a su lado le engarzaba un anillo nupcial en el dedo sin dejar de sonreír triunfal. El corazón se le paralizó y supo con pánico que ya no había vuelta atrás: el rito estaba sellado.
A su alrededor todo era luces, risas y gritos achispados. Su cabeza continuaba dándole vueltas aceleradamente, y Loreto no quería otra cosa más que salir de ahí. De repente todo se había vuelto muy real, demasiado real, y ella quería escapar de todo. Intentó correr, mas sus pies tropezaron y terminó por caer de bruces.
La despertó el incesante golpeteo de su gata desde el otro lado de su habitación, como si estuviera muerta de hambre. Su habitación se encontraba sumida ahora en la fina oscuridad previa al amanecer. Loreto alcanzó a reconocer su propio territorio antes de asomarse a un lado de la cama y vomitar sobre su alfombra.
Los oídos le retumbaban, su corazón intentaba volver a latir con normalidad. El sueño había sido tan real, que Loreto despertó completamente angustiada y desorientada. Sin importarle la desgracia que había hecho con su alfombra comprada hacía tan poco, Loreto se recostó e hizo caso omiso de los llamados desesperados de Mary Elizabeth; en vez de eso esperó que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad y repasó los últimos detalles de su sueño.
Pasado un rato, y tras recordar el suceso del día anterior, concluyó que todo se debía, primordialmente, al efecto que había producido el hallazgo dentro de su polerón.
Respiró hondo, tratando de mantener la calma, y encendió la luz de su mesita de noche con el fin de ver el estrago que había provocado al vomitar el piso. Sin embargo, un inquietante brillo en su mano le robó la atención, inundándola de miedo. Al comienzo tuvo que tocarlo, sentirlo frío rodeando su dedo para comprobar que realmente se encontraba ahí, engarzado a ella.
Loreto tuvo deseos de echarlo todo afuera de nuevo, de ponerse a gritar ahí mismo. Quizá continuara soñando, un sueño dentro de otro sueño, pero era inevitable: lo real estaba ahí, en su cuarto, con ella, y era como una maldición que no deja de transmitirse de una persona a otra, no importaba si necesitara de algo tan simple como un polerón usado para extender su poder.
Su gata carey seguía gruñendo y maullando del otro lado del cuarto como si quisiera auxiliarla, salvarle, advertirle que había cargado con un mal, un odio, una rabia inmensa que llevaba años acumulándose en un solo núcleo, en un punto indescriptible de la realidad. Pero era ya demasiado tarde: Loreto comprendió por qué la mujer del sueño entonces había amputado su propio dedo para luego perderlo y olvidarse del anillo que portaba. Había querido erradicar un daño, tenía que hacerlo, pero existían males que perduraban por años y no había forma de exterminarlos.
            Pero tal vez pudiera ganar algo más de tiempo, poder salvar su propia existencia y quizá también la de otro, de terminar con la maldición de una vez por todas. Entonces pensó en el filudo y eficaz cuchillo que colgaba de la pared de su cocina. Sí, con toda seguridad eso ayudaría. Al menos de momento.      

Microcuento #38: Pasteros #1

−¿Hay cachao’ que lo pasteros siempre hablan solos?



            −¿Hay cachao’ que ese güeón parado allá siempre habla solo?
            −Sí. Y siempre dice la misma güeá.
            −Pobre pastero.

            −Sí, pobre pastero.