Largo camino a la ruina #35: Hierba mala nunca muere

−Yo creo que tenemo’ fumar esta güeá ahora –dijo el Mauro mientras caminábamos hacia la plaza donde nos reuniríamos con nuestro vendedor de drogas.
            −Güeón, cálmate un poco y espera –El Juan, sin detenerse en ningún momento, sacó su celular de uno de sus bolsillos y chequeó la hora−. Deberíamo’ estar en esa plaza en die’ minuto’ má’, y aún no´ faltan como veinte pa’ llegar.
            Por mi lado no dejaba de observar el suelo, pero advertí que el Mauro dejó caer su mirada sobre mi persona unos cuantos segundos, como regañándome: y es que el único que tenía la culpa por tanto retraso era yo: como aún no se me pasaba la diarrea de los días anteriores y mi organismo tuvo la mala idea de querer echarlo todo afuera cuando más necesitábamos de tiempo, no me quedó otra que sentarme en el frío trono de la casa y esperar a que lo peor pasara, que dicho sea de paso, fue mucho y muy doloroso.
            −Pero güeón, si podemo’ fumarlo mientra’ caminamo’ –insistió el Mauro−. Es como comer chicle y caminar a la vez.
            −Ya, pero esta güeá es distinta. Además no lo vamo’ a disfrutar.
            −¡A la mierda con disfrutarlo!
            El Juan y el Mauro estuvieron debatiéndose así por un buen rato, sin dejar de avanzar a trancos largos por la población donde vivíamos. Era la tarde, como eso de las cinco y media, y un montón de niños estaban llegando a sus casas del colegio. Pensé por un breve momento en lo genial que eran esos días, cuando llegabas del colegio y no tenías nada de qué preocuparte en casa… Aunque bueno, siendo sincero, ahora seguía haciendo prácticamente lo mismo, con mi cuerpo mucho más peludo y deteriorado que en aquel entonces, en todo caso.
            −Ya, loco, sabí’ que pásame el encendedor mejor –dijo el Mauro con avidez.
            −No, güeón, no te lo voy a pasar, vamo’ a llegar…
            −¡Ajá –exclamó el Mauro, sacando el encendedor de uno de los bolsillos de su chaqueta−, acá estaba!
            −Mierda –balbuceó el Juan, y todos nos detuvimos: si el pito se iba a prender, debíamos fumarlo todos.
            El Mauro se llevó el pito a la boca, rodeó su punta con una mano y con la otra colocó la llama del encendedor bajo ésta.
            −Oh, sí… −dijo tras darle una calada fuerte−. Cabro’ culiao’, esta güeá está…
            Un ruido estrepitoso y violento nos hizo saltar a todos en ese preciso instante, quedando los tres con el corazón en un puño; alguien, una señora que pasaba por la calle del frente se puso a chillar y nosotros pensamos que estábamos acabados.
            Nos demoramos un par de segundos en percatarnos que a unos cuatro o cinco metros de nuestra posición había ahora un auto (un Toyota no sé qué –sé muy poco de autos) hecho mierda contra la pared de una de las casas del pasaje, con una persona atrapada adentro; también nos demoramos otro poco en darnos cuenta que la persona en cuestión aún seguía con vida, pues trataba de desembarazarse de su cinturón de seguridad y salir de ahí lo más rápido que podía, como si temiera que el auto estallara de un momento a otro como en las películas o algo así.
            Miré al Juan y al Mauro y vi sus bocas desencajadas, tal como debía estar la mía, sin poder creer nada de lo que estábamos presenciando. Nos demoró un buen rato sacar el cálculo de que si el Mauro no hubiera encendido el pito y nosotros no nos hubiéramos detenido para fumarlo con él, probablemente habríamos seguido caminando y el auto, que después supimos había sufrido un corte de frenos de manera súbita, nos habría dado de lleno, aplastándonos contra la pared de la casa a nuestro lado. Habíamos eludido a la muerte por una cuestión de segundos.
            −La marihuana nos salvó –dijo el Mauro sin ser consciente de hacerlo−. ¡La marihuana nos salvó la vida!
            La señora que había gritado en primera instancia llamaba ahora a los pacos y a Urgencias, mientras que otros vecinos intentaban sacar al hombre desesperado de su asiento. Por nuestro lado, terminamos el pito presenciando todo a nuestro alrededor y seguimos adelante, con la idea en mente de consultar luego en Internet sobre los pormenores del accidente.
            −Güeón, nos salvamo’ por un pelo –dijo el Mauro mientras seguíamos avanzando calles arriba.
            −Quizá el destino no’ tiene deparado una güeá buena –dijo el Juan−. Como crear la cura para el Sida o la forma para limpiar este mundo de todo’ lo’ políticos corruptos o una güeá por el estilo.
            −Puede ser –farfullé, temblando aún por el choque y la idea de haber estado a punto de morir−. Aunque dicen también que la hierba mala nunca muere.
            −Eso también entra dentro de las posibilidades –dijo el Mauro.
            Después nos mantuvimos callados, sintiendo el efecto de la marihuana en nuestro interior, hasta llegar a la plaza donde habíamos acordado juntarnos con el tipo que nos iba a vender más hierba. En un principio temimos que el tipo se hubiera ido, aburrido de tanto esperarnos, pero como si todo siguiera un guión estipulado con anterioridad, resultó que éste llegó al mismo tiempo que nosotros con aire cansado y drogado.
            −Sorry, cabro’ –nos dijo, haciendo un gesto de disculpa con la cabeza−. Pero me retrasé un poquito.
            −Na’, no importa, no pasa nada –dijo el Juan, sacando los billetes para pagarle por la mercancía.
            Las coincidencias y situaciones como éstas siempre me ponían los pelos de punta; pensé en que algún día ya no habría un pito qué fumar, que simplemente seguiríamos adelante cuando no tuviéramos nada que hacer y ¡PUM!, un auto nos arrollaría sin ningún tipo de premeditación, acabando inmediatamente con nuestra vida.

            Pero la vida era ahora: la vida era echar marihuana en un papelillo, enrollarlo y fumarlo para disfrutar de las nubes arremolinándose encima nuestro, de las hojas que se balanceaban en las ramas de los árboles, de los momentos en que creías que todo podía acabar pero seguías adelante, como si nada hubiera pasado.

Historia #247: Un cristal sucio y arañado

Cada vez que Bruno miraba por la diminuta ventana de su nuevo cuarto, recordaba lo mucho que extrañaba la tierra donde había nacido, allá, a miles de kilómetros de donde se encontraba. La habitación era oscura y pequeña, claro, con sus pocas pertenencias apretujadas, apiladas y en posiciones realmente incómodas para el movimiento de quien durmiera ahí dentro, pero aun así era mucho más grande que en la que había vivido en un comienzo, apenas había arribado al país, junto a otros tantos compatriotas igual de esperanzados y expectantes.
            La ventana, cuyo cristal sucio y rasmillado impedía que la luz solar penetrara con facilidad en la estancia durante el día, daba a un reducido patio lleno de objetos en desuso, basura oxidada y olvidada, y un árbol de aspecto viejo y cansino en medio de todo el desperdicio que no dejaba de recordarle la casa donde había nacido y sido criado; la basura no importaba cuando se fijaba en las hojas que le iban quedando, su tronco vetusto y sus nudos de figuras circulares. Era como un pequeño símbolo de permanencia, un sortilegio que le devolvía a casa, su verdadera casa.
            La mujer que regentaba la abotargada pensión ni siquiera parecía fijarse en el árbol; de hecho Bruno tenía la impresión de que no ser por él, que la regaba cada vez que iba al baño que estaba del otro lado, éste ni siquiera seguiría en pie, estoico entre tanto abandono. No, la mujer de la pensión parecía más interesada en cuánta plata recaudaba gracias a él y sus compatriotas, que en darle vida al lugar que administraba.
            Bruno vio caer unas cuantas hojas del árbol, arrastradas por el viento invernal del exterior, y sintió el frío estremecer su cuerpo, como largos dedos arrastrándose por su espalda. Jamás había sentido algo así hasta que empezó el invierno, furioso y cruel; llegó incluso a pensar que tal vez esa tierra no fuera para gente como la suya, después de todo; quizá todo esto no fuera más que un sueño efímero que terminaría pronto en un gran desastre. El país estaba sufriendo cambios, y no todo parecía ir sobre ruedas; las cosas, como estaban, podían derrumbarse en cualquier momento.
            Su abuela fue la que le enseñó que los años están divididos en cuatro estaciones, cada una especial y peculiar, las mismas que hacían florecer y envejecer a la vegetación. Cuando Bruno vio por primera vez el árbol de su casa sin hojas, desnudo y frágil, cayó en una desdicha que no supo entender hasta que ella se lo explicó, como si hubiera podido leerle la mente en ese mismo momento. Bruno recordó que una noche hubo mucho viento y al otro día el árbol se hallaba totalmente vacío, nada más que tronco y ramas desoladas.
            “Los árboles mueren y viven cada cierto tiempo”, le dijo su abuela, tal vez no con esas mismas palabras o ese orden, pero Bruno se acordaba que el primer acercamiento con esas delicadas expresiones la vida, la muerte fue ahí, en ese mismo momento en que reparó que todo lo que nacía, tenía que morir en un determinado punto de la historia.
            Pero los árboles morían y renacían; ellos, los mortales, no. Porque no existían estaciones para los humanos que revivieran a quienes habían partido; no, para ellos sólo existía el tiempo contado, un reloj a punto de estallar en cualquier momento, a punto de descomponerse en tan sólo un instante.
            Quizá de eso se trataba: los árboles trataban de enseñar algo, de decir que no todo estaba asegurado en la vida, que las situaciones podían oscurecerse en cualquier eventualidad y que todo se podía ir a la mierda cuando menos se pensara.
Bruno no podía concebir la idea de un espectáculo tan emocionante, tan magnífico, fuera designado por la naturaleza para suscitar algo tan doloroso como ese mensaje, pero de alguna manera se encontraba enraizado en su conocimiento. Su abuela, su mamá y su papá habían sido personas jóvenes un día, llenas de energía y vida, hasta que el viento invernal los sentenció e hizo su irrevocable trabajo. Su abuela le había dicho que cada cierto tiempo los árboles que morían, volvían a vivir. Porque ella era un árbol; él era árbol, igual que sus padres. Todos en realidad, después de todo, eran árboles. Se nace, se florece, se muere; sucedía en todas partes: ocurría en la tierra donde nació, en el extranjero, en el país donde residía ahora. Era algo irrevocable y duro, inevitable y omnipresente.
Ver ese árbol abandonado ahí afuera le hacía sentir de alguna forma como en casa, aunque fuera a través de un vidrio sucio y dañado; era como volver el tiempo atrás y fingir que no se había movido de donde había crecido, que seguía allá y que las cosas jamás habían cambiado.

El viento que azotó la ventana por la que miraba Bruno, fue el mismo que se llevó las últimas hojas del árbol, ahí de pie, en el patio, con su tronco desnudo y sus ramas desoladas.

Historia #246: Cosa de confianza

La gente suele pensar que gozo de una confianza en mí mismo de un tamaño considerable, pero ellos no saben que cada vez que huelo el pino de las empanadas en el aire, olisqueo mis propias axilas para comprobar que no soy yo el hediondo.