Diario de vida #3: Sobre Amanda y Un ciclo es un ciclo


Cuando iba en la Media, con mis compañeros solíamos parapetarnos en la baranda del segundo piso del edificio (a la salida de nuestra sala) y mirar a todos los alumnos que transitaban debajo nuestro; así, naturalmente, y con esto no quiero que se ofendan, nos disponíamos a realizar lo que amigos de otros colegios −que también lo hacían en esos mismos años, por supuesto− llamaban “ponerle fecha al cheque”: todas las alumnas más chicas que nosotros que tuvieran rasgos significativos como buenos augurio a futuro, entraban en la categoría de “cheque a fecha”. Esto es algo muy común y conocido en las prácticas escolares, y por lo que sé, lo hacen tanto hombres como mujeres –muchas amigas así lo confirman.
            Digo todo esto porque siempre hubo alguien que me llamó mucho la atención aun contra toda regla mental, moral y legal; y es que desde esos días la belleza calma y poco sacada en provecho de esta −digamos− niña, me hacía pensar que cuando fuera grande, sería una mujer espectacular con todas sus letras y en mayúsculas: piel pálida lechosa, pelo negro azabache, una nariz puntiaguda, labios carnosos y aquel detalle que siempre me mata en las mujeres con la tez de su color: ojos oscuros y grandes, como los de un pequeño roedor. Con esto no me refiero a que en esos tiempos me haya atrevido siquiera a hablarle (menos aún insinuarme ni coquetearle), porque era ilógico: uno como alumno de la Media, más grande que los demás, por algo casi biológico, nunca tiende a hablarle, ni mucho menos pensar en compartir junto a los más pequeños (y bueno, ahora que puedo hacer el alcance, por algo biológico también algunas personas mayores tienden a juntarse y gustarle siempre personas más chicas). Pero al imaginármela grande, con sus dieciocho años cumplidos, me decía que nuestra diferencia de edad de solo dígitos no afectaría en nada nuestra relación.
            Y así me la llevé un buen rato hasta que entré a la universidad, tuve polola y todo el mundo del colegio en que prácticamente me crié y nací quedó relegado a mis archivos mentales del pasado; obviamente, esta joven en cuestión también fue a parar al mismo lugar que los demás, sin que volviera a recordarla en ningún momento de mi nueva y agitada vida.
            Hasta que un día cualquiera, mientras visitaba un local de videojuegos con unos amigos, me la topé de frente como en las películas. Estaba igual que siempre –eran sus mismos rasgos de cuando la veía deambular por el colegio−, pero más alta, mucho más bonita y, cómo no, fuera de la regencia de las leyes de la mayoría de edad. Nos quedamos mirando por un rato, y como si todo hubiera sucedido en un parpadeo, así sin más, pasamos el uno al lado del otro rumbo a nuestros puestos frente a los televisores que acabábamos de arrendar. Las dos horas siguientes las pasé con el corazón en el puño, mientras Captain Falcon, Mr. Game & Watch, Link y otros personajes archiconocidos de la franquicia Nintendo se hacían mierda a golpes delante de nuestros ojos. No podía dejar de mirarla a cada tanto, mientras los demás se decidían por cual personaje elegir para combatir: ahora vestía un pantalón negro apretado, unas Converse negras y una polera de Sonata Artica naturalmente negra; era como si quisiera resaltar el gran contraste de sus tonos (el color de su piel con el de su cabello y ojos) con prendas de vestir todavía más oscuras.
            Debo aceptar que nuestras miradas se cruzaron unas cuantas veces durante esas dos horas…, aunque también debo aceptar que mi duda está en que si lo hacía porque me reconoció al momento de estar frente a frente, o porque mi mirada intrusa provocó los clásicos piquetes invisibles que toda persona siente cuando está siendo observada. En fin, el asunto es que llegó el horrible momento en que tuvimos que cederle nuestro puesto a un grupo de adolescentes que habían pagado por él, y yo me fui de ahí sin haber entablado ninguna conversación con ella, así como tampoco haberle dedicado ningún gesto de reconocimiento ni una mueca por el estilo; también reparé en que no sabía su nombre para buscarla por Facebook y hacerlas de psicópata para ver en qué andaba su vida y su día a día.
            No le dije nada a ninguno de mis amigos ahí presentes por temor a que no entendieran mi fascinación para con ella; a veces (qué a veces: ¡muchas veces!) los hombres lo arruinan todo con su forma burda y simiesca de contemplar (¿contemplar?; mejor dicho atisbar) las cosas. Tampoco quise incurrir a amigos y a gente conocida del colegio que pudieran tener algún vínculo con ella o al menos saber su nombre para poder buscarla por Internet por la misma razón. Sin embargo, cuando llegué a mi casa ese viernes por la noche algo pasado de copas (¿algo pasado de copas?, jajajá), traté de dar con su perfil de Facebook inspeccionando el listado de amigos de mis contactos que pudieran tenerla a ella; pero dado que tenía tan poca información acerca de su persona, todo fue en vano. Recuerdo haberme preparado un té y haber visto la hora: eran cerca de las once de la noche de un día viernes, y yo estaba frente al computador con una taza de té en la mano. Entonces (y por lo mismo), como a modo de protesta por hallarme ahí y no frente a una barra apestosa, imaginé encontrándomela en un pub, ahí donde todos pueden llegar a ser amigos y conocidos una vez rotas las puertas de la introspección y la vergüenza gracias a la obra y gracia del alcohol; la imaginé grande, incluso mayor de lo que ofrecía su imagen esa misma tarde, y con un hábito cervecero que hubiera escandalizado fácilmente a los profesores del colegio católico en que fuimos educados.
            La escena en mi cabeza ocurría así: ella estaba sola sentada en la barra, tomando cerveza de un shop, mientras yo entraba sintiéndome totalmente aburrido de la misma y monótona compañía de siempre; por eso mismo había ido a otro pub en vez de asistir al cual soy más asiduo. Y bueno, el asunto es que ahí estaba ella. Y lógicamente, como yo soy un imbécil con mucha suerte, tocó la coincidencia que yo fuera al baño JUSTAMENTE cuando ella hacía lo mismo. Y como toda situación en que está metida la bendita coincidencia, nuestro encuentro ocurrió JUSTAMENTE cuando ambos abandonábamos los servicios higiénicos. Entonces nos reconocimos, nos saludamos y coincidimos –otra vez más– en que ambos nos encontrábamos solos esa noche: ella celebrando su cumpleaños, yo tomando porque sí.
            Así fue que, en parte como ejercicio –cuando estoy borracho me da por prepararme ejercicios mentales−, en parte como nuevo trabajo para el blog, y también en parte como una forma de desahogar los deseos que sentía para con ella –como ciertos monjes de conventos religiosos de antaño y sus escritos calentones para refrenar los impulsos pecaminosos−, me dediqué a generar una conversación en la que ambos se reconocían, daban a conocer lo que había pasado durante esos años en que no habían estado cerca (digamos, en el mismo establecimiento), se sinceraban respecto a las imágenes que tenían el uno del otro de esos años de colegio (gracias a la cerveza, por supuesto) y prometían reunirse al día siguiente para continuar con aquello que nunca pudieron iniciar cuando chicos. Traté de hacerla lo más creíble posible, respetando pausas, tragos de cerveza, instantes de dudas, etcétera, etcétera, imaginándome siempre yo mismo como protagonista para hacerlo todo más fácil.
            El resultado de todo esto fueron más de quince planas que después de mucha revisión y cortes acabó siendo menos de una decena. ¡Gúau, nunca había escrito tanto en una sola jornada!; de hecho, tiendo a aburrirme de lo que estoy haciendo apenas transcurre una hora, como mucho. Pero esto era como vivir la conquista en tiempo real de una joven muchacha que me gustó en otro tiempo; era como estar ahí y vivirlo, cosa que, básicamente, fue uno de mis primeros motivos para escribir cuando era niño (aventuras épicas y tal); sabía, por lo mismo, que si me detenía y dejaba la tarea de terminar el relato para el día siguiente, toda la magia, toda la escena, escenario, gestos y diálogos que tenía en la mente, se iban a ir a la mierda y hasta ahí llegaría mi cita ficticia con esta muchacha en cuestión.
            Como el texto era largo y yo carecía de material de reserva para las publicaciones del blog, al día siguiente me propuse revisarlo y depurarlo otro tanto antes de subirlo a mi página. El asunto fue que cuando estaba por terminar de leerlo por segunda vez, se me vino a la cabeza una idea que revoloteó durante mucho tiempo en mis primeros años de universidad: la historia de un joven que despierta resacoso a altas horas de la tarde, no ve a nadie en casa salvo a una niña que surge de la nada y le indica seguirla, se propone resolver el misterio de su aparición pensando que puede estar muerta, y termina descubriendo que en realidad él era el muerto y no ella. El relato como tal carecía de órganos, pero tenía un esqueleto con el cual erguirse y mantenerse de pie por al menos un momento; entonces pensé que tal vez las dos historias pudieran funcionar juntas, aprovechando hechos y situaciones del primer texto para enriquecer el segundo y viceversa. No sé cómo habrá terminado el resultado, mas al menos me divertí un montón preparándolo y ejecutándolo, cosa que, sin ir más lejos, es la base para poder continuar con lo que te gusta sin volverte loco ni pensar en optar por vías mucho más fáciles –como el suicidio, por ejemplo.
            Pero me he descarrilado un montón, y esto no es lo primordial de lo que quería contarles. Por mucho tiempo trabajé en un supermercado a minutos de mi casa; la mayoría éramos vecinos, amigos de la niñez y compañeros de la universidad. Trabajé ahí por unos tres años al menos, lo suficiente como para no querer pisar un supermercado por más de media hora nunca más en la vida. El ambiente era grato, los compañeros unos amores de personas, pero llega un momento en que hay que despedirse y partir lejos para no terminar con un tiro en la cabeza. Así fue que me cambié de casa, ciudad y me quedé sin trabajo.
            Desde mi despedida han transcurrido unos tres meses, y hace poco tuve que volver a mi ciudad natal para poder prestarle servicios a una amiga muy querida en un par de eventos musicales (tocando batería en su banda) y presentar Las manos… y Naturaleza muerta en un evento municipal bajo el nombre de Una jauría de perros.
Como las fechas de los eventos estaban distanciados por semanas, terminé quedándome en la ciudad por más de lo presupuestado y querido. Sin embargo, he aquí las mariconadas de la vida: cuando fui con unos amigos al supermercado donde trabajaba para comprar cervezas, vino, qué sé yo, me encontré con una persona muy llamativa detrás de una de las cajas recaudadoras. Mi corazón (como siempre) se desbocó, y yo sentí que el cuerpo se me ponía frío. La saludé tartamudeando mientras mis amigos hablaban sobre cualquier basura intrascendental y pasaban las cervezas por la cinta corrediza; hicimos la recaudación de las cuotas, y yo entregué el dinero sólo para mirarla a esos ojos oscuros y poder guardar la boleta donde (como sabía de antemano) estaría su nombre en una de sus esquinas posteriores.
Tampoco le dije nada a mis amigos en esta ocasión –por las mismas razones que anuncié previamente−, pero ahí estaba ella, la niña que resultó ser el premio mayor una vez crecida. Pude ver en sus ojos algún atisbo de reconocimiento, pero han pasado los años y tengo más arrugas en la cara, me falta pelo en ciertos sectores donde me lo arranco sin poder evitarlo, y tengo una barba descuidada que oculta una porción considerable de mis rasgos, elementos que me hacen pensar en que nadie me reconocería muy bien si me vieran por ahí luego de mucho tiempo sin coincidir en alguna parte.
Me fui pensando todo el camino de vuelta junto a mis amigos en que si continuara trabajando ahí, con toda seguridad podría haber compartido algunas situaciones juntos, las suficientes para descubrir de qué iba su vida, cuáles eran sus preferencias, qué planeaba a futuro, si tenía pololo (o polola) o no, etcétera, etcétera. Pensé en que la vida era muy irónica muchas veces, y que no queda de otra que ver las cosas que te entrega con cierto humor; porque estas situaciones siempre terminan por parecerles graciosas a alguien, ¿no?
Ahora tengo la boleta de la compra del supermercado a un lado del computador donde escribo esto. La reviso y encuentro, cómo no, su nombre en la parte posterior de ésta: J. S. La primera vez que lo admiré, me dije que cómo era tan tonto para no haberlo previsto: porque era un nombre como cualquier otro, mas no disonante, ni discordante ni vulgar. Era un nombre bonito y común, así como muchos nombres bonitos y musicales que pululan por ahí hoy en día. No obstante cuando inicié su búsqueda por Facebook (utilizando variables de su nombre y su apellido), no di con ella por ningún lado: o bien carecía de una cuenta de Facebook, o bien su perfil constaba de otro nombre; pero hallarla me fue imposible.
Y he acá donde pienso que quizá esto no sea más que una danza de dos personas que terminan por encontrarse cada cierto tiempo, con más cambios a cuestas que la última vez que se ven. Es gracioso y esperanzador pensar así –y bueno, tampoco me queda de otra−, porque de ser esto verdad, sé que algún día terminaremos en un pub los dos solos, ella celebrando algo, cualquier cosa, y yo bebiendo por cualquier razón inocua, y nos reconoceremos y terminaremos hablando sobre nuestras vidas. Lo demás, naturalmente, dependerá de lo que el alcohol abra en nosotros.

Microcuento #47: Los zorrones


Paradoja: ver zorrones tirando basura por la ventana del jeep mientras van al Valle del Elqui a renovar energías y disfrutar de la naturaleza.
Los zorrones son unos loquillos.