Historia #257: Los capuchas


El otro día me pasó un hecho digno de ser narrado: resulta que a eso de las diez y media de la noche, un rato después de que la prepotencia y la violencia de los pacos parara, compré unas chelas en la botillería de la avenida y me fui a sentar cerca de unos capuchas en la cuneta, tomando vino en caja y escuchando trap a todo ritmo. Yo los había visto pelear toda la tarde, y tanto los hombres como las mujeres no debían superar los veinte años de edad (de hecho, ahora que lo pienso, parecían más escolares que universitarios).
            El asunto fue que un hombre de unos cincuenta años, asiduo a las protestas y conocido por sus aguardentosos comentarios sobre qué hacer con los pacos (“¡por qué nadie pesca a un paco y lo mata, si es tan re fácil!”, entre otros de la misma índole), se acercó a ellos trastrabillando por los efectos del copete. El hombre se paró frente a ellos y les gritó: “¡cambien esa güeá de música, es una mierda! La revolución se hace con Víctor Jara, Quilapayún, Sol y lluvia, no con esas güeás”, haciendo los imaginables gestos con las manos y la cara.
            Los capuchas ni siquiera se calentaron la cabeza con el viejo (es muy recurrente ver a este tipo de gente dando jugo en las protestas), por lo que siguieron tomando y echando la talla, mientras los autos tocaban la bocina y evadían la barricada a unos cuantos metros más allá.
Pero éste insistió tanto, que uno de los capuchas se levantó y le dio cara. Yo cacho que el viejo se meó ahí mismo, porque el capucha medía unos dos metros, se puso frente a él, todo choro, y le dijo de una: “viejo culiao, yo siempre lo veo hablando güeás, pero nunca lo veo pescar una piedra y tirársela a los pacos. Déjese de hablar güeás; esa música que le gusta ya pasó. Esta güeá es del pueblo: nosotros no tenemos partido ni esa’ güeás. No estamo’ ni ahí”.
            Varios escucharon la respuesta (en ese momento algunos prendían velas en una suerte de santuario que hicieron los manifestantes en honor a los muertos, torturados y desaparecidos por las fuerzas de la seguridad pública desde que empezó todo esto), y nadie dijo nada. Podría haber sido que los amigos capuchas del capucha se rieran o empezaran a insultar al viejo tan poco recurrente, pero ninguno de ellos dijo ni hizo nada; era como si con la mirada le dijeran: “es verdad lo que dice el amigo, viejo conchetumare, así que ándate mejor, culiao perkin, si no querí’ que te saquemo’ la chucha”, secundando la idea del que le respondió.
            El viejo, obviamente, quedó destrozado, y ante el hecho de verse disminuido y humillado por unos pendejos que debían ser más chicos que su hijo más chico (¡por Dios que pienso en la persona que haya tenido que tolerar a este sujeto por tanto tiempo a su lado!), y se fue para volver al día siguiente para seguir hablando güeás y hacer olímpicos gestos para evitar mojarse el potito a la hora de la verdad.
            El capucha volvió a la cuneta, mientras Bad Bunny hablaba sobre una casual rociada de semen sobre la cara de una chica con la que de seguro se había involucrado sexualmente, y siguió tomando vino de la caja con sus amigos. No recuerdo muy bien si lo felicitaron o algo así, pero la verdad es que para ellos la respuesta del capucha fue tan natural como para nosotros es vincular, de una u otra manera, la figura de ciertos personajes históricos a un ideal más libertario y decantado en la igualdad de clases que la de muchos otros, digamos, más fascistas, vinculando a ciertos hombres y mujeres con los ideales populares de este momento que vivimos a diario. Con esto no me refiero que se deba dejar de lado una lucha inconclusa, mantenida en silencio por ya casi treinta años, y olvidar a grandes artistas de un pensamiento digno de emular como ciudadanos de un nuevo y mejor país; sin embargo, en palabras más simples: lo nuevo es nuevo, y así como no tiene una cara visible (un enemigo real contra el cual actuar, según el presidente), este movimiento tampoco tiene un color ni un amigo en las altas esferas de la realidad política.
Las nuevas generaciones, a pesar de todo el pronóstico funesto que tenía de ellos antes que estallara el movimiento social, la tienen súper clara: no le creerán a nadie hasta que consigan lo que quieren: que suban los sueldos, que la plata se reparta mejor, borrar del mapa a todas las AFPs, que los políticos corruptos paguen todas las vidas que han quitado con el fin de beneficiar sus bolsillos, una nueva Constitución, etcétera. Son los mismos que han visto cometer errores a los más viejos y se sienten atormentados por una inevitable vida de mierda que se les viene encima sólo por ser parte de un sistema indigno; pero ellos en vez de quedarse de brazos cruzados y esperar a que alguien les de alguna migaja con la cual sentirse queridos y ajusticiados, tomaron las riendas del asunto y nos demostraron que, a la manera nueva y nuestra de ver la vida (sin hijos, sin responsabilidades arcaicas impuestas por unos vejestorios, por ejemplo), no tendría por qué haber miedo: en un mundo en que sabemos que lo vamos a perder todo no importando qué hagamos (trabajar en más de un trabajo para poder pagar las cuentas a final de mes, o competir incansablemente para poder tener el sustento), el arriesgarse un poco para por fin darle vuelta la mano a los hijos de puta que nos tienen viviendo horrible y miserablemente desde hace épocas, lo vale. No es tan difícil de entender, ¿no?
            Por eso digo que las nuevas generaciones la tienen más que clara: quieren algo y están seguros que lo conseguirán (el lema patrio reza “por la razón o la fuerza”, ¿no?), no importa el costo. Escuchan la música que les gusta, se manifiestan de la mejor manera que pueden (es lógico que la violencia sea el único camino después de haber visto a sus papás o hermanos mayores haciendo el ridículo en genkidamas por la educación o bailando Thriller para intentar salvar el planeta), y no están ni ahí con los héroes de los viejos: para ellos son todos lo mismo, tanto los malhechores como los cómplices (ya saben de qué partidos políticos hablo). Por eso nada de comunismo ni nada de fascismo. Al parecer su paleta de colores es más abierta que la nuestra: como los pájaros, ven mejor la realidad que, por ejemplo, los perros con su visión en escala de grises. Depende de nosotros elegir el animal correcto y su instintivo paradigma, por supuesto.

Cuento #103: Mujer en problemas


Luego de tomarse la última cerveza antes del cierre del local, Fabián y Cristián encendieron un cigarro y caminaron rumbo al paradero de los colectivos que los llevarían a casa. Eran pasadas las tres de la mañana, y era una suerte que ambos fueran vecinos: a esa hora de la noche era sumamente difícil llenar un vehículo para que partiera lo más pronto posible, y obviamente que restaran dos para completarlo era mucho mejor que tres. No había que ser un gran maestro matemático para saberlo.
            Fabián apagó la colilla del cigarro contra el basurero antes de arrojarlo adentro y subirse al colectivo detrás de su amigo, quedando justamente en la parte del medio de éste. El asiento del copiloto estaba ocupado ya por un pasajero, y por fortuna el último no demoró en llegar y rellenar el espacio (todo borracho y balbuceante). Los pasajeros pagaron el pasaje y dieron sus direcciones mientras la conductora arrancaba el vehículo. Como Fabián y Cristian vivían cerca, dieron la del segundo para facilitar las cosas.
            ¿Habrá llega’o el René a la casa?
            Cristian tenía la duda si el tercer amigo con el que habían estado tomando cerveza y conversando en el local estaba lo suficientemente dentro de sus cabales como para haber llegado a su casa sin problemas. Una vez se habían despedido de él estando tan borracho, que tomó un colectivo equivocado y terminó por darse cuenta de su error cuando ya era demasiado tarde y se encontraba al otro extremo de la ciudad, kilómetros lejos de donde vivía.
En esa ocasión fue su papá el que lo salvó de los efectos de su propia humillación. Sin más plata para movilizarse y en un estado que dejaba bastante que desear, René había creído que lo mejor era tragarse la vergüenza y recurrir al último bastión de ayuda aunque le costara un agotador discurso moral al día siguiente para la hora del almuerzo.
−A lo mejor se fue donde su polola –le dijo Fabián−. Por lo que supe, se le descargó el celular.
Esperando que René tuviera mejor sentido de la orientación en esta oportunidad, los dos amigos cambiaron de tema para planificar la hora en que se juntarían para ir al cumpleaños de la Feña al día siguiente, mientras la conductora del colectivo (una mujer de aspecto mayor, ojos claros y una frondosa mata de pelo castaño ondulado) se estacionaba frente a una plaza para dejar al pasajero ubicado en el asiento del copiloto.
−¿Adónde va usted? –le preguntó la mujer al último de los jóvenes que se había subido al colectivo antes de volver a echar a andarlo.
−Voy a Bellavista.
Por una extraña razón, los amigos tuvieron la impresión de que la mujer había palidecido.
            −¿Y ustedes? –le preguntó esta vez a Cristian y Fabián. Si no se hubieran encontrado con tanta cerveza en sus organismos, se habrían dado cuenta de que la voz de la conductora estaba impregnada con lo que en primera instancia parecía ansiedad.
            Cristian dio su dirección. La conductora los miraba desde el espejo retrovisor con avidez.
            −¿Les puedo pedir un favor? –preguntó ella−. ¿Podría dejarlos al último, después de él? –Apuntó hacia el joven que se dirigía a Bellavista.
            Cristian y Fabián se observaron, y dijeron que sí encogiéndose de hombros.
            −Sí, por qué no –dijo el primero.
            Bellavista era un sector alejado, a unos cuantos minutos de donde vivían ambos amigos (estando en un vehículo), más allá del cementerio que muchos se enorgullecían en llamar parque del recuerdo. Como aún no eran muchos los pobladores de aquel lugar, el sector seguía gozando del ambiente campestre y natural que la villa había agotado hacía tiempo en pos del crecimiento de la población y su eventual evolución. Quizá la conductora temiera un ataque por parte de algún enajenado que, gracias a saberse lejos de la civilización (digamos, unos cinco pasos más allá del límite) y sus luces delatoras, se sintiera capaz de destrozarle el auto, asaltarla y hasta violarla.
Bueno, quién sabía. El asunto es que el colectivo pasó raudo frente a la casa de Fabián, avanzando por la avenida que atravesaba gran parte de la villa, hasta dar con la carretera rumbo al valle. La ausencia de postes de luz a los bordes de ésta permitía que las estrellas pudieran ser apreciadas sin mayores problemas; Cristian, que iba del costado izquierdo del auto, se quedó un buen rato observándolas (mientras su amigo hacía no sé qué en su celular y pasaban frente al parque del recuerdo) hasta que éste se detuvo y se apeó el joven restante de manera trabajosa. Dio las gracias con un modular pastoso, cerró la puerta con cuidado tras él y encaminó por el camino oscuro que llevaba a la zona poblada del sector, muchísimos metros más allá. Tanto Fabián como Cristian sintieron un inexplicable acceso de empatía por él; sabían de antemano lo miserable que era caminar hecho bolsa hasta tu casa.
Entonces la conductora dio media vuelta en la carretera y enfiló de regreso a la villa. Cristian pensó que ésta diría que no le gustaban los borrachos, ni menos le apetecía tener que dejar a uno en un lugar tan alejado de su zona segura. Pero lo que explicó luego fue algo totalmente contrario.
−Muchas gracias por acompañarme –dijo ella, notoriamente agradecida. La mirada que les dedicaba desde el espejo retrovisor estaba llena de una rara mezcla entre miedo y seguridad, como cuando despertabas por la noche y no sabías si seguías soñando, o si volvías a encontrarte en el mundo de la conciencia.
Los dos amigos le dedicaron un gesto en señal de indiferencia.
−Yo me dije que nunca más iba a traer gente aquí, pero ese niño estaba tan cura’o, que me dio pena no traerlo –La mujer hablaba con tono dañado. Parecía una mamá hablando con sus hijos en la oscuridad. Fabián se percató (por la luz frontal de los autos del lado contrario de la carretera) que sus ojos verdes destilaban miedo en la negrura. De pronto había pasado a ser otra madre tan aterrada como sus hijos−. Ustedes no me van a creer, pero aquí se me apareció un fantasma.
Los dos amigos no entendieron a qué se refería ella en un principio, pero al pasar justamente frente al cementerio (aunque muchos le adjudicaran el nombre de parque por la disposición de sus tumbas), comprendieron la dimensión de sus palabras.
−Un poco después de donde dejé al joven de recién, me hizo parar una mujer –dijo la conductora sin quitar la vista del frente. De pronto el interior del auto pareció incluso más oscuro. A pesar de que sus cabezas zumbaban por culpa del alcohol consumido, Fabián y Cristian tenían volcada toda su atención en lo que hablaba ella−. Ese día vine a dejar aquí a mi último pasajero de la noche, ya saben, el último ante’ de tirar la toalla y acostarme y chao pesca’o, hasta mañana. Pero me dije “cómo voy a ser tan penca como pa’ dejarla tirá” po’, ustedes saben que hay que ayudar a las del género y nunca dejarla’ tirá’, así que paré, y mientras ella se acercaba a la puerta trasera del auto, donde van ustede’, me dije que si ella iba al centro, al menos podía dejarla en un punto donde le fuera más fácil dar con otro colectivo; no sé, no se me ocurría otra cosa, si igual eran las cinco de la mañana y estaba muerta de sueño.
La voz de la conductora se estaba quebrando. Cristian se percató que acababan de dejar atrás el cementerio.
−Se veía súper normal –continuó ella−. La veía como los veo ahora a ustede’, así de nítido. No sabría cómo decirlo, pero era muy…, no sé, real. Se parecía a esa actriz que sale en la teleserie de la tarde, la Javiera Díaz no sé qué, pero mucho menos rubia y alta. Recuerdo que llevaba un abrigo blanco, largo, uno de esos que se ocupan en invierno, cuando hace mucho frío; así resaltaba una enormidad en la noche. Le pregunté dónde iba, y me dijo que a Emilio Bello, justo cerca de mi casa. Así que no le cobré (porque las mujeres debemo’ ayudarnos) y partí sin más.
»No me acuerdo qué hablamos, pero sí mencionamos la poca empatía que tienen otros conductores al no llevar a una mujer como ella a casa (ya fuera por pura mala onda o porque al final de cuentas siempre terminaban violentándolas o violándolas). Recuerdo que hablaba bajito, como si estuviera muerta de miedo, pero hablaba al fin y al cabo. Digo esto porque cuando la miré por el retrovisor para ver si estaba llorando o algo…, ya no estaba.
Cristian y Fabián no sabían qué decir. Podría haber sido todo una broma (quizá uno de esos programas donde se registran las reacciones de los pasajeros con cámaras ocultas en el salpicadero), pero cuando la conductora rompió a llorar, supieron que hablaba en serio.
De pronto, incluso con las luces de los postes ubicados a la entrada de la población iluminando nuevamente el interior del vehículo, sintieron cómo un súbito terror les subía por el espinazo. Básicamente los amigos no creían en lo sobrenatural, pero el relato se sentía tan real, tan cercano, que no dudaron en su autenticidad. Era cosa de recordar un montón de otras historias en que conductores contaban que subían gente a sus vehículos en medio de la noche, sólo para terminar dándose cuenta que en realidad no iba nadie con ellos. Además estaba el hecho de que al momento de subirla al colectivo, se hallaban a menos de un kilómetro y medio del cementerio, lo que podía justificar la aparición de la mujer como un ente inexplicable.
Fabián intentó decirle algo para calmarla, pero no encontró las palabras para hacerlo. Era muy difícil hacerlo a esas horas de la noche.
−En un principio pensé que me había vuelto loca, que estaba viendo cosas que no existían como cuando se te cae un tornillo, pero no he sido la única –dijo la conductora, sorbiendo sus mocos con la manga de su chaleco−. A otros do’ colegas le’ ha pasado lo mismo, con la misma mujer y su mismo abrigo. 
−O sea que no sólo le ha pasado a usted –dijo Cristian.
−Claro. O sea que no estoy loca –dijo ella, antes de doblar en la siguiente calle−. Pero ya nunca más volveré a pasar por ahí sola, aunque no recoja a esa mujer y no tenga por qué estar ahí, como hoy. Por eso: gracias.
Cristian, que había sentido los efectos de la cerveza disiparse tras el relato de la mujer, le dijo que siempre era mejor prevenir que lamentar.
Así, ya un poco más calmada y relajada, la conductora se detuvo frente a la casa de éste último. Cuando los dos se hallaron de pie afuera del colectivo, ella les dijo:
−Muchas gracias por todo, y que Dios los bendiga.
Acto seguido, partió rumbo al centro de la ciudad en búsqueda de más rezagados nocturnos, los que, dicho sea de paso, jamás faltaban.
−Estuvo cuática la historia –dijo Fabián, sonriendo−. Por un rato creí que era real.
−¡Pero si era real! –respondió su amigo−. No creo que haya inventado toda esa historia del fantasma.
−Sólo quería que la acompañáramos porque el otro güeón estaba muy cura’o. Debe haber pensa’o que la iba a asaltar o algo así.
Cristian se quedó pensativo.
−Ya, puede ser.
−Mañana te llamo para ver lo del carrete de la Feña –le dijo Fabián.
−O me vení’ a buscar nomá’. No creo que salga en todo el día.
Y dicho esto, ambos amigos se despidieron. Cristian entró a su casa (cerrando todo con llaves) mientras que Fabián, por su lado, encaminó a la suya pensando si su amigo René habría llegado o no a su hogar. Sólo esperaba que la cerveza no le hubiera dañado lo suficiente la cabeza como para hacer que se equivocara otra vez de colectivo; porque de ser así, pensó al tiempo que abría la puerta de su casa y subía lentamente por las escaleras hasta su cuarto intentando no meter ruido, con toda seguridad no le dejarían ir con ellos al día siguiente a la fiesta de la Feña (ya fuera su papá o su polola quienes lo impidieran).
Fabián pensaba en dejarle un mensaje por Whatsapp para que respondiera apenas despertara al día siguiente, cuando una idea se presentó en su mente; parecía su propio instinto apremiándolo a descubrir un detalle que había pasado por alto durante el último fragmento de la noche.
El joven se acercó a su ventana para correr la cortina azul marino que lo protegía de los rayos del sol por la tarde. Sólo lo haría por si acaso, como siempre antes de acostarse y asegurarse que nadie buscaba la oportunidad para entrar a su casa por el patio.
Por un instante creyó que la calle estaría vacía, escenario asiduo a esas horas de la madrugada. Pero del otro lado del cristal se hallaba una mujer alta y delgada vestida con un abrigo blanco que le llegaba hasta las rodillas. Fabián, con el corazón paralizado, no podía verle la cara; sin embargo, cuando ella levantó la suya, pudo darse cuenta que no tenía ojos, sino lo que parecía un borrón oscuro, como tachaduras realizadas con plumón negro.
Fabián creyó que se trataba de una ilusión, la idea de un fantasma injerto por el relato de la colectivera minutos atrás. Pero cuando la mujer dio un paso en su dirección, y luego otro, y luego otro, supo que ella jamás había abandonado el vehículo que la había traído hasta ahí, y que ahora era su turno para prestarle ayuda.



Largo camino a la ruina #53: Estimulantes

Estaba en mi primer día de trabajo atendiendo uno de los bazares del terminal de buses de mi ciudad, cuando una señora se acercó a mi ventanilla y me preguntó: 
            –¿Cuánto salen los chupetes?
            Me apuntó a las golosinas como si yo no supiera qué son los chupetes a los que se refería.
            –Salen cien pesos cada uno.
            –¿Y cuánto sale éste? –repitió ella, indicando uno de los chupetes de cubierto naranjo; porque hay con cubiertos de tres colores diferentes: naranjo, morado y rojo.
            –Cien pesos –le dije, lento.
            –¿Y éste? –preguntó ella de nuevo, moviendo su índice del chupete naranjo al morado.
            –Cien pesos, señora. Todos los chupetes salen cien pesos.
            –¿Entonces –dijo ella, apuntando al chupete rojo– éste igual sale cien pesos?
            “¿Será güeona esta señora?”, pensé, reuniendo toda mi paciencia posible. Me da lata enjuiciar así a la gente, pero es que me parecía que algo no funcionaba bien dentro de la cabeza de quién tenía al frente.
            –A ver, señora –le dije–, todos los chupetes salen cien pesos (la moneda grande café y redonda de siempre o la chica con el mapuche al reverso). Los naranjos, los morados y los rojos: TODOS salen CIEN PESOS.
            La señora me quedó mirando como si comprendiera a medias. Al cabo de un par de segundos se decidió.
            –Ya, dame uno morado entonces.
            Pensé en decirle que era una rota culiá por no pedirme por favor, pero me dije que lo mejor era cerrar el trámite cuanto antes. Tomé uno de los chupetes morados del mostrador y se lo extiendo.
            –¡No, no! –me dijo, negando con la cabeza–. Quiero ÉSE –apuntó hacia uno que estaba de su lado.
            Me mordí la lengua para no insultarla y cambié el chupete morado por el elegido por ella.
            –¿Está bien AHORA, señora?
            –Sí, sí. Al tiro te pago –Metió una mano en su cartera y rebuscó en ella por unos cuantos segundos que se me hicieron eternos. Cuando ya pensaba que terminaría por convertirme en momia esperando, la mujer me mostró un billete de diez mil pesos con aire victorioso–. Supongo que tiene sencillo, ¿no?
             –¡VIEJA CONCHETUMARE, YA ME TIENE CHATO CON SUS GÜEÁS! ¡ACABO DE ABRIR EL LOCAL Y NO TENGO SENCILLO, POR LA CHUCHA, CÓMO ME VA A PAGAR UN CHUPETE DE CIEN PESOS CON DIEZ LUCAS, VIEJA RETAMBORIÁ! ¡TENGA UN POCO MÁS DE TINO, POR LA MIERDA, O SI NO VÁYASE A LA CHUCHA Y DEJE DE GÜEAR A LA GENTE! ¡NO LA CONOZCO NI MEDIA HORA Y YA LA ODIO, VIEJA CULIÁ!
            En ese momento sentí como si hubieran silenciado el terminal por completo: nadie decía ni hacía nada; ni siquiera la tele que colgaba del techo y que jamás callaba se encuentra muda.  
La señora me quedó mirando sin saber qué decir, con los ojos vidriosos y la boca entreabierta; y bueno, en realidad yo tampoco sé qué dije, pero creo que perdí los estribos un poquito y cometí un pequeño error. Tomé su billete, me pagué el chupete y le di su vuelto.
            –Gracias por su compra; ojalá vuelva pronto –le dije con una sonrisa.
            Pero obviamente jamás volvió. Y yo, como era de esperar, tampoco volví a trabajar ahí.
            Resulta que la señora era la hermana de la dueña del bazar (o sea, de mi jefa), y había sido enviada con el fin de poner a prueba mi talento como vendedor tranquilo, paciente y bien hablado. Pero ahí estuve yo, arruinándolo todo como de costumbre.
            Creo que debería dejar de ir a trabajar bajo los efectos de estimulantes que me llevan en la densa.

Historia #256: Lágrimas


Macarena apoya su cabeza en el pecho sudado de Gustavo. Luego de una tarde de sexo ininterrumpido, las ganas de hablar no son demasiadas, y quizás si el último polvo no lo hubiesen mezclado con marihuana, a ella nunca se le hubiese pasado por la mente lanzarle una de esas tantas preguntas triviales que le nacían cuando estaba drogada:

–Oye, Gus, ¿qué haría’i tú si fuera’i mujer?

            Gustavo piensa un buen rato, mirando al techo en todo momento.

            –Si fuera mujer –repite, como masticando las palabras–. Si fuera mujer, me sentiría agradecido de serlo, totalmente. Me sentiría agradecido de poder rehacer las cosas más maravillosas de lo que son, poder arreglarlas, ver la existencia desde un punto de vista distinto, más lleno de colores, alegría, risas, con ganas de vivirla –Ya más en confianza, Gustavo agrega–: Lucharía por mis derechos, y los de las demás. Reivindicaría mi cuerpo y haría que todos se dieran cuenta de lo importante que soy en el mundo, lo importante que es cada parte mía, cada pensamiento mío; o mejor aún: explotaría mi cuerpo para que los demás se dieran cuenta que soy bella, a pesar de sus estereotipos, que valgo cada centímetro de piel, que en mí existen distintas aristas y misterios, todos importantes, ninguno más que otro. Descifraría mi mente, mis ideas más profundas, las más cercanas al corazón, para usarlas como armas y hacerle entender al mundo lo importante que somos. Daría vida al mundo con mi cuerpo capaz de crearlo, y enseñarle al ser salido de mis entrañas todo lo que sé para que se convierta en una herramienta de paz y justicia, alguien capaz de cambiar la existencia de todos nosotros, alguien capaz de erradicar toda la infamia que nos gobierna.

            Gustavo sorbe sus mocos y limpia las lágrimas que caen por su mejilla antes de continuar.

            –Uf, lo siento, perdona mi ataque de sensibilidad, pero la idea de ponerme en tu lugar me conmovió enormemente –Él se aclara la voz–. Y bueno, ¿qué haría’i tú si fuera’i hombre?
           
Macarena lo piensa por unos segundos, y responde:

– Puta, ¿si fuese yo fuese hombre? Me pajearía todo el día, culia’o, la pulenta.

Historia #255: El Marcos


El Marcos es mi vecino desde que tengo consciencia. Mayor que yo por cinco años, lo veía siempre jugar a la pelota con los vecinos jóvenes más grandes en la plaza frente a mi casa. Era bueno pa’ la pelota, un tipo alto y flaco que podía maniobrar con el balón sin ningún tipo de problemas. Desde chico vestía siempre poleras de bandas metal. Y es que su gusto por la música fue declarado a temprana edad; de hecho, hubo un par de años en que no se despegó de la guitarra de palo que le habían regalado para su cumpleaños. Con ella tocaba todo tipo de canciones: desde las archiconocidas de Iron Maiden que solían hacerle mover la cabeza como un demente, hasta esas baladas cursis que solían poner en la radio. Por lo mismo se la pasaba escuchando música fuerte cada fin de semana que quedaba solo en casa, cuando sus papás se iban a la parcela que tenían en el camino rumbo al valle. El volumen al que escuchaba sus canciones era altísimo, lo que nos permitía, por otro lado y como vecinos, saber más o menos cuál era el estado de ánimo de Marcos: si sonaba fuerte la música metal, era porque estaba feliz o sin ningún alto ni bajo en su vida; si escuchaba canciones melancólicas (por lo general las mismas tonadas mamonas que tocaba con su guitarra), era porque acababa de tener problemas amorosos y sentimentales (cosa cada vez más frecuente en su adolescencia, época en que se le veía comúnmente con una joven rubia compañera de curso suyo); si de vez en cuando oíamos música techno o las clásicas cumbias, sabíamos que estaba con más amigos bebiendo cerveza en el patio; pero cuando hubo un fin de semana en que no escuchamos nada, supimos que la muerte de Doña Clara, nuestra vecina y mamá del Condoro, su mejor amigo del barrio, le había afectado verdaderamente. Con esto pudimos saber varias cosas sobre el Marcos: no era un tipo tan descabellado después de todo, a pesar de usar poleras de lobotomías y explosiones nucleares; de hecho, nos pudimos percatar que frente a todo, no dejaba de ser un joven con ciertos grados de inocencia. Como el otro día, un sábado por la mañana en que escuchaba las canciones del Marcos desde mi cama, que fue pillado por la broma telefónica más viralizada durante este último tiempo. Parecía estar escuchando una canción que le habían enviado por el celular, una típica composición metal con una introducción de guitarra, cuando la música se cortó de la nada para dar paso a los grotescos y conocidos gemidos de mujer que han afectado a tantas personas en tantos y diferentes contextos. No pude evitar reírme por la mala suerte que había tenido: me imaginé su cara roja de vergüenza al percatarse que más de una manzana de vecinos había escuchado aquellos gritos obviamente surgidos de una película porno. También me imaginé la cara de los demás vecinos, los más adultos que de seguro nunca aprobaron la música del Marcos, menos que reprodujera una escena de una película para mayores aunque él nunca quisiera hacerlo. No sé qué haré cuando me vaya de este barrio, o él se vaya de este barrio. Seguramente lo echaré de menos cuando escuche las intolerables bachatas o el reggeatón a todo volumen de mis nuevos vecinos. Por eso he decidido invitarle a tomar una cerveza o algo por el estilo; no creo que se pase rollos y vea mi invitación con ojos extraños. La música es música, y él escucha de la mejor. Sólo espero no reírme en su cara cuando me acuerde que cayó en una broma viral y que un porcentaje del barrio fue testigo auditivo por culpa de su inocencia.