El
Marcos es mi vecino desde que tengo consciencia. Mayor que yo por cinco años,
lo veía siempre jugar a la pelota con los vecinos jóvenes más grandes en la
plaza frente a mi casa. Era bueno pa’ la pelota, un tipo alto y flaco que podía
maniobrar con el balón sin ningún tipo de problemas. Desde chico vestía siempre
poleras de bandas metal. Y es que su gusto por la música fue declarado a
temprana edad; de hecho, hubo un par de años en que no se despegó de la
guitarra de palo que le habían regalado para su cumpleaños. Con ella tocaba
todo tipo de canciones: desde las archiconocidas de Iron Maiden que solían
hacerle mover la cabeza como un demente, hasta esas baladas cursis que solían
poner en la radio. Por lo mismo se la pasaba escuchando música fuerte cada fin
de semana que quedaba solo en casa, cuando sus papás se iban a la parcela que
tenían en el camino rumbo al valle. El volumen al que escuchaba sus canciones
era altísimo, lo que nos permitía, por otro lado y como vecinos, saber más o menos
cuál era el estado de ánimo de Marcos: si sonaba fuerte la música metal, era
porque estaba feliz o sin ningún alto ni bajo en su vida; si escuchaba
canciones melancólicas (por lo general las mismas tonadas mamonas que tocaba con
su guitarra), era porque acababa de tener problemas amorosos y sentimentales
(cosa cada vez más frecuente en su adolescencia, época en que se le veía comúnmente
con una joven rubia compañera de curso suyo); si de vez en cuando oíamos música
techno o las clásicas cumbias, sabíamos que estaba con más amigos bebiendo
cerveza en el patio; pero cuando hubo un fin de semana en que no escuchamos nada,
supimos que la muerte de Doña Clara, nuestra vecina y mamá del Condoro, su
mejor amigo del barrio, le había afectado verdaderamente. Con esto pudimos
saber varias cosas sobre el Marcos: no era un tipo tan descabellado después de
todo, a pesar de usar poleras de lobotomías y explosiones nucleares; de hecho,
nos pudimos percatar que frente a todo, no dejaba de ser un joven con ciertos
grados de inocencia. Como el otro día, un sábado por la mañana en que escuchaba
las canciones del Marcos desde mi cama, que fue pillado por la broma telefónica
más viralizada durante este último tiempo. Parecía estar escuchando una canción
que le habían enviado por el celular, una típica composición metal con una
introducción de guitarra, cuando la música se cortó de la nada para dar paso a
los grotescos y conocidos gemidos de mujer que han afectado a tantas personas en
tantos y diferentes contextos. No pude evitar reírme por la mala suerte que
había tenido: me imaginé su cara roja de vergüenza al percatarse que más de una
manzana de vecinos había escuchado aquellos gritos obviamente surgidos de una
película porno. También me imaginé la cara de los demás vecinos, los más
adultos que de seguro nunca aprobaron la música del Marcos, menos que
reprodujera una escena de una película para mayores aunque él nunca quisiera
hacerlo. No sé qué haré cuando me vaya de este barrio, o él se vaya de este
barrio. Seguramente lo echaré de menos cuando escuche las intolerables bachatas
o el reggeatón a todo volumen de mis nuevos vecinos. Por eso he decidido
invitarle a tomar una cerveza o algo por el estilo; no creo que se pase rollos
y vea mi invitación con ojos extraños. La música es música, y él escucha de la
mejor. Sólo espero no reírme en su cara cuando me acuerde que cayó en una broma
viral y que un porcentaje del barrio fue testigo auditivo por culpa de su
inocencia.