Especial #5: 11 de Septiembre ("A eso de las 11 de la noche")



Apenas me subí al colectivo para volver a casa a eso de las 11 de la noche, el último asiento disponible fue ocupado por un hediondo hombre que no paraba de moverse para todos lados; nos miró a todos con un gesto rápido antes de saludar al conductor:
−Holaholahola, Davizito, tepagoalabajá’ –modulando como si fuera una metralleta; todos quedamos helados, y estoy seguro que no fui el único que pensó: “chucha, este güeón nos va a robar”; porque el hombre olía fétido, llevaba una ropa llena de costras de mierda y su cara parecía un enorme crucigrama sin resolver−. Vo’cachai’dondemebajo, ¿no?
El conductor lo miró por el retrovisor y asintió amargamente, sabiendo que aquello de ninguna manera iba a terminar bien.
Entonces el hombre siguió con lo suyo.
−¿Ycómoe’tatuhermano, oe’, Davizito? ¡Noloe’vi’tohacendía’!
−No sé qué le pasa al Davicito –le respondió el hombre, mientras recibía el pago de los demás pasajeros−. Debe andar por ahí. No sé.
−¿Ytuzeñorae’poza? ¿Cómoe’tálaMirnita?
−Ahí está, maomeno’nomá’.
−¿QuélepazóalaMirnita? –El hombre inclinó su cuerpo hacia adelante, como si la respuesta del chofer le interesara sobremanera.
−Tiene cáncer –dijo el colectivero, y estoy seguro que así como yo, todos los demás (excepto el hombre con el que conversaba, obvio) sintieron el dolor con que había pronunciado esas palabras.
−¡Ohquémal, Davizito! –El tipo se pasó nerviosamente una mano por su sucia cara−. PerohayquetenerfeenDiozitonomá’, Diozitolozolucionatodo, Davizito.
El chofer lo miró fugazmente por el espejo retrovisor, con cara de: “cállate luego, mierda” y empezó el ascenso hacia nuestra población; todos dimos nuestras direcciones antes que el hombre volviera a abrir su fétida boca para decir:
−Cuandoyoe’tuveenrehabilitazión, me’nzeñaronunacanziónlinda –El tipo se aclaró la garganta y empezó a cantar desafinadamente−: El Zeñor ez mi pastor, nada me ha de faltar. El Zeñor ez mi pastor, nada me ha de faltar –Entonces se detuvo un rato−. Zeme’lvidólaotraparte.
Nadie dijo nada al respecto.
Por suerte me di cuenta (y estoy seguro que los demás también lo hicieron) que ya quedaba poco para que el tipo llegara a su destino y por fin se bajara del vehículo.
−Tengafe, Davizito, tengafe. U’te’haziounapersonabuenabuena –El hombre le palmeó el hombro al chofer, como dándole ánimos, antes que el colectivo se detuviera en la dirección que le había indicado−. Yahorapázemela’monea’noma’, Davizito, zinoquierequelomate –El hombre, en un ágil movimiento que nadie alcanzó a ver, había sacado una navaja del interior de su zarrapastrosa chaqueta−. Yu’tede’también, cabro’, loziento –agregó, apuntándonos a todos los demás con su arma.
−Puta’ que soy paletiao’, maricón –le dijo el conductor con la voz quebrada−. Vei’, uno te da la mano y agarrai’ el codo al tiro.
−Davizito, nozemepongachúcaro, Davizito.
−Puta’, güeón, qué culpa tenemo’ nosotro’ que seai’ un pastero culiao’ –le dijo el colectivero, con pesar−. A nosotro’ también nos cuesta la güeá’, si vo’ no soy na’ el único que la sufre, maricón.
−Mira, Davizito –dijo el hombre, más tenso y agresivo que antes−, zinoquerí’quetemate, damelaplataaltiro; igual u’teden –repitió, mirándonos a los demás; su vista estaba completamente desenfocada, como si estuviera fuera de sí.
−Güeón, ni cagando.
−¿Cómoquenicagando?
−¡Ni cagando, güeón!
−¡Cuidao’, Davizito!
−¡Qué cuidao’, culiao!
Entonces ambos comenzaron a forcejear, siendo el colectivero el más perjudicado por la desventaja de sus ubicaciones.
−¡No, culiao’! –le gritaba el chofer, apretando sus dientes.
−¡E’tai’negro, Davizito! −Y sin que nadie se diera cuenta y pudiera hacer algo al respecto, el hombre le dio un rápido navajazo en la garganta al colectivero; fue como si en un segundo el conductor tuviera intacta su garganta, y al segundo siguiente se le hubiera abierto una gran hendidura como por arte de magia, manchando la mitad del interior del colectivo con su sangre. La chica que estaba ubicada en el asiento del copiloto comenzó a gritar como loca, mientras el chico sentado detrás del herido llevó sus manos hasta su herida, intentando contener así la hemorragia que parecía ser superior a cualquier otra cosa.
El hombre de la navaja miraba la escena como si no pudiera creerlo, aún con su arma ensangrentada en la mano; hizo el ademán de decir algo, quizá pedir disculpas o algo así, pero en vez de eso abrió la puerta y salió del colectivo como una exhalación, perdiéndose entre las oscuras calles de la población donde estábamos estacionados.
−¡Llama a una ambulancia, güeón! –me espetó el joven a mi lado sin dejar de apretar la garganta del colectivero.
−¡Sí, sí, al tiro! –dije sin saber muy bien qué hacer a continuación: estaba confundido, asqueado y, por sobre todas las cosas, bloqueado por un solo pensamiento. Saqué mi celular, marqué el número de las emergencias y esperé por más de un minuto a que me contestaran, sin dejar de pensar en ningún momento en todo el mal premeditado que había provocado el Régimen Militar al dejar entrar la pasta base a este país.

Historia #37: El brillante salón de los ecos



Siempre que entra, le atrae inmediatamente el resplandor penetrante de las cosas que lo conforman; porque ahí dentro todo brilla más que en otros lados, las pisadas suenan más fuerte que de costumbre y las conversaciones parecen multiplicarse a cada segundo, como si las voces pudieran expandirse por todos sus rincones sin dejar ningún espacio libre, mientras personas van y vienen con sus bolsas de compras, niños no dejan de lengüetear sus gigantescos helados derretidos y adultos no paran de hablar por sus inmensos celulares como si nadie más existiera. Su mamá entonces le toma la mano con fuerza para que no se separe de su lado, y ella piensa que primero irán a ver juguetes, como siempre, pero siente cierta congoja al percatarse que en realidad se dirigen a las escaleras que suben por sí mismas ubicadas al fondo, las que no todos ocupan por ser las más antiguas; le invade la acostumbrada sensación de vacío al subirse en uno de sus peldaños, cosa que al parecer su madre nota, porque la toma aún más fuerte, como si quisiera asegurarle que nada malo va a ocurrir realmente. Sin embargo, para cuando llegan a la mitad del trayecto, un par de niñas del liceo le hacen enérgicas señas con sus brazos; al principio no escucha bien por el ruido de siempre, el que tanto le atrae cuando entra en aquél recinto, pero luego de esforzar un poco más su oído, entiende que gritan: “¡aléjense, peligro, peligro!” sin saber a qué se refieren. Su madre, en cambio, parece notar que algo va mal, porque la toma por las axilas y la levanta para sostenerla contra su pecho; queda así poco para llegar al descanso metálico de la escalera; las niñas, por su lado, no han dejado de gritar, mientras que los adultos, como es costumbre, no han parado de hablar por sus celulares en ningún momento, como si dentro de su mente no existiera nadie más que ellos; entonces el piso de metal se retuerce como una boca hambrienta, abriéndose luego para mostrar un montón de ansiosos y afilados redondos dientes como engranes. La niña cree que lo han logrado, que después de todo han evitado la muerte de la gran boca, pero se percata que en tierra firme solo queda ella junto las dos niñas del liceo a su lado que no paran de gritar y ocultarle la cara entre los pliegues de sus chalecos. La niña intenta gritar, llamar a su madre, pero todo es en vano; entonces trata de desprenderse de quien le oculta la cara, utilizando todas sus fuerzas, hasta que por fin lo logra: las pisadas suenan más fuerte que de costumbre y las conversaciones parecen multiplicarse a cada segundo, mientras que del suelo metálico sólo se asoma el brazo de lo que alguna vez fue su madre, como si entre todo ese humo negro y sangre, quisiera despedirse por última vez de ella, su querida y única hija.

Cuento #37: El pasatiempo de la vidente



Maldiciendo su despertador por ser un objeto estúpido, inútil y defectuoso, Felipe tomó una ducha rapidísima, se afeitó rebanándose unos cuantos trozos de barbilla y se secó la cara con la misma toalla que usó para el pelo y sus genitales. Pensó en que con toda seguridad no alcanzaría a desayunar una mierda, que daría la famosa prueba oral todo muerto de hambre y que, después de todo el esfuerzo realizado durante el semestre, terminaría por reprobar definitivamente el puto curso de Inglés por segunda vez en el año.
             Sin saber muy bien qué estaba haciendo, el chico tomó el primer cepillo de dientes que tenía a mano (el rosado de su hermana), se lavó rápidamente la lengua para quitarse el mal aliento de la mañana y bebió un montón de agua para llenar su estómago vacío. Luego, tratando de recordar la lista de frases adverbiales que estudió con urgencia en la madrugada, abrió la puerta de un tirón y se llevó un susto de muerte al encontrarse del otro lado con la figura de una mujer de entrada edad, regordeta y de pelo claro y corto, cubierta con un vestido como el que usaba su abuela casi a diario.
            Felipe no consiguió entenderlo muy bien en un principio; asustado, consciente de que a esa hora de la mañana era imposible que hubiera alguien más en casa, no dudó en mantenerse agazapado bajo el marco de la puerta hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra mañanera y pudieron comprobar que la figura, además de parecerle demasiado familiar, estaba extrañamente estática ahí parada frente a él.
            El chico tragó saliva, y armándose de valor, comenzó a caminar lentamente hacia la figura femenina; sin embargo, luego de haber avanzado unos cuantos metros hacia ella, se percató que ésta no podía ser en absoluto real: carecía de una sombra clara, no parecía ser verdaderamente tangible y a ratos perdía las tonalidades fuertes de los colores de su vestido y piel, como un televisor que pierde su señal cada cierto tiempo.
            Felipe escudriñó a la mujer, extrañado, sin detenerse; para cuando la tuvo a menos de cuatro metros, no pudo creer quién era realmente. De seguro estaba soñando, sufriendo uno de los tantos efectos colaterales de fumar tanta marihuana o beber siempre whiskey marca Whiskey.
            −¿Tía Yoli? −Su voz salió entrecortada por culpa de los nervios−. ¿Yolanda Sultana? ¿Es usted Tía Yoli? ¿Tía…?


−¿… Yoli? ¡¿Tía Yoli?!
            Un joven muchacho remecía violentamente el cuerpo inerte de Yolanda Sultana sin dejar de llamarla por su apodo, tratando de despertarla con un miedo creciente y horrible. Le dio vuelta la cabeza buscando alguna señal de vida, encontrando su cara llena de saliva y otros fluidos secos rodeando su boca. El chico comenzó a golpearle la cara repetidas veces.
            “¡Vieja de mierda −pensó el muchacho, sin dejar de zarandearla−, cuándo aprenderá a dejar de molestar a la gente con sus desdoblamientos culiaos!”.