Cuento #37: El pasatiempo de la vidente



Maldiciendo su despertador por ser un objeto estúpido, inútil y defectuoso, Felipe tomó una ducha rapidísima, se afeitó rebanándose unos cuantos trozos de barbilla y se secó la cara con la misma toalla que usó para el pelo y sus genitales. Pensó en que con toda seguridad no alcanzaría a desayunar una mierda, que daría la famosa prueba oral todo muerto de hambre y que, después de todo el esfuerzo realizado durante el semestre, terminaría por reprobar definitivamente el puto curso de Inglés por segunda vez en el año.
             Sin saber muy bien qué estaba haciendo, el chico tomó el primer cepillo de dientes que tenía a mano (el rosado de su hermana), se lavó rápidamente la lengua para quitarse el mal aliento de la mañana y bebió un montón de agua para llenar su estómago vacío. Luego, tratando de recordar la lista de frases adverbiales que estudió con urgencia en la madrugada, abrió la puerta de un tirón y se llevó un susto de muerte al encontrarse del otro lado con la figura de una mujer de entrada edad, regordeta y de pelo claro y corto, cubierta con un vestido como el que usaba su abuela casi a diario.
            Felipe no consiguió entenderlo muy bien en un principio; asustado, consciente de que a esa hora de la mañana era imposible que hubiera alguien más en casa, no dudó en mantenerse agazapado bajo el marco de la puerta hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra mañanera y pudieron comprobar que la figura, además de parecerle demasiado familiar, estaba extrañamente estática ahí parada frente a él.
            El chico tragó saliva, y armándose de valor, comenzó a caminar lentamente hacia la figura femenina; sin embargo, luego de haber avanzado unos cuantos metros hacia ella, se percató que ésta no podía ser en absoluto real: carecía de una sombra clara, no parecía ser verdaderamente tangible y a ratos perdía las tonalidades fuertes de los colores de su vestido y piel, como un televisor que pierde su señal cada cierto tiempo.
            Felipe escudriñó a la mujer, extrañado, sin detenerse; para cuando la tuvo a menos de cuatro metros, no pudo creer quién era realmente. De seguro estaba soñando, sufriendo uno de los tantos efectos colaterales de fumar tanta marihuana o beber siempre whiskey marca Whiskey.
            −¿Tía Yoli? −Su voz salió entrecortada por culpa de los nervios−. ¿Yolanda Sultana? ¿Es usted Tía Yoli? ¿Tía…?


−¿… Yoli? ¡¿Tía Yoli?!
            Un joven muchacho remecía violentamente el cuerpo inerte de Yolanda Sultana sin dejar de llamarla por su apodo, tratando de despertarla con un miedo creciente y horrible. Le dio vuelta la cabeza buscando alguna señal de vida, encontrando su cara llena de saliva y otros fluidos secos rodeando su boca. El chico comenzó a golpearle la cara repetidas veces.
            “¡Vieja de mierda −pensó el muchacho, sin dejar de zarandearla−, cuándo aprenderá a dejar de molestar a la gente con sus desdoblamientos culiaos!”.