−¿Quieren
torta? −le preguntó Mauricio a sus dos amigos desde la cocina−. Es lo único que
me queda para comer.
Juan
y Felipe se miraron, sintiendo una pequeña chispa de felicidad y esperanza; sin
tener en el estómago más que un pan con margarina del desayuno, a eso de las
seis de la tarde el hambre les llegaba a producir un dolor horrible en el
cuerpo.
−¡Dale
nomás, güeón! −dijo Juan.
−¡Sí,
güeón, trae nomás! −añadió Felipe.
Se
escuchó entonces un trajín de cucharas y platos mientras el par de amigos se
relamía los labios y salivaban inconscientemente sentados en la cama del dueño
de casa.
−¡Ya,
cabros, aquí están! −dijo Mauricio al entrar a su cuarto con dos pedazos
servidos de torta-. Son los dos últimos trozos.
−Oh,
gracias, amigo… −iba a decir Juan, pero el dueño de casa lo detuvo con un gesto
inmediato.
−No
tan rápido −Los demás se quedaron como congelados, extrañados−. Antes de que
coman, tienen que decir: “Mauricio, eres lo más genial del mundo”.
Juan
y Felipe se miraron.
−¡Oye,
qué onda, qué te pasa! −dijo el segundo.
−Nada
−replicó Mauricio, sin dejar de mirarlos fijo−. Pero si quieren comer torta,
tienen que decir eso: “Mauricio, eres lo más genial del mundo”.
−“Mauricio,
eres lo más genial del mundo” −repitió Juan, el más hambriento−. ¿Así?
−No,
no, con más ganas, como si de verdad estuvieras muerto de hambre.
−“Mauricio,
eres lo más genial del mundo” −dijo de nuevo el chico, ésta vez con algo más de
fuerza.
−Podrías
agregarle una reverencia al final… ¡Eso, así! −exclamó al ver que su amigo
hacía lo que le pedía−. A ver tú, Felipe.
Felipe
apretó un poco sus labios y dijo, con dosificada vehemencia:
−“Mauricio,
eres lo más genial del mundo”.
−¡Muy
bien, muy bien! Ahora dense un beso… en la boca.
−¡¿Cómo?!
−exclamó Juan.
−¡Ya
pos, güeón, no güeís! −dijo Felipe.
−¿Quieren
comer, o no?
−Creo
que te está haciendo mal ver tanto Game of Thrones −farfulló Juan.
−Miren,
si no quieren comer torta, puedo dársela al perro.
−¡No,
no, no lo hagas! −Felipe miró a Juan de soslayo−. Por mí… −El chico resopló,
como si estuviera cansado−. Por mí está bien. ¿Qué decís, Juancho?
−Puta…,
dale. Sólo hagámoslo y ya.
El
rostro de Mauricio se iluminó con una desagradable sonrisa.
−Eso,
vamos, háganlo −dijo, ávido.
−Mira
−le dijo Felipe a Juan−, si no cerramos los ojos, probablemente esto se vea
mucho menos gay de lo que es.
−¡Ya,
ya, pero hagámoslo rápido!
Entonces
los chicos se acercaron y juntaron sus labios por dos segundos; se separaron
inmediatamente, como sintiendo asco.
−¡¿Está
bien así?! −le preguntó Juan a Mauricio−. ¡¿Estai’ contento?!
−¿Ustedes
creen que me voy a contentar con verlos así, dándose un piquito solamente? ¡No,
claro que no! ¡Si el beso no dura más de diez segundos y no veo sus lenguas
unirse al menos dos veces, no hay torta! ¿Entendido?
−Oye,
Mauro, ya, para −le dijo Felipe−. Esto ya es demasiado.
−¿Tienen
dinero? ¿Tienen comida? ¿Eh? Creo que no, ¿cierto? Así que si quieren comer,
tienen que hacer lo que yo les diga.
−Qué
hijo de puta… -susurró Felipe.
−¡Qué
dijiste!
−Nada,
güeón, nada. Sólo hagamos esto, y punto.
−Está
bien −aceptó Juan, resignado; Felipe le tomó la cabeza, la volteó a su lado y
se dieron el beso que quería Mauricio, haciéndolo durar más de diez segundos y
juntando sus lenguas tres veces.
−¿Te
gustó?
−¡Sí,
claro que me gustó! ¡De hecho, ni siquiera se dieron cuenta, pero cerraron los
ojos mientras se besaban, los dos, par de maricones!
Felipe
se sonrojó sin darse cuenta.
−Ya,
aquí tienen sus tortas −anunció Mauricio, pasándole los dos trozos prometidos a
sus amigos−. Se lo han ganado.
Juan
iba a decir algo, pero prefirió quedarse callado; así que tomaron en silencio
sus platos con comida y lo engulleron todo en menos de un minuto. El azúcar de
la torta les supo a bendición pura en sus estómagos vacíos.
−Gracias,
Mauro −le agradecieron los amigos al dueño de casa, devolviéndole los platos
vacíos.
−¿Quieren
algo más?
−¡No,
no, gracias, ahí nomás! −se apresuró a decir Juan, levantándose de la cama de
un salto−. Tengo güeás que hacer y se me hace tarde. ¿Te venís conmigo, o no? −le
preguntó a Felipe.
−Eh…,
sí, sí, vamos −El chico miró al dueño de casa−. Gracias por la torta; estaba
deliciosa.
−De
nada, de nada −dijo el aludido, haciendo un gesto con la mano−. No se
preocupen. Para cuando quieran habrá más.
−Ah,
dale −dijo Juan, para nada convencido de que habría una próxima vez.
Mauricio
los acompañó a la entrada de la casa y se despidió de ellos.
−Nos
vemos, que estén bien.
−Chao.
−Nos
vemos.
Y
así vio cómo Juan y Felipe caminaban hacia la salida del pasaje, hasta que
doblaron en la esquina de éste y terminaron por perderse de vista.
Mauricio
cerró la puerta, avanzó hasta su cuarto y se encontró con un delicado papel
doblado sobre su cama, justo en el lugar donde había estado sentado Felipe;
sabía que no estaba ahí antes, porque había terminado de ordenar su pieza
minutos antes que llegaran sus amigos. Teniendo conciencia de lo que
encontraría dentro, lo abrió sin más preámbulos, dejando caer un billete de
diez mil pesos; en su interior, había un mensaje escrito con fina y pulcra
letra. Decía así:
Gracias por el favor. Ahí
tienes lo prometido.
F.
Mauricio
arrugó el papel sonriendo, tomó el billete de la cama para luego guardarlo en
su bolsillo y continuó chateando por Facebook, siguiendo con su día como si
nunca hubiera hecho realidad el deseo íntimo más extraño de su amigo.