Cuento #101: Los movimientos

Sintió el contacto de las finas hebras que caían del techo incluso antes de abrir los ojos. Entraba luz desde algún punto, luz solar, no artificial, pero no podría saber desde dónde; molestaba en los globos oculares, era de lo único que tenía certeza; trató de cubrirse los ojos con una de sus manos, mas ésta no le respondió.
            Al principio era todo brillo, pero la claridad se fue dando como cuando se barre la niebla, o se alumbra un cuarto oscuro con una linterna. Aunque por Dios, ojalá nunca hubiera abierto sus ojos.
            Primero tuvo conciencia que se hallaba en una habitación que no conocía, en una cama que no conocía, y que todo ahí estaba desordenado y sucio. Luego, que la estancia estaba plagada de arañas de todos los tamaños posibles, colgando del techo, moviéndose por las paredes, recorriendo su cuerpo.
            En un comienzo creyó que seguía siendo parte del sueño que tenía antes de abrir los ojos, en el que le gritaban, en el que le hacían daño, pero el pringoso tacto de las hebras que lo rodeaban y el suave cosquilleo de las muchas patas arácnidas que se posaban sobre su cuerpo desnudo hicieron que una alarma en su cabeza se disparara con absoluta desesperación: aquello no era un sueño ni una pesadilla; aquello era la realidad.
            Sus músculos volvieron a la vida con la celeridad propia de quien está muerto de terror y realiza un acto de genuina defensa; sin embargo sus extremidades no lograban responder; las sentía, claro, pero estaban firmemente amarradas a la cama, con correas, dejando roja aquellas zonas donde le apretaban.
            Entonces gritó. Gritó como nunca había hecho en su vida.
Su mente se hallaba fuera de control; la vista se volvió borrosa, mas aún podía ver cómo la habitación parecía estar viva, cómo las paredes parecían estar vivas, con millones de ojos observándolo gritar totalmente fuera de sí.
Agitó su cuerpo intentando quitarse las arañas que tenía encima; sólo unas pocas, las más pequeñas, huyeron despavoridas; las más grandes se quedaron ahí, como preguntándose qué mierda ocurría.
Sus gritos comenzaron a sonar roncos; su garganta empezó a resentirse. Ya no le quedaba voz para seguir chillando como un loco. Su mente repetía una y otra vez la misma negación: ¡NO, NO, NO, NO, NO! Nada de eso debía estar ocurriendo, nada de eso podía ser real, pero las arañas se balanceaban sobre su rostro, sobre su pecho, recorrían sus piernas, y todo aquello era muy real.
Así llegó un momento en que no dio más y no halló otra posibilidad de escapatoria que calmarse y analizar la situación para poder huir de ahí; en un principio le pareció imposible: las arañas caminando por su piel, las arañas colgando del techo, arrastrándose por todos lados le estaban haciendo perder la cabeza; pero pudo lograrlo…, al menos en cierto grado.
Entonces consideró la situación: estaba amarrado a una cama (o mejor dicho a una camilla), formando una equis, en un cuarto desconocido y lleno de arácnidos; entraba luz por una ventana ubicada en la pared detrás de su cabeza, aunque no lograba verla dada su incómoda ubicación; había un destartalado ropero y un mueble con cajones apegados a la pared a su izquierda y una puerta ubicada del lado contrario de la ventana, recibiendo toda la luz del sol como una muestra clara de cuál debía ser su siguiente movimiento. Por desgracia, toda la claridad ahí presente le hizo dar cuenta que toda la estancia se hallaba repleta de telas de arañas, brillosas, finas y pegajosas, y que en algunos puntos, éstas parecían más densas y llenas de puntos negros y titilantes. Intentó mirar al suelo, volteando su cabeza, pero el ángulo en el que se encontraba se lo impedía olímpicamente.
No dejó de sentir las patas de las arañas recorrer sus manos, sus piernas, su estómago, su pecho, su cuello y su cara en ningún momento; quería darles un manotazo, aplastarlas, quemarlas, pero estaba totalmente imposibilitado. Cuando un par de arañas se acercaron a su boca, sopló hacia ellas inclinando un poco la cabeza, consiguiendo que se alejaran un tanto. Recordó entonces que un estudio declaraba que mientras dormían, las personas tragaban al menos una araña en la vida sin apenas notarlo. Quizá cuántas había tragado ya hasta ese momento, mientras se hallaba inconsciente. Lo pensó y le entraron ganas de reírse, pero la garganta le escocía y hubiera dado lo que fuera por un trago de agua.
Miró hacia sus manos, descubriendo unas cuantas arañas recorrer sus falanges, dejando rastros de seda a su paso; las correas que lo apresaban, reparó, tenían hebillas y ofrecían un aspecto gastado, como si ya hubieran apresado a un montón de gente antes que él; sus orificios, por otro lado, se veían gastadísimos, cosa que le infundió un poco de esperanza: al menos existía una oportunidad para salir de ahí y vengarse de los hijos de puta que le habían dejado a merced de todas esas arañas de mierda. Pero debía ser paciente, muy paciente.
Soplando a las arañas que se acercaban a su rostro y teniendo mucho cuidado de no hacerlas enojar, empezó a mover su muñeca derecha de tal manera que la punta de la hebilla jugueteara con el orificio que la apresaba, buscando que así la primera se desprendiera de la segunda y liberara su extremidad. Pero parecía imposible; era imposible: por algo se implementaban artilugios así: para que los cautivos no pudieran huir y vengarse de quienes les habían dejado ahí.
No obstante siguió intentando, mientras el silencio parecía engullir la habitación entera. ¿Dónde se encontraba? No tenía ni la menor idea, pero pronto lo sabría, aunque fuera lo último que hiciera.
Como se dio cuenta que los movimientos hacia los costados de sus manos no servían para liberarlo, probó con nuevos ademanes circulares, en dirección de las manecillas del reloj. Si lo hacía de forma rápida, la punta de la hebilla jamás se despegaba del orificio que lo retenía, pero si lo hacía de manera lenta…
Las arañas seguían cayendo y colgando del techo por todos lados, como deportistas practicando rapel; algunas eran grandes y negras como el carbón, posiblemente venenosas, no lo sabía con certeza; por lo mismo debía ser premuroso sin dejar de lado la delicadeza.
Meneo de mano, meneo de mano, meneo de mano; el orificio de la correa estaba desgastado, y la punta de la hebilla se encontraba cada vez más cerca de desprenderse de él. Sólo un poco más, un poco más…
            Entonces vio cuatro arañas descendiendo hacia su cara; intentó soplarlas, intimidarlas, pero ya se habían curado de espanto: estaban decididas a posarse sobre él y hacer quién sabía qué cosa.
            Meneo suave, meneo suave, meneo suave.
            Las arañas se acercaban, moviendo sus patas con frenesí.
            El sudor le caía por los costados, acarreando miedo puro; tal vez fuera eso lo que atraía a las muy hijas de puta.
            Por un momento no consiguió entenderlo: fue a mover su mano de la misma manera que llevaba haciéndolo hasta ese instante, pero el círculo trazado se hizo más amplio, desconcertándolo. Cuando observó su mano, sin embargo, estuvo a punto de gritar de felicidad (si hubiera podido). ¡Su mano derecha se encontraba libre!
            Hizo un inmediato ademán para espantar a las arañas que se le acercaban, desparramando unas cuantas de tamaño pequeñísimo que recorrían su brazo; dos de las cuatro arañas que colgaban sobre su cabeza se alejaron, volviendo por donde habían venido; pero las otras dos continuaban con su descenso totalmente decididas. Era el sudor, pensó, con toda seguridad debe ser mi sudor.
            Así fue que esperó, apretando los dientes, apretando los músculos, preparando la mano derecha para cuando los malditos arácnidos tocaran su piel y pudieran ser aplastados.
            Las paredes parecían moverse; los rincones parecían moverse; todo se movía ahí dentro. Las arañas se mecieron un poco ante sus exhalaciones, pero apenas posaron las patas sobre su piel (dejando un rastro viscoso, asqueroso), las golpeó con su palma abierta, triturándolas contra él; el crujido resonó espantoso en su cabeza, provocándole serias ganas de vomitar y un nerviosismo inusitado; fue así que continuó golpeando el mismo lugar una y otra vez, una y otra vez, sin importarle el dolor sordo que le producía, no fuera que las arañas siguieran con vida y le picaran (¿o mordieran?).
            Luego de un rato se miró la mano hallando trozos de araña en ella (patas aún en movimiento, la mitad de un cuerpo, líquido que venía a ser la sangre de estas horribles criaturas), y pensó en el aspecto que debía ofrecer su cara con el resto de los arácnidos aplastados contra ella; un acceso de asco le provocó arcadas que logró retener por poco.
            Utilizó la mano libre para desprenderse de un montón de arañas sobre su pecho (sintiendo unas cuantas finas e invisibles hebras cortarse entre sus dedos) y se arrojó de lleno a liberar su mano izquierda; el tiempo valía oro, se decía, el tiempo era vida; el tiempo era su vida.
Concluir con su acción le llevó un buen rato, pues no era cosa fácil volver a utilizar sus miembros adormecidos por las correas que lo apresaban. Sin embargo una vez fuera su mano izquierda, liberarse de las correas de los pies fue pan comido; lo único incómodo era presenciar sus pies envueltos en telarañas, con cientos de pequeñas arañas acumuladas a unos cuantos centímetros de ellas; no pudo evitar recordar un video de Internet en que aparecían un montón de arañas devorando a un pájaro atrapado en una de sus redes tan nefastas, mientras éste aún se debatía entre la vida y la muerte, como si se resignara a su funesto e imperturbable destino.
Pero fue como si las imágenes dentro de su cabeza acabaran por hacerse reales y las terminara por presenciar con sus propios ojos, provocándole una repugnancia atroz; una vez hubo desatado su cuerpo de la camilla y se sentó en su borde para contemplar mejor la escena, se percató que en medio de la sala, ahí, en el suelo, había un cuerpo boca abajo envuelto bajo una capa de gruesa telaraña, gris, sucia; adentro el cuerpo parecía borbotear, como si hirviera agua en su interior; pero sabía que no era agua hirviendo, lógicamente, sino que cientos de arañas dándose un festín con su carne muerta…
Echó la cabeza a un lado y vomitó lo que parecía ser agua, sin ningún atisbo de nada sólido; no recordaba cuándo había sido la última vez que había probado bocado, pero de la misma manera se podría haber preguntado desde hacía cuánto llevaba inconsciente y amarrado a esa cama.
Se limpió la boca, los ojos llorosos, y se dio cuenta que la ventana a su izquierda estaba llena de arañas devorando insectos incautos. Observó el suelo, sucio, lleno de rastros arácnidos y más arañas y contó mentalmente los metros que lo separaban de la única salida de la habitación; no debían ser más de seis u ocho pasos. No era nada. Podría correr, abalanzarse contra ella e intentar abrirla antes que los arácnidos tomaran cartas en el asunto…
Pero su vista siempre volvía al cuerpo al medio de la sala, al cuerpo y el montón de arañas que debían estarlo devorando por dentro, hipnotizante, provocándole más arcadas que le sacudían el cuerpo entero. Entonces reparó en algo brillante entre esa maraña de seda sucia de polvo; estaba en su mano, sí, en su mano derecha, la que parecía estar apuntando hacia la puerta, el único rayo de luz en ese maldito cuarto. Era un anillo; no podía decirlo a ciencia cierta, pues la tela que lo cubría junto con todo su cuerpo hacía que la figura debajo fuera borrosa, pero sí, parecía un anillo. Y por la forma que tenía, ese anillo sólo podía pertenecerle al…
Senador Javieres.
Coincidía su tamaño, su figura tras la seda, y aunque estuviera titilando como si hirviera en agua (o mejor dicho en arañas), sabía que era él.
Entonces comprendió por qué estaba ahí.
Con desesperación, sintiendo que todo su cuerpo quería gritar (necesitaba gritar), se abalanzó contra la puerta de madera a su derecha, la única salida de esa habitación. No le importó el roce de las criaturas colgantes contra gran parte de su cuerpo ni el hecho de haber pisado un montón de ellas con la planta de su pie desnudo, sintiendo los horribles crujidos reverberar en su interior: quería salir cuanto antes de ese lugar; ¡quería salir ya!
            No obstante, y para su horrible sorpresa, la puerta no tenía pomo: se lo habían arrancado de cuajo, al parecer con una herramienta bastante poderosa.
            Las arañas ahora le corrían por la cara, por los hombros, se le subían por las piernas, y ahí no había forma de escapar. Empezó a golpear la puerta con sus puños, como lo hiciera el protagonista de la archiconocida serie de dibujos animados de Hanna-Barbera en los créditos, pero nadie respondió a sus llamados; la voz le salía apenas: tenía las cuerdas vocales destrozadas. Se percató que estaba aplastando a un montón de arañas cada vez que golpeaba la puerta con sus manos; todos sus pensamientos se resumían en querer salir de ahí, escapar y olvidarse de los arácnidos para siempre, ojalá nunca más volver a ver una en su vida; podría ser posible si lograba salir de ahí: el dinero siempre podía hacerlo de una u otra manera.
            Sin embargo, en este caso, la puerta de madera maciza no cedió un ápice; tampoco lo haría en un futuro inmediato, aunque sus cuentas en el extranjero contaran con cifras de dinero superiores a los nueve dígitos y de su palabra dependieran un montón de vidas. No, esa salida estaba vetada. Porque aún queda otra, reflexionó con amargura.
            Se sacudió las arañas que le caían por el pelo y los hombros, sintiendo picaduras (¿o mordeduras?; no podía recordarlo) por todos lados: en los brazos, en la nuca, en las piernas…
            Giró sobre sus talones, trastrabilló con la mano del Senador Javieres (provocando una apertura en su piel que dejó escapar un puñado de diminutas y veloces arañas entre sus pies) y avanzó hacia la ventana; la luz del sol entraba ahora oblicua en la habitación, haciéndole comprender que ni siquiera era mediodía; ¡no podía creer que ni siquiera fuera mediodía! Quitó las arañas y sus telas que dominaban el largo y ancho de la ventana a manotazos y le quitó su seguro ubicado al medio de ésta, consistente en un simple y clásico pomo; ya sabía que no tendría ningún problema para abrirla, porque del otro lado…
            Porque del otro lado no había nada: sólo un enorme vacío con un fondo pavimentado abajo; podría decirse que se hallaba en el piso número catorce de un edificio cualquiera, en medio de la ciudad, y eso habría sido poco: se encontraba a (lo que parecía) cientos de metros de altura, rodeado de otros edificios del mismo tamaño. Probablemente alguien estuviera viéndole desde otra ventana, desde otro edificio, pero sabía que no era así: la gente que frecuentaba esos lugares jamás miraban hacia otros edificios; era parte de la egolatría humana, por la mierda, el talón de Aquiles de los seres humanos.
            De todas maneras era bueno volver a sentir el aire fresco en el cuerpo.
            De todas maneras era bueno volver a ser libre.