El Diego sacó una moneda de
su bolsillo y comenzó a golpear la reja con ella, importándole una mierda que
los demás vecinos se encontraran durmiendo a esas altas horas de la noche;
aunque pensándolo bien, con todo el caos que provenía de la casa al frente
nuestro, poco importaban unos cuantos soniditos metálicos y un par de gritos
para llamar la atención de las personas ahí dentro, cuando el reggeatón y el
bullicio –risas, vasos romperse, insultos– lo sodomizaban todo. Era una suerte
que no hubieran llegado los pacos todavía; quizá estuvieran en camino…, o tal
vez (y lo más seguro) es que estuvieran durmiendo dentro de sus vehículos en un
apartado donde nadie pudiera verlos ni reconocerlos.
–¿Estai seguro
que es acá? –dijo el Mauro. El Diego, el Juan y yo lo quedamos mirando como si
su pregunta fuera la más estúpida del mundo.
La puerta
principal de la casa se abrió y salió por ella una joven de unos veinte años como
mucho, de lentes de montura gruesa y oscura, pelo negro y un cuerpo que me hizo
temblar de la emoción. Nos sonrió.
–Ustedes deben
ser los amigos del Elías –dijo ella. Se notaba bajo los efectos de unas cuantas
piscolas en la sangre.
–Algo así –dije,
siendo el único de los presentes que realmente era amigo del Elías.
–Bueno, pues
pasen.
–La reja está
cerrada con llave –anunció el Diego.
–Oh, qué tonta
de mí –La joven se acercó a nosotros mientras sacaba un llavero del bolsillo de
su chaqueta. Nos abrió la reja y nos saludó a todos con un beso en la mejilla–. Perdónenme, pero no estoy con
los pies en la tierra –añadió con una sonrisita.
–No pasa nada –le
dije como por decir algo. Noté que mis amigos se fueron de picado al interior
de la casa.
Y ahí comprobé
que era cierto lo que nos había prometido el Elías: la casa estaba atestada de
mujeres.
–Con-che-su-ma-dre
–farfulló el Juan, impresionado.
–Ya, culiao’,
esta es la nuestra –dijo el Diego, frotándose las manos–. Por descarte,
deberían ser mínimo dos para cada uno.
–Si Dios te
escucha –le dijo el Mauro.
–¿Qué güeá
dijiste?
–Olvídalo.
El reggeatón
era ensordecedor, era verdad, pero tras ver a ese montón de chicas moviéndose
al ritmo de sus frenéticas melodías, todos mis prejuicios se fueron a la
mierda. ¡A quién mierda le importaba que la música ésta fuera basura pura, si
las mujeres se volvían locas con ella!
El Diego sacó
uno de los piscos que habíamos comprado, se sirvió una buena dosis en uno de
los vasos plásticos y le roció un poco de bebida y unos cuantos hielos medio derretidos.
Acto seguido bebió dos sorbos hasta dejar el vaso a la mitad y partió en
dirección de las mujeres con actitud ganadora. Saludó a una con un beso en la
mejilla y comenzó a bailar con ella sin mayores preámbulos.
–Güena, güeón.
Miré a un lado
para encontrarme con el Elías extendiéndome la mano. Tenía los ojos rojísimos.
–Güena, culiao’
–lo saludé.
–¿Te gusta la
fiesta?
–Pensé que eso
de que estaba llena de minas era otra de tus triquiñuelas para que no te
dejáramos solo en esos carretes de mierda que te saca’i de repente.
–Erí’ mal habla’o,
culia’o –me dijo el Elías, dándome un manotazo amistoso.
Contando al
Elías y su primo, éramos seis hombres en total, menos del doble de mujeres que
habían ahí. Si todo salía bien, puede que el Diego estuviera en lo cierto:
quizá fuera nuestra oportunidad de terminar con dos mujeres cada uno en vez de
una sola. Me dio un extraño retorcijón en el estómago.
–¿Querís
volarte? –me preguntó el Elías al oído–. Mi primo trajo mucha marihuana.
Le pegué un
codazo al Juan (el que a su vez le pegó un codazo al Mauro) y nos fuimos al
patio de la casa siguiendo al Elías.
Ahí afuera
estaba su primo, un joven muy parecido a él pero de estatura mucho más
considerable y contextura más fornida. Nos saludó con una mano, mientras que
con la otra sostenía un papelillo lleno de marihuana molida.
–Se llama Pedro
–nos dijo el Elías, antes de presentarnos por nuestros nombres–. ¿Qué onda el
Diego? ¿Se quedó adentro?
–Sí. Se puso a
bailar con una mina –le dijo el Mauro.
–Ah, cagó con
el pito entonces.
Era obvio: no
íbamos a arruinarle su oportunidad de ligue por unas cuantas quemadas de
marihuana.
El primo del
Elías nos extendió el pito recién manufacturado y yo lo tomé antes de que uno
de los demás fuera más avispado. Lo encendí, y luego de unas caladas se lo pasé
al Elías, que estaba a mi derecha.
–¿Están
fumándose algo sin la dueña de casa?
Todos miramos
sobresaltados hacia la puerta que llevaba al patio: ahí estaba la joven de
lentes que nos había abierto la reja, sonriéndonos.
–Oh, sorry,
Vale –dijo el Elías, tosiendo un montón. Le extendió el pito encendido con
cuidado de no quemarla–. Toma, dale duro.
–¿Puede fumar
mi amiga también, cierto? –quiso saber la Vale; y por un momento pensé que
estaba equivocada, porque ahí no había ninguna otra amiga suya. Sin embargo,
como si la dueña de casa hubiera pronunciado las palabras mágicas, detrás suyo
apareció otra joven, ésta de aspecto tímido, pelo oscuro y melenudo y rostro de
facciones redondas y alegres. Nos saludó con un ademán que me recordó inmediatamente
a un roedor y yo sentí que algo se derrumbaba dentro de mí.
–Pues obvio –dije,
cuando la marihuana que estábamos fumando ni siquiera era mía. Pero como todos
los demás estaban de acuerdo en que las chicas se drogaran con nosotros, nadie opuso
resistencia.
La dueña de
casa, después de su turno, nos preguntó cuál era nuestro parentesco. Ahí le
dije que con el Elías era compañero de curso, y los demás amigos míos.
–O sea que
ustedes se están conociendo recién ahora, ¿no? –preguntó.
–Claro.
–Unidos por la
marihuana y el carrete –anunció ella, como recitando una frase–. Si quieren,
adentro del refrigerador hay cervezas. Pueden tomarlas todas si quieren. A las
demás no le gustan mucho las cervezas y están ya todas vueltas locas con los
tequilazos y las piscolas. Así que ya saben.
–Gracias –le
agradeció el Juan, pasándole el pito al Mauro.
–¿Por qué mejor
no entramos? –dijo la dueña de casa una vez terminamos el pito–. A ver si
movemos un poco el esqueleto.
Yo que conocía
bien a los demás, sabía que odiaban la música que sonaba ahí dentro más que
cualquier otro estilo musical; pero qué mierda: entre terminar esa noche
besando a una mujer y abrir las probabilidades de llevarla a la cama, o terminar
pajeándote mientras te lamentabas como un pobre diablo por no haber actuado a
tiempo, había una gran, gran diferencia.
Y así, sin
quitarle la vista de encima a la amiga de la dueña de casa que había fumado con
nosotros, entré con los demás al living donde se desarrollaba gran parte de la
fiesta. El Diego ahora no solo bailaba con una de las chicas, sino que lo hacía
con dos a la vez. Me parecía interesante presenciar cómo las piscolas
provocaban cambios tan significativos en las personas que conocía.
Por lo mismo
tomé mi vaso y me serví el primer combinado de la noche. Mis amigos a mi lado
se veían dudosos; pero tras unos cuantos sorbos de pisco, se quitaron sus
chaquetas y se lanzaron a la pista de baile. Por un momento pensé que los
rechazarían de inmediato, pero para mi sorpresa las chicas los recibieron entre
risas y se pusieron a bailar entre ellos como si se hubieran conocido de toda
la vida. No pude evitar sentirme un tanto pasmado.
Hasta que
escuché a alguien hablarme al oído; lo supe porque sentí un soplo de aire
rozarme una oreja que me provocó un ligero temblor.
–¿Perdón? –dije
al darme vuelta.
–¡Te acabo de
decir que se nota que no te gusta esta música! –me dijo la amiga de la dueña de
casa que había fumado con nosotros.
Por un instante
pensé que diciéndole que odiaba el reggeatón perdería mi chance para ligar con
ella. Pero si me estaba diciendo eso, y no estaba bailando con las demás en
medio del living, sólo podía significar una cosa, la mejor de todas.
–¡Igual que a ti,
¿no?! –le respondí a gritos, haciéndome escuchar por sobre la música infernal.
Ella me sonrió
como por toda respuesta.
–¡¿Se nota
mucho?!
–¡No estás
bailando!
La chica se
rió.
–¡Soy tan
obvia!
La marihuana me
había puesto lento y somnoliento. Agité mi vaso y me eché un buen trago de
combinado al esófago. Aquello me hizo sentir más animado y vivaz, lúcido; sabía
que tenía que actuar con rapidez si no quería terminar pajeándome esa noche
como el tipo más miserable del mundo, solo en mi pieza.
–¡Supongo que
no vas a bailar, ¿no?! –me preguntó ella.
–¡Prefiero
estar sentado en otro lado!
La chica me
dijo algo que no le entendí.
–¡¿Qué cosa?! –le
dije.
–¡Sígueme!
Entonces
volvimos a salir al patio, donde no había nadie y las luces estaban apagadas.
No pude evitar sonreír ante la nueva panorámica de acciones que me permitía el
terreno.
–Mira, ahí hay
unos bancos –dijo ella, apuntando a un extremo del lugar.
–Perfecto.
Nos sentamos y
nos presentamos con un suave apretón de manos. Su nombre era Verónica.
–Como el Resident Evil: Código Veronica –comenté
absurdamente y sin saber por qué. Pensé que ya tenía un punto menos: a las jóvenes
que van a ese tipo de fiestas no le gustan los tipos que se la pasan jugando
videojuegos cada vez que pueden. No obstante, ella rió y me dio un golpe en el
hombro.
–Sólo una
persona me ha llamado así en la vida –declaró ella–. Ahora eres el segundo.
Le sonreí como
por toda respuesta, pensando que ella tampoco había sido la primera persona a
la que le llamaba de esa manera tan estúpida. Aunque, elementalmente, si quería
algo con ella, no iba a tratarla como otra más entre mis malas bromas, menos
aún hacérselo saber de inmediato. Por lo mismo no quise saber más al respecto y
le pregunté que qué le gustaba hacer.
–Me vas a
encontrar una ñoña –respondió ella, haciendo un ademán azorado–, pero lo que
más me gusta hacer es ver series en mi computador.
–¿Y eso qué
tiene de malo?
–A veces la
gente piensa que eso es perder el tiempo.
–A la mierda lo
que piense la gente, ¿no? –le dije.
–Sí, en
realidad debería importarme una mierda.
Entonces fue el
turno de ella para preguntarme por mis gustos. Como no podía decirle que me
gustaba pasármela fumando hierba, tomando y jugando videojuegos con mis amigos,
le dije que me gustaba la música y la colección de discos y libros. A ella le
pareció fantástico, lo cual era otra muy buena señal.
Pude notar que
se le formaba una margarita en la mejilla izquierda cuando hablaba y que tenía
el gesto distraído de quitarse el pelo que le caía encima de la cara cada vez
que lo necesitaba. Pudo ser que no estaba a solas con una mujer desde hacía
mucho tiempo o que el ambiente ahí se había vuelto más frío, pero sentía que mi
cuerpo temblaba por dentro. Tenía ganas de detener la conversación y decirle
que me moría de frío, que me gustaba la forma de su cara y que tenía unos ojos
muy bonitos; en vez de eso levanté mi vaso y me eché un buen trago, recobrando
algo de calor y valía.
–¿Cómo conoces
a la Vale? –me preguntó la Verónica, y yo pensé que a quién rayos se refería,
hasta que me acordé que era el Elías quien nos había invitado, no la dueña de
casa.
–Creo que es
prima del Elías, un compañero de carrera mío. En realidad no lo sé, pero creo
haberlo escuchado decir eso.
Por un momento
temí que la conversación se fuera por otros derroteros y termináramos hablando
sobre nuestras carreras universitarias y tal, sin embargo y gracias a todos los
dioses, nos evitamos un tema tan trillado y vomitivo como ése. Digo, ¿cómo no
poder ser tan original para evitarlo?
–¿Estás
pololeando? –me preguntó ella, pillándome desprevenido.
–Por fortuna,
no. ¿Tú?
–Tampoco.
Mastiqué mejor
su respuesta y me percaté que cuando alguien te pregunta si tienes pareja o
algo así, sólo puede significar un reducido número de cosas. Le miré los labios
a la chica al frente mío, para ver si aquello le daba una señal de lo que tenía
pensado hacer con ella, y le sostuve la mirada. Me hubiera gustado saber qué
pasaba por su cabeza.
Nos servimos
más piscola para capear el frío y continuamos hablando sobre cosas banales,
como si los dos rehuyéramos de la responsabilidad que significa dar el primer
paso, el más importante de todos. Debía aceptar que me daba miedo que me
rechazara cuando fuera a plantarle el beso, que me golpeara o comenzara a
gritar que estaba intentando abusar de ella y tal. No sabía qué hacer.
Entonces
aparecieron de nuevo el Juan y los demás, esta vez acompañados por las chicas
con las que supuse habían estado bailando ahí dentro. Al principio no se dieron
cuenta de nuestra presencia porque estábamos sentados en un rincón oscuro, pero
nuestras voces los alertaron de nuestra presencia.
–¿Ustedes no
tienen frío acaso? –nos preguntó la dueña de casa, modulando como la mierda.
–Se nos quitará
con eso que traen ahí –dijo la Verónica, acercándose a ellos.
El que el Elías
y los demás quisieran fumar sólo podía significar que ya había pasado un buen
rato desde el primero que habíamos consumido. No me di cuenta que el tiempo
había transcurrido tan rápido hasta que me levanté y sentí el efecto de las
piscolas en la cabeza.
Las nuevas
amigas que habían hecho el Juan y el Mauro se notaban ansiosas, refregándose
las manos y moviendo sus pies al ritmo de la música que nos llegaba desde la
puerta que permanecía abierta. Tenían pinta de no ser las asiduas fumadoras de
hierba con las que casi siempre compartíamos. Presentí que al menos una de
ellas arruinaría la fiesta sufriendo una grotesca pálida por culpa de la mezcla
del tequila y la susodicha hierba. Era un clásico.
El primo del
Elías enroló cuatro pitos con los que elevamos una gran humareda que nos dejó a
todos con la mente en cualquier sitio menos ahí, rodeados de mujeres.
–Pa’l pico –dijo
una de ellas, con los ojos rasgados como los de un oriental.
–Están
buenísimos –dijo otra, sonriendo como en sueños–. ¿Quién se los sacó?
–Yo –dijo el
primo del Elías, y yo supe de inmediato que acababa de asegurar su ligue de la
noche.
–Muy ricos tus
pitos –dijo la chica, coqueta, antes de que una de sus amigas empezara a decir
que un primo suyo tenía tres plantas de marihuana en su casa y esas cosas. Las
demás también dieron su apreciación al respecto y así estuvimos por unos
cuantos muchos minutos.
Sentía la
cabeza embotada, los músculos relajadísimos y unas ganas terribles de echarme
en una cama y dormir hasta el día siguiente. Pero no podía hacerlo: tenía una
misión pendiente, y no quería terminar esa noche sin haber besado a alguien.
Agité un poco mi vaso y me tomé su contenido de un solo trago. El Mauro, al
verme hacer esto, tomó el pisco y me sirvió otra ración como el buen amigo que
es.
Luego de un
rato, el grupo volvió a entrar en la casa (“abríguense, hace mucho frío”, nos
dijo la Vale antes de retirarse) y ahí me encontré de nuevo a solas con la Vero,
sentados en ese rincón del patio. La noté más alegre, hasta quizá más decidida,
no lo sabría decir con las palabras correctas; lo único que esperaba era que
ella fuera quien diera el primer paso; seguía pensando en lo humillante que
sería que me dijera que cómo era posible que me pasara tantos rollos con ella,
si estaba claro que ella no tenía ninguna intención para conmigo. Traté de
recordar las oportunidades anteriores en que había besado por primera vez a una
chica, pero me percaté que siempre fueron ellas las que daban el primer paso (cosa
que sigo sin saber por qué hasta ahora) y no yo.
“No debe ser
tan difícil”, me dije mientras ella no paraba de hablar y yo no dejaba de mirar
sus labios, como diciéndole: “anda, vamos, menos cháchara y más acción”; pero
no entendía nada, o mis señas eran una mierda. Respiré lentamente para
difuminar un poco mi ansiedad y me acerqué un poco más a ella, alegando no
escucharla tan bien como deseaba. Podía sentir el olor del champú con el que
había lavado su pelo mezclada con la fragancia dulzona de su colonia.
“¿Y si me
encuentra feo?”, pensé, cayendo en la cuenta que esa también podría ser razón
para que no me respondiera el beso. “De seguro debe pensar que soy feo”, me
dije, volviendo a mantener una distancia amistosa con ella, por si las moscas.
Fue en eso que
los dos dimos un respingo al escuchar lo que parecía un montón de vidrio
impactar contra el suelo.
–¿Qué pasó? –dijo
la Vero, con una expresión alarmada en el rostro.
–No cacho.
Nos levantamos
para entrar en la casa y ver qué rayos ocurría. Alguien le bajó el volumen a la
música y yo pensé que habían llegado los pacos a arruinar la fiesta. Sin
embargo no se veía ninguna luz de baliza provenir de afuera, lo que sólo podía
significar…
–¡Paola! –exclamó
la Vero al ver a su amiga en el suelo, con la mesa volcada a su lado–. ¡Qué le
pasó!
–La pálida –dijo
la dueña de casa, ayudando a su amiga a levantarse–. Parece que se le fue la
mano –comentó a la vez que sonreía.
–Pobrecita.
El Diego y el
Elías ayudaron a llevar a la chica hasta uno de los cuartos colindantes, donde
la acostaron y abrigaron.
–Mañana va a
tener una caña de aquellas –dijo el Juan, y yo asentí. No quería ni pensar en
las aberraciones que saldrían al día siguiente de ese culo tan rico que tenía.
La fiesta, a
pesar de mis funestos pronósticos, continúo con la misma fuerza que antes del
desmayo. Me pareció genial que ésta no concluyera por el simple hecho que una
de las chicas hubiera perdido el conocimiento sobre una mesa, quebrando todos
los vasos de vidrios ubicados en su superficie; estas mujeres eran todas unas
modernas.
Pero el
problema seguía en su lugar: la noche se estaba yendo y aún no había concretado
nada con la Vero. No quería que me saliera con eso de que tenía que irse antes
de tal hora para no enojar a su padre, porque eso sería como haber perdido toda
la noche en una empresa infructífera.
Por suerte la
chica siguió mostrándose atenta para conmigo, cosa buena. Seguimos conversando
sobre cosas que ya no recuerdo, esta vez en el interior de la casa, sentados en
un sofá. No escuchaba muy bien lo que decía, pero mis afirmaciones con la
cabeza al menos la mantenían tranquila. Me sentía borrachísimo; y por lo que
veía, ella se sentía parecido.
–¿Por qué no
nos vamos?
–¡¿Qué cosa?! –le
pregunté.
–¡Que por qué
no nos vamos! –me repitió ella–. ¡Me está dando sueño!
–¡Bueno,
vámonos a la mierda!
Le dijimos al
Mauro, que andaba por ahí cerca, que le dijera a los demás que nos habíamos
ido. La Vale, al parecer, estaba cuidando de su amiga caída en su cuarto.
–Dale duro –me dijo
al oído.
Como la reja estaba
cerrada con llave y no queríamos volver a la fiesta y tener que buscar a la
dueña de casa, no tuvimos de otra que saltarla y matarnos de la risa cuando
ella se quedó pillada en el arco de la entrada. Me gustaba que tuviera un
sentido del humor tan amplio.
La casa de la
Vale estaba a una media hora de las nuestras a pie.
–No sabía que
vivías tan cerca de mí –dijo ella cuando le mencioné donde se ubicaba la casa
del Juan. Dimos los detalles de nuestras direcciones y concluimos que entre
nuestras casas había una diferencia de ocho calles–. ¡Somos vecinos!
Yo no sabía
cómo abordarla: si tomarla de la mano, hacer que se detuviera y plantarle el
beso en la boca y esperar su reacción, fuera buena o mala, o esperar a que ella
hiciera lo suyo…, si es que tenía en mente hacer algo como lo que yo quería que
sucediera. Sólo quería que no avanzara tan rápido, que los tramos no se fueran
como el agua y que por favor se detuviera y me dijera algo así como: “oye,
tienes una cosa en el ojo; déjame quitártela”. Pero era la realidad, y cada vez
faltaba menos para llegar a su casa.
Al final acordé
conmigo mismo el pararme frente a ella cuando llegáramos a su casa y estuviera
a punto de perder mi última oportunidad de besarla; porque también estaba la
posibilidad de que esa magia que parecía movernos esa noche se acabara al día
siguiente y ya todo quedara en el pasado, un recuerdo borroso o descartable en
nuestras mentes. A veces sucedía.
No obstante
todos mis planes se fueron al carajo cuando ella me tomó la mano e hizo lo que
yo, maricón re culia’o, no me atreví a hacer en todo el trayecto: se plantó al
frente mío, cerró los ojos –gesto dulce– y estiró sus labios en dirección a los
míos. Ni tonto ni perezoso la tomé de la cintura, y presionándola contra mí, le
respondí sintiendo una euforia que no vivía desde hacía mucho.
La Vero no se
opuso a que tocara la piel de su cintura con mis manos frías. Sentí su piel
suave y tersa erizarse bajo mis yemas, y yo no podía creer que hubiera olvidado
una sensación tan buena como aquella.
Estuvimos ahí,
parados en una esquina cercana a su casa, alrededor de unos veinte minutos sin
despegarnos en ningún momento; y no es que yo sea un detallista y cuente cuanto
duran mis besos, pero la Vero recibió una llamada y yo aproveché de ver la hora
en la pantalla de mi celular.
–Era la Vale –me
dijo la Vero–. Quería saber si estaba bien.
–Debió pensar
que era un violador.
–¡Idiota! –dijo
ella, riendo–. Mejor movámonos, que mis papás me van a retar.
Anduvimos unas
cuantas calles más hasta que ella hizo que dobláramos hacia la derecha en el
pasaje que venía a continuación.
–¿Vives aquí? –le
pregunté.
–Sí, unas
cuantas casas más allá.
–¡Qué buena!
Justamente vive una amiga en este mismo pasaje.
–¿Cómo se llama?
–Victoria.
–¿Victoria
cuánto?
–Zúñiga.
La Vero se
detuvo de sopetón.
–¿Cómo la
conoces? –quiso saber. Su rostro estaba pálido e inquietante.
–Pues, porque
somos de la misma localidad.
–No me digas
que…
Miré por sobre
su hombro y me percaté que había pasado por alto un detalle.
–¿Qué edad…?
–Soy su hermana
–dijo ella, y yo sentí que el mundo me daba una patada en la boca del estómago.
–¡Erís la
hermana de la Vicky! –No lo podía creer: yo había visto crecer a esta niña y no
se parecía en nada a como la recordaba–. ¡Erís su hermana chica!
–¡Y tú erís su amigo! ¡El Felipe!
–¡No te
reconocí, lo juro, maldición, por la mierda…!
–¡Pero es que
antes usabas el pelo más corto, no tenías barba, no usabas lentes…!
–¿Cuántos años
tienes? –Era lo que más me preocupaba. No quería que los demás pensaran que me
gustaban las menores de edad.
–Dieciocho.
–Uff, menos
mal.
La Vero se
quedó parada un rato, mirándome sin decir nada.
–No puedo
creerlo –dijo ella por fin–. Todo este rato eras tú.
–Dímelo a mí.
Si la Vicky se entera, me va a pasar por la espada, te lo juro.
–No tiene por
qué saberlo –dijo ella, con aire resignado–. ¿Sabes?, cuando era chica y la
Victoria te invitaba a la casa a tomar té, siempre te miraba mucho. Podría
decirse que me gustabas, pero era un amor platónico, nunca pensé que llegaría
el día en que se concretaría uno de mis más profundos sueños –La Vero volvió a
reír, nerviosa, y yo volví a fijarme en la margarita que se le formaba en la
mejilla izquierda.
–Es muy dulce
lo que me dices.
–Era chica –dijo
ella–. Cuando eres chica, todo lo que sale de ti es dulzura.
Pensé en
decirle que aún seguía siendo chica para mí, pero a veces los comentarios
relacionados a la edad de una mujer pueden llegar a iniciar una guerra nuclear
si no se tiene cuidado.
Sin embargo, no
sé en qué momento volvimos a avanzar el uno hacia el otro y nos terminamos
encontrando en un beso de nuevos sabores, más suave y mejor pensado. Al
principio pensé que me iba a sentir terrible –estaba besando a la hermana chica
de mi amiga de la infancia–, pero al recordar que ella tenía en mente hacer lo
que hacía en ese momento desde que iba a tomar onces a su casa, cuando era muy
chica, me dije que estaba bien, que todos merecemos una noche como ésa. Y yo no
tenía una así desde hacía meses.