Historia #221: Descuento a fin de mes

En mis cortos años de vida he trabajado ejerciendo distintos roles en muchos y diferentes lugares, unos menos malos que otros, naturalmente; y bueno, uno de los más llamativos de esos fue el de peajista, gracias a la variopinta gama de rostros televisivos que vi pasar delante de mi caseta. Ahí atendí al Rafa Araneda, a Arturo Longton, a Andrea Tessa, al ciclista de mierda ese que aparecía en La ley de la selva, Luis Andaur (que resultó ser todo un conchesumadre), a Monik de Operación triunfo (otra estúpida desabrida de mierda), entre tantos otros que no recuerdo justamente ahora. Sin embargo, el que más me llamó la atención y el que más me hizo reír, sin duda, fue el archiconocido maestro del güeveo nacional: el Negro Piñera, quien llegó a mi lado en su convertible último modelo una tarde de día domingo cualquiera, cuando el flujo de vehículos disminuye y uno puede permitirse ciertas licencias para con los clientes.
            Apenas me saludó me di cuenta que iba completamente borracho, con la Belén Hidalgo en el asiento del copiloto sonriendo como siempre lo hacía en la tele.
            El Negro me dijo:
            −¿Cómo está, perrito?
            −Bien, bien. Pasando las horas.
            −¿Y tú tan chico trabajando acá?
            −Así es la vida –le contesté.
            Me acuerdo que el Negro miró hacia atrás, comprobando que no había ningún Carabinero cerca u otro vehículo sumándose a su fila.
            −Oye –siguió el Negro−, ¿y es movido por acá? ¿Pasan hartos autos?
            −Má’ o menos. Igual depende del día y la fecha. Hoy día, por ejemplo, está má’ fome que pelea de globos.
            El Negro con la Belén se desternillaron de la risa por mi manoseado chiste.
            −¡Ay, que erí’ chistoso! –Luego de decir esto, el Negro volvió a mirar hacia atrás−. Oye, amigo.
            −¿Qué?
            −¿No me dejaríai’ pasar así nomá’? No tengo sencillo.
            −Me temo que no podría. Después me lo descuentan de mi paga.
            −¿Y si te doy un poco de whiskey?
            La Belén, siempre sonriente, le extendió una botella de Jack Daniel’s vaciada hasta más de la mitad escondida entre sus asientos, junto a la caja de cambios, para que me lo enseñara.
            −¿No te interesa? –dijo el Negro.
            Debo aceptar que su propuesta me tentó un montón porque, puta, no hay nada como un buen whiskey a eso de las seis de la tarde.
            −No, lo siento, no puedo –le respondí−. Si viene mi jefe y me siente un poco de olor, no tendría escapatoria.
            El Negro meditó un poco, dando las clásicas cabeceadas que todo borracho da cuando intenta pensar más de la cuenta.
            −Belén –le dijo éste de repente−. Pásame tus bombachas.
            Y así, sin poner en tela de juicio la orden de su (en aquel entonces) pareja, la Belén subió un poco su falda, levantó su cuerpo del asiento y se quitó la ropa interior con facilidad. Acto seguido se la extendió al Negro Piñera, quien a su vez me la enseñó colgándola frente a mi cara.
            −¿Y si te paso este colaless rico de la Belén, me dejariai’ pasar sin pagar?
            Al cabo de un rato me encontraba despidiéndome de la pareja desde mi caseta de peaje hasta que el convertible en el que iban desapareció carretera arriba, rumbo a Coquimbo. Esperé unos segundos, y como vi que no se acercaban más vehículos, me llevé la ropa interior de la Belén (un colaless oscuro con la fineza de un hilo dental) a mi rostro y sentí cómo olía la gloria. No dejaba de pensar que tenía entre mis manos ¡la prenda íntima de una modelo que aparecía en la tele!
            Le tuve tanto cariño a esta bombacha (como le decía el Negro Piñera), que la guardé en uno de mis cajones para recordar por siempre el prestigioso lugar donde había estado; obviamente nunca la lavé, pero debo decir que su aroma dulce no varió un poco en todo el tiempo que estuvo ahí encerrada. Por lo mismo llegué a pensar que la vida de la prenda podía ser eterna…, hasta que, bueno, una ex la descubrió mientras buscaba algo que ponerse entre mi ropa (después de quedar empapada bajo la lluvia) y no dudó en armar un escándalo y terminar por quemarla frente a mis anegados ojos . Ahí se iba mi querido colaless de la Belén Hidalgo, transformado en un pequeño montón de cenizas. Ahí se iba y yo no pude hacer nada.

            Ahora es lógico que no me crean: sin pruebas a mi favor, todo este relato adquiere los tintes de otra historia más para entretenerlos; pero es verdad, les juro que es verdad. Tan verdad como su textura en mis manos, tan verdad como su persistente olor impregnado en su tela, tan verdad como el descuento de los $2.500 que me hicieron ese mes en el trabajo por haber dejado que el Negro Piñera ingresara a Coquimbo sin pagar la tarifa que le correspondía. 

Historia #220: Conversación en una micro (grabación #1)

Gracioso, pero cierto: escuché la siguiente conversación transcrita en uno de los viajes que hice en micro desde mi casa al centro de la ciudad; me pareció tan interesante, que no pude no encender mi grabadora y hacerme dueño de la historia que contaba uno de ellos. Aquí les va:


“Mi’ experiencia’ sexuale’, cuando era menor, más joven, fueron cuática’ porque la loca con la que empecé a tirar era pobre po’, muy pobre: vivía en una casa sin cerámico’, no habían puerta’; tenían cortina’ en vez de puerta’, no habían muchos mueble’, la’ muralla’ no estaban pintada’… Y eso po’, estábamo’ súper caliente’ en la cocina; la loquita me estaba haciendo unos huevos duros pa’ la once; y ella tenía dos hermanos po’, güeón: uno de siete y otro de diez, que estaban viendo lo’ mono’… Lo’ culiao’ estaban hipnotizado’ viendo Los Simpsons… Y empiezo a ponerme detrás de ella cuando calienta el agua. Loco, le empecé a tocar la zorra, y despué’ a pasarle el pico por el culo… La loca empezó a mover lo’ cachete  y yo ya, me volví loco . Así que no aguanté má’ y le empecé a dar, pá, pá, pá (ruido de golpes de manos en cada sílaba)… Y la mina no gemía (risas); yo cacho que si gemía, la pillan po’, porque la casa era súper chica po’… En eso gritan de la otra pieza: ‘¡Evelyn’!, y yo, oh, güeón, quedé pal hoyo: justo había como, pá (ruido de puños chocar), me había ido corta’o… y, loco, fue genial: la mina quedó así: ‘ohh’, metida en la olla y la güeá, chorreando chele por la’ pierna’ y la güeá… Igual tuvimo’ que apurarno’ sí: venían lo’ viejo’ po’, güeón: no’ habían golpeado re fuerte. ‘¿Qué pasó acá?’, preguntó el papá, así, entrando a la cocina, y yo estaba así, como lavándome la’ mano’, así como haciéndome el güeón… (risas). Lo má’ chistoso, es que no había na’ pa’ lavarse la’ mano’: ni virutilla, ni Quix, na’… Eran súper pobre’ lo’ culiao’… La güeá es que la Evelyn alcanzó a subirse lo’ pantalone’ y a echar lo’ huevo’ en agua helá’, porque si no, yo cacho que el papá me saca la mierda… (risas). Lo que tenía que hacer uno pa’ culiar en eso’ tiempo’… En todo caso, era re loco culiar con mi prima, güeón”.

Cuento #91: Mientras escribo este ensayo

Como no tenía nada que hacer ese sábado por la tarde, Luis aprovechó de dedicar su tiempo al primer borrador de un viejo ensayo que llevaba más de un año sin poder terminar: trataba sobre el impacto de la música y su mensaje en la gente que la oía, tema que muchos de sus amigos comentaron positivamente pero que, por desgracia, cada vez se le hacía más y más carente de sentido. En un comienzo le pareció que su trabajo sería de mucho interés para quienes concibieran aquel arte como lo hacía él (algo indispensable y profundo), sobre todo con toda la difusión y accesibilidad de la que disfrutaba hoy en día, pero a medida que pasaban las semanas y luego los meses, las ideas se le fueron aflojando, sus argumentos diluyendo y la motivación, por último, agotando. Entonces llegó la frustración y la posterior parcelación de su entrega para con su ensayo.
            Pero ese día quería echarle una repasada, aprovechar que era feriado, que no había trabajado por la mañana y que tenía las energías suficientes y la mente aireada y fresca como para hacerle frente.
            Luis le dio las gracias a su mamá por el almuerzo que había preparado y acto seguido se dedicó a lavar los platos con la ayuda de su hermana, conversando sobre los últimos estrenos del cine y lo horrible que era su cartelera últimamente. Luego, Luis se dirigió a su cuarto en la primera planta de la casa y encendió su computador para comprobar hasta qué punto había llegado en su ensayo.
            En él se notaba un inicio vibrante, una exposición de ideas que le dejó la sensación incluso de haberlas copiado, de no haber sido él quien las plasmó en esas planas frías de Word que tanta incertidumbre resultaban cuando estaban vacías. Sin embargo a medida que avanzaba, se iba haciendo cada vez más patente una falta de empeño y dedicación con su trabajo, además de la obvia falta de tiempo, con una reiteración de palabras claves, burdas maneras de hacer diferentes referencias a un punto ya manoseado y un tedio reflejado en oraciones y frases cortas entre puntos seguidos, muy a la usanza de alguien que quiere llamar la atención del lector pero de forma muy mal aplicada.
            Al principio se sintió horrorizado por lo mal que había llevado su trabajo, lo deficiente que había sido para con él como con todos sus demás proyectos anteriores de la misma índole, pero tras volver a echarle una repasada al comienzo de éste y ver lo enérgico que sonaba todo, recuperó confianza en sí mismo y se decidió por continuar desde el último punto que había expuesto, consciente que después de todo aquel no era más que el primer borrador de su trabajo.
            Luis abrió el archivo donde tenía sus apuntes y empezó a picar el teclado tratando de hilar sus ideas guardadas, al comienzo de manera lenta, casi flemática, luego rápida, más segura que antes. A veces, cuando se detenía entre punto y punto tratando de conectar las palabras dentro de su cabeza y así expresarlas de la mejor forma posible, Luis se desperezaba en su asiento y comenzaba a prestarle atención a las pisadas de su mamá y su hermana en el segundo piso. Jamás lo hubiera imaginado, pero Luis descubrió que en un estado de motivación como en el que se encontraba, ruidos indicadores de más personas dentro de la casa como aquellos le favorecían enormemente más que entorpecerle, haciéndole sentir que el tiempo continuaba avanzando igual que su ensayo.
            Para cuando el joven sintió que el apetito empezaba a dominarle, se percató que su cuarto se había sumido en la penumbra y que ya era necesario encender la luz del techo para no seguir dañando su vista con el brillo de la pantalla del computador. Consultó la hora en este último y supo que ya eran cerca de las ocho de la tarde; se preguntó si su mamá y su hermana seguían probándose vestidos frente al espejo en el segundo piso y si ya tenían algo de hambre como para ir él a comprar pan y preparar algo para las onces.
            Estirando su cuerpo (escuchando cómo crujían un montón de vértebras), Luis se incorporó, encendió la luz cuyo interruptor estaba a un lado de la entrada y encaminó por el umbrío pasillo de la casa hasta las escaleras al piso superior.
            En un comienzo pensó que le jugaban una broma; porque a veces a su hermana le gustaba jugarle bromas de ese tipo; pero al llegar al rellano y ver que las habitaciones tanto de su madre como la de su hermana se hallaban cerradas con llave (como siempre acostumbraban a dejarlas cuando salían), comprobadas por él mismo, sintió que algo extraño se anidaba en su estómago, una sensación muy parecida a la angustia.
            Estaba seguro de haber escuchado pasos adentro de los cuartos antes de subir por las escaleras; de hecho, hasta había pensado que su mamá y su hermana continuaban probándose vestidos como cuando todavía había luz solar ingresando en la casa. No obstante, al parecer, todo había sido producto de su imaginación… O tal vez había estado tan enfrascado terminando su ensayo, que ni siquiera se había percatado que su mamá y su hermana le anunciaban que saldrían al centro en auto a comprar o a pasear por sus alrededores. Luis creyó esto último muy plausible hasta que dio el primer paso hacia la escalera y volvió a sentir pasos dentro del cuarto de su madre.
            −¿Mamá? –llamó sin obtener respuesta. Luis pensó que podía tratarse de la madera crujiendo por culpa de los cambios de temperatura, mas los ruidos eran notoriamente pisadas (pasos, uno tras otro, avanzando centímetros y centímetros). Con esa idea en mente, y sintiéndose más desolado que nunca, bajó hasta la primera planta sin dejar de escuchar cómo alguien dentro, que no era ni su mamá ni su hermana, avanzaba por la habitación de un extremo a otro con toda la calma del mundo. Luis continuó creyendo que todo se debía a un fenómeno natural relacionado con las variaciones de temperatura, pero tras escuchar cómo la cerradura del cuarto se corría para dar paso a la consiguiente apertura de la puerta con una calma abrumadora, supo que estaba lejos de estar acertado.

            Y así, sin poder hacer nada al respecto, paralizado, aterrorizado, escuchó cómo la parte superior de la escalera comenzaba a crujir como si alguien bajara por ella. Un paso, luego otro más seguro, y otro, y otro…

Historia #219: Un problema de dimensiones pequeñas

apenas terminé de cagar, me limpié el culo y me quedé un rato mirando en el espejo. estaba en eso de sacarme unos cuantos puntos negros cuando algo del otro lado de la ventana me llamó la atención. bah, qué onda, dije, y fui a ver qué onda. ahí quedé pa’ la cagá: ¡qué chucha: había un enano con la cara máxima arrugá’ en el patio, mirándome fijo! mandé un grito de eso’ y fui corriendo al living; ahí estaba mi papá y mi hermana chica, mirando fijo algo en uno de los rincones. ¡papá, hermana, hay un enano en el patio!, les dije, pero no me pescaron; entonces observé mejor y me di cuenta que ahí también había otro enano, igual de feo que el del patio. ¡no me hagan nada!, dijo el enano, con tono suplicante. ¡no me hagan nada, somos buenos! estamos buscando a nuestro amigo Humberto, que se perdió y su mamá lo anda buscando desesperado. al principio seguimos mirándolo sin saber qué güeá hacer, pero mi papá, que es un poco alterado, reaccionó sacándose un zapato para arrojárselo en plena la cara, mandándolo contra la pared tras él. el enano se levantó, iracundo, como impulsado por un resorte. se limpió un hilillo de sangre de la boca y nos apuntó con el dedo. ¡hijos de puta, se atrevieron a atacarnos!, chilló el hombrecito, con la voz mucho más aguda. entonces chocó sus palmas tres veces y esperó por unos breves segundos a que hubiera algún tipo de respuesta. pensamos que el muy idiota estaba tratando de meternos miedo sin obtener ningún resultado, pero después de sentir un breve y suave temblor, supimos que estábamos lejos de estar en lo cierto: de bajo nuestros pies nos llegaba el rumor de cientos de rasguños contra la madera, como si intentaran hacer un boquete desde el otro lado. ¡son más de esos hijos de perra!, dijo mi papá, tomando la lámpara que tenía cerca. ¡prepárense! miré a mi alrededor y di con un florero grande y duro; mi hermana hizo lo mismo con una estatuilla de elefante que la tía Rosa nos trajo de su viaje por Europa y que ella siempre había odiado. primero rompieron la madera bajo el mueble de los platos, cayendo un montón de estos sobre sus cabezas cuando intentaron salir; luego otro puñado hizo lo mismo con el que guardaba nuestra colección de cuchillos familiar, muriendo un número considerable de ellos atravesados o cercenados. estábamos tan enfrascados riéndonos de las estupideces de estos enanos, que no nos percatamos que otro grupo de ellos estaba a punto de romper el suelo bajo nuestros pies. mi hermana, que alcanzó a darse cuenta, nos dio un codazo y echamos unos pasos atrás justo a tiempo, listos para hacer mierda a esos hijos de puta. el primero que salió del agujero que acababan de abrir terminó sin gran parte de su cabeza: mi papá le dio de lleno con la lámpara, salpicando trozos de carne contra las paredes. los siguientes, desmoralizados ante tantas bajas enanas, no pudieron hacer mucho contra nosotros: cuando nos saltaban encima, le dábamos limpiamente con nuestros objetos, impidiendo que nos pusieran sus malditas manos encima. hasta que escuchamos ceder el suelo de la cocina y vimos cómo un tropel de enanos entraba al living dispuestos a darnos nuestro merecido. pudimos con los primeros de ellos como lo hicimos con los anteriores, pero llegó un momento en que su número nos abrumó y no pudimos contra todos a la vez: unos nos agarraron de las piernas, clavándonos sus dientes como alfileres, otros intentaban llegar a nuestro cuello, como si quisieran devorarlo, otros limpia y llanamente se encaramaban por nuestros cuerpos con el fin de llegar a nuestra cabeza y destrozar nuestros lindos rostros. encajé un trozo de mi florero roto a uno de los enanos en el cuello, le aplasté el cráneo a otro con mis zapatillas y arrojé a uno que intentaba morderme el brazo contra la ventana que daba a la calle. ¡salgamos de acá!, gritó mi papá, quitándole un enano de encima a mi hermana y abriendo camino hasta la puerta de salida, cosa difícil porque el lugar parecía lleno de esas pequeñas mierdas, unos muertos y otros revoloteando por ahí, dispuestos a matarnos o herirnos, sin piernas o brazos o con alguna que otra extremidad rota. por un momento pensé que no lo lograríamos, pero papá logró abrir la puerta y todo se me hizo mucho más fácil. ahí afuera nos dimos cuenta que no éramos los únicos con problemas como los nuestros: en la calle y en las casas vecinas también había gente como nosotros dándole la pelea a más enanos que salían por debajo del suelo, unos con bates, otros con sables y cuchillos. estos sí que están preparados, comentó mi hermana, golpeando a un enano que se acercaba corriendo a ella. nos dirigimos a mitad de la calle para reunirnos con nuestros vecinos y formar un grupo capaz de resistir el gran número de enanos de mierda que nos atacaba. ¡de dónde han salido estos putos!, nos preguntó un vecino cuando llegamos a su lado; blandía una espada capaz de cortar en dos a esas criaturas, mientras yo sostenía un miserable trozo de florero roto. bueno, el asunto fue que más personas se unieron a nuestro grupo; el matar a esas basuras pequeñas se nos hizo tan fácil, que hasta nos relajamos un poco. para cuando acabamos con todos ellos, muchos de los nuestros se encontraban analizando los cuerpos de los enanos muertos mientras fumaban, como en una de esas escenas post batalla de una película de guerra. conversamos un poco a la vez que reuníamos sus cuerpos y les prendíamos fuego; al parecer todos los enanos buscaban a un tal Humberto, cuya madre estaba desesperada por encontrarlo, pero entre tanto varón y mujer enana repartida entre los cadáveres, no dudamos en que quizá hasta los habíamos matado a ambos. por lo mismo dejamos de preocuparnos y decidimos que todo aquella situación sería un secreto nuestro y sólo nuestro; no podía salir de nuestro vecindario. y así fue, de hecho.

            cuando mi mamá llegó de su trabajo tarde esa noche, nos preguntó que por qué tanto desorden y piras de fuego encendidas en tantas calles, como si hubiéramos celebrado algún tipo de festival durante su ausencia. nos azotó un pequeño temblor, explicó mi papá, mirándose la suela de los zapatos para no reírse. un temblor que sólo afectó a las casas de este sector, agregó. vaya, que cosa más curiosa, dijo mi mamá, antes de darle el primer mordisco a su pan de las onces. y bueno, es que a veces mamá llega tan cansada a casa, que no tiene energías de cuestionar absolutamente nada. todo un alivio para muchos, por cierto.

Historia #218: Las preguntas de mi tía

Me despertó el incesante griterío de mi mamá llamándome a comer; miré la hora en mi celular y vi que eran las dos de la tarde de día domingo. Sentía que el interior de mi cuerpo ardía por culpa del alcohol, y que mis extremidades y músculos agarrotados aullaban de tan contracturados que estaban. Como los gritos de mi mamá continuaron (y sabía que no pararían hasta que me presentara con mi familia a la mesa, como sea), me incorporé a duras penas, sintiendo el mundo revolverse, me puse una polera de esas largas que cubren hasta el culo y fui a mear al baño antes de dirigirme al comedor. En un comienzo pensé que me encontraría con mi mamá y mi hermana como de costumbre, pero sorpresa sorpresa, habían visitas.
            Mi tía y mi abuela me saludaron con una sonrisa radiante y me abrazaron de la misma manera efusiva de siempre, cosa que terminó por darme un poco de vergüenza puesto que andaba sin nada bajo mi polera y pude sentir cómo mi pene se apretaba contra ellas sin que pudiera hacer nada para evitarlo.
            Mi mamá nos sirvió la ensalada de entrada y mi tía empezó con la clásica ronda de preguntas.
            −¿A qué te dedicas ahora, hijo?
            −Escribo en mi blog.
            −¿En un bloc? ¡Pero si en esos se dibuja, niño, no se ocupan para escribir encima! ¡Qué te enseñaron en el colegio!
            −No, tía, me escucho mal. Escribo en un blog, con ge, no con ce –le corregí.
            −¿Y qué es eso? ¿Un nuevo tipo de cuaderno?
            −No: es una página de Internet donde puedo subir mis escritos y compartirlos con otras personas.
            −Ah, ya… ¿Así como Germán Garmendia?
            Sentí una fuerte punzada en mi cabeza; no supe bien si fue por la comparación de mi tía o porque necesitaba echar afuera todo el alcohol de mi cuerpo cuanto antes.
Respiré hondo y contesté:
−Mmmm, algo así.
−¡Mira, qué bonito!
−¿Qué es bonito? –preguntó mi abuela. Llevaba años sin escuchar bien.
−El Felipe –le explicó mi tía−: escribe en un bloc, como ese niño buenmozo, ese Germán Garmendia que la Tita no deja de ver por el Internet.
−La Tita –repitió mi abuela−. ¿Qué le pasó a la Tita?
−Nada, mamá, nada –Mi tía me sonrió antes de echarse un trozo de tomate a la boca−. ¿Y tus estudios?
−Ahí nomás.
            Mi hermana le pidió el salero a mi mamá y yo tuve que hacer de intermediario entre ellas.
            −¿Y la polola? –preguntó mi tía.
            −Ya no hay más polola –le dije.
            −¿Terminaron?
            −Sí, hace tiempo.
            −¿Y no tenís alguna pretendiente por ahí? De seguro que nunca te faltan.
            −Bueno –le dije−, pues ahora sí me faltan.
            −¿Vio a ese vagabundo que hace malabares con piedras unas cuadras más allá, cuando venía? –le preguntó mi hermana de repente.
            −Sí –dijo mi tía−. Pobre tipo.
            −¿El Tito? –espetó mi abuela, salpicando trozos de zanahoria rayada−. ¿Qué le pasó al Tito?
            −¡No, mamá, al Tito no le pasó nada!
            −¡¿Que lo aplastó una vaca?!
            Mi tía me miró como obviando lo dicho por mi abuela y continuó:
            −Sí, vi a ese pobre tipo que hacía malabares con piedras. Me dio mucha, mucha pena. ¿Por qué lo preguntas, Fran?
            −Porque hasta él tiene polola –dijo mi hermana, riéndose−. A veces va a trabajar acompañado de su polola, y se dan besos cuando el semáforo está en verde.
            −Oh, Dios, qué asco –dijo mi tía, y yo le entendí a la perfección: el vagabundo del que hablaban tenía la cara llena de tajos, la boca con un montón de costras y pus y su ropa llegaba a estar opaca de tanta suciedad−. No lo digo por ti, Felipe, lo digo por el tipo éste del que tu hermana…
            −Sí, tía, ya entendí, no se preocupe.
            −¿Pero cómo va a ser posible que no tengas polola? –prosiguió mi tía−. Ahora todos tienen: el Nachito está pololeando; la Tita también está pololeando. La Andrea está a punto de casarse. Mira, todos con parejas y tú solo. ¡No puede ser!
            −Pero así es, tía –le dije.
            Noté que mi mamá reía por lo bajo mientras ensartaba unos trozos de apio y tomates con su tenedor.
            −¿Y por qué no pololeas? –quiso saber mi tía−. ¿Es por el asunto del bloc en el que escribes?
            −No, nada de eso. Sólo que… no sé, no necesito pololear con nadie.
            Una expresión de alarma cruzó por el rostro de mi tía.
            −¿Entonces eres uno de esos…? –Mi tía pensó un momento sobre las palabras que debía utilizar a continuación−. ¿Entonces eres…?
            −No, tía, tampoco soy gay –le expliqué sabiendo que por ahí iba la cosa.
            −Ufff, pensé que eras uno de esos… raritos.
            −¿Quién es rarito? –preguntó mi abuela−. ¿El Felipe es rarito?
            −No, abuela, no –le dijo mi tía, perdiendo un poco la paciencia para con ella−, cálmese un rato, coma su ensalada.
            Mi abuela volvió a su plato como si no hubiera dicho nada.
            −¿Y qué buscas para que alguien sea tu polola? –siguió mi tía, más interesada en mí que en su comida−. ¿Necesitas que sea de alguna manera en especial?
            −No, pa’ na’. Pero ahora que lo dice, sí, principalmente debe ser una persona que valore la risa y me haga reír mucho.
            −¿Como cuando hiciste reír a una de tus pololas por durar menos de un minuto? –dijo mi hermana, y todo se volvió muy incómodo… para mí, claro. Mi tía y mi mamá se desternillaron de la risa, secundada por mi hermana y mi abuela, que no debía entender un carajo pero tampoco quería quedarse atrás.
            −Ay, Fran, ¿es verdad eso? –quiso saber mi tía, limpiándose las lágrimas con una servilleta.
            −Lo escuché de pura casualidad, cuando salí al patio y pasé cerca de su pieza –dijo ella. Pero era mentira: estaba seguro que llevaba un buen tiempo haciendo guardia hasta que ocurriera algún hecho desgraciado como el que acababa de contar.
            −Ya, pero fue una sola vez –dije yo, tratando de reparar el daño hecho a mi imagen. La cabeza seguía doliéndome un montón, como si estuvieran apretándomela con dos bloques de cemento.
            Mi hermana le hizo un gesto a mi tía dándole a entender que yo mentía.
            −¿Entonces quieres de polola a alguien que sepa contar buenos chistes? –dijo mi tía, tratando de apaciguar su risa.
            −Claro, una mujer que sepa contar buenos chistes o haga o comparta buenos memes.
            −¿Memes? ¿Qué son los memes? –quiso saber mi tía−. ¿Es como el apellido de ese conductor de noticias tan dije?
            −No, él es Neme; de los que yo hablo se llaman memes, con eme.
            −Ya, ya. ¿Y esos qué son?
            “Oh, Dios”, pensé, sabiendo que había metido la pata: cada vez que le hablas de algo nuevo a un familiar que no tiene maldita idea de lo que dices, estás cavando lentamente una tumba en la que llegarás tarde o temprano por morir de aburrimiento o por haber cometido suicidio al no poder hacerles entrar tantas ideas nuevas en sus mentes viejas y gastadas.
            −Son unos dibujos que se comparten por Internet –le explicó mi hermana−. Son la nueva moda.
            −Ahora entiendo por qué no tienes polola –dijo mi tía−. ¡Cómo vas a tener una si te siguen gustando los monos chinos, pos! A las mujeres le gustan los hombres maduros, los que no ven esas cosas; por eso no tienes polola.
            Llegó un punto en que todas las palabras que entraban a mi cabeza aumentaban el malestar que se anidaba en todo mi cuerpo; me comencé a sentir más mareado que nunca, como si todo el alcohol en mí quisiera salir expulsado con una violencia inusitada.
            Por un momento intenté retenerlo, pero luego de pensarlo brevemente, supe que el vómito que venía en camino era mi salvoconducto para la empalagosa situación que estaba viviendo.
            Mi tía estaba a punto de hacerme otra pregunta cuando abrí la boca y lo eché todo afuera, inundando nuestros platos y las fuentes que contenían las demás verduras picadas. Mi mamá intentó decir algo, pero no pude detenerme y volví a vomitar con fuerza, manchándolo todo con el vino que había tomado la noche anterior. Mi abuela, por su lado, no sabía qué hacer; parecía no entender nada de lo ocurrido. Con los ojos llorosos, vi cómo mi hermana trataba de aguantar el asco y la repugnancia que le había provocado la escena, pero fue inútil y terminó por contribuir aún más con el caos que había comenzado.

            Como nadie dijo nada, pedí perdón por lo ocasionado y me dirigí a mi cuarto para seguir durmiendo la resaca. Cerré la puerta con pestillo y me desplomé sobre mi cama sintiéndome fatal, con el mundo dando vertiginosas vueltas a mi alrededor. Sólo esperaba haberle dejado claro a mi tía por qué seguía sin tener ni querer una polola como ella decía.