Como los papás de la Loreto
habían llegado de su viaje de no sé dónde y ella no los quería ver ni en
pintura, fuimos a consumar nuestro amor al motel más cercano de la ciudad. Nos
desvestimos apenas cerramos la puerta tras nosotros para luego de unos cuarenta
minutos (o muchos más) estar recostados y resollando como verdaderos maratonistas
apoyados el uno en el otro, sintiendo cómo el relajo golpeaba todos nuestros
músculos a oleadas.
Entonces fue ahí que nos dimos cuenta que una pareja al
lado nuestro, en la pieza contigua, había iniciado también el viejo ritual del
amor.
−Pareciera que la estuvieran matando –dijo la Loreto
riendo, refiriéndose a la mujer que se escuchaba del otro lado.
−Seguro le están dando unas buenas estocadas con el puñal
de carne.
−¡Ay, Felipe! –exclamó ella, dándome un codazo sin parar
de reír.
La mujer del otro lado llegó a su primer orgasmo a los diez
minutos de haber comenzado, lanzando un grito que me hizo recordar al de las
actrices porno. Pero el acto no se detuvo ahí: los gritos, a veces acompañados
de sonoras palmadas e insultos, siguieron por mucho, mucho rato más.
−Nunca antes había venido a un motel –dijo la Loreto,
acomodándose en mi pecho−. Esta es mi primera vez.
−Creo que acabamo’ de desvirgarnos el uno al otro, porque
yo tampoco había venido nunca a uno.
Nos quedamos mirando el techo mientras los ruidos seguían
aumentando al lado nuestro.
−¿Se habrán escuchado así también mis gritos? –quiso
saber la Loreto.
−Puede que sí, puede que no… De todas formas, eso no
tiene mucha importa en este lugar, ¿no?
−Sí, tenís razón: a quién mierda le importan.
La Loreto se acercó a mí y me besó.
−¡Hey! –exclamó de repente.
−¿Qué pasa?
−¡Se te está poniendo dura!
También me percaté que algo abajo estaba cobrando vida.
−Es que los gritos de la mujer al lado me están
calentando un montón –le respondí.
La Loreto sonrió divertida.
−¿En serio que los gritos de al lado te calientan?
−Sí; ¿hay algo raro en eso?
−No, no…, o sea…, sí, lo encuentro raro.
Pensé que con toda seguridad la Loreto no debía saber
nada del rubro del porno; probablemente jamás hubiera visto una película, de
hecho.
−No es tan raro, después de todo –le dije−. Al final de
cuentas el sexo es como dejarse llevar por el lado animal (por así decir) que
todos llevamos dentro. Es algo natural, creo yo.
−Nunca lo había pensado así.
−Todos pensamos cosas distintas, en todo caso –le dije,
dándole un beso en la frente−. No hay de qué preocuparse.
La Loreto se quedó un rato callada; del otro lado se
escuchó una, dos, tres cachetadas y otro grito más fuerte. De verdad parecía
que a esa mujer la estaban matando.
−Tú eres el segundo hombre con el que he estado –me dijo
la primera, de repente, pillándome desprevenido.
−¿El segundo hombre con el que has estado conversando
estas cosas?
−No, tonto: eres el segundo hombre con el que he estado,
con el que me he metido… con el que he follado; ¿me entiendes?
−Ah, claro.
−He tenido otros pololos y todo eso –continuó la Loreto−,
pero sólo con uno de ellos me he metido…, ya sabes…, relaciones sexuales y esas
cosas.
No supe qué decirle como comentario.
−Desde chica –siguió ella− que pienso que en este ámbito
es bueno ser recatada y darle mi sexo sólo a quién lo merezca, no al primero que
se atraviese frente a mí.
Sentí un extraño retorcijón en mi estómago.
−Lo que acabas de decir me hace sentir muy afortunado.
−Qué dulce eres –me dijo ella, empezando a juguetear con
los pocos pelos de mi pecho−. Pero si todo ha sucedido como hasta ahora, es
porque te lo has ganado, porque has sido diferente a todos los demás hijos de
puta con los que he pololeado.
−¿Tanto así?
−Créeme: fueron unos hijos de puta conmigo –dijo la Loreto.
−Bueno, pues qué lástima por ellos porque se han perdido
a una mina muy, muy rica, atractiva, genial, inteligente y con un gusto musical
celestial. Qué pena por ellos, en realidad.
−Gracias –me dijo ella, incorporándose en un codo para
besarme−. Creo que estoy lista para aprovecharme de los gritos de la mujer de la
pieza de al lado –Y dicho esto, se sentó a horcajadas sobre mí.
Así fue cómo agotamos lo que restaba de las tres horas
que pagamos por aquella fría pieza mezclando nuestros ruidos con los de la
pareja de al lado, como máquinas compitiendo contra máquinas. Para cuando nos
llamaron por el citófono para decirnos que nuestro tiempo se había acabado, la
gente de la pieza contigua también había terminado de tener sexo (y darse
bofetadas e insultarse), por lo que nos vestimos bajo un silencio que
consideramos pleno y refrescante. Nos sentíamos como si todas nuestras penas,
miedos y malos pensamientos se hubieran esfumado, liberado de nuestro cuerpo a
través del sudor que empapaba la cama que dejábamos atrás.
Sin embargo cuando salimos de nuestro cuarto apagando
todas las luces de su interior, la Loreto me apretó la mano y me hizo una mueca
para que mirara a nuestra derecha segundos antes que la puerta de la habitación
contigua se abriera y apareciera por ella una pareja de adultos de unos
cincuenta y tantos años con aire agitado.
Al principio nos hicimos los tontos, mordiéndonos los
labios para no reírnos frente a ellos. Pero una vez alejados del motel,
rompimos en carcajadas llegando a palmearnos las rodillas debido a su
intensidad. La Loreto no podía parar de reír.
−Si llegamos juntos a viejos –me dijo ésta, una vez se
hubo calmado−, debemos ser como ellos y darles lecciones a los jóvenes de cómo
hacerlo.
−Belcebú te oiga, querida.