Historia #253: Lamentos familiares


Álvaro se sentó a la mesa con sus demás familiares luego de saludarlos con un ademán de la mano. Era día sábado, el día de las visitas, y él estaba tan resacoso que hubiera dado lo que fuera por seguir echado en su cama, aunque fuera sin poder dormir por el terrible dolor de cabeza que le aquejaba.
            El televisor estaba encendido en el mueble sobre la mesa, lanzando su incansable murmullo ambiental al que nadie prestaba mucha atención entre bandejas llenas de papas bañadas en mayonesa, ensaladas de lechuga, tomates, cebollas, trozos de carne y platos llenos de arroz. Los tíos de Álvaro hablaban sobre algo intrascendental mientras su mamá no dejaba de servir los platos de comida para cada uno de los presentes.
            Cuando todos tuvieron ante sí su almuerzo y se preparaban para comerlo, la conversación cesó para que todos pudieran escuchar lo que el comentador de noticias hablaba en ese instante. Era una especie de ritual familiar el prestarle más atención al televisor que a las personas con las que compartían la mesa en ese instante. El dios televisor por sobre todas las cosas, como siempre.
            Si el periodista en la tele no hubiera mencionado la fecha de ese día, Álvaro, con la mente nublada por la resaca, no se habría percatado que se celebraba (aunque celebrar no era la palabra exacta) otro aniversario del 11 de Septiembre en su país.
            Álvaro dirigió su mirada al televisor y vio al periodista hablando frente a la cámara en un despacho en vivo en una avenida principal de la capital. Detrás de él se escuchaba y se veía una parte de lo que parecía ser una manifestación, con muchas personas de aspecto pacífico sosteniendo pancartas y entonando cánticos contra la dictadura.
            −Y estos resentidos siguen güeando –comentó su tío, con la boca llena de papas con mayonesa−. Deberían irse pa’ la casita ya. Esa güeá pasó hace mucho. Deberían dejarse de güeás.
            Álvaro siempre había pensado que su tío pensaba pura mierda.
            −Sí –secundó su hermana, otra de sus tías presente−. Deberían dejarse ya de güeás.
            En la tele mostraban las imágenes de una concurrencia en la que la mayoría de las personas parecían ser mujeres mayores. Llevaban consigo unas fotos ampliadas de sus esposos e hijos desaparecidos durante la dictadura. Álvaro sentía un inexplicable nudo en el estómago cada vez que veía una cosa similar. El sólo pensar en que esas personas ni siquiera habían podido despedir ni enterrar a sus queridos, le ponía enfermo. Siempre se imaginaba que de haberle ocurrido algo así a su polola, él jamás hubiera aguantado la pena, la angustia, y el hecho de tratar de dar con la verdad de su desaparición.
            Por otro lado, Álvaro no recordaba que sus demás familiares tuvieran un pensamiento tan obtuso y hermético como el que demostraban estos durante el almuerzo. Estaba bien no tener interés en lo sucedido a otras familias, en su dolor y en su sufrimiento. Pero otra muy distinta era decir las mierdas que estaban diciendo en ese momento, con total desfachatez e indiferencia.
            −Son puros resentidos nomá’ –prosiguió su tío, echándose más papas en su plato−. Igual les llegan sus lucas.
            −Además esos tipos eran puros terroristas –dijo otra de las tías de Álvaro, animándose con la conversación−. Merecían morir como lo hicieron.
            −¿Dinamitados? ¿Rajados enteros? ¿Ahogados en mierda?
            Por un instante se hizo el silencio. Sólo el inalterable ruido del televisor continuaba como único sonido de fondo.
            −¿Qué dijiste, Álvaro? –preguntó su tío. Álvaro sabía que su tío era uno de esos hombres que jamás iba a aceptar que sus argumentos eran errados o contrarrestados.
            −Dije que si merecían morir dinamitados, ahogados en mierda o rajados de la garganta al estómago –repitió Álvaro, sintiendo que la cabeza le iba a explotar por la resaca−. La tía Yuli dijo que se merecían morir como lo hicieron.
            Su tío lo miró con gesto hosco. Su mamá, que prefería siempre ahorrarse problemas, miraba a Álvaro desde el borde de su vaso de bebida.
            −¿Dinamitados? ¿Rajados? ¿Esas son las cosas que te enseñan en la universidad?
            −Hay profesores que nos enseñan cómo pasaron de verdad las cosas –dijo Álvaro, con tono cansino y sintiendo un incipiente acceso de rabia−. ¿No me vaya a decir que esas cosas no sucedieron?
            Su tío mantuvo silencio por unos segundos.
            −Puede que sí…
            −¿Entonces cómo puede decir que son unos resentidos después de todo lo que le hicieron a sus familias?
            −¡Eso pasó hace mucho tiempo! –arguyó su tío, un tanto desesperado y alzando la voz−. Son unos resentidos, nada más que unos resentidos.
            −¿Usted no estaría resentido si le hubieran metido una rata hambrienta por la vagina a mi tía?
            La tía Ani, la esposa del tío con el que discutía Álvaro, dejó caer su tenedor en el plato de sopetón y se llevó una mano a la boca. No hizo ninguna arcada ni ningún otro sonido, pero Álvaro sabía que había estado a punto de vomitar. Su mamá, por su lado, lo miró de manera asesina, mientras su hermana lo hacía algo divertida. Álvaro sabía que su hermana compartía muchas de sus ideas y pensamientos.
            −¿Qué? –exclamó su tío−. ¿Qué estás diciendo…?
            −Estoy contándole algo que hicieron los militares durante la dictadura.
            −Eso es mentira, todo eso es falso.
            −Es historia: por desgracia, sucedió.
            −Na’, de seguro tus profesores son unos comunistas resentidos que no olvidan y tratan de…
            −Varios militares lo han aceptado –le refutó Álvaro−. La conciencia les remordió tanto, que lo han ido soltando todo. Y lo de las ratas no es lo peor.
            −Estás loco –dijo su tío, mirando a otro lado mientras se llevaba su vaso de bebida a la boca−. Todo eso es mentira. No es más que propaganda.
            −Como quiera, tío, como quiera.
            −¿Me esta’i tratando como un idiota?
            −¿Le he dicho algo? –preguntó Álvaro.
            −No…, pero por tu cara puedo deducir que te estás mofando de mí.
            −Mire, si usted cree que los militares fueron unas santas palomas y que las familias de los detenidos desaparecidos están reclamando por puras güeás, allá usted. Pero no venga con eso de resentidos, que parece un viejo amargo que no sabe ni siquiera donde está parado –Su tío intentó interrumpirlo, pero el joven fue mucho más rápido que él; además, tenía las ideas mucho más claras que su interlocutor a pesar del dolor de cabeza que le mataba−. Sólo hay que pensar que muchas de las víctimas fueron niños, mujeres embarazadas, profesores y unos cuantos inocentes más que tuvieron la mala fortuna de caer en las manos de esos locos hijos de puta.
            Sus tías lo miraban con incredulidad, llevando su vista desde Álvaro hasta su mamá y viceversa, como si esperaran que ésta regañara a su hijo.
            La mamá de Álvaro se aclaró la garganta y le pidió a éste que por favor se detuviera.
            −Está bien –dijo el joven antes de tomar su tenedor y seguir comiendo a duras penas por el dolor de estómago que le atenazaba.
            −La gente ya no sabe por qué reclamar –murmuró su tío sin dar su brazo a torcer.
            Álvaro no podía creer que la gente pensara de esa forma: ¿era tan fácil para algunos hacer la vista gorda y fingir que nada nunca había pasado? La gente del país parecía tener una memoria mala, errática, o un síndrome de encariñamiento con quienes les trataban injustamente y los tenían viviendo en situaciones cada vez más deplorables. Su tío y gran parte de sus tías, sin ir más lejos, eran un claro ejemplo de ello.
            ¿Cómo no podían ponerse en el lugar de los demás? La empatía escaseaba en tiempos acelerados y violentos como estos. ¿Cómo iba a ser tan difícil ponerse en el lugar de los familiares de los detenidos y encontrar justa su causa?; ni siquiera era una cosa de apoyo o salir a la calle a protestar con ellos, sólo de entendimiento, comprensión y empatía.
            Pero ahí estaban sus tíos demostrándole qué tan tonta podía ser una persona. Álvaro sentía una aguda sensación de vergüenza al encontrarse comiendo frente a ellos, criticándolo todo desde el otro lado de la pantalla, comiendo una variada cantidad de comida que probablemente a otros les faltaba.
            Empatía, empatía, empatía.
            Álvaro sintió un breve acceso de relajo al presenciar que en el televisor frente a ellos el comentador daba paso a las noticias internacionales que no le atañían tanto como los asuntos de su propio país. Tanto su madre como sus demás tías parecieron mucho más tranquilas con este cambio.
Minutos después, por consiguiente, su tío se hallaba hablando mal de los extranjeros y migrantes como si tuviera toda la razón del mundo. Afortunadamente, Álvaro ya estaba a punto de terminar con su almuerzo. Aun con resaca, no comer toda la comida frente a su plato era una desfachatez tan grande, como decir que los familiares de los detenidos desaparecidos eran unos simples resentidos busca dinero.

Microcuento #46: Dedos


Tuve la extraña sensación de que alguien entraba a mi pieza sin mucho sigilo, haciendo crujir el piso bajo sus pasos. Como seguía durmiendo a esa hora cercana al mediodía, el cuarto estaba medio iluminado, y pude ver bien quién era cuando se cernió sobre mí, como intentando aplastarme. Por un instante pensé que era mi amiga Daniela; pensé que mi mamá la había dejado pasar a mi cuarto para que me despertara como muchas otras veces lo hizo con los amigos que me buscaban por la mañana para salir por ahí a andar en bicicleta, cuando éramos niños. Vi sus ojos verdes, sus facciones delgadas, su nariz quebrada; era ella, no cabía duda, aun en la neblina confusa de la duermevela y a la luz de la penumbra que lo envolvía todo. Pero la expresión divertida, alegre y desdibujada de su cara se tornó sombría, como si sus facciones se hubieran crispado y sus ojos hubieran perdido todo el brillo que creí ver en ellos, oscureciéndose. Su sonrisa mutó a una lobezna, casi demencial. Sus manos, sin que pudiera hacer algo al respecto, se cerraron en mi cuello. ¡No podía respirar, me estaba estrangulando! Mi visión empezó a borronearse, mis pulmones comenzaron a ceder. ¡Estaba desesperado, no podía hacer nada! Hasta que di una bocanada fuerte y ella, o quien fuera, ya no estaba; simplemente había desaparecido en un pestañeo, viento en medio de la luz filtrada por las cortinas y llevado quién sabía dónde. La puerta de mi cuarto, sin embargo, estaba abierta como si alguien hubiera entrado por ella recientemente. Todavía pienso en ello. No lo puedo sacar de mi cabeza. Me miro en el espejo del baño ahora: aún lucen las marcas de los dedos ajenos en mi cuello.

Poema #43: Eres como leer por las mañanas


Eres como leer
por las mañanas,
después de los besos,
después del sexo,
después del desayuno
recién preparado,
el té y las tostadas.
Eres como leer
y escribir por las mañanas,
como el primer retazo del alba,
como el último rayo
de luna.
Eres como escribir
por las mañanas,
el perfume
de la noche pasada,
una nota suspendida,
una tonada acabada.