Álvaro se sentó a la mesa con sus demás familiares
luego de saludarlos con un ademán de la mano. Era día sábado, el día de las
visitas, y él estaba tan resacoso que hubiera dado lo que fuera por seguir
echado en su cama, aunque fuera sin poder dormir por el terrible dolor de
cabeza que le aquejaba.
El
televisor estaba encendido en el mueble sobre la mesa, lanzando su incansable
murmullo ambiental al que nadie prestaba mucha atención entre bandejas llenas
de papas bañadas en mayonesa, ensaladas de lechuga, tomates, cebollas, trozos
de carne y platos llenos de arroz. Los tíos de Álvaro hablaban sobre algo
intrascendental mientras su mamá no dejaba de servir los platos de comida para
cada uno de los presentes.
Cuando
todos tuvieron ante sí su almuerzo y se preparaban para comerlo, la
conversación cesó para que todos pudieran escuchar lo que el comentador de
noticias hablaba en ese instante. Era una especie de ritual familiar el
prestarle más atención al televisor que a las personas con las que compartían la
mesa en ese instante. El dios televisor por sobre todas las cosas, como
siempre.
Si el
periodista en la tele no hubiera mencionado la fecha de ese día, Álvaro, con la
mente nublada por la resaca, no se habría percatado que se celebraba (aunque
celebrar no era la palabra exacta) otro aniversario del 11 de Septiembre en su
país.
Álvaro
dirigió su mirada al televisor y vio al periodista hablando frente a la cámara
en un despacho en vivo en una avenida principal de la capital. Detrás de él se
escuchaba y se veía una parte de lo que parecía ser una manifestación, con
muchas personas de aspecto pacífico sosteniendo pancartas y entonando cánticos
contra la dictadura.
−Y estos resentidos siguen güeando –comentó su tío, con la boca
llena de papas con mayonesa−. Deberían irse pa’ la casita ya. Esa güeá pasó
hace mucho. Deberían dejarse de güeás.
Álvaro siempre había pensado que su
tío pensaba pura mierda.
−Sí –secundó su hermana, otra de sus
tías presente−. Deberían dejarse ya de güeás.
En la tele mostraban las imágenes de
una concurrencia en la que la mayoría de las personas parecían ser mujeres
mayores. Llevaban consigo unas fotos ampliadas de sus esposos e hijos
desaparecidos durante la dictadura. Álvaro sentía un inexplicable nudo en el
estómago cada vez que veía una cosa similar. El sólo pensar en que esas
personas ni siquiera habían podido despedir ni enterrar a sus queridos, le
ponía enfermo. Siempre se imaginaba que de haberle ocurrido algo así a su
polola, él jamás hubiera aguantado la pena, la angustia, y el hecho de tratar
de dar con la verdad de su desaparición.
Por otro lado, Álvaro no recordaba
que sus demás familiares tuvieran un pensamiento tan obtuso y hermético como el
que demostraban estos durante el almuerzo. Estaba bien no tener interés en lo
sucedido a otras familias, en su dolor y en su sufrimiento. Pero otra muy
distinta era decir las mierdas que estaban diciendo en ese momento, con total
desfachatez e indiferencia.
−Son puros resentidos nomá’
–prosiguió su tío, echándose más papas en su plato−. Igual les llegan sus
lucas.
−Además esos tipos eran puros
terroristas –dijo otra de las tías de Álvaro, animándose con la conversación−.
Merecían morir como lo hicieron.
−¿Dinamitados? ¿Rajados enteros?
¿Ahogados en mierda?
Por un instante se hizo el silencio.
Sólo el inalterable ruido del televisor continuaba como único sonido de fondo.
−¿Qué dijiste, Álvaro? –preguntó su
tío. Álvaro sabía que su tío era uno de esos hombres que jamás iba a aceptar
que sus argumentos eran errados o contrarrestados.
−Dije que si merecían morir
dinamitados, ahogados en mierda o rajados de la garganta al estómago –repitió
Álvaro, sintiendo que la cabeza le iba a explotar por la resaca−. La tía Yuli
dijo que se merecían morir como lo hicieron.
Su tío lo miró con gesto hosco. Su
mamá, que prefería siempre ahorrarse problemas, miraba a Álvaro desde el borde
de su vaso de bebida.
−¿Dinamitados? ¿Rajados? ¿Esas son
las cosas que te enseñan en la universidad?
−Hay profesores que nos enseñan cómo
pasaron de verdad las cosas –dijo Álvaro, con tono cansino y sintiendo un
incipiente acceso de rabia−. ¿No me vaya a decir que esas cosas no sucedieron?
Su tío mantuvo silencio por unos
segundos.
−Puede que sí…
−¿Entonces cómo puede decir que son
unos resentidos después de todo lo que le hicieron a sus familias?
−¡Eso pasó hace mucho tiempo!
–arguyó su tío, un tanto desesperado y alzando la voz−. Son unos resentidos,
nada más que unos resentidos.
−¿Usted no estaría resentido si le
hubieran metido una rata hambrienta por la vagina a mi tía?
La tía Ani, la esposa del tío con el
que discutía Álvaro, dejó caer su tenedor en el plato de sopetón y se llevó una
mano a la boca. No hizo ninguna arcada ni ningún otro sonido, pero Álvaro sabía
que había estado a punto de vomitar. Su mamá, por su lado, lo miró de manera
asesina, mientras su hermana lo hacía algo divertida. Álvaro sabía que su
hermana compartía muchas de sus ideas y pensamientos.
−¿Qué? –exclamó su tío−. ¿Qué estás
diciendo…?
−Estoy contándole algo que hicieron
los militares durante la dictadura.
−Eso es mentira, todo eso es falso.
−Es historia: por desgracia,
sucedió.
−Na’, de seguro tus profesores son
unos comunistas resentidos que no olvidan y tratan de…
−Varios militares lo han aceptado
–le refutó Álvaro−. La conciencia les remordió tanto, que lo han ido soltando
todo. Y lo de las ratas no es lo peor.
−Estás loco –dijo su tío, mirando a
otro lado mientras se llevaba su vaso de bebida a la boca−. Todo eso es
mentira. No es más que propaganda.
−Como quiera, tío, como quiera.
−¿Me esta’i tratando como un idiota?
−¿Le he dicho algo? –preguntó
Álvaro.
−No…, pero por tu cara puedo deducir
que te estás mofando de mí.
−Mire, si usted cree que los
militares fueron unas santas palomas y que las familias de los detenidos
desaparecidos están reclamando por puras güeás, allá usted. Pero no venga con
eso de resentidos, que parece un viejo amargo que no sabe ni siquiera donde
está parado –Su tío intentó interrumpirlo, pero el joven fue mucho más rápido que
él; además, tenía las ideas mucho más claras que su interlocutor a pesar del
dolor de cabeza que le mataba−. Sólo hay que pensar que muchas de las víctimas
fueron niños, mujeres embarazadas, profesores y unos cuantos inocentes más que
tuvieron la mala fortuna de caer en las manos de esos locos hijos de puta.
Sus tías lo miraban con
incredulidad, llevando su vista desde Álvaro hasta su mamá y viceversa, como si
esperaran que ésta regañara a su hijo.
La mamá de Álvaro se aclaró la
garganta y le pidió a éste que por favor se detuviera.
−Está bien –dijo el joven antes de
tomar su tenedor y seguir comiendo a duras penas por el dolor de estómago que
le atenazaba.
−La gente ya no sabe por qué
reclamar –murmuró su tío sin dar su brazo a torcer.
Álvaro no podía creer que la gente
pensara de esa forma: ¿era tan fácil para algunos hacer la vista gorda y fingir
que nada nunca había pasado? La gente del país parecía tener una memoria mala,
errática, o un síndrome de encariñamiento con quienes les trataban injustamente
y los tenían viviendo en situaciones cada vez más deplorables. Su tío y gran
parte de sus tías, sin ir más lejos, eran un claro ejemplo de ello.
¿Cómo no podían ponerse en el lugar
de los demás? La empatía escaseaba en tiempos acelerados y violentos como
estos. ¿Cómo iba a ser tan difícil ponerse en el lugar de los familiares de los
detenidos y encontrar justa su causa?; ni siquiera era una cosa de apoyo o
salir a la calle a protestar con ellos, sólo de entendimiento, comprensión y
empatía.
Pero ahí estaban sus tíos
demostrándole qué tan tonta podía ser una persona. Álvaro sentía una aguda
sensación de vergüenza al encontrarse comiendo frente a ellos, criticándolo
todo desde el otro lado de la pantalla, comiendo una variada cantidad de comida
que probablemente a otros les faltaba.
Empatía, empatía, empatía.
Álvaro sintió un breve acceso de
relajo al presenciar que en el televisor frente a ellos el comentador daba paso
a las noticias internacionales que no le atañían tanto como los asuntos de su
propio país. Tanto su madre como sus demás tías parecieron mucho más tranquilas
con este cambio.
Minutos después, por consiguiente, su tío se hallaba hablando mal
de los extranjeros y migrantes como si tuviera toda la razón del mundo.
Afortunadamente, Álvaro ya estaba a punto de terminar con su almuerzo. Aun con
resaca, no comer toda la comida frente a su plato era una desfachatez tan
grande, como decir que los familiares de los detenidos desaparecidos eran unos
simples resentidos busca dinero.