Largo camino a la ruina #13: "Clint Eastwood"

Estábamos escuchando Clint Eastwood de Gorillaz entre toda esa espesa cortina de humo de hierba cuando el Carlos, hundido en su asiento, preguntó:
            −Oye, si pudieran tener la cara de alguien famoso, ¿cuál tendrían?
            −La de Paul Schäfer –dijo el Diego, con los ojos rojos y pequeños−. Así me podría culiar a quien quisiera y nadie me diría nada.
            Todos reímos; aquello tenía sentido.
            −¿Tú? –me preguntaron.
            −Yo creo que tendría la del pelao’ de Brazzers.
            −Pero su cara vale callampa –refutó el Carlos, haciendo un ademán con la mano−; lo único que importa de él es su pico.
            −¿Veís que te ponís maraco, güeón? –le dijo el Diego, y todos volvieron a reír−. ¿Y tú, güeón –le preguntó al Juan−, la cara de quién tendríai’?
            −La de Katy Perry.
            −¿La de Katy Perry?; ¡pero si es una mina, no un hombre, po’, güeón!
            −Sí, pero me gustaría tenerla entre mis piernas, po’, chupándomela.

            Entonces todos volvimos a reír. Clint Eastwood, luego, dio paso a Man research

Largo camino a la ruina #12: Sin recuerdos

Matando el tiempo, revisando fotos en mi perfil de Facebook, llegué a la conclusión que me cargan los que se cuelan en ellas. Porque no falta el idiota que se inmiscuye cuando tienes la foto entre amigos perfecta, terminando por arruinarlo todo, perdiendo así un momento, un instante preciso –y precioso− para la posterioridad.
            Pensé esto al encontrarme con una foto en que salí junto a dos amigas del colegio, abrazados en nuestro último día de clases. Nunca fui de los populares, aunque tampoco de los odiados o los estúpidos del curso; simplemente era yo, y eso me permitía tener buena onda y temas de conversación para con todos los demás. Por eso salía con la Luna –qué nombre más maravilloso− y la Sara en una foto que inmortalizaría para siempre el feliz día en que terminábamos de una vez por todas nuestro martirio detrás de esas salas de clases. Pero lo que no previmos fue que el Adolfo, uno de mis compañeros con los que nunca pude entablar una amistad sincera y prístina como para con los demás, se cruzaría justo frente a nosotros y el camarógrafo, arruinando un instante que nunca podríamos volver a recuperar.
            Siempre he pensado que el Adolfo lo hizo –cruzarse en nuestra foto− con la intención de hacernos reír, de pillarnos por sorpresa y arrancar en nosotros exclamaciones del tipo: “oye, que erís loco”, o quizá un “oye, güeón, erís bacán, únete a nuestra foto”, pero una parte de mí, la que lo vio atacar a indefensos, humillar al débil, no aceptar su culpa cuando la tenía –llevándonos a estar todo el curso castigado tras romper él un vidrio de la biblioteca y no haber aceptado su responsabilidad−, haber presenciado todo eso durante todos los años que fui su compañero, me hacía creer que al arruinar nuestro único momento feliz tras tanto tiempo de incomprensión y penas, estaba dándonos a entender que él seguía siendo superior a nosotros, inmortalizándose sobre nuestras caras en un acto completamente literal.
            Después, como si fuera parte del instante feliz y espectacular que vivíamos, comenzaron a arrojarse sobre nosotros más y más compañeros  (hombres y mujeres), para ser fotografiados cada vez que se nos sumaban.
            Naturalmente, con la Luna y la Sara no volvimos a tener una oportunidad para retratarnos ese día…; aunque en realidad sí tuvimos una, pero la desechamos por sentirnos un poco avergonzados al respecto.
            Y así lo fuimos dejando pasar hasta que nos dieron los resultados de la Prueba y cada uno tomó su rumbo, muy lejos los unos de los otros. De la Luna y la Sara no volví a saber nada.
            Hasta hace dos años.
            Recuerdo que fue la Sara la que me contó, primero por mensaje de Facebook, antes de pedirme el número de mi antiguo celular, y luego por llamada entre hipidos y sollozos, una vez se lo hube dado.
            Debo decir que una parte mía siempre lo supo: había algo en su piel pálida, en sus ojos lánguidos y grises, en su cabello castaño mal cuidado que parecía gritarlo, aullarlo a los cuatro vientos. La Luna era una bomba de tiempo y nunca hicimos nada realmente por ella.
            Se suicidó un día en su pensión, un viernes para ser más exactos, con una sobredosis de pastillas para dormir, y yo no pude evitar acordarme que cuando leíamos los Harry Potter o Las Crónicas de Narnia en la biblioteca por los recreos con la Sara, hablábamos asiduamente de los métodos que usaríamos para quitarnos la vida en caso que todo saliera mal. La Sara era la de la idea de las pastillas para dormir, no la Luna, que le reprendía siempre por elegir el camino más fácil y aburrido para quitarse la vida.
            −Es muy cobarde –sentenció una vez, entre risas. No, ella decía que antes había que llevarse a unos cuantos al Infierno; luego, un disparo en la sien lo arreglaría todo. Sanseacabó.
            Pero, después de todo, no tuvo las agallas para seguir sus ideales, terminando por escoger el camino cobarde, como había dicho ella, y eso me dio aún más pena: el que no pudiera haber sido valiente incluso para consigo misma.
            Oh, Luna…

            Aún puedo recordar la esperanza tras sus ojos grises esa mañana en que se acabaron nuestras clases, así como su sonrisa pocas veces avistada y su pelo eternamente revuelto. Pero ya no está, no se encuentra por ningún lado. En vez de eso, aparece ese idiota del Adolfo sobre ella, sobre nosotros, y luego más y más compañeros hasta que desaparecemos de vista. Entonces pienso en dónde se encuentra, en qué segundo congelado y perdido se halla esa mirada, la esperanza de esos tres jóvenes que terminaban su periodo escolar, años de pesadillas, pero no lo consigo; y sé que nunca más podré dar con ella.

Largo camino a la ruina #11: La energía

Con más de cuatro vasos de cerveza en el cuerpo, me era imposible seguir resistiendo las ganas de ir a mear al baño. No quería abandonar la conversación con los demás por nada del mundo: y es que cuando se habla de conspiraciones, hasta he pensado en mearme encima con tal de no perderme un segundo de lo que se dice.
Siempre he pensado que eso es lo malo de los pubs: que el que va al baño, por lo general pierde en muchos sentidos.
−¿Adónde vai’? –me preguntó el Juan extrañado cuando me levanté de la mesa.
−A mear, güeón, ¡ya no doy más! –y prácticamente troté en dirección al baño, dejándolos a todos con sus comentarios sobre los reptilianos y el Gobierno cada vez más elevados de volumen.
Fue un alivio encontrar desocupado uno de los cubículos, porque no quería terminar ensuciando aún más el horrible lugar en el que me encontraba. Cerré la puerta detrás de mí, abrí la bragueta para sacar a amigo de su cautiverio y dejé que éste me librara de todos los desperdicios acumulados en el cuerpo, sintiendo un placentero cosquilleo en el escroto.
En eso se abre la puerta de mi cubículo sin que me dé cuenta de nada y un hombre me dice:
−Callao’ vo’, güeón, no digai na’.
Tenía pinta de treintón, con barba de días y olor a cerveza rancia. Me dije: ah, este güeón me va a cagar, suponiendo que con la casi nula seguridad del local se había atrevido a robarme ahí mismo, en medio de todos.
Pero el tipo quería otra cosa.
−¿Qué güeá, loco, qué onda? –le dije.
−Oye, güeón, quédate callao’ mejor.
Yo no me había dado cuenta, pero el tipo estaba sacando justamente de su billetera una pequeña bolsa plástica junto a su carné de identidad. Ingenuo y todo, no sospeché lo que tenía en mente hasta que introdujo la punta de éste último en la bolsa y se lo echó todo por la nariz adentro.
−¡Conchatumare! –dijo el tipo, sorbiendo tres veces seguidas−. ¡Uy!
Créanlo o no, el tipo exclamó así.
−¿Querís un poco? –me ofreció, extendiéndome la bolsa.
Todavía seguía meando cuando me hizo la pregunta; sin embargo le dije que sí al tiro. Mientras me secaba salpicando gotas para todos lados, el hombre me preparó el siguiente golpe.
−Te lo ponís debajo de la nariz y –hizo el gesto de esnifar− jalai’.
Fácil.
Nunca antes me había metido algo así al cuerpo, pero supe ahí por qué tanta gente era adicta a aquél asunto: era como dormir después de mucho rato borracho, despertar sin resaca alguna y seguir carreteando. ¡Hermoso!
−¡Mierda! –exclamé alucinado−. ¡Siento que se me caen los mocos!
−Sí, sí, está bien –me dijo el tipo guardando sus cosas en la billetera. Acto seguido abrió un poco la puerta del cubículo y miró afuera por la abertura−. Ahora escucha: tú nunca me viste, ¿ya?
−¿Por qué?; ¿qué onda?
−Parece que están los pacos afuera.
−¿Y?
−Que me andan buscando po’, güeón –me dijo el tipo−. ¿Qué otra güeá creís?
Entonces nos detuvimos y escuchamos que alguien venía en dirección al baño; como estábamos los dos dentro del mismo cubículo, decidimos cerrar la puerta para que no pensaran nada malo de nosotros, lo cual, al final de cuentas, fue todo un acierto: quien venía hacia nosotros era uno de los pacos que había mencionado el hombre a mi lado.
Dimos un respingo y nos hicimos el gesto de mantenernos callados, arrugando las caras. Se escuchó una bragueta abrirse y el consiguiente chapoteo del meado contra el fondo de la taza. Casi al instante, sonó el celular del sujeto en cuestión; el paco demoró un par de segundos en contestar.
−¿Aló, Yosi? ¡Sí, sí, cómo estai’! No, na’, como el pico; ni un vendedor ambulante, ni un gitano, ni un mimo maricón… No, nada. Vamo’ a volver a la comisaría ahora –Una pausa−. Parece que la Vivi no va a estar en la casa, ya sabí’. Sí po’, anda con lo’ colaless rico’ eso’. ¡Sí, porque te voy a hacer cagar!
Con el tipo quedamos de una pieza sin dejar de mirarnos. Sentía una de mis fosas nasales tapadas, como si tuviera cemento adentro; pero me aguantaba las ganas de emitir cualquier ruido por si despertaba el interés del hombre del otro cubículo.
El paco dejó de orinar y no tardó en marcharse sin lavarse las manos (esto juzgando a partir de no haber escuchado el activarse de la llave del agua). Yo, por otro lado, me sentía la mar de sobrio.
−Pacos culiaos –dijo el hombre abriendo la puerta.
−Sí, pacos culiaos –repetí.
−Oye, si te preguntan cualquier güeá, nunca me viste. ¡Aunque te torturen, culiao’! –y dicho eso, se fue y nunca más volví a verlo.
No obstante yo me quedé ahí un buen rato esperando a que llegara otro paco, pensando que el tipo debía ser uno de esos típicos locos paranoicos que no deja de sentirse perseguido por culpa de la droga; y sin saber muy bien por qué, me dediqué el gesto contra mal de ojo al más puro estilo de Dio, y me devolví a la mesa donde mis amigos continuaban hablando de conspiraciones y esas cosas.

Al principio sentía la energía suficiente como para estar despierto al menos unos dos días sin parar, las mandíbulas apretadas y el corazón latiendo desbocado; así que por lo mismo tomé un vaso de cerveza tras otro, y otro, y otro, hasta que tal y como sucede con las estrellas de invencibilidad de la saga de Mario, el efecto preciado se agotó y volví a ser otro humano miserable más sobre la tierra…, un ser humano miserable que siente como si su cuerpo hubiera sido violado y cortado en distintas partes, para ser más exactos.