Largo camino a la ruina #51: Legado robado

Unos amigos del Juan vinieron a la casa con guitarras, unas cuantas percusiones y un llamativo didyeridú repleto de dibujos rojos y azules. Se instalaron en el patio, bajo el desnutrido damasco, y empezaron a arrancarle notas a sus instrumentos con una facilidad propia de quien lleva años tocándolos. Me senté cerrando el círculo que habían formado y acepté un pito que alguien había encendido unos cuantos metros más allá. Eché el humo mirando al cielo y me olvidé de inmediato del avance del informe que tenía que entregar para el día siguiente y que continuaba esperando en mi computador a que engrosara su número de páginas.
            Los amigos del Juan se pusieron a improvisar en una escala de notas acordadas previamente y sentí que todo empezaba a girar a mi alrededor. Pero a diferencia de otras oportunidades en que sentía que debía hacer cualquier cosa para evitar que mi cabeza siguiera en ese vertiginoso torbellino cuesta abajo, esta vez no hice otra cosa que dejarme llevar y sentir cómo la música –y la droga, por supuesto– hacían maravillas en mi interior, guiándome como nunca me había guiado antes, dándome a entender que ésta, compartida y bien ejecutada, era uno de los placeres más exquisitos del mundo.
            Debo aceptar que la música me ha gustado desde que tengo uso de razón, pero nunca tuve un incentivo para hacerme con un instrumento y empezar a aporrearlo hasta sacarle los sonidos que deseaba. Además, nunca tuve un cercano que pudiera enseñarme a rasguear las cuerdas de una guitarra o a golpear de manera rítmica algún instrumento de percusión.
            No obstante ahí estaba yo, en medio del bullicio, perdido y encontrado a la vez.
            El Juan me dio un codazo y me extendió otro pito que no dudé en aceptar, y al que luego de haberle dado unas cuantas caladas, intercambié por un cencerro a uno de los amigos de mi amigo.
            –Toma, pégale con esto –me dijo éste, pasándome una baqueta.
            Al principio no se me ocurrió cómo era que debía hacer chocar los dos objetos en mi poder, sin embargo después de recordar unos cuantos videos en que había visto a una de mis bandas favoritas tocar en vivo, se me iluminó la cabeza y empecé a darle al cencerro como lo hacía el percusionista en mi cabeza. Naturalmente, en un comienzo no hice más que arruinarlo todo, pero luego de que el tipo a mi izquierda me dijera que debía pegarle justo en los contratiempos, como en la salsa, sentí que los pensamientos se me aclaraban, dándome una resolución impropia para con lo que estaba haciendo.
            Estuvimos así por unos cuarenta minutos, hasta que tomamos un receso para enrolar más pitos y cambiarnos de instrumentos. Un joven de pelo largo y desgreñado me ofreció su guitarra acústica de cuerdas de nylon, pero le aseguré que con suerte era capaz de aporrear el cencerro sin salirme del ritmo.
            –Tocar el cencerro es igual de difícil que la guitarra –me dijo, aunque de todas maneras devolvió la guitarra hasta su regazo para continuar improvisando con ella, esta vez pasando un mechero sobre sus cuerdas para emular un sonido muy particular que me hizo recordar inmediatamente a los Doors.
            Después que acabamos con la nueva ración de marihuana, los presentes se pusieron de acuerdo con las notas y el orden en que las ejecutarían y continuamos dándole a lo que se nos viniera a la mente. Uno de los guitarristas estaba a cargo de la base rítmica, pasando los dedos con una destreza trovadora que tanto le gustaba escuchar a mi abuelo cuando tomaba vino los fines de semana, mientras que el que me había ofrecido su instrumento a cambio del cencerro no dejaba de pasar el borde de su mechero sobre las cuerdas, haciéndola chillar como si se lamentara…, aunque lo cierto es que no dejaba de sonar mal, para nada, y eso era lo más sorprendente de todo.
            Llegó un momento en que ralentizamos la velocidad de la improvisación sin siquiera mirarnos, al unísono, como si fuéramos parte de un mismo cuerpo, y yo estaba en el éxtasis, estaba haciendo música, estaba haciendo algo que nunca en mi vida había podido realizar.
            Para cuando el sol se puso a la distancia y el patio fue quedando lentamente sumido en penumbras, decidimos con los demás dar por terminada la sesión, fumar los últimos pitos y partir cada uno rumbo a su casa. El Juan dijo que aunque quería, tenía un montón de trabajos que terminar para la otra semana.
            –No importa –dijo uno de sus amigos, el que me había pasado el cencerro. Sus ojos no podían más de rasgados y rojos–. Igual prestaste la casa, así que güena. Gracias.
            Y así, uno por uno, los amigos del Juan fueron abandonando la instancia despidiéndose con apretones de mano y abrazos afectuosos. Cuando se fue el último de ellos, ya eran eso de las siete con treinta minutos de la tarde. El tiempo se había pasado volando.
            Por lo mismo con el Juan nos dividimos el trabajo para preparar las onces: mientras él cocinaba una paila de huevos revueltos, yo calenté el agua y puse la mesa para que pudiéramos comer de una buena vez por todas.
            El Juan se estaba llevando un trozo de pan a la boca cuando me habló y me llevó de vuelta al pasado.
            –¿Te acordai de la araucaria que teníai en tu casa? –me preguntó, y yo quedé pal pico: desde hacía tiempo que no pensaba en la araucaria que había afuera de mi casa.
            –Sí, ahora que lo decís, sí. ¿Por qué me preguntai eso?
            –Porque me acordé de cuando lo donaron a la plaza al lado de tu casa –dijo el Juan, y yo pensé: ja, cómo olvidarlo.
            Fue una tía materna la que llegó con la araucaria a nuestra casa, allá lejos. Dijo que la había comprado en el sur durante sus vacaciones, y que como no se decidía por qué cosa llevarnos de recuerdo, no encontró nada mejor que un árbol indígena y milenario como ése. Y bueno, como a mi mamá y a mi abuela les encantaba la naturaleza y esas cosas, no dudaron en aceptarla de buena gana y plantarla de inmediato en el antejardín, al lado de la entrada, un error grandísimo que con los años –los mismos que hicieron que sus raíces crecieran con rapidez y capaces de destruir el camino de cerámicos y la pequeña muralla que había a su alrededor– significó el tener que barajar la posibilidad de arrancarla y regalarla a alguien que pudiera cuidarla como debía, o arrancarla y donarla a la plaza ubicada a unos cuantos metros de mi casa, donde podíamos seguir su desarrollo a diario y sin perdernos casi ningún detalle.
            Y claro, todo bien: los encargados de la plaza llegaron un día a mi casa con todas las herramientas necesarias para la faena sobre una carretilla, trabajaron durante gran parte de la mañana para poder arrancar la araucaria sin dañarla de gravedad y así continuar toda la tarde para plantarla de nuevo en un hoyo profundo que habían excavado exclusivamente para ella.
            La araucaria estuvo en perfectas condiciones por años, creciendo a la vista de todo quien se maravillara ante tanta belleza ancestral; hasta que un día, cuando estaba a punto de salir en dirección al colegio, me percaté por pura costumbre que ésta ya no estaba en su sitio: alguien la había serrado en la base, dejando sólo unos cuantos centímetros de tronco desenterrado y las raíces ocultas bajo la tierra.
            En ese momento sentí como si acabaran de darme un puñetazo en el estómago, cosa rara, puesto que nunca había reparado en que tenía cierto afecto hacia esa araucaria obsequiada hacía tanto tiempo por nuestra tía, que en paz descanse. Tal vez fue el hecho de pensar que prácticamente teníamos la misma edad –una cualidad de las araucarias es que demoran un montón de años en crecer–, o que llegué a creer que cuando volviera a casa después de mucho tiempo, con un trabajo bueno o un título bajo el brazo, la vería igual de grande que cuando me viera yo en el espejo. Pero de eso, sólo sueños.
            Entonces, casi por descuido, me percaté que habían unas cuantas hojas de araucaria alrededor de la base del árbol formando un camino al más puro estilo Hansel y Gretel en dirección a un pasaje más allá. Miré mi reloj de pulsera –costumbre avasallada por la presencia del celular en mi vida– sólo para saber que ya iba atrasado a clases. Me alcé de hombros, importándome todo una mierda, y encaminé en la dirección señalada decidido a obtener pistas de su paradero antes que el ladrón re culiao’ pudiera borrarlas. En algunos tramos las hojas cilíndricas de la araucaria desaparecían como si quien cargaba con el tronco cambiara su posición de un hombro a otro, y con ello consiguiera que la copa no se arrastrara por el suelo por al menos unos cuantos metros, hasta que el hombro volviera a cansarse y así tener que repetir la misma operación para descansarlo por un rato. Aun así no fue difícil dar con la casa donde la retenían: quien la había robado ni siquiera se había esforzado en esconder o barrer las hojas en su antejardín que lo inculpaban derechamente, lo cual hacía las cosas todavía peores: la araucaria, árbol milenario de nuestro maldito país, había sido cortada por un imbécil que ni siquiera había reparado en los detalles de su pequeño crimen.
            –La araucaria –murmuré recordándolo todo de golpe–. A veces pienso que no’ fuimo’ al chancho esa vez.
            –Éramo’ chicos –me dijo el Juan–, y vo’ sólo queriai venganza.
            Claro que quería venganza: como supe quién había robado la araucaria de la plaza, no tuve otra que ir a clases, recibir una perorata aburridísima del inspector por culpa de mi atraso, y contarle todo al Juan cuando pude en el segundo recreo de la mañana. Ahí lo fraguamos todo…, aunque bueno, la culpa fue toda mía, debo aceptarlo: sólo hablo en plural porque, bueno, a veces lo hacemos a menudo, ¿no?
            Tragué saliva. Sentía una vergüenza enorme.
            –¿Hasta el punto de quemarle la casa…?
            –Pero no se quemó –objetó el Juan–. Y eso está bien. Punto final.
            Esa misma noche entramos por el patio de la casa del ladrón a eso de las dos de la mañana con unos cuantos trapos viejos, un poco de bencina y un montón de fósforos; escapar de casa no era cosa complicada. Como supimos que no había nadie despierto adentro, colocamos los trapos viejos junto al cobertizo anexado a la casa, le rociamos la bencina que andábamos trayendo y, sintiendo un violento retorcijón de estómago por la pura ansiedad y el miedo a ser descubiertos, le prendimos fuego antes que pudiéramos arrepentirnos. Después salimos disparados en dirección contraria a nuestras casas, subiendo una inclinación pronunciada desde donde pudimos ver todo el espectáculo. Al principio las llamas lamían la madera alzándose de una manera horrible, como si intentaran rasgar el cielo, y a nosotros nos pareció asombroso, un acto de venganza acorde a la justicia que exigíamos. Sin embargo, luego de un rato que nos pareció eterno, la cosa empezó a ponerse fea y los vecinos no tardaron en salir de sus casas para intentar detener el siniestro con cubos de agua, mangueras y todo lo que tuvieran a su disposición. Nunca supe en qué momento habrá salido el dueño de la casa a la fría noche para intentar detener el fuego con sus propias manos, pero cuando llegaron los bomberos a restaurar el orden y salvar la casa de consumirse hasta las cenizas, éste se hallaba con las manos llenas de ampollas y los nervios hechos un estropajo.
            –¿Oye? –Caí en la cuenta que había pasado un detalle por alto–. ¿Por qué me preguntaste si me acordaba de la araucaria?
            El Juan se rió.
            –No sé por qué nunca te conté (debe ser la costumbre de nunca hablar de güeás como éstas), pero hace un tiempo supe por qué el hippy robó el árbol de la plaza.
            Cierto: nunca supe por qué el tipo había robado la araucaria de la plaza; o sea, me hice la idea de que quizá quería replantarlo en su propio territorio (para contemplarlo cuantas veces quisiera o qué se yo), o bien venderlo y ganar unos cuantos billetes que le pudieran servir para lo que fuera que quisieran hacer los putos hippys con él. Pero evidentemente no sabía la respuesta correcta para esa interrogante.
            –¿Pa’ qué güeá lo quería? –dije.
            –Un día estaba carreteando en la casa del Lucho, que vive cerca de la U, y este güeón viene y me dice: “oye, invité a un amigo, un loco de donde venimo’ y la güeá”; y a que no adivinai…
            –Era el hippy.
            –¡Sí, güeón, era el hippy! El güeón pao’ no se acordaba de mí.
            –Éramo’ chico’ cuando pasó lo de la araucaria.
            –Mejor pa’ mí. De todas formas, nunca tuvo cómo cachar que fuimo’ nosotros los del incendio en su casa.
            »En fin: viene el hippy (que ya venía hecho mierda) y empieza a contarnos historias de su barrio y la güeá, hasta que se le suelta la lengua y le da con el tema de la araucaria. Justamente la araucaria. ¿Sabí’ por qué la cortó de la plaza? –Negué con la cabeza; era obvio que no sabía–. El güeón lo usó pa’ hacerse un didyeridú.
             –¿Un didyeridú?
            –Así es.
            –Yo tenía la esperanza de que el árbol se le hubiera quemado cuando fue lo del incendio –dije sintiendo un extraño acceso de rabia repentina.
            –Pero no se le quemó ahí –El Juan sonrió enigmático–. El güeón, después de mucho bla, bla, bla, me contó que cuando se vino a vivir acá, la casa que estaba arrendando se le incendió por una pifia en el calefón. Dijo que se le quemó todo, todo.
            –Entre esos el didyeridú, ¿no?
            –Ajá, ajá.
            –Mierda.
            Me miré la palma de la mano derecha bajo la mesa como preguntándome cuán poderosos podían ser los designios del destino que uno echaba a andar en cada decisión. ¿O sólo había sido cosa de mala suerte?
            –Bueno, quizá tuvo lo que merecía, ¿no? –dijo el Juan. Sabía que me decía esas cosas sólo para ver mi expresión al respecto; la vergüenza mezclada con el arrepentimiento debía de ser muy patente en mi cara.
Tuve ganas de preguntarle cómo era posible que el hippy, un tipo que ahora debía redondear los treinta y muchos años, fuera amigo del Lucho, un joven de la misma edad nuestra; pero en vez de eso le contesté con lo primero que se me vino a la mente.
            –Quizá sí –dije, tomando un sorbo de té; se había enfriado un montón–. Puede ser que le pegara a las mujeres en su casa, o que ahogara gatitos en su tina, o que fuera un hippy fascista de esos pechos fríos. Quién sabe: quizá sí lo merecía.
            –Sí –dijo el Juan mordiendo un trozo de su pan–. Quizá sí lo merecía.
            Y así estuve repitiéndomelo una y otra vez mientras intentaba quedarme dormido: el hippy se lo merecía por haber robado un árbol milenario que no le pertenecía, que les correspondía a todos los vecinos que lo admirábamos a diario; se lo merecía, sí, se lo merecía.

            Pero a pesar de haberlo repetido un montón de veces, como una maldita letanía, me costó un mundo conciliar el sueño.