Espera
en una esquina y se hace uno con las sombras; es pasada la medianoche y por las
calles aledañas transita poca o nada de gente. Pero él espera; él sabe que
esperando siempre tendrá lo suyo. Siente una inquietud, una leve brisa que
desordena sus pensamientos, pero lo restablece todo con una calada de cigarro
barato, nicotina llenando sus pulmones, alquitrán bañando el interior de sus
fosas nasales.
Los minutos no existen, la hora es
un mito; la única realidad es él y su juego de sombras; la única realidad es él
y su juego de escondites.
La colilla del cigarro estalla en el
suelo, a un lado, salpicando chispas carmesís alrededor de sus pies, y él está
listo, preparado: del otro lado, bajo el fugaz amparo anaranjado de los
faroles, se escabulle, temerosa, una sombra; actúa con rapidez, el miedo propio
de quienes se sienten inseguros en la noche, y él sabe que ha llegado la hora
de actuar. Se desprende de la muralla, sigiloso, y comienza a seguir los pasos
de su presa. Su instinto le asegura que la pobre sombra sabe que él va en pos
suyo, pero que no puede hacer absolutamente nada al respecto: está solo en la
calle, y ni el fugaz amparo anaranjado de los faroles puede proveerle de un
refugio digno para lo que le sigue los talones.
Sus pisadas son aire, sus
movimientos reflejos oscuros, su respiración un sonido quedo, mudo. Su presa
debe tener unos cuarenta años, con un abrigo encima y una mochila llena de lo
que parecen importantes tesoros. Relamiendo sus labios, la sombra se esconde en
una esquina tras otra, y cada vez que su presa mira por sobre su hombro, no
logra ver nada: sólo ve sombras, un montón de sombras sin forma. Las partículas
de aire acarrean el miedo que expelen sus poros, la ansiedad de escapar de esas
calles lo más pronto posible, el arrepentimiento de haber transitado por ese
lugar y no por uno mucho más seguro, sin sombras vivientes que se ciernen tras
sus pasos.
Las distancias se acortan, el mundo
parece vacío y lejano. Ahí no hay nadie quien pueda hacer algo al respecto. El
hombre se detiene, respira fuerte, y observa hacia todos lados no sin cierta
desesperación; le ha parecido que la sombra está cerca, frente a sus propios
ojos, y él no consigue verla. Para cuando decide continuar avanzando, sabe que
es ya muy tarde: la noche, de alguna manera, se materializa en una filuda hoja de
acero bajo su cuello, y da la impresión que no hay nada en el mundo más frío
que su tacto. El hombre tartamudea, intenta decir algo, pero las palabras se
han extinguido en su boca. La sombra le habla con voz humana desde su espalda:
dame todo lo que tienes.
El hombre ruega con gestos, pide
clemencia con temblores, intenta pedir ayuda aunque ahí no existe nadie capaz
de hacerlo. Por favor, consigue articular el hombre, esto no te servirá, pero
ahí solo hay sombras y nada más que sombras y nadie puede escucharlo.
La hoja toma más fuerza; es tan real
como la sangre que emana ahora de la herida hecha ahí donde su punta se hunde
contra la piel del hombre. Por lo mismo éste suelta un sollozo estruendoso,
como deshaciéndose de toda la tensión de su interior, y le dice que bueno, que
puede llevarse lo que quiera, pero que no le haga daño, por favor, que no le
haga daño. La sombra se desprende de él, como en una danza, y el hombre se
desembaraza de la mochila que cuelga a su espalda. Da la impresión que algo muy
pesado se guarda ahí dentro, algo muy pesado e importante. Ahí tienes, le dice
el hombre, señalando la mochila, toda tuya.
La sombra se impregna en el objeto y
se desliza hacia el callejón más cercano, ahí donde es uno con todo y todo es
uno con él; la calle le ha enseñado a convivir con la oscuridad, la inmundicia,
la miseria, y todo eso le ha enseñado a ser lo que es hoy en día: una sombra
entre la multitud, una sombra capaz de deslizarse sin ser vista, sin ser jamás
ajusticiada. Lleva una vida en eso, y para él no hay vida que no sea actuar ni
vivir de esa manera.
Con ansias, abre la mochila para
contemplar el botín con el que acaba de hacerse; espera dinero, billetes, ropa,
algo de comida, cualquier cosa de valor que le permita seguir con su
existencia; pero ahí no hay nada de eso; por el contrario: se halla de frente
con un extraño artilugio metálico, oscuro y pesado. Al principio piensa que
debe ser un error: frente a todo pronóstico, él se imaginaba encontrando ahí un
montón de monedas, algo intercambiable por comida o drogas; sin embargo, todo
lo que hay es una cosa tangible que al parecer no le sirve de nada. Por lo
mismo, la sombra decide hacer una inspección más concienzuda por el interior de
la mochila, logrando encontrar algo que sí le llama la atención: una billetera
sin dinero, sin tarjetas de crédito, salvo un carné de identificación en la que
aparece un hombre totalmente diferente al que le acaba de robar su mochila.
Su mente intenta dar con una
respuesta, una razón para el entuerto que está viviendo; algo en su interior le
indica peligro, y a pesar de no tener conocimiento de cómo funcionan las cosas
en el mundo real, su instinto le dice a gritos que las cosas no acabarán para
nada bien.
La sombra, rauda, alterada, intenta
alejarse de la mochila, transportarse con la oscuridad que lo gobierna todo,
huir de allí, escapar en ella, pero el artefacto emana un enigmático click
antes de extender un montón de llamas y fuego por todo lo que le rodea; y
frente a las llamas y el fuego, la oscuridad, por desgracia, no puede hacer
nada. La sombra se enciende, y por un momento tiene figura humana, un hombre de
treinta años zarrapastroso con una existencia vivida entera en las calles y un
futuro tan incierto como el día de mañana.
Cuando amanece y hallan su cuerpo
carbonizado en ese callejón destrozado por la explosión, nadie duda que él es
el culpable. Un terrorista, dice la gente, la prensa, la televisión, los políticos
detrás de todo eso. Un terrorista, dicen, y todos les creen, cuando toda su
vida, en realidad, hasta su último suspiro, no fue nada más que una sombra.