Historia #245: Fuego y sombra

Espera en una esquina y se hace uno con las sombras; es pasada la medianoche y por las calles aledañas transita poca o nada de gente. Pero él espera; él sabe que esperando siempre tendrá lo suyo. Siente una inquietud, una leve brisa que desordena sus pensamientos, pero lo restablece todo con una calada de cigarro barato, nicotina llenando sus pulmones, alquitrán bañando el interior de sus fosas nasales.
            Los minutos no existen, la hora es un mito; la única realidad es él y su juego de sombras; la única realidad es él y su juego de escondites.
            La colilla del cigarro estalla en el suelo, a un lado, salpicando chispas carmesís alrededor de sus pies, y él está listo, preparado: del otro lado, bajo el fugaz amparo anaranjado de los faroles, se escabulle, temerosa, una sombra; actúa con rapidez, el miedo propio de quienes se sienten inseguros en la noche, y él sabe que ha llegado la hora de actuar. Se desprende de la muralla, sigiloso, y comienza a seguir los pasos de su presa. Su instinto le asegura que la pobre sombra sabe que él va en pos suyo, pero que no puede hacer absolutamente nada al respecto: está solo en la calle, y ni el fugaz amparo anaranjado de los faroles puede proveerle de un refugio digno para lo que le sigue los talones.
            Sus pisadas son aire, sus movimientos reflejos oscuros, su respiración un sonido quedo, mudo. Su presa debe tener unos cuarenta años, con un abrigo encima y una mochila llena de lo que parecen importantes tesoros. Relamiendo sus labios, la sombra se esconde en una esquina tras otra, y cada vez que su presa mira por sobre su hombro, no logra ver nada: sólo ve sombras, un montón de sombras sin forma. Las partículas de aire acarrean el miedo que expelen sus poros, la ansiedad de escapar de esas calles lo más pronto posible, el arrepentimiento de haber transitado por ese lugar y no por uno mucho más seguro, sin sombras vivientes que se ciernen tras sus pasos.
            Las distancias se acortan, el mundo parece vacío y lejano. Ahí no hay nadie quien pueda hacer algo al respecto. El hombre se detiene, respira fuerte, y observa hacia todos lados no sin cierta desesperación; le ha parecido que la sombra está cerca, frente a sus propios ojos, y él no consigue verla. Para cuando decide continuar avanzando, sabe que es ya muy tarde: la noche, de alguna manera, se materializa en una filuda hoja de acero bajo su cuello, y da la impresión que no hay nada en el mundo más frío que su tacto. El hombre tartamudea, intenta decir algo, pero las palabras se han extinguido en su boca. La sombra le habla con voz humana desde su espalda: dame todo lo que tienes.
            El hombre ruega con gestos, pide clemencia con temblores, intenta pedir ayuda aunque ahí no existe nadie capaz de hacerlo. Por favor, consigue articular el hombre, esto no te servirá, pero ahí solo hay sombras y nada más que sombras y nadie puede escucharlo.
            La hoja toma más fuerza; es tan real como la sangre que emana ahora de la herida hecha ahí donde su punta se hunde contra la piel del hombre. Por lo mismo éste suelta un sollozo estruendoso, como deshaciéndose de toda la tensión de su interior, y le dice que bueno, que puede llevarse lo que quiera, pero que no le haga daño, por favor, que no le haga daño. La sombra se desprende de él, como en una danza, y el hombre se desembaraza de la mochila que cuelga a su espalda. Da la impresión que algo muy pesado se guarda ahí dentro, algo muy pesado e importante. Ahí tienes, le dice el hombre, señalando la mochila, toda tuya.
            La sombra se impregna en el objeto y se desliza hacia el callejón más cercano, ahí donde es uno con todo y todo es uno con él; la calle le ha enseñado a convivir con la oscuridad, la inmundicia, la miseria, y todo eso le ha enseñado a ser lo que es hoy en día: una sombra entre la multitud, una sombra capaz de deslizarse sin ser vista, sin ser jamás ajusticiada. Lleva una vida en eso, y para él no hay vida que no sea actuar ni vivir de esa manera.
            Con ansias, abre la mochila para contemplar el botín con el que acaba de hacerse; espera dinero, billetes, ropa, algo de comida, cualquier cosa de valor que le permita seguir con su existencia; pero ahí no hay nada de eso; por el contrario: se halla de frente con un extraño artilugio metálico, oscuro y pesado. Al principio piensa que debe ser un error: frente a todo pronóstico, él se imaginaba encontrando ahí un montón de monedas, algo intercambiable por comida o drogas; sin embargo, todo lo que hay es una cosa tangible que al parecer no le sirve de nada. Por lo mismo, la sombra decide hacer una inspección más concienzuda por el interior de la mochila, logrando encontrar algo que sí le llama la atención: una billetera sin dinero, sin tarjetas de crédito, salvo un carné de identificación en la que aparece un hombre totalmente diferente al que le acaba de robar su mochila.
            Su mente intenta dar con una respuesta, una razón para el entuerto que está viviendo; algo en su interior le indica peligro, y a pesar de no tener conocimiento de cómo funcionan las cosas en el mundo real, su instinto le dice a gritos que las cosas no acabarán para nada bien.
            La sombra, rauda, alterada, intenta alejarse de la mochila, transportarse con la oscuridad que lo gobierna todo, huir de allí, escapar en ella, pero el artefacto emana un enigmático click antes de extender un montón de llamas y fuego por todo lo que le rodea; y frente a las llamas y el fuego, la oscuridad, por desgracia, no puede hacer nada. La sombra se enciende, y por un momento tiene figura humana, un hombre de treinta años zarrapastroso con una existencia vivida entera en las calles y un futuro tan incierto como el día de mañana.

            Cuando amanece y hallan su cuerpo carbonizado en ese callejón destrozado por la explosión, nadie duda que él es el culpable. Un terrorista, dice la gente, la prensa, la televisión, los políticos detrás de todo eso. Un terrorista, dicen, y todos les creen, cuando toda su vida, en realidad, hasta su último suspiro, no fue nada más que una sombra. 

Largo camino a la ruina #33: Nuestro peor enemigo

De los aproximadamente quince minutos que esperé a que se efectuara mi depósito en el banco, escuché que al menos unas ocho personas fueron incapaces de enviarle dinero a alguien por culpa de haber anotado mal los datos del destinatario o porque acusaban una ceguera que les incapacitaba el leer los nombres y la información del papel donde los llevaban anotados. Por lo mismo, me quedé pensando que con aquella falencia esas personas podían ser fácilmente presa de los embaucadores y/o aprovechadores que a menudo pululan por ahí.
            Entonces recordé un artículo (o el capítulo de un programa) que señalaba que el índice de analfabetos en nuestro país es mucho más alto de lo que imaginamos; no tengo clara la cifra, por supuesto, pero me dio qué pensar. Toda esa ignorancia, sumada al miedo al ridículo y la vergüenza, había provocado que esas personas no fueran capaces ni siquiera de intentar aprender algo: sólo recordaban ciertas directrices de palabras, identificar unas cuantas de ellas para salir del paso en el día a día, algo así como memorizar señaléticas rutinarias para fingir que no había problema en comprenderlas. Cosa curiosa, porque los analfabetos pueden recibir mensajes de otros (tamizados y totalmente manipulados) pero no expresar los propios; porque claro, se han habituado tanto a ciertos elementos, que digerirlos les es fácil. Pero a la hora de tratar el proceso, ¿dónde queda la dilucidación de lo bueno y lo malo?
            El no saber leer ni escribir no es un pecado: es un mal que nos hace prisioneros de la verdad de otro, de los que quieren aprovecharse de los que no aprendieron nunca y viven en la ignorancia.
            Cosa de ver la televisión hoy en día: incluso en los noticieros –médula del saber y la “actualidad” (así, entre comillas)– la ausencia de ciertas reglas gramaticales y la ineficacia de escribir algunas palabras de la manera correcta, me hacen pensar que todo esto es adrede, parte de un plan de estupidización –palabra no existente en el diccionario– poblacional que no tardará en causar estragos en nuestra sociedad. Pensemos en los jóvenes que para optimizar tiempo en conversaciones virtuales han deformado el lenguaje hasta convertirlo en algo inentendible y burdo; ni hablar de la violación que han sufrido las pausas, los puntos y las comas, que ya ni parecen existir. Incluso afiches publicitarios tanto de empresas como del Gobierno carecen del uso completo de signos de exclamaciones e interrogación, además de las tildes y su posicionamiento correcto.
            Nos estamos transformando lentamente en monos o en algo peor que eso: porque creemos estar inmersos en algo en lo que realmente no estamos, o eso nos hacen creer. Porque ellos –los interesados en que perdamos nuestras ideas y reticencia– nos ilusionan haciéndonos pensar que somos inteligentes, pero en verdad nos están metiendo el dedo en la boca desde hace ya bastante tiempo.
            Es por eso que el lenguaje es algo tan importante para nosotros: porque es nuestro santuario, nuestro baluarte en este conflicto, un lugar, un punto donde situarnos, organizar nuestras ideas y plantearse si lo que dice (o escriba o explique) el otro es cierto, correcto o positivo para nuestra vida.

Así como las personas del banco que por no poder (o saber) leer, pudieron haber depositado el dinero en la cuenta equivocada, haber sido estafados o fácilmente robados. Lo vemos a diario pero de forma intangible: porque el no saber nada es terrible y vergonzoso como todos bien lo creen –como si fuera una doctrina, una ley universal–. Si no hacemos algo pronto, lo perderemos todo, nuestra última esperanza en poder realizar un cambio bueno para con nuestra realidad. Hay que recordar que la ignorancia, como dijo Quique Neira, es nuestro peor enemigo, la madre de todos nuestros problemas.

Largo camino a la ruina #32: Ornamento

−Güeón, el vecino está re loco –le dije al Juan, entrando a su casa.
            −¿Por qué, güeón?
            −Porque tiene un muñeco re parecido a él colgando del árbol del jardín. ¡Está re güeno; parece real!
            −Es que a ese viejo siempre le ha gustao’ toda esa güeá’ de Halloween y la gueá’. Siempre se motiva y se pone a decorar la casa con güeás bacanes. Una vez arregló la casa para que pareciera iglesia y él se visitó de cura; le daba los dulces a los niños vestido de cura –No pudo evitar reírse−. ¿Entendís?; le dio dulces a los niños vestido de cura. Las mamás lo miraban más feo que la chucha.
            No pude evitar sonreír al respecto; cómo me hubiera gustado ver las caras de esas mujeres al no saber qué mierda pasaba.
            −Tú vecino entonces es la raja.
            −Sí, güeón, el loco es terrible bacán.

            Tres días después, supimos que lo que colgaba de su árbol no era un muñeco: era él mismo, que se había suicidado por culpa del cáncer y la depresión que lo consumían lenta e irremediablemente por dentro. Fue toda una pena para mí no haber hablado con él antes que todo aquello sucediera.