De los aproximadamente
quince minutos que esperé a que se efectuara mi depósito en el banco, escuché
que al menos unas ocho personas fueron incapaces de enviarle dinero a alguien
por culpa de haber anotado mal los datos del destinatario o porque acusaban una
ceguera que les incapacitaba el leer los nombres y la información del papel
donde los llevaban anotados. Por lo mismo, me quedé pensando que con aquella
falencia esas personas podían ser fácilmente presa de los embaucadores y/o
aprovechadores que a menudo pululan por ahí.
Entonces recordé un artículo (o el capítulo de un
programa) que señalaba que el índice de analfabetos en nuestro país es mucho
más alto de lo que imaginamos; no tengo clara la cifra, por supuesto, pero me
dio qué pensar. Toda esa ignorancia, sumada al miedo al ridículo y la
vergüenza, había provocado que esas personas no fueran capaces ni siquiera de intentar
aprender algo: sólo recordaban ciertas directrices de palabras, identificar
unas cuantas de ellas para salir del paso en el día a día, algo así como
memorizar señaléticas rutinarias para fingir que no había problema en
comprenderlas. Cosa curiosa, porque los analfabetos pueden recibir mensajes de
otros (tamizados y totalmente manipulados) pero no expresar los propios; porque
claro, se han habituado tanto a ciertos elementos, que digerirlos les es fácil.
Pero a la hora de tratar el proceso, ¿dónde queda la dilucidación de lo bueno y
lo malo?
El no saber leer ni escribir no es un pecado: es un mal
que nos hace prisioneros de la verdad de otro, de los que quieren aprovecharse
de los que no aprendieron nunca y viven en la ignorancia.
Cosa de ver la televisión hoy en día: incluso en los
noticieros –médula del saber y la “actualidad” (así, entre comillas)– la
ausencia de ciertas reglas gramaticales y la ineficacia de escribir algunas
palabras de la manera correcta, me hacen pensar que todo esto es adrede, parte
de un plan de estupidización –palabra no existente en el diccionario–
poblacional que no tardará en causar estragos en nuestra sociedad. Pensemos en
los jóvenes que para optimizar tiempo en conversaciones virtuales han deformado
el lenguaje hasta convertirlo en algo inentendible y burdo; ni hablar de la
violación que han sufrido las pausas, los puntos y las comas, que ya ni parecen
existir. Incluso afiches publicitarios tanto de empresas como del Gobierno
carecen del uso completo de signos de exclamaciones e interrogación, además de
las tildes y su posicionamiento correcto.
Nos estamos transformando lentamente en monos o en algo
peor que eso: porque creemos estar inmersos en algo en lo que realmente no
estamos, o eso nos hacen creer. Porque ellos –los interesados en que perdamos
nuestras ideas y reticencia– nos ilusionan haciéndonos pensar que somos
inteligentes, pero en verdad nos están metiendo el dedo en la boca desde hace
ya bastante tiempo.
Es por eso que el lenguaje es algo tan importante para
nosotros: porque es nuestro santuario, nuestro baluarte en este conflicto, un
lugar, un punto donde situarnos, organizar nuestras ideas y plantearse si lo
que dice (o escriba o explique) el otro es cierto, correcto o positivo para
nuestra vida.
Así como las
personas del banco que por no poder (o saber) leer, pudieron haber depositado
el dinero en la cuenta equivocada, haber sido estafados o fácilmente robados.
Lo vemos a diario pero de forma intangible: porque el no saber nada es terrible
y vergonzoso como todos bien lo creen –como si fuera una doctrina, una ley
universal–. Si no hacemos algo pronto, lo perderemos todo, nuestra última
esperanza en poder realizar un cambio bueno para con nuestra realidad. Hay que
recordar que la ignorancia, como dijo Quique Neira, es nuestro peor enemigo, la
madre de todos nuestros problemas.