Largo camino a la ruina #33: Nuestro peor enemigo

De los aproximadamente quince minutos que esperé a que se efectuara mi depósito en el banco, escuché que al menos unas ocho personas fueron incapaces de enviarle dinero a alguien por culpa de haber anotado mal los datos del destinatario o porque acusaban una ceguera que les incapacitaba el leer los nombres y la información del papel donde los llevaban anotados. Por lo mismo, me quedé pensando que con aquella falencia esas personas podían ser fácilmente presa de los embaucadores y/o aprovechadores que a menudo pululan por ahí.
            Entonces recordé un artículo (o el capítulo de un programa) que señalaba que el índice de analfabetos en nuestro país es mucho más alto de lo que imaginamos; no tengo clara la cifra, por supuesto, pero me dio qué pensar. Toda esa ignorancia, sumada al miedo al ridículo y la vergüenza, había provocado que esas personas no fueran capaces ni siquiera de intentar aprender algo: sólo recordaban ciertas directrices de palabras, identificar unas cuantas de ellas para salir del paso en el día a día, algo así como memorizar señaléticas rutinarias para fingir que no había problema en comprenderlas. Cosa curiosa, porque los analfabetos pueden recibir mensajes de otros (tamizados y totalmente manipulados) pero no expresar los propios; porque claro, se han habituado tanto a ciertos elementos, que digerirlos les es fácil. Pero a la hora de tratar el proceso, ¿dónde queda la dilucidación de lo bueno y lo malo?
            El no saber leer ni escribir no es un pecado: es un mal que nos hace prisioneros de la verdad de otro, de los que quieren aprovecharse de los que no aprendieron nunca y viven en la ignorancia.
            Cosa de ver la televisión hoy en día: incluso en los noticieros –médula del saber y la “actualidad” (así, entre comillas)– la ausencia de ciertas reglas gramaticales y la ineficacia de escribir algunas palabras de la manera correcta, me hacen pensar que todo esto es adrede, parte de un plan de estupidización –palabra no existente en el diccionario– poblacional que no tardará en causar estragos en nuestra sociedad. Pensemos en los jóvenes que para optimizar tiempo en conversaciones virtuales han deformado el lenguaje hasta convertirlo en algo inentendible y burdo; ni hablar de la violación que han sufrido las pausas, los puntos y las comas, que ya ni parecen existir. Incluso afiches publicitarios tanto de empresas como del Gobierno carecen del uso completo de signos de exclamaciones e interrogación, además de las tildes y su posicionamiento correcto.
            Nos estamos transformando lentamente en monos o en algo peor que eso: porque creemos estar inmersos en algo en lo que realmente no estamos, o eso nos hacen creer. Porque ellos –los interesados en que perdamos nuestras ideas y reticencia– nos ilusionan haciéndonos pensar que somos inteligentes, pero en verdad nos están metiendo el dedo en la boca desde hace ya bastante tiempo.
            Es por eso que el lenguaje es algo tan importante para nosotros: porque es nuestro santuario, nuestro baluarte en este conflicto, un lugar, un punto donde situarnos, organizar nuestras ideas y plantearse si lo que dice (o escriba o explique) el otro es cierto, correcto o positivo para nuestra vida.

Así como las personas del banco que por no poder (o saber) leer, pudieron haber depositado el dinero en la cuenta equivocada, haber sido estafados o fácilmente robados. Lo vemos a diario pero de forma intangible: porque el no saber nada es terrible y vergonzoso como todos bien lo creen –como si fuera una doctrina, una ley universal–. Si no hacemos algo pronto, lo perderemos todo, nuestra última esperanza en poder realizar un cambio bueno para con nuestra realidad. Hay que recordar que la ignorancia, como dijo Quique Neira, es nuestro peor enemigo, la madre de todos nuestros problemas.