Historia #122: Por primera vez en dos semanas



Como no tenía plata para llamar desde mi celular, tuve que utilizar el teléfono fijo de mi casa. Miré el número de mi mamá anotado en la agenda a un lado y lo marqué muerto de sueño. Me apestaba tener que levantarme para darle los recados tontos de sus amigas que no perdían la costumbre de llamarla a la casa cuando no estaba. Pensé en usar el mismo tono pesado para con ella cuando la voz que me contestó del otro lado me asaltó por sorpresa: a diferencia de la de mi madre, ésta era dulce y encantadora, la clase de voz que te hace imaginar inmediatamente a su dueña como una joven amable y hermosa.
            −¿Aló, mamá? –dije estúpidamente.
            −¿Mamá? –preguntó la joven del otro lado, antes de ponerse a reír−. Que yo sepa no he dado a luz a ningún hijo; a menos que lo haya hecho estando inconsciente.
            −Oh…, perdón, no quería molestarte. Debo haberme equivocado de número.
            −Pues bien, no hay problema –dijo ella, sin perder el tono jocoso de su voz−. ¿Seguro no eres mi hijo del futuro?
            −No, lo dudo… −repliqué nervioso−. Bueno…, eh, disculpa por quitarte tu tiempo –y corté, sintiéndome el tipo más idiota del mundo. De seguro había digitado mal un número, como siempre, y eso me dio aún más rabia.
            Sin embargo, antes de volver a intentar llamar a mi madre, el teléfono comenzó a sonar y vibrar con su conocida rabia. Pensé en no contestar, sabedor que aquello podía ser otra de las tontas amigas de mi madre, mas por un impulso levanté el auricular y dije:
            −¿Aló?
            −Eh, hola –La voz era joven; me pareció conocida−. Soy la chica que llamaste recién, la que confundiste con tu madre.
            No supe qué decir. Balbuceé un perdón o algo así, no me acuerdo.
            −Bueno, quiero decirte que me gustó tu voz, y que me alegraste el día.
            −¿Cómo?
            −Que me alegraste el día con tu llamada –Hizo una pequeña pausa para ordenar sus palabras−. Mira, mi perro murió ayer; nada grave, pero tenía que suceder: los perros se ponen viejos y tienen que partir, así es la vida, y eso me puso de verdad muy, muy triste, pero tu llamada, una llamada anónima… me levantó el ánimo.
            Seguí sin saber qué decir. Estaba ocurriendo algo que jamás había pensado posible. Mi boca parecía no poder moverse.
            −Bueno –dijo la joven del otro lado, y por su entonación pude imaginarla un poco avergonzada−, sólo te quería decir eso y… darte las gracias. Que estés bien.
            La llamada había terminado, pero yo seguía con el teléfono en la mano.
            Entonces sonreí por primera vez en dos semanas.

Cuento #73: La pequeña casa en la trinchera



El celular vibró unas cinco veces antes que Diego pudiera alcanzarlo con su brazo extendido.
            −¿Aló?
            −Güena, cómo estai’ –lo saludaron del otro lado.
            −Bien, viendo tele –respondió Diego, sin poder seguirle muy bien los diálogos a la serie que pasaba por la pantalla de su televisor−. ¿Qué onda?; ¿cómo estai’ tú?
            −Mmmm… −El tono de su amigo era dubitativo−. Cacha que me pasó una cosa bien rara hoy.
            −¿Qué güeá? –Diego acomodó su celular en la oreja−. ¿Qué te pasó?
            −Cacha que con el Jaime fuimos a La Punta del Viento a fumarnos unos pitos.
            −¿Pero que no la habían cerrado?
            −Sí, pero hay otra forma de entrar –dijo su amigo del otro lado de la línea−. Hay unos hoyos parecidos a trincheras por los que se puede llegar al mirador y la güeá. Lo descubrimos hoy.
            −¿En serio? –Diego no podía concentrarse en su serie y la llamada por teléfono simultáneamente. Optó por prestarle más atención a lo que decía su amigo−. ¿Cómo?
            −Caminando por ahí, rodeando la reja culiá esa.
            Su amigo se aclaró la garganta antes de continuar.
−Cacha que nos metimos en el hoyo y empezamos a caminar, como soldados de la Segunda Guerra Mundial; pasamos la reja por debajo y avanzamos hasta dar con una bifurcación.
            −¿Qué ‘sa güeá? –Diego no sabía a qué se refería su amigo.
            −Una desviación, un doble camino –replicó éste del otro lado, inquieto−. El asunto es que tomamos el de la derecha, pensando que nos llevaría más rápido al mirador; pero avanzamos unos muchos metros y encontramos una casa chica, de una sola habitación, hecha de puro concreto. Tenía la misma altura que la trinchera.
            −¿Y entraron la casa?  
            −Obvio: rompimos el seguro de la puerta a piedrazos y entramos –Una pausa−. A que no te imaginas qué encontramos.
            −¿Colegialas infinitas?
            −Encontramos un montón de refrigeradores con órganos adentro; órganos humanos.
            −¿Me estai’ güeando?
            −¿Gastaría la plata de mi plan para güearte?
            −Mmmm…, con lo rata que erís, no.
            Su amigo gruñó del otro lado.
            −¿Y qué hicieron? –quiso saber Diego, interesado.
            −Nada, po’: salimos corriendo y terminamos fumándonos los pitos en una plaza cerca de mi casa.
            −Cuática la güeá.
            −Sí, muy cuática.
            Al día siguiente, Diego se encontraba de pie frente a la reja de La Punta del Viento junto a Jaime y su otro amigo, el que lo había llamado por la noche.
            −La entrada está por allá –dijo Jaime, apuntando a su derecha. Acto seguido, avanzaron rodeando la reja hasta dar con el hoyo (más bien una trinchera) de la que había hablado su amigo.
            −Si no fuera por que ustedes me dicen de esto, yo jamás me entero que existe –dijo Diego, sorprendido y ansioso. Si sus amigos no habían mentido en el detalle de la entrada, probablemente tampoco mintieran sobre la casa que habían encontrado luego del doble camino y los refrigeradores adentro y... bueno, lo de los órganos había que verlo con los propios ojos.
            Los tres se internaron en la trinchera y avanzaron decididamente por ella hasta dar con la famosa bifurcación unos cuantos metros más allá.
            −Acá, a la derecha –dijo Jaime, indicando otra vez con su dedo índice.
            Diego se asombró un montón al tener frente suyo la pequeña casa hecha de concreto, muy parecida a la imagen mental que tenía de ella en un principio.
            Sin embargo, el amigo que lo había llamado el día anterior se llevó una mano a la boca con cierta preocupación.
            −¿Qué te pasa, güeón? –le preguntó Diego; pero al mirar a Jaime, como buscando una explicación al respecto, se percató que éste tenía una expresión parecida en el rostro.
            −El seguro de la puerta –dijo este último−. Está nuevo otra vez.
            Diego se percató que el seguro de la puerta estaba intacto.
            −¿No era que lo habían roto? –comentó éste, escéptico−. ¿No era que habían visto órganos humanos adentro?
            Su otro amigo lo miró con expresión dolida.
            −¡Te lo puedo jurar, güeón: ayer rompimos esa mierda y ahora está como nueva de nuevo.
            Jaime tomó una piedra del borde de la trinchera y exclamó:
            −¡A la conchetumare! –antes de darle un brutal golpe al seguro de la puerta. Bastaron tres de esos golpes para dejarlo completamente inútil.
            Entonces la puerta se abrió sola, como invitando seductoramente a que entraran por ella.
            Los amigos se miraron entre ellos, con temor.
            Fue Jaime el primero que entró a la casa.
            −¡¿Pero qué mierda?! –exclamó extrañado, recorriendo la pequeña estancia con la mirada.
            −¿Qué onda? ¿Y los refrigeradores? –quiso saber Diego.
            Ahí dentro, no había absolutamente nada: sólo paredes grises y sucias y más mugre en el suelo.
            −Pero… −Jaime tartamudeaba sin poder creerlo−. Ayer, aquí…
            −Sí, sí, estaba lleno de refrigeradores con órganos humanos adentro; sí, sí, cómo no –Diego sonrió, divertido−. En todo caso es un buen lugar para fumarnos unos pitos, ¿no?
            Ninguno de sus amigos dijo nada. Se veían notoriamente consternados, incluso más que él, la víctima de la broma por parte de ellos.
            Diego se acercó a un rincón para sacar su moledor de hierba, la marihuana de una bolsa hermética y su encendedor; por desgracia tenía las manos tan sudorosas, que este último resbaló por entre sus dedos y cayó al suelo. Cuando Diego se agachó para recogerlo, se percató de algo color granate ubicado a unos cuantos centímetros de éste. Parecía carne descompuesta. O un trozo de corazón humano.
            Diego estuvo a punto de tocarlo con la punta de sus dedos para comprobar qué era, cuando la puerta, la única entrada y salida de ese estrecho recinto, se cerró con fuerte estrépito, dejando a los tres amigos dentro.
            Luego, sonó el chasquido del seguro de la puerta.