Como no tenía plata para
llamar desde mi celular, tuve que utilizar el teléfono fijo de mi casa. Miré el
número de mi mamá anotado en la agenda a un lado y lo marqué muerto de sueño.
Me apestaba tener que levantarme para darle los recados tontos de sus amigas
que no perdían la costumbre de llamarla a la casa cuando no estaba. Pensé en
usar el mismo tono pesado para con ella cuando la voz que me contestó del otro
lado me asaltó por sorpresa: a diferencia de la de mi madre, ésta era dulce y
encantadora, la clase de voz que te hace imaginar inmediatamente a su dueña
como una joven amable y hermosa.
−¿Aló, mamá? –dije estúpidamente.
−¿Mamá? –preguntó la joven del otro lado, antes de
ponerse a reír−. Que yo sepa no he dado a luz a ningún hijo; a menos que lo
haya hecho estando inconsciente.
−Oh…, perdón, no quería molestarte. Debo haberme
equivocado de número.
−Pues bien, no hay problema –dijo ella, sin perder el
tono jocoso de su voz−. ¿Seguro no eres mi hijo del futuro?
−No, lo dudo… −repliqué nervioso−. Bueno…, eh, disculpa
por quitarte tu tiempo –y corté, sintiéndome el tipo más idiota del mundo. De
seguro había digitado mal un número, como siempre, y eso me dio aún más rabia.
Sin embargo, antes de volver a intentar llamar a mi
madre, el teléfono comenzó a sonar y vibrar con su conocida rabia. Pensé en no
contestar, sabedor que aquello podía ser otra de las tontas amigas de mi madre,
mas por un impulso levanté el auricular y dije:
−¿Aló?
−Eh, hola –La voz era joven; me pareció conocida−. Soy la
chica que llamaste recién, la que confundiste con tu madre.
No supe qué decir. Balbuceé un perdón o algo así, no me
acuerdo.
−Bueno, quiero decirte que me gustó tu voz, y que me
alegraste el día.
−¿Cómo?
−Que me alegraste el día con tu llamada –Hizo una pequeña
pausa para ordenar sus palabras−. Mira, mi perro murió ayer; nada grave, pero
tenía que suceder: los perros se ponen viejos y tienen que partir, así es la
vida, y eso me puso de verdad muy, muy triste, pero tu llamada, una llamada
anónima… me levantó el ánimo.
Seguí sin saber qué decir. Estaba ocurriendo algo que
jamás había pensado posible. Mi boca parecía no poder moverse.
−Bueno –dijo la joven del otro lado, y por su entonación
pude imaginarla un poco avergonzada−, sólo te quería decir eso y… darte las
gracias. Que estés bien.
La llamada había terminado, pero yo seguía con el
teléfono en la mano.
Entonces sonreí por primera vez en dos semanas.