Felipe y Mauro llevaban años
sin verse; fue por eso que al saber ambos que el otro también se encontraba de
paso por la ciudad de la que eran oriundos, decidieron descansar por una noche
de sus familias para dedicarse a rememorar los viejos y buenos tiempos de su
juventud, cuando solían perder dinero en las apuestas de caballos y estafar
gente en los pubs regentados por otros estafadores aún peores, todos de la
misma y más mala calaña. Se sentían ansiosos y nerviosos: ahora lucían menos
pelos y más grasa frente al espejo que en aquel entonces, más marcas en las
caras de las que pudieron haber llegado a pensar cuando aún no aparecía ninguna
sobre su piel; pero bueno, a la mierda con lo que pensara el otro de los
cambios físicos de uno: tampoco era que les importase mucho, realmente.
Cada uno se
despidió de su familia prometiendo llegar temprano esa noche y tomó el taxi
rumbo al centro de la ciudad prácticamente a la misma hora (con apenas unos
segundos de diferencia entre ambos viajes). Para cuando se apearon del
vehículo, cada uno en su respectivo lado de la calle, y se encontraron ante las
puertas del pub en el que habían acordado juntarse, no podían creer que aún
pudieran reconocerse a pesar de todo el tiempo transcurrido desde la última vez
que se habían visto. Al principio no supieron qué hacer; se encontraban tan abrumados
por la sensación de que el tiempo había retrocedido en un increíble y único
pestañeo, volviendo veinte años atrás, que estaban paralizados. Entonces se
abrazaron como no lo habían hecho en años y se palmearon la espalda ahogando
saludos en los hombros del otro. Se miraron, notando los cambios, y supieron
que la esencia siempre queda, después de todo.
Sin embargo,
cuando proponían ingresar al local para recapitular los mejores episodios de su
pasado, vieron cómo uno de los cocineros de éste salía despavorido de su lugar
de trabajo chillando a grito vivo; al comienzo Felipe y Mauro no entendieron
mucho de qué iba el asunto (quizá el tipo se había quemado con aceite friendo
papas o había descubierto algo asqueroso entre ellas, como sucedía a menudo en
locales como esos), pero bastaron un par de segundos para tener plena conciencia
que ahí no quedaría nada en pie.
Primero fue una
lengua de fuego asomada por el umbral de la cocina, luego la sensación que el
ambiente se quedaba completamente sin aire, para que por último todo estallara
en un poderoso fulgor blanco que lo silenció todo por un buen rato.
Felipe no supo
cuánto tiempo había transcurrido al abrir los ojos, pero al escuchar lo que
parecían cientos de personas gritando desesperada (como si se encontrara muy
lejos de donde realmente se hallaba), se percató que no había sido mucho.
Sintió que algo le arañaba la pierna, como un insecto o unos cuantos de ellos
hambrientos; sus ojos se abrieron como platos al darse cuenta que la pierna
izquierda de su pantalón estaba consumiéndose lentamente bajo la noche; no dudó
en apagarlo de inmediato a manotazos.
Entonces se
percató que del pub al que pensaban ingresar con Mauro iba a quedar muy poco
para el día siguiente: ahora ardía como si fuera el mismísimo infierno, con las
llamas alzándose alto hacia el cielo oscuro, fieras.
“¡Mauro!”,
pensó Felipe en un pequeño atisbo de conciencia. Miró hacia todos lados,
incorporándose lo más rápido que pudo; las piernas le temblaban, se dio cuenta
que había sido lanzado varios metros desde la entrada del local, y que los
alrededores estaban llenos de escombros y personas heridas o muertas; el cuerpo
de una joven ardía tranquilamente boca abajo en la calle; Felipe sintió que su
corazón se oprimía y que respirar se le hacía cada vez más difícil.
Intentó
tranquilizarse y empezó a gritar el nombre de su amigo; a lo lejos se escuchaba
el lamento de las sirenas de bomberos y emergencias; pronto llegaría ayuda para
todos los desafortunados presentes.
Lo encontró del otro extremo de la calle donde había
caído, reconociéndolo porque se hallaba de espaldas al igual que lo había
estado él, con la cara descubierta, sin heridas y sin manchas de sangre. Felipe
sintió alivio al verlo ahí, tirado sobre el asfalto mientras unos transeúntes
intentaban apagar las llamas de la chaqueta de uno de los comensales del pub
uno metros más allá. Claro, sintió un alivio tremendo al verlo ahí sin fuego
encima, sin quemaduras ni nada por el estilo, pero el horror lo apresó de
inmediato al percatarse que lo que había pensado en un principio era un efecto
visual por culpa de las llamas, era en realidad un hecho: a Mauro le faltaban
las extremidades posteriores, con toda seguridad arrancada por la fuerte
explosión en la que se vieron envueltos.
Felipe corrió a su lado y notó que su amigo seguía con
vida; las ambulancias y los camiones de bomberos se encontraban cada vez más
cerca (a juzgar por sus sirenas).
“¡Mauro!”, gritó el primero, haciendo que el aludido le
dirigiera la mirada. No sabía qué hacer al respecto: nunca había aprendido
Primeros Auxilios como para detener la hemorragia de sus piernas o simplemente
mantenerlo con vida.
Alguien gritaba a lo lejos que necesitaba ayuda con
urgencia; otra persona chillaba por el horror de la escena. Felipe, por su
lado, sólo esperaba que su amigo le dijera algo.
“Felipe”, le dijo Mauro mirándolo a los ojos; se notaba
que estaba empleando sus últimas energías en aquellas palabras.
“¡Dime!”, le respondió el mencionado con el pecho
oprimido. No podía creer que todo terminaría así.
“Felipe”, repitió Mauro, levantando trabajosamente el
dedo corazón de su mano derecha y apuntarlo hacia él. “Chúpalo”.