Microcuento #36: No escuchar ni pico



No escuchar ni pico lo que dice la otra persona; asentir de todas maneras con un “güena, dale”.

Cuento #90: Un regalo de despedida




La mujer pensaba que si ponía a cocer las papas que acababa de comprar apenas llegara a casa, tendría tiempo suficiente para descansar un momento antes que sus hijos arribaran para almorzar. Y es que lo necesitaba un montón: las incipientes deudas, el feo panorama nacional que se vislumbraba por la tele, el susto de muerte que le había dado su esposo, estremeciéndola hasta la médula hacía unos días atrás…, sumado al cada vez más errático comportamiento de sus hijos, provocaban que su cuerpo pidiera a gritos un pequeño respiro en su día a día, aunque fuera por unos cuantos minutos de soledad doméstica.
Pero al escuchar el teléfono de red fija sonando incansablemente en el interior de su casa, cayó en la cuenta que el destino, después de todo, ya había comenzado con su irrevocable cadena de acontecimientos, y que tal vez fuera hora que éste terminara con todo eso que había provocado de una vez por todas.
Maribel creyó que la persona del otro lado de la línea cortaría al mismo tiempo en que ella contestara, mas no fue así. Su pulso se aceleró un montón. Maribel notó que la mano que sostenía el auricular del teléfono le temblaba, y que ahora había un montón de papas rodando por el suelo del vestíbulo, como si compitieran unas con otras en una carrera frenética y desigual; no recordaba haber soltado la bolsa en la que las cargaba en ningún momento.
−¿Señora Maribel Contreras? –preguntó la voz femenina del otro lado. Su tono era suspicaz, como si temiera estar equivocada. O quisiera estar equivocada.
−Con ella.
Esta última pudo advertir que su interlocutora no sabía qué palabras utilizar para decir lo que debía contarle. Maribel se imaginó fugazmente a la otra persona mirando fijo al suelo, balbuceando comienzos falsos.
−Lamento llamarla para contarle una mala noticia –habló por fin la mujer del otro lado de la línea−. La estoy llamando desde la Comisaría en la que trabajaba su esposo, el cabo Urqueta.
La alarma que se había disparado en la cabeza de Maribel tras escuchar sonar el teléfono de red fija cobró mucha más fuerza.
 “No, no, no, no…”, repitió mentalmente la aludida, conocedora de lo que vendría a continuación.
−Le debo decir que… –empezó a decir su interlocutora, aclarándose la voz antes de continuar−. Tengo que comunicarle que su esposo, al cabo Gustavo Urqueta, lo mataron hace un par de horas. Murió atropellado.
Maribel sintió que le exprimían el aire de sus pulmones y que comenzaba a contemplar su propio cuerpo de pie en el vestíbulo de la casa, sosteniendo el auricular con una expresión abatida, la cara pálida, destrozada, como si fuera un testigo de la situación que vivía.
“No puede ser”, se dijo mentalmente la mujer. “Hace una semana se salvó de un disparo… Su lapicera…”. Sin embargo, sus ideas le chillaban que tal vez su esposo siempre estuvo muerto; la sentencia de la Muerte le había dado literalmente de lleno, un grito inapelable a modo de advertencia. Tres, cuatro, cinco días de gracia por contar con un objeto del que no disponía antes en la zona en que debía impactarle la bala… Pero ahora, ahora no había ningún obstáculo para el poderoso arte de la maquiavélica artista oscura.
−¿P-puede contarme… cómo sucedió? –preguntó Maribel.
Su interlocutora parecía incómoda al respecto; y bueno, quién podía estar cómoda dando noticias de un calibre como la que acababa de entregar. Mas al cabo de unos segundos, como si quebrara una breve parálisis, la mujer terminó por soltarle cómo sucedieron las cosas.
Maribel no podía creerlo, debía de tratarse de una broma o algo así.
Estando en pleno servicio, la cuadrilla de su esposo había encontrado un vehículo mal estacionado en plena calle Ecuador, justo a mitad de la pronunciada inclinación que la conformaba. Trataron de dar con su propietario por las cercanías para pedirle que lo quitara de ahí de inmediato, si no tendrían que verse en la obligación de ponerle un costoso parte por la estupidez que estaba cometiendo. La mujer del teléfono recalcó en el hecho que fue su esposo el que quería darle una segunda oportunidad al hombre para que fuera consciente que lo que había hecho estaba mal. Pero pasado unos cuantos minutos, el conductor no dio luces de aparecer y no tuvieron otra que sacar el talonario de los partes del interior de la furgoneta de Carabineros para proceder con la rutina. Con pesar, el cabo Urqueta se posicionó delante del vehículo mal estacionado para tomarle la matrícula y, por consiguiente, dejarle el documento contra el parabrisas cuando, sin previo aviso, sus colegas vieron cómo un auto apareció por la calle arriba para caer en reversa por el mismo carril en el que se encontraba éste.
La mujer del teléfono calló en este punto, obviando lo incuestionable, pero a Maribel no se le hizo difícil imaginar a su esposo reaccionando a último instante, sin poder hacer nada al respecto, viendo cómo un auto –Maribel se imaginó un Mustang sin saber por qué− descendía en reversa hacia él con una fuerza capaz de…
−Murió al instante –declaró su interlocutora, y Maribel notó que ésta estaba al borde de las lágrimas.
Lo demás fueron un montón de detalles que si bien no venían al caso, a Maribel se le hicieron verdaderas piezas para el rompecabezas que acababa de completarse frente a sus ojos.
−El vehículo no tenía conductor –dijo su interlocutora cuando Maribel quiso saber si había alguien implicado en el deceso−. Sólo alguien que seguramente olvidó dejar puesto el freno de mano tras estacionarlo una calle más arriba.
Maribel se vio dentro del auto, como una espectadora, presenciando cómo el freno de mano se accionaba por sí mismo para luego inclinarse y dejar que las leyes de la gravedad y el destino siguieran con lo suyo. El cabo Urqueta, su esposo, estaba condenado, debía haber muerto, y la Muerte no quería que alguien escapara de ella como arena entre sus dedos…
Luego de dar las gracias por el llamado y colgar el teléfono, Maribel recogió las papas dispersas del suelo y se sentó un rato en el sofá para sopesar qué le diría a sus hijos para explicarle lo ocurrido; pensó en que lo sabrían de todas maneras: una noticia así –un Carabinero afortunado se salva de disparo en el corazón, ahora muere atropellado en extrañas circunstancias por un vehículo sin tripulantes− no tardaría en salir por todos lados, los noticiarios haciéndose un festín con los hechos.
Maribel intentó llorar, sentía que los ojos le escocían por dentro, que un nudo le apretaba el pecho y la garganta, pero no podía conseguir que las lágrimas hicieran lo suyo como deseaba. Entonces cayó en la cuenta que en realidad ya lo había hecho, llorar por la pérdida de su esposo, hacía eso de una semana. Porque su esposo, esa noche en que la lapicera, una lapicera cualquiera, le había salvado la vida, en realidad había muerto y no había nada qué pudiera haber hecho al respecto. Los demás días de existencia, habían sido un mero regalo de despedida.

Historia #208: Cuando ella me invita a su casa



Me invita a su casa cuando todos se han marchado lejos, y la noche parece otra cosa, distinta, etérea, surreal. Un té, la comida, la cena, los besos y las caricias, somos nosotros buscando compañía y cariño, somos nosotros pretendiendo sentirnos queridos y deseados. Nos tomamos la mano, leemos libros que no hemos leído en años y nos dormimos agazapados, esperando a que el alba depredadora llegue a sentenciar nuestras muertes como siempre lo hace. Entonces ella lava mi pelo, lo trata con cuidado y no puedo sentirme más feliz por ser yo en ese momento. Un desayuno, una fruta, leche y té con tostadas. Los gatos se revuelcan en el antejardín, el sol espera perezoso entre las nubes y yo no quiero que esto acabe, esto distinto, esto etéreo, esto tan surreal. Porque está sola en casa cuando todos se han marchado lejos. El día nos parece ahora otra cosa, y nos damos cuenta que tarde o temprano este lugar volverá a estar lleno de gente y todo habrá acabado, como aquella tendencia de la noche por terminar cuando llega el día, como el instinto de la luna de mantenerse siempre separado del sol cuando es de noche.