Cuento #9: La pulga




Aburrido de las mascotas convencionales, Ernesto decidió capturar una pulga para convertirla en su mejor amiga. No demoró mucho en dar con una en su cuarto y encerrarla en un pequeño frasco de vidrio, cuya tapa agujereó con un alfiler para que respirara con normalidad. Así pudo llevarla a todos lados, alimentándola con la sangre de sus propios dedos según el horario estipulado por su veterinario. Compartieron maratones enteras de Big Bang Theory, criticaron la modita estúpida de los vampiritos bonitos en su blog y planearon escribir una novela de terror en conjunto, hombro con hombro. Pero la vida ocurrió distinta para ambos, a tiempos totalmente desiguales. Entonces Ernesto volvió a quedar solo, con todos los hermosos planes evaporados.
Sin embargo, luego de secarse las lágrimas, Ernesto juzgó que probablemente una garrapata fuera una compañera más duradera y leal. Lo suficiente como para aguantar las seis temporadas de Lost enteras.

Historia #11: Mi abuela dijo



Como vio que sus padres no estaban en la casa de la cual había sido expulsado hacía ya varios meses, Martín decidió utilizar las llaves que aún poseía en su mochila para entrar a robar algunas provisiones y otras cosas útiles para su pensión. Apenas llegó al vestíbulo de ésta, sin embargo, se dio cuenta que la casa no estaba tan sola como esperaba.
−¡Hijo, hijo!
−¡Abuela!
El muchacho no pudo contener su sorpresa al ver a su abuela paterna sentada ahí, frente al televisor, viendo las sorprendentes noticias del Canal Mega.
−¿Cómo estás, hijo? ¿Tienes hambre? ¡Seguro tienes hambre! ¿Quieres pan con margarina y mermelada?
−No, gracias, sólo vengo de pasada…
−¿Vienes a ver a tu papá…?
−No, jamás…
−¿Vienes de la pega?
−Eh…, sí…
−Tus papás fueron al cine. Como hace media hora.
−Ah, ya veo…
−¡Estás todo desnutrido!
−Bueno, entonces quiero esos panes con margarina y mermelada.
−¿Con un té?
−Ya, gracias.
Martín siguió a su abuela hasta la cocina, hambriento, notando que la casa seguía igual de fría y desordenada que antes.
−Siéntese, siéntese.
−Gracias, abuela −dijo el chico, ubicándose frente a una taza lista para beber de ella. Su abuela le puso una atiborrada panera a su derecha, y el pote de la margarina y el tarro de la mermelada de durazno a la izquierda.
Martín se sentía extraño, casi etéreo: las luces tenues y gélidas de la cocina le daban un aspecto casi surrealista a la escena; de fondo, dos habitaciones más allá, se escuchaba Du Hast de Rammstein como parte de una nota periodística sobre el narcotráfico en el Canal Mega; y, después de todo, estaba la sensación de enorme arrepentimiento por haber vuelto a entrar a esa casa.
La mujer echó una bolsa de té en la taza de su nieto, la que luego rellenó con el agua recién hervida de la tetera. Acto seguido, se sentó cerca de él y encendió el televisor que tenían al frente con el control remoto, dejándola en el impactante mini-documental del canal que, al parecer, le chiflaba la cabeza (y con Du Hast sonando a dos velocidades distintas en toda la casa).
Martín se preparó un primer pan con mantequilla y mermelada, y se lo zampó en menos de un minuto; para cuando repetía apresuradamente la misma operación para con el segundo, notó que su abuela no dejaba de quitarle la mirada de encima. Sintiéndose un poco mal educado, no dudó en que estaba cometiendo un gran error al no ser completamente recíproco con la emoción de su abuela, por lo que optó por preguntarle:
−¿Cómo ha estado? ¿Se ha sentido bien? −con lo que inició una conversación (o un monólogo) de al menos unos diez minutos.
Para cuando ella hubo terminado, el asunto del narcotráfico había dado paso a otros pormenores nacionales menos importante en la tele.
−Deberían tratar a los mapuches con más respeto −comentó Martín al ver que salían unos cuantos políticos hablando sobre los supuestos atentados que habían cometido.
−¡Por qué, si son unos malditos terroristas! ¡Deberían meterlos presos para que se sequen en la cárcel!
−Abuela, todos saben que es el Gobierno el que hace estos desmanes para culpar a los pobres mapuches. Es la mejor forma para tener a todos en su contra.
−¡Cómo puedes decir eso, ‘mijo, si son ellos los que detonan todas esas bombas y provocan todos esos incendios…!
−Ve, abuela, usted es el mejor ejemplo de ello.
Y sin preverlo siquiera, la abuela de Martín rompió a llorar.
−¿Abuela, está bien?
Como no hubo una respuesta inmediata de su parte, el chico hizo el ademán de levantarse para ver de cerca qué era lo que le ocurría; no obstante, ella actuó primero, alzando su cara, luciendo una mirada llena de ira, decepción y profunda pena. Martín sintió un vuelco en el corazón.
−¿Abuela, está…?
−Cuando chico eras distinto −comenzó la mujer, dejando en claro que la cosa se venía otra vez para largo.− No venías con estas cosas: querías ser como tu padre, te interesaban los estudios, eras habilidoso, te sabías todas las banderas del Mundo, leías cuando nadie más leía, eras bonito, menos ojeroso… Ahora estás flaco, desnutrido, no como antes, bonito, con más comida adentro… ¡Esos deben ser tus amigos! ¡Sí, tus amigos esos, que seguro deben andar en malos pasos por ahí, metiéndote esas cosas raras en la cabeza, renegando de Dios, de Jesús, de su Bautizo, de su familia!
>>Conversa con tu papá, pídele perdón, hablen, arreglen sus cosas, y terminen con esto antes que te quedes sin estudiar y seas un vagabundo como esos de la calle, que hacen lo que sea por una moneda y por alcohol y drogas. No quiero que seas como ellos, no…
−Abuela, de verdad, me siento bien −dijo Martín, calmadamente.− De hecho, me siento mejor que nunca: vivo en una pensión con vista al mar, hago prácticamente todo lo que se me antoja, toco en bandas con mis amigos de vez en cuando y escribo cosas que se me ocurren para poder sacar un libro dentro de poco. Es…
−¡Sí, pero eso no te va a dar nada! ¡¿La música?! ¡Pfff! ¡Eso es un pasatiempo, algo para divertirse, no para vivir! ¡Mejor estudia, aprovecha, sé minero y gana harta plata! ¡Si ahora están ganando hasta casi dos millones!
−Pero yo no quiero vivir haciendo algo que no me gusta.
−¡Pero tienes que pensar en que vas a tener hijos, una familia…!
−Yo no pienso tener hijos −Aquello la dejó desorbitada.− Lo encuentro una total pérdida de tiempo y plata.
−¡Cómo que no vas a tener hijos, si así es la vida…!
−Yo quiero que mi vida sea distinta, no como la de la mayoría…
−¡Ves, hijo, ahora estás volviéndote loco! −La mujer soltó otro sollozo y siguió dando la pelea.− ¡Esos son tus amigos, esos malditos marihuaneros…!
−Abuela, ellos fueron los que me recibieron cuando no tenía ni un puto peso ni casa. ¿Cree usted entonces que son malas personas?
Silencio.
−Estás mal, Martín, tan flaco, pareces un esqueleto…
−¡Mire, cuando era gordo, todos me decían que por qué mejor no hacía ejercicio en vez de jugar cartas, que comiera menos, que me levantara por las mañanas para salir a correr por ahí, antes de empezar con la rutina; pero ahora que adelgazo gracias a tener que caminar una infinidad de kilómetros para poder ahorrar unos cuantos pesos, resulta que nadie me quiere así! ¿Qué tengo que hacer para gustarles? ¿Ser minero, un empresario que fustigue a todos con su látigo? ¿O tengo que ser como mis padres y repetir una y otra vez toda esta rueda de nunca acabar para seguir echando andar el sistema que tanto odio?
Silencio. Mucho más tenso que el primero.
−Esos son tus amigos, ellos te…
Pero Martín se levantó antes de que la conversación siguiera. No había nada que hacer ahí.
No hizo caso de los llamados de su abuela, ni del nudo en el corazón que le decía que volviera y pidiera perdón por el mal momento. Pensó en que no le costaba nada dar su brazo a torcer y aceptar, aunque fuera de la boca para fuera, que él estaba en lo incorrecto, que iba a hacer todo lo posible para tratar que las cosas que más la llenarían de orgullo se iban a ver cumplidas dentro de poco.
Sin embargo, no fue así.
Martín supo que había sido un error garrafal el haber pasado por afuera de su casa siquiera.
“Nunca más −se dijo, nunca más”.