Como vio que sus padres no
estaban en la casa de la cual había sido expulsado hacía ya varios meses, Martín
decidió utilizar las llaves que aún poseía en su mochila para entrar a robar
algunas provisiones y otras cosas útiles para su pensión. Apenas llegó al
vestíbulo de ésta, sin embargo, se dio cuenta que la casa no estaba tan sola
como esperaba.
−¡Hijo, hijo!
−¡Abuela!
El muchacho no pudo contener su
sorpresa al ver a su abuela paterna sentada ahí, frente al televisor, viendo
las sorprendentes noticias del Canal Mega.
−¿Cómo estás, hijo? ¿Tienes
hambre? ¡Seguro tienes hambre! ¿Quieres pan con margarina y mermelada?
−No, gracias, sólo vengo de
pasada…
−¿Vienes a ver a tu papá…?
−No, jamás…
−¿Vienes de la pega?
−Eh…, sí…
−Tus papás fueron al cine. Como
hace media hora.
−Ah, ya veo…
−¡Estás todo desnutrido!
−Bueno, entonces quiero esos
panes con margarina y mermelada.
−¿Con un té?
−Ya, gracias.
Martín siguió a su abuela hasta
la cocina, hambriento, notando que la casa seguía igual de fría y desordenada
que antes.
−Siéntese, siéntese.
−Gracias, abuela −dijo el chico,
ubicándose frente a una taza lista para beber de ella. Su abuela le puso una
atiborrada panera a su derecha, y el pote de la margarina y el tarro de la
mermelada de durazno a la izquierda.
Martín se sentía extraño, casi
etéreo: las luces tenues y gélidas de la cocina le daban un aspecto casi surrealista
a la escena; de fondo, dos habitaciones más allá, se escuchaba Du Hast de
Rammstein como parte de una nota periodística sobre el narcotráfico en el Canal
Mega; y, después de todo, estaba la sensación de enorme arrepentimiento por
haber vuelto a entrar a esa casa.
La mujer echó una bolsa de té en
la taza de su nieto, la que luego rellenó con el agua recién hervida de la
tetera. Acto seguido, se sentó cerca de él y encendió el televisor que tenían
al frente con el control remoto, dejándola en el impactante
mini-documental del canal que, al parecer, le chiflaba la cabeza (y con Du Hast sonando a
dos velocidades distintas en toda la casa).
Martín se preparó un primer pan
con mantequilla y mermelada, y se lo zampó en menos de un minuto; para cuando
repetía apresuradamente la misma operación para con el segundo, notó que su
abuela no dejaba de quitarle la mirada de encima. Sintiéndose un poco mal
educado, no dudó en que estaba cometiendo un gran error al no ser completamente
recíproco con la emoción de su abuela, por lo que optó por preguntarle:
−¿Cómo ha estado? ¿Se ha sentido
bien? −con lo que inició una conversación (o un monólogo) de al menos unos diez
minutos.
Para cuando ella hubo terminado,
el asunto del narcotráfico había dado paso a otros pormenores nacionales menos
importante en la tele.
−Deberían tratar a los mapuches
con más respeto −comentó Martín al ver que salían unos cuantos políticos
hablando sobre los supuestos
atentados que habían cometido.
−¡Por qué, si son unos malditos
terroristas! ¡Deberían meterlos presos para que se sequen en la cárcel!
−Abuela, todos saben que es el
Gobierno el que hace estos desmanes para culpar a los pobres mapuches. Es la
mejor forma para tener a todos en su contra.
−¡Cómo puedes decir eso, ‘mijo,
si son ellos los que detonan todas esas bombas y provocan todos esos
incendios…!
−Ve, abuela, usted es el mejor
ejemplo de ello.
Y sin preverlo siquiera, la
abuela de Martín rompió a llorar.
−¿Abuela, está bien?
Como no hubo una respuesta
inmediata de su parte, el chico hizo el ademán de levantarse para ver de cerca
qué era lo que le ocurría; no obstante, ella actuó primero, alzando su cara,
luciendo una mirada llena de ira, decepción y profunda pena. Martín sintió un
vuelco en el corazón.
−¿Abuela, está…?
−Cuando chico eras distinto
−comenzó la mujer, dejando en claro que la cosa se venía otra vez para largo.−
No venías con estas cosas: querías ser como tu padre, te interesaban los
estudios, eras habilidoso, te sabías todas las banderas del Mundo, leías cuando
nadie más leía, eras bonito, menos
ojeroso… Ahora estás flaco, desnutrido, no como antes, bonito, con más comida
adentro… ¡Esos deben ser tus amigos! ¡Sí, tus amigos esos, que seguro deben
andar en malos pasos por ahí, metiéndote esas cosas raras en la cabeza,
renegando de Dios, de Jesús, de su Bautizo, de su familia!
>>Conversa con tu papá,
pídele perdón, hablen, arreglen sus cosas, y terminen con esto antes que te
quedes sin estudiar y seas un vagabundo como esos de la calle, que hacen lo que
sea por una moneda y por alcohol y drogas. No quiero que seas como ellos, no…
−Abuela, de verdad, me siento
bien −dijo Martín, calmadamente.− De hecho, me siento mejor que nunca: vivo en
una pensión con vista al mar, hago prácticamente todo lo que se me antoja, toco
en bandas con mis amigos de vez en cuando y escribo cosas que se me ocurren
para poder sacar un libro dentro de poco. Es…
−¡Sí, pero eso no te va a dar
nada! ¡¿La música?! ¡Pfff! ¡Eso es un pasatiempo, algo para divertirse, no para
vivir! ¡Mejor estudia, aprovecha, sé minero y gana harta plata! ¡Si ahora están
ganando hasta casi dos millones!
−Pero yo no quiero vivir haciendo
algo que no me gusta.
−¡Pero tienes que pensar en que
vas a tener hijos, una familia…!
−Yo no pienso tener hijos
−Aquello la dejó desorbitada.− Lo encuentro una total pérdida de tiempo y
plata.
−¡Cómo que no vas a tener hijos,
si así es la vida…!
−Yo quiero que mi vida sea
distinta, no como la de la mayoría…
−¡Ves, hijo, ahora estás
volviéndote loco! −La mujer soltó otro sollozo y siguió dando la pelea.− ¡Esos
son tus amigos, esos malditos marihuaneros…!
−Abuela, ellos fueron los que me
recibieron cuando no tenía ni un puto peso ni casa. ¿Cree usted entonces que
son malas personas?
Silencio.
−Estás mal, Martín, tan flaco,
pareces un esqueleto…
−¡Mire, cuando era gordo, todos
me decían que por qué mejor no hacía ejercicio en vez de jugar cartas, que
comiera menos, que me levantara por las mañanas para salir a correr por ahí,
antes de empezar con la rutina; pero ahora que adelgazo gracias a tener que
caminar una infinidad de kilómetros para poder ahorrar unos cuantos pesos,
resulta que nadie me quiere así! ¿Qué tengo que hacer para gustarles? ¿Ser
minero, un empresario que fustigue a todos con su látigo? ¿O tengo que ser como
mis padres y repetir una y otra vez toda esta rueda de nunca acabar para seguir
echando andar el sistema que tanto odio?
Silencio. Mucho más tenso que el
primero.
−Esos son tus amigos, ellos te…
Pero Martín se levantó antes de
que la conversación siguiera. No había nada que hacer
ahí.
No hizo caso de los llamados de
su abuela, ni del nudo en el corazón que le decía que volviera y pidiera perdón
por el mal momento. Pensó en que no le costaba nada dar su brazo a torcer y
aceptar, aunque fuera de la boca para fuera, que él estaba en lo incorrecto,
que iba a hacer todo lo posible para tratar que las cosas que más la llenarían
de orgullo se iban a ver cumplidas dentro de poco.
Sin embargo, no fue así.
Martín supo que había sido un
error garrafal el haber pasado por afuera de su casa siquiera.
“Nunca más −se dijo−, nunca más”.