El profe nos instó a que
dejáramos nuestros informes sobre su escritorio antes de marcharnos de la sala.
Esperé a que los sentados más cerca a su puesto lo hicieran primero y así
despejaran un poco la zona antes de dejar el mío sobre los suyos. Acto seguido
salí del aula, esperé a mis compañeros afuera, encendiendo un cigarro, y
encaminé con ellos a la salida del campus cuando por fin aparecieron con
rostros congestionados por el cansancio; lo único bueno de todo, era que de una
vez por todas nos íbamos a casa después de un día tan agotador como ése.
Nos fuimos pasando el cigarro mientras no parábamos de
alegar sobre lo duro que se había puesto el semestre, con sus pruebas, sus
trabajos, sus informes y las clases que poco o nada de tiempo nos dejaban para
divertirnos y hacer las cosas que más nos gustaban. Para el día siguiente, de
hecho, debíamos entregar otro informe sobre no sabía qué cosa; naturalmente no
tenía ni idea de qué iba el asunto, y por consiguiente ni siquiera lo había
empezado. La noche que se aproximaba de seguro iba a ser muy dura y llena de
cafeína.
El sol ya estaba oculto para cuando llegamos al paradero
donde transitaban las micros que nos servían para llegar a nuestros hogares.
Así nos fuimos separando hasta que no quedé con más compañía que unos cuantos
adultos recién salidos de sus trabajos, todos con el tedio y el hastío
impregnado en la cara. Yo sólo quería sentarme, echarme en una cama y no saber
más del mundo por un buen tiempo, pero cuando llegó la micro que nos servía a
todos los ahí reunidos y me percaté en primera instancia que ésta venía más
llena que un tarro de sardinas, no me quedó otra que resoplar y dejar que las
mujeres y los más ancianos se me adelantaran para que consiguieran mejores
puestos… si es que los habían.
Al final de cuentas quedé ubicado en medio de todos, con
el codo de una colegiala en mi costilla derecha y la axila sudada de un
trabajador de la construcción a mi izquierda, justo a la altura de mi nariz.
Intenté buscar mi reproductor de música en el bolsillo interior de mi chaqueta,
pero me fue prácticamente imposible: no tenía espacio ni siquiera para mover mi
brazo sin que existiera la posibilidad de golpear a alguien. Siempre se me
olvidaba que a esa hora de la tarde, esto era pan de cada día.
Un par de niños colegiales se reía en los asientos
traseros mirando un video viral en el celular que sostenía uno de ellos; una
joven le contaba a otra las cosas que había hecho ese fin de semana en la
fiesta de un tal Julio; cerca de mí, a un par de asientos de distancia, había un
hombre fornido con aspecto de trabajador de la construcción, con la mirada
ensombrecida y la cabeza gacha. No le presté mucha atención hasta que su
celular comenzó a sonar y éste lo contestó con un pesar evidente. Fue
inevitable no ponerme a escuchar gran parte de su conversación; además, sin
música y apretado como iba, no tenía otra cosa más qué hacer para entretenerme.
Debo suponer que lo primero que le preguntó la persona
del otro lado de la línea fue que cómo estaba su día, porque el hombre no
demoró en contestar:
−Ha sido un día de mierda –denotando un gran descontento
en sus palabras−. Me echaron, no me han pagado el mes pasado y ya no tengo ni
pa’ los pasajes. Tuve que conseguirle plata a la Mirna, sí –El hombre esperó un
rato−. Sí; más encima vienen güeones de otros países a robarnos la pega; la
poca pega que hay en esta mierda de país. Sí, yo cacho que hay que matarlos a
todos –añadió, soltando una escueta risa…, pero risa al fin y al cabo.
Aquello hizo que un escalofrío me recorriera por el
espinazo, como una descarga eléctrica. No pude evitar pensar en lo que
equivocado que estaba ese hombre. Recordé unos cuantos artículos que señalaban
ataques y agresiones de chilenos contra haitianos y colombianos erradicados en
nuestras ciudades, alegando su ocupación en espacios que ellos consideraban
suyos por derecho.
No pude evitar sentir cierta pena al respecto: desde
chico que he creído que el mundo es para vivirlo por todos de manera
igualitaria, idea que se fue reforzando a medida que profesores y amigos me
fueron entregando sus perspectivas al respecto. Si el mundo, por obra y gracia de
azares y otros factores determinantes, se creó para que existiera vida en él,
¿por qué mierda debíamos dejar que nos rigieran patrones subjetivos instaurados
por quienes simplemente nos tenían como esclavos suyos? Sabía que pasaba por
alto un montón de detalles para dar con una conclusión tal como la mía, pero no
dejaba de creer que mis cimientos no estaban tan errados, después de todo.
Miré al hombre que hablaba por teléfono, al que habían
echado del trabajo ese mismo día, al que llevaba un mes sin recibir su paga y
había tenido que conseguir algo de dinero (a una tal Mirna) para poder movilizarse
de su casa al centro y viceversa, y tuve ganas de decirle que no era el
extranjero el que tenía la culpa, sino todos los líderes que tenían a
Sudamérica como el mejor de los ganados del mundo, haciéndonos trabajar hasta
el agotamiento y manteniéndonos flacos y maltratados para nunca poder escapar
de nuestro corral. Total son ellos los que mantienen los sueldos como están,
suben los suyos y de paso hacen lo mismo con el precio de todo lo necesario
para nuestra vida diaria. ¿O eran los inmigrantes los que se encargaban de
cagarnos de esa manera?
Me imaginé cuanta gente debía estar rumiando una rabia
secreta contra sus nuevos vecinos venidos de otras tierras, pensando que ellos
eran los culpables de tanta miseria en un país como el nuestro, ideal protegido
por los políticos que no se cansan de culpar a otros y prometer cosas para
ganar votos y un nuevo puesto donde poder seguir robando y propagando la
ignorancia que tanto les ayudaba a ellos. Debían ser muchísimas las personas
que sentían algo parecido al hombre de la micro, muchísimas, y aquello me dio
un miedo terrible. ¿Cuánto tardarán las calles en llenarse de sangre de
personas con los mismos sueños que nosotros, pero de otro credo, otro color de
piel, otro trozo de tierra a kilómetros de distancia del nuestro? Mis augurios
eran malos, pésimos: de mis coterráneos, no sé por qué, siempre espero lo peor.
Cuando me percaté que el paradero cercano a la casa del
Juan estaba a dos esquinas de distancia, empecé a pedir permiso para que la
gente hiciera un pequeño espacio hasta poder llegar al extremo posterior de la
micro sin pasarme de mi destino. Cuando pasé al lado del hombre al que acababan
de dejar cesante, me dieron ganas de apretarle el hombro en señal de apoyo, de
decirle: “son los políticos los culpables, no los inmigrantes”, pero el espacio
era reducido, habían otras personas entre él y yo, y el paradero ya estaba del
otro lado de la puerta de bajada. Sólo me quedó esperar que ese hombre, desesperado
y todo, no cometiera ninguna atrocidad de la cual pudiera arrepentirse por el
resto de sus días.