Largo camino a la ruina #50: Un largo viaje en auto

−Me fue como el pico –dijo el Sebastián después que dimos la penúltima prueba del semestre−. Ojalá no me eche esta cagá’ de ramo.
            Pero parecía no ser el único que esperaba una mala calificación por la evaluación que acabábamos de dar: en realidad TODOS sentíamos que nos había ido como el pico. La prueba, siendo profundamente objetivo, estaba destroza anos, sólo para estudiantes con el coeficiente intelectual de Stephen Hawking o Albert Einstein, no de unos chilenos promedio como nosotros.
            −Fue nomá’ –comenté antes de pedirle al Miguel unas fumadas de su cigarro.
            −El ítem tres lo dejé en blanco –dijo la Loreto. Sonreía de lo nerviosa que estaba−. Ni cagando lo respondía. Estaba súper cuático.
            Resultó que casi la mayoría del curso había dejado aquél ítem sin responder. Y aunque no quise mencionarlo para no parecer fantoche frente a los demás, yo fui uno de los pocos que lo rellenó sabiendo que iba a tener todos los puntos del ejercicio. Y todo gracias a que a mi derecha estaba el Gonzalo, el mateo del curso: esperé a que el profe se pusiera a revisar las pruebas de otro curso al que le hacía clases, para realizar la famosa mirada del ciclista: echar una mirada por sobre el hombro y tratar de obtener la mayor información posible en aquella breve oportunidad. Por lo que supe, nadie me vio hacerlo.
            −Pucha, oh, no me quiero pitiar el ramo –dijo la Pamela, al borde del colapso−. ¡Estoy segura que si me voy a examen, cagué!
            −Yo igual –la secundó otro compañero que rara vez hablaba.
            −Yo cacho que hay que relajarno’ –dijo el Iván, abatido−. Lo hecho, hecho está. Si cagamo’, habrá que apechugar nomá’.
            −Muy cierto −dije−. Mejor compremos unos pitos, ¿no?
            Juntamos todos nuestros aportes monetarios y los contamos: con lo que teníamos, nos alcanzaba para dos gramos y algo de marihuana.
            −¿Alguien cacha quién vende? –fue la pregunta del millón.
            Como todos los estudiantes de la universidad estaban dando ya sus últimas pruebas (algunos incluso ya habían salido de clases y cerrado sus semestres), era muy difícil encontrar a alguien que nos vendiera un poco de hierba. El día anterior nos pasamos cerca de una hora esperando a que alguien se anunciara y pudiéramos volarnos como merecíamos.
            −Acá está difícil la cosa –comenté.
            −Yo tengo un dato –dijo el Sebastián−. ¿Quién me presta un celular pa’ llamar?
            La Loreto le extendió el suyo y el Sebastián digitó en él el número de memoria. Se alejó un par de metros para poder hablar sin el molesto bullicio que generábamos nosotros, los angustiados, y luego de un minuto volvió hasta nosotros.
            −¡Ya, loco, estamos! –declaró éste, devolviéndole el celular a la Loreto−. Pero hay que ir a mi pobla, y pa’ eso necesitamos auto.
            Entonces todas las miradas recayeron en el Iván, el único de nosotros que contaba con un vehículo para misiones tan emocionantes como éstas. El aludido gruñó y sacó las llaves del auto de su mochila. Nos miró como diciendo: “ya, güeón, vamo’”.
            Como el Sebastián era el del contacto, obviamente tenía que ir con el Iván; pero como yo fui el de la idea de comprar los pitos, los demás me mandaron con ellos a modo de heraldo y protector del dinero recaudado. Y yo que tenía ganas de quedarme con la Loreto echados en el pasto, esperando a que…
            −¡Yo también voy!
            Miré a un lado y vi que justamente la Loreto levantaba una mano, ofreciéndose como acompañante nuestro. El Sebastián y el Iván me miraron y se alzaron de hombros, dando a entender que su compañía era, naturalmente, bienvenida.
            Así, hablando sobre lo mucho que queríamos fumar marihuana, nos dirigimos al estacionamiento; por lo vacío que estaba, no demoramos en dar con el auto del Iván. El Sebastián se sentó en el asiento del copiloto y la Loreto y yo en los traseros, cada uno en su respectiva ventana. El Sebastián le dio las indicaciones al Iván mientras éste sacaba el auto de las dependencias y subía por una avenida contigua (a esa hora) libre de tráfico.
            −¿Te acordai’ del Loco Chino? –le preguntó éste a su amigo. El Iván afirmó con un gesto−. Ya, allá tenemo’ que llegar.
            Menos mal no nos vamos a demorar tanto, pensé, deseoso de fumar cualquier cosa, lo que me pusieran al frente, cuanto antes.
            Mientras salíamos del centro de la ciudad, nos pusimos a conversar sobre nuestros planes para las vacaciones que se acercaban inminentes. Nadie tenía mucha noción de lo que harían, sólo que aprovecharían cada segundo para hacerse mierda el hígado y los pulmones.
            −Podríamos hacer un paseo de curso –aventuró la Loreto, recibiendo toda la aprobación nuestra.
            −Con cien lucas de marihuana –apoyó el Iván.
            −Y con una mesa llena de copete –agregó el Sebastián.
            Cuando ya teníamos más o menos formulado el paseo, con el valor de la cuota que tendríamos que pagar y los destilados que llevaríamos, llegamos sin más preámbulos a la pobla del Sebastián, un sitio bastante agradable hasta que descubrías que estaba realmente regentado por un montón de narcotraficantes que habían hecho del lugar un infierno para sus pobladores. Pero bueno, eso es harina de otro costal.
            Doblamos por unas calles en que habían varios hombres de aspecto desaliñado y mirada vacía parados en sus esquinas, como esperando a que algo sucediera, cualquier cosa. Por lo que sabía y por lo que nos corroboró el Sebastián, aquellas eran las famosas gárgolas de las que algunos hablaban, personas duras y sin alma como aquellas estatuas de piedra que todos conocían. Y todo por culpa de nuestra querida amiguita, la pasta base.
            −Es una pena –dije, recordando el altercado de mi mochila en el colectivo y el tipo al que conocí inmediatamente después. Cuántos caídos, Dios mío.
            −Ya, güeón, llegamo’ –dijo el Sebastián. Nos estacionamos afuera de una casa de aspecto muy descuidado, con la pintura descascarada y el antejardín seco por la falta de riego−. Pásame la plata –se dirigió a mí.
            Le pasé todo lo recaudado y se lo echó al bolsillo antes de apearse del vehículo.
            Fue en eso que el Sebastián iba por la mitad del camino hacia la entrada de la casa, que la puerta de ésta se abrió y apareció un veinteañero –que parecía de unos cuarenta− de piel quemada, calvo y lleno de tatuajes, acompañado del Loco Chino. El tipo lo quedó mirando un breve instante, como si lo reconociera de algún lado, y sus gestos se crisparon de inmediato, como si hubiera sido impactado por un rayo.
            −¡Acá te pillo, conchetumare! –dijo éste. Y así, sin que nadie pudiera preverlo, avanzó rápido en dirección al Sebastián, apretando su mano derecha con rabia.
            El Sebastián, ni tonto ni perezoso, se percató de esto en el acto, dio media vuelta y volvió a subir al auto.
            −¡Acelera, güeón, acelera! –le gritó al Iván, desesperado.
Fue una suerte que el aludido ni siquiera alcanzara a apagar el motor del vehículo cuando ocurrió todo, porque de otro modo el puñetazo que lanzó el tipo hubiera dado en el vidrio del copiloto, con toda seguridad rompiéndolo; en vez de eso, tuvo que conformarse con darle al aire.
Vimos por el espejo retrovisor que el Loco Chino gritaba algo en medio de la calle, y que el tipo que se había abalanzado sobre nuestro amigo corría hasta uno de los pasajes aledaños, perdiéndose en él.
−¡¿Qué mierda hiciste, güeón?! –dijo el Iván, agitadísimo−. ¡Ese güeón te quería sacar la chucha!
−¡No sé, güeón, no sé quién chucha era! –El Sebastián no dejaba de tiritar de los nervios−. ¡Nunca en mi puta vida he visto a ese culiao’!
La Loreto se apegó a mí y yo le devolví el gesto. Las situaciones así me ponían los pelos de punta.
−¡Entonces por qué chucha te quería pegar! –siguió el Iván.
−¡No sé, güeón, te digo que…! –El Sebastián se calló de golpe; me di cuenta que miraba el espejo retrovisor−. ¡Mierda, güeón!
Miramos atrás y reparamos en que si el tipo había desaparecido por una de las calles contiguas a la casa del Loco Chino, era para buscar su auto y perseguirnos como lo hacían los malos que buscaban venganza en las películas. Salvo que, como es obvio, ésta era la vida real y estábamos en un lugar donde claramente las cuentas se ajustaban de una forma muy particular y violenta.
El Iván, todo reflejos y sobriedad, apretó el acelerador justo en el momento en que el vehículo del tipo iba a chocarnos.
−¡Pero qué chucha este loco culiao’! –exclamó el Iván, con los ojos desorbitados. La tensión dentro del auto podría hasta freírse en una paila de lo materializada que la sentíamos. La Loreto temblaba muerta de miedo, y yo pensé que malditas sus ganas de acompañarnos en nuestra empresa, cuando podía estar a salvo con nuestros compañeros en el campus de la U.
Doblamos por unas calles que indicaba el Sebastián con frases atropelladas y mal formuladas, y el tipo no dejaba de seguirnos. Pensé que debía conocer la pobla tan bien como nuestro amigo.
Dentro del auto, la sensación de angustia lo gobernaba todo; estábamos conscientes que la situación podía tornarse mucho peor en cualquier instante. Con gente como ésta había que tener mucho, mucho cuidado.
            Al llegar al final del sector, el Iván tomó un camino aparte para internarse en una poco frecuentada carretera que llevaba al otro extremo de la ciudad. Su idea era hacer que el tipo se cansara de seguirlos y decidiera cobrar su venganza otro día en que tuviera más tiempo disponible; pero al parecer, éste tenía todo el tiempo del mundo.
            −¡Cómo no se cansa este conchesumadre! –dijo el Iván, acelerando entre medio de árboles y casas apartadas de la urbanización.
            −¡Debe estar más duro que la chucha! –dijo el Sebastián, y no sé por qué aquello me hizo mucha gracia.
            −¡Atrás viene otro tipo siguiéndonos! –comentó la Loreto, mirando por la ventana trasera.
            −¡Sí! –confirmé, imitándola−. Alguien en moto.
            −Debe ser el Loco Chino –dijo el Sebastián−. Ese culiao’ tiene moto.
            Entonces existía la esperanza de que él arreglara todo este entuerto…, o quizá arruinarlo aún más. Resoplé y pensé que todo se aclararía, al final de cuentas, muy pronto.
            La carretera dio paso a una más concurrida, donde el Iván aprovechó de internarse entre los demás autos para perderse entre ellos.
            −¡Güena, güeón! –lo felicitamos todos por su buena ocurrencia. ¡Estábamos salvados!
            −Creo que no vamos a comprarle nunca más al Loco Chino –comentó el Iván, notoriamente mucho más relajado.
            −¡Nunca más, güeón, nunca más! –dijo el Sebastián. Entonces, sin saber por qué, todos nos largamos a reír dentro del auto, quitándonos de encima el peso horrible de la tensión generada.
            El Iván le subió el volumen a la música y el Sebastián reparó en que su celular estaba lleno de llamadas perdidas de nuestros compañeros. Con toda seguridad debían pensar que nos habíamos quedado con su parte de la plata de la marihuana, o que, en su defecto, ya la habíamos consumido.
            Pensaba en decirles aquello a los demás cuando un fuerte golpe hizo que todo temblara dentro del vehículo, desestabilizándolo violentamente. No nos costó mucho enterarnos que el tipo vengativo había vuelto a dar con nosotros, esta vez decidido incluso a dañar su propio auto para acabar con nosotros.
            Entonces la desesperación y la angustia volvieron a reinar el ambiente.
            −¡Hijo de perra! –chilló el Iván, totalmente consternado. Dobló rápidamente en la siguiente curva para dirigirse de vuelta a la ciudad−. ¡Tenemos que parar a este culiao’! ¡Ya no me queda bencina!
            Aquello era un verdadero problema.
            −¡Volvamos a la U! –les dije−. ¡Puede que uno de los guardias nos quite a este güeón de encima!
            Nunca supe si la idea les pareció buena o no, pero a falta de otro plan mejor (y más bencina, por supuesto), el Iván, silencioso y rígido, lo tomó como nuestro próximo y último destino.
            El tipo del auto no nos perdía de vista, siempre asegurándose los puestos entre los autos que nos rodeaban; había que reconocer que el hijo de puta tenía una habilidad increíble para con el volante.
            Hasta que volvimos a meternos en las calles del centro y el incipiente tráfico del mediodía. Fue una suerte, una verdadera bendición, que cuando los semáforos en rojo nos detenían, siempre se interponían entre nosotros otros cuantos vehículos en una distancia bastante considerable; porque existía la posibilidad que el tipo se envalentonara, se bajara del auto en aquel corto periodo de tiempo y nos atacara sin que pudiéramos huir ni nada.
            Sin embargo, al ver la entrada del estacionamiento de la U y los edificios de ésta alzándose detrás, sentimos el segundo gran relajo de la jornada; era como volver a casa por un poco de refugio.
            El Iván se estacionó en el primer espacio que encontró cerca de la caseta del guardia y se apeó para correr en su dirección en busca de ayuda; el Sebastián hizo lo mismo, pero no previó que el tipo enfurecido tras nosotros también tenía espacio suficiente para estacionarse donde quisiera y hacer la pirueta que se le antojara con su auto.
Con una frenada que sacó reverberación en el lugar, el tipo interpuso su vehículo entre nuestros dos compañeros, salvándose el Sebastián por un pelo de ser atropellado.
Entonces el tipo se bajó del auto, saltó por encima del capó y se acercó a zancadas a su objetivo. El Sebastián dio media vuelta como si intentara escapar, pero al final, sin que nadie pudiera explicárselo, volvió a girar sobre sus talones y le hizo frente al tipo, poniéndose en una posición de combate que me pareció algo cómica.
−¡Acá te quería pillar, conchetumare! –le dijo el tipo calvo antes de saltarle encima, botarlo al suelo con una facilidad escalofriante y tomarlo del cuello de su polera. Estaba a punto de darle por fin el esperado puñetazo en la cara al Sebastián cuando se detiene una moto al lado de ellos. Era el Loco Chino.
−¡Güeón, no! –le gritó éste al tipo, haciendo gestos con las manos. Se bajó de su moto de un salto−. ¡Ese güeón no es, te estai’ confundiendo!
El tipo observó al Sebastián sin soltarle de la polera, miró nuevamente a su interlocutor, y volvió a girar su cabeza para examinar a quien tenía agarrado. Entonces sus músculos se relajaron y soltó al Sebastián con una clara expresión de arrepentimiento.
−O’e, loco, perdóname –le dijo a éste, extendiéndole la mano para ayudarle a incorporarse−. Te confundí con otro culiao’.
−Nos dimos cuenta –dijo el Sebastián, molesto.
El Iván llegó a su lado y yo le imité luego de bajarme del auto, dejando a la Loreto adentro. Nos tomó cerca de cuatro minutos aclarar el mal entendido.
−¿Qué vamos a hacer con eso? –le preguntó el Iván al tipo (que ahora se mostraba muy amable) apuntando con un gesto al parachoques trasero de su vehículo−. Eso no se arreglará por arte de magia.
−Pucha, no tengo ni uno –dijo el tipo, vaciando los bolsillos de su buzo para demostrarlo−. Pero podría pagarte con otra cosa, vo’ cachai’.
El tipo nos invitó al interior de su auto para mostrarnos una gran bolsa plástica llena de cogollos de marihuana que acababa de comprarle al Loco Chino cuando nosotros llegábamos a su casa.
−Podría pasarte cien lucas de ésta…, ¿o no? –le ofreció el tipo al Iván.
−¡Ya pos! –aceptó éste de inmediato, dándose un apretón de manos para sellar el trato mientras el Sebastián terminaba la transacción de los dos y demorados gramos con el Loco Chino.
Nos despedimos de ellos haciéndoles señas con las manos y le dijimos a la Loreto que todo estaba bien, que llamara a nuestros compañeros para decirles que ya habíamos llegado y que disculparan nuestra demora.
−Tenemos una historia emocionante por contarles –les dijo ésta enigmáticamente antes de cortar. Nuestros compañeros estaban furiosos, pero después de todo lo vivido, no nos importaba mucho en realidad.

Le iba a preguntar al Iván por qué no había dado aviso al guardia del estacionamiento para que nos ayudara cuando éste, justamente, pasó al lado nuestro salpicando gotas de agua con sus manos, como si acabara de salir del baño. Entonces tuve ganas de decirle “gracias por nada” al oído, pillándolo por sorpresa, pero el día estaba tan increíble y teníamos tanta marihuana en nuestro poder, que en vez de aquello lo saludé con un amable buenas tardes y una sonrisa muy alegre. Él hizo lo mismo con nosotros, algo sorprendido, y todos seguimos como si nada nunca hubiera pasado.