Este jardín de penumbras, Capítulo #2


El tiempo pareció congelarse por unos minutos
(¿o fueron solo unos segundos?),
con el olor acre de la pólvora llenando cada partícula del lugar.
Alberto permaneció debajo de la cama callado, sin respirar, esperando a que Hernán efectuara algún movimiento, el primero de ellos. Estaba seguro que este último aguardaba a una acción errática de su parte para saber su ubicación o tener plena consciencia que el amante de su esposa se encontraba ahí dentro, con él. Era tan denso el silencio, que el joven temía incluso de su propia respiración, mientras los latidos desbocados de su corazón hacían vibrar la madera bajo su pecho; Alberto tuvo miedo de que Hernán fuera tan perceptivo, como para captarlos y dar con su escondite sin problemas.
Entonces se oyó un paso dudoso, el de una suela dura contra el piso, proseguido de otro más convencido. Alberto vio que los pies de Hernán volvían a aparecer en su limitado campo de visión, y que estos empezaban a dar vueltas en círculo, como si su dueño no supiera bien qué hacer. El hombre se detuvo por unos tres o cinco segundos y continuó hacia el lado contrario del que se hallaba Alberto, dirigiéndose a lo que este último recordaba como la cocina.
La mente del joven no dejaba de repetir “Tatiana está muerta, Tatiana está muerta, Tatiana está muerta” como un umbrío mantra lleno de pésimos presagios. Sabía que si el hombre había sido capaz de matar a su propia esposa a sangre fría, lo que podía tocarle a él seguramente sería mucho peor.
“¡Por qué tuve que meterme en esto!”, se dijo Alberto, apretando los dientes. “¡Por qué tuve que hacerle caso a esta maldita mujer!”.
“Recuerda que está muerta”, le dijo otra voz interior, muy parecida a la de su hermano menor cuando trataba de mostrarse ejemplar frente a él.
Alberto se mantuvo tenso un rato, intentando no provocar ruido alguno bajo la cama, mientras se hacía cada vez más consciente de que acababa de oír a Tatiana ser asfixiada por su esposo y luego muerta de un disparo que nadie más había escuchado. Siendo la única casa en muchos metros kilómetros a la redonda, ¿quién podía dar aviso a los Carabineros del tiro efectuado? Já: ¡nadie, absolutamente nadie! Y aunque Alberto se imaginó fugazmente a un hombre pasando afuera de la casa justo cuando Hernán accionó su arma, sabía que aquello era prácticamente improbable. Le bastaba con recordar el trayecto desolador en taxi hasta aquel lugar para saber que algo de esa índole jamás pudo haber sucedido.
Sus esperanzas, vistas de otro modo, eran totalmente infundadas. Y eso lo sabía a la perfección.



Hernán no tardó mucho en volver al vestíbulo, y aunque Alberto no pudo corroborar qué era lo que traía a ciencia cierta desde la cocina, supo que se trataba de algo para borrar todas las evidencias de su crimen posibles.
            A juzgar por su manera de caminar, el hombre actuaba con una tranquilidad gélida, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo. Mientras Alberto se revolvía lo más silencioso posible bajo la cama, sintiendo cómo su postura se volvía cada vez más incómoda, éste escuchó la descarga propulsada de lo que podía ser un aerosol o un quitamanchas con atomizador.
Entonces estaba en lo cierto: Hernán intentaba borrar las huellas que pudieran incriminarlo en un futuro próximo, cuando de seguro sus familiares y cercanos comenzaran a preguntar por el paradero y estado de su esposa.
“Pero todos creerán que estuvo en Europa”, pensó Alberto. “Nadie sospechará de él en un principio”.
Hernán descargaba una y otra vez lo que Alberto suponía era un quitamanchas en distintos puntos cercanos al asiento donde había muerto
(asesinado)
a su esposa. Alberto hizo una imagen mental en la que un tipo robusto, con papada, vestido con traje y una barba finamente rasurada, rociaba un poco de producto en los rastros de sangre antes de usar uno de esos trapos esponjosos para difuminarlos y posteriormente hacerlos desaparecer; en su mente, Hernán era el típico cincuentón exitoso, entrado en carne e hijo de puta que creía que todo tiene una solución en base al dinero. De ahí su violenta reacción frente al descuido de Tatiana. Y es que en sus cortos veintisiete años de vida, de los cuales tres trabajó atendiendo a clientes, Alberto había conocido a un montón de tipos como Hernán (o como en realidad imaginaba a Hernán), todos prepotencia y egolatría: eran un clásico indudable dentro de la fauna social del mundo.
            Y así estuvo Hernán, limpiando por (lo que Alberto estimó) unos quince o veinte minutos sin parar. Acto seguido, y luego de estirar su cuerpo –Alberto oyó su espalda crujir sonoramente−, el hombre se dirigió nuevamente a la cocina para volver con una bolsa de basura negra entre sus pies, arrastrándola; ahí echó los papeles (o los trapos esponjosos) sucios que había utilizado para limpiar la escena del crimen.
            Alberto pensó que el hombre, acto seguido, iba a incorporarse para desprenderse de la bolsa en sus manos, pero al parecer su empresa no había terminado todavía. Al principio Alberto no supo qué podía seguir haciendo ahí, si ya había limpiado todo; no obstante, recordó con un nudo en la garganta que aún quedaba el cadáver de Tatiana, y que deshacerse de él no iba a ser cosa fácil.
            “Quizá piense en arrojarlo a algún acantilado”, se dijo Alberto. “O esconderlo por ahí, en algún hoyo”.
            Y bueno, si la cosa sucedía de esa manera, mejor para él: por fin tendría una oportunidad para escapar de aquel lugar, esconderse en su casa y denunciar el asesinato de Tatiana desde la seguridad de su línea telefónica…
Alberto, alarmado, tragó saliva reparando en un detalle muy particular. “¡El celular!”, pensó de inmediato. “¡El celular de Tatiana tiene mi llamada!”. Si Hernán encontraba el aparato de Tatiana y le devolvía la llamada (con toda probabilidad la última recibida o efectuada era la suya), estaba acabado: su celular sonaría, Hernán se daría cuenta de su presencia y no tardaría en dar con su reducido escondite.
Hernán volvió a echar algo en el interior de la bolsa, produciendo crujidos suaves y plásticos, pero esta vez Alberto no consiguió dilucidar de qué se trataba. Si no era otro trapo esponjoso o más papeles ensangrentados olvidados en la primera inspección, ¿qué podía ser? Por cómo se encontraban flectadas sus piernas, daba la impresión que Hernán estuviera a cuatro patas buscando algo en el suelo, pero como no se movía de su lugar, Alberto, gracias a un chispazo, creyó que éste estaba desvistiendo a su esposa. ¡Claro, aquello tenía sentido: quitarle la ropa a Tatiana para luego quemarla y restar más evidencias sobre el destino que había sufrido!
Alberto, entonces, la imaginó desnuda en el piso, boca arriba, con sus pechos de pezones claros y pequeños (muy diferentes de como los había imaginado antes de verlos) cayendo a los costados por culpa de la gravedad, pero siempre firmes y turgentes. Su cuerpo intentó reaccionar ante esta imagen, tal como lo hizo durante el instante previo a la llegada de su esposo, mas la idea, su nombre y el recuerdo de Tatiana no hicieron otra cosa más que devolverle a la realidad y anunciarle que estaba teniendo una erección influida por una persona que se encontraba muerta a unos cuantos metros suyo. Entonces le asaltaron las ganas de vomitar, de salir de ahí y que fuera lo que Dios quisiera: si se enfrentaba con Hernán y este lo mataba también a él, bueno, no habría otra cosa que hacer; al menos se habría liberado de la angustia y la culpa que le oprimía el pecho.
“No seas idiota, Alberto”, le dijo la voz de su hermano menor. “Si sales ahora, estás acabado”.
Cosa que era muy cierta.
Tras pensarlo mejor, Alberto llegó a la conclusión que con su cuerpo agarrotado como estaba jamás lograría hacerle frente a Hernán, un hombre decidido, frío y con un arma capaz de volarle los sesos en las manos. Sí, lo mejor era esperar.
Hernán consiguió terminar su tarea en lo que Alberto consideró los ciento doce piquetes del segundero”: en algún lugar de la casa, tal vez en el cuarto contiguo, quizá en el vestíbulo, un reloj marcaba la hora mientras el esposo de Tatiana desvestía el cadáver, salpicando, probablemente, mucha más sangre por el piso.
El joven imaginó a Tatiana incorporada a medio cuerpo, con Hernán sosteniéndola con su brazo izquierdo, luciendo un impacto de bala en plena cabeza, una herida mortal abierta como un cráter carmesí que no dejaba de chorrear sangre en un hilillo, como si se tratara de una macabra pileta asincrónica; Alberto la vio y las ganas de vomitar volvieron a la carga.
“¡No pierdas el control ahora!”, se exhortó apretando los ojos con fuerza. Por lo mismo continuó prestándole atención a los movimientos del segundero en algún lugar de la casa, como si se tratara de un mandato extraterrenal: más valía tener la mente ocupada en una simpleza como un reloj desgranando segundos, que en la escena que se estaba llevando a cabo en el vestíbulo de la casa; si vomitaba, era hombre muerto. Y no quería ser hombre muerto, por supuesto que no.
Cuatro piquetes…
(Alberto no sabía cómo se llamaba el movimiento que ejecutaba un segundero al marcar un segundo)
Ocho piquetes…
(Al octavo, el nombre de los tictacs le dio lo mismo)
Doce piquetes…
(Muy bien, todo volviendo a la frágil normalidad)
El hombre le hizo un nudo a la bolsa oscura y se levantó para dirigirse por tercera
(¿o era la cuarta?)
vez a la cocina; Alberto no lo sabía, pero podía imaginar fácilmente a Hernán saliendo al patio por una puerta lateral rumbo a un tacho de basura grande, donde con una mano abría su tapa y con la otra arrojaba parte de la evidencia considerable para inculparlo. Estaba seguro que eso sucedería, cuando una idea cambió súbitamente el sentido de su pensamiento: los asesinos nunca se deshacían de la ropa echándola a la basura, sino que la quemaban, la volvían ceniza.
“¡Tal vez se demore!”, le dijo su propia voz, apremiante. “¡Es ahora o nunca!”.
Alberto movió sus brazos, siempre a la altura de la cara, ansioso de aprovechar la chance que se le presentaba en ese momento. Desafortunadamente sus músculos se quejaron ante la tentativa y el joven sintió que no podía moverlos, que le pesaban un montón. Intentó darse un impulso con ellos, salir de ahí de cabeza, pero un hormigueo irremediable había transformado sus articulaciones en verdaderas bandas de chicle.
−Mierda.
Los brazos no le respondían, así de simple, no le respondían cuando más necesitaba de ellos. Chasqueando la lengua, Alberto decidió avanzar de todos modos reptando como una serpiente; para ello no necesitaba principalmente de sus extremidades.
Alcanzó a avanzar unos cuantos centímetros bajo la cama cuando unas pisadas provenientes de la cocina le alertaron del inminente peligro. Asustado, el joven retrocedió sobre su cuerpo y esperó con la desesperante sensación de que le corrían un montón de hormigas por el brazo. Molesto y adolorido, Alberto no pudo hacer otra cosa que apretar los dientes y esperar a que el calambre desapareciera.
Hernán se agachó de nuevo en el mismo punto, esta vez con las manos vacías; Alberto, que solo veía su calzado y la parte baja de sus pantalones, moría de ganas por saber qué nuevo asunto se traía entre manos el hombre, pero su cuello le dolía tanto por el esfuerzo de mantenerla inclinada para presenciar lo que ocurría en la otra sala, que prefirió reposarla sobre el frío y polvoriento piso de madera, permitiendo que sus músculos se relajaran como no lo habían hecho desde que ingresó a esa casa.
La luz solar que entraba al vestíbulo por la ventana ubicada en dirección oblicua a Alberto arrancaba débiles reflejos en el suelo cercano a su cabeza, haciendo visible unas cuantas motas de polvo de tamaño considerable que le provocaron mucho asco, sobre todo al verlas estremecerse a cada inhalación y exhalación suya.
Por lo que pudo deducir de la corta conversación entre Hernán y Tatiana, Alberto sabía que con toda seguridad ese cuarto no había recibido un aseo desde hacía mucho; Hernán lo había dicho como argumento para rebatirle la supuesta inocencia a su mujer, aseverando que no visitaban su casa de campo –por así decir– porque a ella ya no le gustaba.
            Alberto, que seguía con la mirada clavada en el avance y retirada del polvo a cada respiración suya, pensó en la estrategia que Tatiana ocupó para poder estar a solas con él ese día sin levantar ningún tipo de sospechas.
La imaginó en su propiedad de la ciudad, a la hora de las onces, comentándole despreocupadamente a Hernán que quizá fuera bueno pasar unos cuantos días lejos del trajín de la rutina, tal vez ese mismo fin de semana, antes que se fuera de viaje de negocios por Europa. Se la imaginó diciéndolo luego de darle una mascada a su tostada y limpiarse las migas con una servilleta. También se imaginó a Hernán levantando la mirada hacia ella, ceñudo, masticando sus huevos revueltos y pensativo, preparando una corta pausa antes de responderle que estaba bien, que aprobaba su idea; acto seguido, y ante la afirmación de su esposo, Tatiana sonrió de manera escueta y la comida continuó con el desánimo propio de las relaciones amorosas desgastadas por los años.
Pero aquello no tenía mucho sentido: ¿cómo iba a permitir Hernán que todo se diera tan fácil para Tatiana y su amante?; él mismo había asegurado la existencia de otro Alberto en su vida –cosa que le provocó un fuerte escalofrío al Alberto bajo la cama–, su propio primo  que había osado a romper la línea de la fidelidad familiar con su esposa. Por lo mismo debía estar alerta ante cualquier atisbo de nueva intromisión en su matrimonio, algún cambio en la rutina de Tatiana que le sugiriera que alguien la pretendía (o que ella estaba pretendiendo a alguien) como ya había sucedido anteriormente.
A menos, claro, que todo fuera una trampa, una triquiñuela jugada por alguien cansado de que le vieran la cara de estúpido. De hecho, ahora que lo pensaba, todos los detalles parecían apuntar hacia ese mismo e inadvertido punto.
Un gruñido y un crujido le advirtieron a Alberto que Hernán se estaba incorporando una vez más del otro lado del umbral, aunque esta vez de manera mucho más trabajosa que las anteriores. Alberto no tardó en entender la razón de su esfuerzo al ver cómo caían dos brazos tras la espalda del hombre, como si una persona con las extremidades más largas que pudiera existir en el mundo le hubiera brindado un caluroso y afectuoso abrazo. “Se echó a Tatiana al hombro”, pensó el joven, atento. Tras los tacones de Hernán cayeron dos, tres gotas de sangre produciendo un peculiar sonido de salpicadura; al parecer, Hernán tendría que volver a limpiar el suelo de nuevas evidencias incriminatorias. Alberto esperó una cuarta, quinta, hasta una décima gota, pero parecía que alguien había cerrado el grifo de la herida donde le había llegado el disparo. Tal vez fuera que Hernán le hubiera puesto algo en la zona donde había impactado la bala, un vendaje o algo con qué evitar que ésta volviera a manchar la escena del crimen. Quizá aquellas tres gotas de sangre no fueran más que unas hijas de puta rebeldes, una última forma de fastidiar a su esposo por parte de Tatiana antes de que su cuerpo fuera quemado o abandonado por las cercanías de la casa en la que se encontraban.
De cualquier manera, Hernán llevó el cuerpo en dirección a la cocina, y Alberto supo que era ese momento o nunca.
Con un esfuerzo que le pareció sobrenatural, el joven se arrastró por el suelo dándose impulso con sus manos, sintiendo verdaderos relámpagos de dolor a cada intento. En un principio pensó que la manera más fácil de salir de ahí era avanzar hacia adelante, hacia el vestíbulo y la luz del sol que caía oblicua sobre el piso, pero si Hernán volvía por donde había desaparecido de forma imprevista, era hombre muerto. Por lo mismo se detuvo un segundo antes de inclinarse a su izquierda e intentar arrastrar toda su humanidad en aquella dirección; si Hernán llegaba a entrar al vestíbulo por sorpresa, desde el punto en que se hallaría (tomando como referencia las nuevas manchas de sangre que debía eliminar) no existían tantas probabilidades de verlo; el que el cuarto se encontrara en penumbras le daba una ventaja sobre su enemigo.
Alberto sintió que le faltaban fuerzas para salir debajo de la cama; no dejó de apretar los dientes en una mueca de dolor intenso hasta que se encontró en el exiguo espacio entre la cama a su diestra y un mueble para guardar ropa a su siniestra. Con el brazo derecho prácticamente paralizado, el joven rebuscó en el bolsillo de su pantalón el aparato que podía hacer que lo descubrieran en cualquier momento. En un principio fue tanta la imposibilidad de poder articular sus dedos y manos, que Alberto creyó que jamás lograría encajarla en ese reducido espacio que constituía el bolsillo de su pantalón; mas con un dolor enorme, Alberto ingresó su mano de una manera que le resultó bastante violenta pero necesaria, encontrándose con que ahí no había nada.
“No puede ser”, se alertó Alberto, tratando de recordar inmediatamente si había sacado su celular en algún momento durante su corta conversación con Tatiana para dejarlo olvidado sobre la superficie de algún mueble del vestíbulo. No, aquello no podía ser: Hernán se habría dado cuenta.
¿Y si es una trampa?, le susurró una voz atrapada en su mente.
Podía ser una trampa, por supuesto: podía ser que fuera la primera cosa que vio Hernán al entrar a la casa, el detalle suficiente para saber que sus dudas y resquemores no estaban infundados del todo, y que ahora sólo estuviera jugando al gato y al ratón con él. “Sabe que estoy acá, escondido, pero quiere jugar conmigo. Quiere hacerme pagar antes de matarme”.
Alberto estaba pensando en qué había hecho con la chaqueta que traía consigo desde su casa, cuando sus dedos torpes lograron dar con el celular que creía a vista y paciencia del esposo de Tatiana; al no darse cuenta que un pliegue separaba en dos su bolsillo por culpa de la posición en la que se hallaba, Alberto había esperado lo peor.
            Pero encontrarlo fue lo más fácil: sacarlo de ahí resultó una tortura. Si alguien le hubiera dicho a Alberto que media hora
(¿o había transcurrido ya más de una hora?)
de estar recostado boca abajo en la misma posición dolería un montón, probablemente habría dicho que eso era lo que diría un marica si fuera su caso, que en realidad sucedía todo lo contrario: que estar en esas condiciones llevaría inevitablemente a los músculos a un relajo casi como si estuvieran descansando sobre una cama. No obstante, era lógico que estaba muy lejos de estar en lo correcto: el suelo duro contra su pecho descubierto, su cabeza ladeada en un ángulo que laceraba el cuello, sus brazos sin espacio para poder estirarlos y dejar que la sangre fluyera como debía, su pene y testículos contra el piso, aplastados por el peso de su propio cuerpo… Todo eso era suficiente para agarrotarte los músculos y dejarte las extremidades prácticamente inservibles. Alberto sentía sus dedos tan tiesos como aquella vez en que había ido de vacaciones a la nieve con su familia, hacía muchas vidas atrás, cuando su hermano menor aún vivía, y los había metido en un pequeño charco de agua medio congelado. Éste le había llamado tanto la atención, que no dudó en meter sus falanges para jugar en ella; no obstante le fueron necesario unos diez segundos para descubrir que después de sumergirlos no podía doblarlos ni sentirlos como antes; de hecho se habían puesto morados, muertos, y él había pensado que se los tendrían que cortar porque ya no había nada más que hacer por ellos…
Fue una suerte que el celular se hallara en modo silencioso; Alberto no recordaba si éste emitía algún pitido al desbloquearlo o no, pero prefirió no averiguarlo en ese momento.
“¿Y si pido ayuda?”, pensó de repente. Podía llamar a su mejor amigo y decirle dónde estaba, decirle cómo llegar para que lo sacara de ahí con la ayuda de más personas. Pero llamar significaba tener que alzar la voz, y en aquel silencio, cualquier ruido que emitiera podía hacer que lo descubrieran y lo mataran como a Tatiana. “¡Un mensaje! ¡Enviaré un mensaje!”.
Alberto sentía como si un montón de hormigas le recorrieran por dentro ahí donde los músculos estaban relajándose. Luego le prestó atención al nivel de cobertura con el que contaba su aparato, esperando lo peor. Sin embargo, quizá la balanza estuviera inclinándose a su favor ahora puesto que las rayas de cobertura eran dos de cinco, suficientes para hacer que alguien recibiera su petición de auxilio. Alberto suspiró aliviado y se dirigió al menú de mensajería con sus esperanzas totalmente renovadas.
“Ya verás, Hernán, hijo de puta”, se dijo mientras escribía el número de celular de Mario, su mejor amigo. Como era tan asiduo a llamarlo para juntarse a beber o salir de juerga por ahí cuando era entrada la noche, se sabía su número de memoria.
Alberto comenzó a redactar el mensaje para él con dedos cada vez más presurosos.

                Mario ncsit d t ayuda. Stoi dnd la tatiana.

                Mario sabría de quién se trataba: estaban juntos cuando Alberto había conocido a Tatiana en el Tomorrow’s. De hecho, él también había logrado engatusar a una mujer mucho más grande que ellos esa misma noche. Al día siguiente lo habían comentado muertos de la risa, contentos de haber sido expulsados de los demás pubs para terminar descubriendo aquel baluarte de mujeres casadas, infieles, adineradas y en un estado mucho mejor que las veinteañeras que solían pasarlos por alto.
            Pero Alberto no sabía cómo continuar con el mensaje. Razonó sobre cómo explicar la situación en la que se encontraba de la manera más escueta posible; mas era tanta información la que debía entregar para que llegaran hasta él, que supo que tendría que demorarse en elaborarlo.
           
Mario ncsit d t ayuda. Stoi dnd la tatiana. S sposo la mato y stoi scndido n su csa. Ayudm. Toma 1 txi y dile k t dje n

Pero Alberto no recordaba la dirección que le había dicho Tatiana. Desesperado, con el corazón nuevamente urgido, intentó hacer memoria. “¡Vamos, mierda, dónde estoy metido!”. Desafortunadamente, y por más que lo intentó, fue en vano. “Tatiana me dio la dirección justo antes de decirle al taxista donde iba”. El joven pensó entonces que lo mejor sería mandarle un mensaje con su posición actual, cuando volvieron a escucharse los pasos provenir de la cocina.
“¡Nononononono!”.
El celular estuvo a punto de caerse de sus manos del puro nerviosismo. Alberto, sabedor de que ahí corría grave peligro, volvió a hacer un esfuerzo descomunal para volver a su escondite bajo la cama, tratando de no hacer ruido alguno. Las puntas de sus zapatillas provocaban un leve sonido al arrastrarse junto a su cuerpo contra el suelo, por lo que el joven se detuvo en seco para levantar sus pies lo suficiente para que su costoso deslizamiento continuara lo más silencioso posible. Estuvo a punto de dar un grito de sorpresa al impactar estos contra la madera del catre de la cama que había jurado se encontraba a más altura del piso, produciendo un ruido quedo que bien podía anunciarle a Hernán que no se encontraba tan solo en su casa después de todo.
“Nonononononononono”.
No obstante, Hernán pareció no percatarse de aquel detalle. En vez de demostrarlo, se agachó junto a las tres gotas de sangre de Tatiana y las absorbió con lo que parecía ser papel higiénico. Alberto volvió a ver solo sus manos y brazos trabajar. “Si yo puedo ver sólo sus piernas y brazos al agacharse, él tampoco puede verme”, reflexionó Alberto un poco más tranquilo. “Aquí estoy a salvo”.
Hernán se levantó y encaminó por última vez hacia la cocina (seguramente para deshacerse de los papeles) antes de dirigirse al cuarto adyacente al que se encontraba él. Alberto cayó en la cuenta que esa debía ser su habitación matrimonial, mientras que en el que se hallaba él era el dedicado a los invitados. De ahí el tamaño de la cama bajo la que se ocultaba y el poco cuidado del que gozaba el metro cuadrado en el que se hallaba.
“¿Y si me hubiera escondido en la otra pieza?”. Alberto fue consciente de que la suerte le había salvado de un aprieto mucho más grande.
“La misma suerte que me llevó hasta Tatiana esa noche”.
Y la misma que lo tenía allá ahora, esperando a su momento de escape como una rata.