Nunca
pienso en los espacios destinados para todo el público hasta que la cerveza ha
hecho lo suyo y me entran unas ganas de mear horribles, de esas dolorosas que
aprietan los órganos comprometidos y cada paso pareciera que te desgarrara con
uñas filudas y grotescas por dentro. Y es que es lógico: como a las
enfermedades, uno nunca le presta verdadera atención a estos lugares, pequeños
puntos de confluencia ciudadana, hasta que nos vemos obligados a presentarnos
ante ellos en la peor de las urgencias.
Así, con algo de alcohol y unas
ganas de mear más fuertes que la cara de Patricia Maldonado, llegué hasta los
baños del parque de La Serena a eso del mediodía, sólo para comprobar que ahora
habían levantado unas vallas altas a los costados y apostado una señora en su
entrada para cobrar $200 por algo que antes se permitía hacer gratuitamente.
Ya, está bien, $200 claramente son en
realidad nada comparado con otros servicios que se prestan en este mundo de costos
cada vez más exorbitantes. Pero he aquí el punto: en primer lugar, el servicio
era literalmente una mierda: los baños siguen igual de maltratados, sucios y
(valga la redundancia) llenos de mierda que antes, cuando no tenía precio echar
una meada entre cagados, manchas cafés por los costados de la taza y el montón
de papeles que nunca conseguía irse del todo. Y bueno, si por eso cobran una
tarifa (que de partida sale de los límites de la tarifa de los baños comunes y
corrientes por un mísero pelo), está claro que mear entre los arbustos es mejor
panorama que apoyar la traidora jugada de la Municipalidad en su intento por
conseguir más ingresos para sus bolsillos con agujeros; porque no me vengan con
esa basura de que el dinero obtenido está destinado a la mantención del lugar:
las cisternas de los baños (los pocos que están buenos) funcionan con un
rudimentario mecanismo a base de una rama a modo de interruptor y un poco de
cuerda plástica como cadena para accionarla, los cubículos están sucios, sus
pestillos son unas porquerías que sólo sirven de ornamento, y los baños siguen
tan cagados y sucios como siempre. Y aunque el costo de la entrada a estos
estuviera destinado a cubrir un sueldo para las esforzadas mujeres encargadas,
¿no podría ser que la Municipalidad le diera esa misma suma de dinero por su
trabajo fiscalizador, en vez de mantenerlas como barreras humanas para la
contención de aquellos con ganas de mear o echar una buena cagada y así apelar
al buen sentido de ayuda que parece aflorar sólo en ciertos momentos de todo
chileno?
No sé si me estoy explicando bien, pero acá me huele a
otra de esas tretas en que un empleador pone a un subordinado como la cara
visible de sus trampas y vejaciones al público para salvar su culo de todos los
posibles objetos que puedan entrar en él de manera forzada. Debemos tener claro
que las cosas funcionan así en el mundo, lo queramos o no, y todos somos parte
de ellos, tanto de éste lado, como del otro.
Pero mierda, ¡qué son $200 cuando lo único que se
desea es mear! Nada, en realidad. Así que pagué la tarifa indicada, tomé el
trozo de papel higiénico que me correspondía y me interné en el baño de varones.
Sin embargo, todo intento de llegar a tiempo y echar
una largo río de orines sobre ese abismo blanco/café se fue al carajo en un simple
y fugaz instante: no pude evitar detenerme frente a un cartel al lado de la
entrada del baño y sentir que algo dentro de mí cedía, como si se derrumbase;
no lo pude creer, claro, pero ahí estaba, el cartel rezando: “NO VOTAR BASURA
FUERA DEL BASURERO”.
No supe lo que me pasaba hasta que escuché a un niño
reír y decirle a su mamá: “mira, mamá, ese tipo acaba de mearse en los
pantalones”. Pues qué creen: miré mis pantalones y, bueno, el niño estaba en lo
cierto.