Jupiter Crash #2: Una fiesta de cumpleaños

Se suponía que mis amigas me pasarían a buscar a las once en punto, pero como es rigor en el –abro comillas– buen hábito chileno –cierro comillas–, éstas demoraron más de una hora en llegar y avisarme por teléfono que me esperaban afuera del edificio con el auto encendido.
            –Güeona, estamos afuera. ¡Apúrate!
            Pensé en responderles alguna pesadez, pero bueno, eran ellas las que me estaban invitando a carretear con transporte incluido. Le rasqué la barbilla a Galán de porno felino, (mi gato ruso) a modo de despedida, tomé el regalo que descansaba en la mesilla y apagué todas las luces del departamento antes de salir y dejar la puerta cerrada con llave.
            –Puta que te demoraste –me dijo la Camila al verme desde el asiento del copiloto.
            –Eso porque aprendí de puntualidad con ustedes.
            –Es que no sabí’ na’ –dijo la Araceli, girando su cabeza para verme desde el puesto del conductor–. El Feño terminó con la Sandra.
            –¿Otra vez?
            –Sí: otra vez –afirmó ella–. Así que estaba hecha bolsa, con cara de culo y ganas de morirse. Nos demoramos un montón en convencerla que fuera a carretiar con nosotras.
            La Sandra era de esas personas que terminaban con su pareja unas dos veces por mes para luego volver y hacer como si nunca nada hubiera pasado, jurando amor eterno y olvidando todas las triquiñuelas que le habían jugado durante el último tiempo. Siempre pensaba que era mejor estar soltera y vivir con tu gato, leyendo y escribiendo la mayor parte del día, que vivir preocupada y llena de culpa por alguien que merecía menos que un torturador político.
            –Pobre –le dije a las demás, acomodando las botellas de vodka y tequila que habían en el asiento trasero–. No sé qué le ve al güeón ese con el que pololea.
            –Lo mismo nos preguntamos nosotras –me aseguró la Camila, mientras la Araceli hacía avanzar su auto calle arriba–.  A todo esto, ¿trajiste uno poco de hierba mágica?
            –Pues qué crees tú.
            Mis dos amigas se miraron y sonrieron.
            La razón de la fiesta era el cumpleaños de la Rosi, nuestra amiga en común desde el colegio. La Rosi nunca había sido muy sociable con las demás personas, pero con nosotras era todo un encanto. Era sabido que íbamos a ser unas diez personas como mucho las que celebraríamos con ella, un reducido círculo de amistad a todas luces. Sin embargo, últimamente era eso lo que más me gustaba de sus cumpleaños y las juntas en su departamento; no sabía por qué, pero venía sintiendo una seria aversión hacia las aglomeraciones y las conversaciones con desconocidos durante el último tiempo, señal clara de que me estaba convirtiendo lentamente en una clásica vieja culiá’.
            –¿A quién buscan? –nos preguntó el guardia del condominio de la Rosi cuando llegamos.
            –A Rocío Albornoz –le respondió la Araceli, dándole la información del departamento donde vivía. El guardia anotó nuestros nombres y datos después de haber confirmado la visita con nuestra amiga por el intercomunicador. Nos dejó entrar al estacionamiento del edificio con el gesto cansino típico de quien sabe habrá mucho trabajo durante la jornada que se le venía encima.
            –¡Feliz cumpleaños! –le dijimos a la Rosi cuando nos abrió la puerta. Le saltamos encima (haciendo que derramara un poco de cerveza de su botellín) y la llenamos de besos y abrazos. Una a una le dimos nuestros regalos.
            –Para que te entretengas –le dije, riendo entre dientes.
            Ella pareció no darse cuenta y nos llevó hasta el living donde estaban los demás invitados. Como sabía, ahí no habían muchas personas: estaba el Rodrigo, el hermano menor de la Rosi; el Carlos y el Aníbal, nuestros amigos del colegio, cada uno con sus pololas; y como no su inseparable novia desde hacía tres años, la amorosa y encantadora Estefi. Los saludé a todos con un beso en la mejilla y tomé una de las cervezas que reposaban sobre la mesa para los invitados. Me paré al lado de la Estefi y me puse a preguntarle sobre las cosas que había hecho últimamente. Como era la fotógrafa de una revista de espectáculos, siempre estaba haciendo cosas que me llamaban la atención.  Y siempre se enteraba de cosas que también me llamaban mucho la atención. Me estaba contando sobre el affair entre uno de los candidatos presidenciales con una conocida conductora de matinal cuando sonó la cisterna del baño de invitados y apareció por su puerta alguien a quien nunca había visto antes. Tenía el pelo oscuro, bien cortado, y una marcada mandíbula cubierta de barba incipiente. Medía unos cuantos centímetros más que yo y parecía estar en forma; en forma para mí, claro.
            Nos saludó a las recién llegadas con una tímida sacudida de mano.
            –Él es nuestro primo, Alberto –nos dijo el Rodrigo–. Alberto, ellas son la Andrea, la Araceli y la Camila.
            –Un gusto –nos dijo él.
            –Un gusto –le respondimos nosotras.
            Me senté junto al Carlos, el Aníbal y sus respectivas pololas para ponernos a hablar sobre música y lo cambiadas que estaban las cosas hoy en día con respecto a nuestra gloriosa época adolescente. Cada vez le encontrábamos más falencias a los críos que nos seguían generacionalmente.
            –No saben nada –sentenció el Aníbal–. Estos pendejos no saben nada.
            Fue inevitable que riéramos al respecto.
            A la media hora después sonó el timbre del departamento; o era algún invitado rezagado, o el conserje quería echarse a dormir en su puesto antes de tiempo. La Rosi no demoró en acudir a la entrada (tambaleándose un poco) para volver en el acto con la Sandra y su cara de culo clásica después de haber terminado con su eterna tortura, o sea su pololo.
            –¡Mejora esa cara, mujer! –le dijo la Camila al saludarla–. A menos que quieras ser la doble oficial de Paty Maldonado.
            –Ja ja já, qué graciosa, Camila –le dijo la Sandra, que era bonita como ella sola, pero con la carencia de estima suficiente para creer de verdad que era igual a Paty Maldonado.
            –Hola, Sandra –la saludé mientras le extendía un botellín de cerveza–. Un brindis por el primer día de, ojalá, una eternidad sin ese infeliz de mierda que te pateó por agüeonao’. ¡Salud!
            Todos alzaron sus copetes y brindaron por ello.
            –¡Y por el cumpleaños de la Rosi! –dijo la Araceli–. No todos los días se cumplen veintisiempre.
            –¡Salud por la Rosi!
            Entonces nos pusimos a cantar un cumpleaños feliz desafinado pero lleno de cariño al tiempo que el Alberto, el primo de la Rosi, aparecía en escena sosteniendo una torta de lúcuma con una vela encendida encima; el diseño de ésta era un signo de interrogación de color azul y morado.
            La Rosi apagó la vela después de pedir sus tres deseos luciendo una sonrisa que me pareció bastante maliciosa. Estaba a punto de decir algo para agradecernos cuando la Araceli le empujó la cara contra la torta.
            –¡Maldita! –rezongó la Rosi, riéndose–. ¡Toma, por zorra! –le dijo antes de tomar un trozo de torta con la mano y refregárselo en el rostro a su amiga.
No pudimos parar de reírnos por al menos un minuto.
            Luego, cuando todo se hubo calmado y mis amigas se hubieron lavado la cara, abrí mi bolso para sacar de su interior una cigarrera que había comprado hacía tiempo en una feria de las pulgas allá en la villa donde vivía con mis papás.
            –¿Quién quiere un poco de magia? –les pregunté.
            Los únicos que no fumaban eran el Carlos (que de vez en cuando le pedían exámenes toxicológicos en su trabajo) y su polola, que se privaba de tal placer solo para demostrarle empatía a nuestro amigo. El amor y sus tontas maneras de expresarse.
            De todas maneras nos instalamos todos en el balcón del living formando una circunferencia bastante amorfa. Repartí los cuatro pitos que traía preparados desde mi casa en puntos estratégicos y los encendimos. Durante toda esa mezcla de humo y risas, no le quité la vista al primo de la Rosi, que sonreía cada vez que alguien decía algo gracioso o comentaba algo relacionado con el tema de conversación que se llevaba. Se veía liviano de sangre (como decía mi abuela): no parecía uno de esos tipos fanfarrones, estúpidos y primitivos que últimamente abundaban por todos lados, haciéndose los lindos con cualquier mujer que se les cruzara por el camino. Por lo mismo me acerqué a él después de haber consumido los cuatro cohetes lunares y el balcón se hubo desocupado un poco. Total, no tenía qué perder y mucho qué ganar.
            En ese momento se encontraba hablando con su primo, el hermano de la Rosi, sobre series que habían visto por Internet. Pude deducir que el Rodrigo era un amante del suspenso y las historias retorcidas, mientras que el Alberto era un fiel seguidor de los animés y las series animadas de humor negro, cosa que era un buen comienzo. Cuando me preguntaron sobre mis gustos, dije que mis favoritos eran Los Simpsons, Padre de familia y Twin Peaks.
            –¡Güena! –dijeron los dos, con sus ojos achinados y rojos.
            –El que no te gusten Los Simpsons debería ser penado con la guillotina –comentó el Alberto.
            –Y con castración previa –acoté–. Para que no se reproduzca gente así, digo yo.
            Los primos se desternillaron de la risa antes de continuar hablando de películas y documentales conmigo. Del otro lado del ventanal que nos separaba del living, estaban los demás instalando el computador de la Rosi en la tele para jugar al karaoke; la Camila y la Sandra se estaban sirviendo unos cuantos tequilazos que no tardaron en ponerlas algo loquitas.
            –¡Andrea, güeona, ven! –me gritó la Camila, toda ojos bizcos–. ¡Esta güeá está la raja!
            –¿Quieren tequila? –le dije al Rodrigo y al Alberto–. Las cabras trajeron dos, dosis suficiente para tumbar hasta a un rinoceronte.
            Los primos aceptaron de buena gana y entraron al departamento conmigo.
            Como no había tomado tanto hasta ese entonces, creí que dos tequilazos serían mucho mejor que uno solo. Pero si hubiera habido un tercero, seguramente lo vomitaba todo encima.
            –¿Estai’ bien? –me preguntó la Estefi.
            –Mejor que nunca.
            La cabeza me dio más vueltas y sentí un fuego encender mis entrañas.
            El primero en cantar fue el Carlos, seguido por la polola del Aníbal, el Aníbal y la Estefi. Después de ella vino mi turno.
            –¿Qué canción vas a cantar? –me preguntó la Rosi desde su computador.
            –Sugar, de Maroon 5.
            No sé cómo lo hice, pero todas se rieron tan fuerte, que pensé de inmediato que lo había hecho horrible.
            –La misma voz gangosa del Adam Levine –me dijo la Camila cuando me ubiqué al lado de ella para ver qué tal cantaba la Araceli en esta ocasión.
            –Esos tequilazos me dejaron hecha bolsa –le comenté–. Casi me pongo a vomitar.
            –Ay, si siempre hai’ cantado horrible.
            –No lo decía por eso. De verdad, casi me pongo a vomitar.
            –No tendría mucha gracia.
            –¿Por qué? –quise saber, si ya iba casi una eternidad viéndome vomitar.
            –Por él –La Camila me guió con su mirada hasta dar con el Alberto apostado unos cuantos metros más allá, con una cerveza en la mano. Alcé la vista justo para darme cuenta que me estaba mirando; ocurrió en un segundo, porque en el siguiente ya estaba viendo cómo la Araceli erraba de tono con más frecuencia que yo–. Te ha estado mirando todo este rato.
            –Ya, oh, me estai’ güeando –le dije, dándole un leve empujón. Tomé unas cuantas papas fritas del pocillo sobre la mesa y me las eché en la boca.
            –No, güeona, te estoi’ hablando en serio. Puede ser que quiera contigo.
            “Y yo quiero con él”, pensé, sintiendo cómo se apoderaba de mí ese fuego que había encendido el tequila.
            –¿Qué hago entonces? –le pregunté, ajustándome los lentes.
            –Anda y convérsale de cualquier mierda. No parece muy difícil.
            “Al menos le gustan las series animadas”. Con ese pensamiento en la cabeza, me dirigí hasta el Alberto pretextando abrir otra de las cervezas de la mesa que tenía al lado.
            –Oye, Alberto.
            –Dime.
            –¿Fumai’ cigarro’?
            –Sí, claro –respondió, dudoso. No era de los que fumaban mucho, al parecer.
            –¿Querís uno?
            –Ya, dale. Gracias.
            Así nos hallamos nuevamente en el balcón del departamento, con Araceli recibiendo una pésima puntuación por su desempeño y Rosi eligiendo la canción que cantaría a continuación. Escogió una de los Smiths que me gustaba un montón, pero no la más conocida que aparece en aquella famosa película.
            –Son bacanes los Smiths –dije por decir algo.
            –Sí, me gustan caleta igual –me dijo el Alberto, voladísimo–. Toda esa música en realidad. Los The Cure, los Depeche Mode, los Tears for fears
            Y así estuvo nombrando unas cuantas bandas ochenteras más mientras yo no dejaba de pensar en el lugar en el que habían mantenido escondido a un hombre así durante todo este tiempo. Había que darse con una piedra en los dientes cuando conocías a un veinteañero que no le gustara del regetón y esas basuras como los demás.
            –Mira qué coincidencia –le dije, antes de comenzar a hablar de las mismas bandas que había anunciado. Una de las cosas que más me gustaba en el mundo era leer, y leer sobre la música que me encantaba era mucho mejor incluso. Alberto pareció maravillado; o al menos si lo aburrí con tanta cháchara la disimuló muy bien, porque me siguió la corriente y me dijo que parecía una enciclopedia andante. Me sonrojé y le di las gracias, pensando que cuando iba en el colegio aquello era un motivo de burlas más que el gatillante de un elogio tan gentil como ése. Me dieron ganas de morderle los labios a este tal Alberto, pero sabía que quizá era demasiado pronto. Entonces lo vi tarareando la canción que cantaba su prima, mientras las luces del otro lado de la ventana se reflejaban en sus ojos, y me dije, mientras me percataba que todas mis amigas se encontraban más interesadas en lo que sucedía en la pantalla de la tele que en la fechoría que tenía en mente, que a la mierda, que qué tanto si le daba un beso a una persona que conocía desde hacía poco más de dos horas y alguien me veía. Los labios habían sido creados con ese fin, ¿cierto?
            Me puse a su lado, y sin que tuviera tiempo para reaccionar, le planté un beso bastante errático pero beso al fin y al cabo para que supiera cuales eran mis intenciones. Al principio pensé que lo había arruinado, que había metido la pata y que el Alberto tenía novia, era homosexual o me encontraba horrible, pero imagino que sólo fue el efecto de haberlo pillado por sorpresa de una forma tan peculiar como esa.
Sus labios tardaron un par de segundos en reaccionar y seguirme el juego, y a pesar de dar unos besos remilgados y algo sosos (no sabría decir por qué los categoricé de esa manera), estos sabían a gloria pura. Estuvimos engarzados así no sabría decir cuánto, pero cuando nos separamos, la que cantaba era nuestra amiga Sandra y no la Rosi. Miré hacia el living temiendo que los demás estuvieran mirándonos muertos de la risa, pero se hallaban enfrascados en cómo la Sandra hacía una interpretación de la popular Cómo te voy a olvidar de Los Ángeles Azules con todas sus ganas. No supe en qué momento se había emborrachado tanto.
–¿Por qué hiciste eso? –me dijo el Alberto, sonriendo.
–Porque me gusta robar besos –le respondí antes de volver a lanzarme al ataque.
Y todo hubiera seguido igual de bien si no hubiera escuchado cómo la Sandra rompía en llanto y todas las demás acudían en su ayuda, preocupadas y alteradas.
–¡Por qué me dejó, por qué me dejó ese chuchesumadre! –gritaba la pobre en el suelo, pataleando como una niña. El tequila le había hecho un corto circuito de envergadura considerable–. ¡Por qué siempre tiene que cagarme con güeonas más feas que yo! ¡Ni siquiera me caga con minas má’ o meno’, si no que siempre me caga con puras minas horribles! ¡Por qué!
Con las demás sabíamos que un berrinche así sólo podía significar una cosa.
–Ya, Sandra, levántate –le dije cuando llegué a su lado–. No te echís a morir por tan poca cosa.
–¡Es que no puede ser!
–Creo que tendremos que llevarla a su casa –le dije al oído a la Araceli–. Antes que empiece a dejar la cagá.
Ya había sucedido otras (muchas) veces en que la Sandra, con el corazón deshecho y la pena rugiente llenándolo todo, sumado a unos cuantos tequilazos y botellas de cerveza, explotaba y perdía la conciencia para dejar todo hecho un caos ahí donde se encontraba. Al otro día no se acordaba de nada, naturalmente, pero las cosas que rompía no volvían a repararse por arte de magia por el solo hecho de no recordarlo; por lo mismo, desde un tiempo hasta ahora, optábamos por colocar el parche antes de la herida.
–Ya, Sandra, levántate –le dije una vez más a nuestra amiga, tomándola por las manos–. Vámonos a Sueñolandia.
La Sandra me miró con gesto dolido, pero decidió no darnos más problemas.
–Lo siento –nos dijo, compungida–. Sigan sin mí, de verdad, yo puedo…
–Ya, no digas estupideces –dijo la Rosi, haciendo un ademán de indiferencia–. Mañana podemos rematar las sobras de hoy día; si tienen tiempo y ganas, claro.
Aquella mentirijilla dejó mucho más tranquila a la Sandra, que no dudó en servirse un último vaso de cerveza antes de despedirse de todos y esperarnos a que con la Camila y la Araceli hiciéramos lo mismo. Debo aceptar que fue muy incómodo despedirme del primo de la Rosi con un beso en la mejilla frente a todos los demás para mantener las respectivas formalidades: tenía unas ganas de seguir besándolo aunque no fuera el mejor en ello; de todas maneras llevaba un montón de tiempo sin besar a nadie que no fuera a Galán de porno felino, así que peor era nada.
–Nos vemos –le dije, mostrándome coqueta.
–Nos vemos.
Cuando llegamos al auto con las demás, no pude evitar guardarme mi pequeño triunfo hasta el día siguiente.
–Me comí al primo de la Rosi –les dije, mientras la Araceli sacaba el auto del estacionamiento del edificio–. No besaba muy bien, pero le ponía, eh.
Mis amigas se miraron de una forma que no me dio buena espina. Al cabo de un rato, empezaron a reírse cómplices de algo que no sabía; incluso la Sandra se reía.
–¿Qué? –les pregunté–. ¿Me van a decir que era feo?
–No, no era feo, para nada –dijo la Araceli.
–Entonces qué hubo de malo.
–¿Quieres saberlo? –me preguntó la Camila.
–No, no quiero saberlo, quiero irme con esa duda a la tumba –Puse los ojos en blanco–. ¡Obvio, por favor, díganme qué hubo de malo en que le diera unos cuantos besitos!
–Pues que tiene quince años.
Recuerdo haberme atragantado en ese momento.
–¡¿QUÉ?!
–El Alberto era el primo chico del Rodrigo y la Rosi –explicó la Araceli mientras las demás se desternillaban de la risa en sus asientos–. Estaba con ellos porque sus papás se fueron de viaje y no tenían con quién más dejarlo.
–¡Pero si tomaba! –les dije–. ¡Pero si hasta fumó pitos con nosotras!
–Se nota que no sales mucho a la calle, Andre –dijo la Sandra–. Ahora todos los niños parecen adultos. Debe ser el pollo o esas cosas.
–No, el pollo es para las mujeres –dijo la Camila–. Para los hombres debe ser el exceso de arrolla’o ‘e venas.
Esta vez nos unimos todas en una sola risa; ni siquiera la expresión anonadada del conserje hizo que nos detuviéramos por un momento. De todas formas, era genial ver a la Sandra matarse de la risa.
–Así que acabo de comerme a un niño de colegio… –murmuré, masticando la noticia que acababa de recibir. Me imaginé cómo debía estar el pobre Alberto, con la idea de que una mina once años mayor que él le había besado en la fiesta de cumpleaños de su prima–. Me siento una abusadora.
–Déjalo –me dijo la Araceli–. Probablemente acabas de cumplir el sueño adolescente de un adolescente como nosotras lo fuimos, ¿no crees?
Aquello me quedó gustando; aunque después de revertir los papeles y verme yo como una colegiala de quince años y el Alberto como un tipo de veintiséis con muchas ansias de besarme, volví a sentirme como una abusadora.
–Sólo espero que piense que fueron buenos –me sinceré con las demás–. Mis besos. Sólo espero que piense que mis besos fueron muy, muy buenos.

Jupiter Crash #1: La gente inocente

Estaba escribiendo mi artículo de la semana en casa cuando sentí mi celular vibrando a un lado de mi escritorio. Casi me caí de culo al ver de quién correspondía la llamada.
−¿Aló, Andrea?
            −¿Aló, sí, con quién hablo? –dije en tono dudoso, aun conociendo quién era el hijo de puta dueño de aquella maldita voz.
            −Con el Benjamín…, el Benja… Tu ex.
            −¡Ah, tú, ja ja já! (risa alegre falsa). ¿Cómo te va, cómo está tu vida? –le pregunté, sintiendo cómo se tensaban mis mejillas.
            −Bien, ahí, pasándola.
            “Sí, conchetumare, como si no supiera que andai’ con otra, feo culia’o”.
            −Qué bien –le respondí−. Me alegro.
            Sucedieron unos tres segundos de silencio incomodísimo, que él justamente rompió haciendo la pregunta del millón.
            −¿Oye? –me dijo.
            −¿Qué pasa?
            −¿No tení’ mano de hierba?
            Ya sabía que por ahí iba la cosa. Pa’ qué otra güeá me iba a llamar este saco ‘e güéas.
            −Pucha, no –le contesté−. Tan todas muertas.
            −Puta’ la güeá…
            −Pero tengo de mi cosecha –dije sin saber qué decía−. Puedo darte un poco –añadí, terminando por cagarla todavía más.
            −¡¿En serio?!
            −Como que me llamo Sasha Grey –Sonreí por mi propio chiste y me sentí de verdad muy estúpida−. Ejem, obvio, po’; no te mentiría con algo así.
            −¡Ya, bacán! –dijo el Benja, contentísimo−. ¿Seguís viviendo donde siempre?
            “Como si tuviera plata pa’ cambiarme de departamento”.
            −Sí −respondí−. Sigo en el mismo adorable y cálido espacio de siempre.
            −¿Puedo pasar por eso ahora? ¿Estai’ocupá’?
            −Estaba corriéndome una paja –le dije, tratando de sonar indiferente−, pero no importa, ya estoy por irme y soltar mucha agua, así que no importa, ven nomá’.
            −Ay, tú, tan loca como siempre –dijo el Benja y me cortó.
            Una vez recuperada de la llamada, me di cuenta de la gran estupidez que había cometido. Me golpeé tres veces contra mi escritorio (espantando a Galán de porno felino, mi gato) y me serví un café para calmar los nervios que ya, está bien, siguen poniéndose un tanto loquitos a pesar de haber terminado con mi ex hace más de un año y meses de penurias.
            Como no pude seguir con el hilo de mi artículo, tomé un compilado de cuentos que reposaba encima de la mesa y me puse a leerlo arrellanada en el mismo sofá que tantas veces nos sirvió de nido de amor cuando con el Benja éramos felices. Me pareció un tanto irónico esperarlo ahí, en un lugar tan lleno de su esencia (literalmente), pero pensé que de ser así, en realidad no podría estar en paz en ningún otro sitio de mi propio departamento.
            Cuando sentí que afuera se estacionaba un vehículo, no creí de inmediato que fuera una visita a mi persona, menos aún que se tratara de mi ex; pero tras volver a recibir una llamada que lo confirmó afuera del edificio donde vivo, y verlo con un casco puesto sobre una moto oscura que jamás le había visto en mi vida, supe que el muy cretino había decidido hacer por fin la inversión para tener su propia y esperada moto, JUSTO DESPUÉS de haber terminado conmigo, ahora que ya no puedo disfrutarla.
            Demoró unos cuantos minutos en subir a mi departamento. Dejé que tocara un par de veces el timbre antes de salir con el libro en la mano, como si me hubiera pillado leyéndolo enfrascadamente.
            −Hola, Andrea –me saludó.
            −Hola, Benjamín –le dije, analizando todo lo flaco y cambiado que estaba ahora sin mí−. ¿Cómo te baila?
            −Bien, bien –me respondió; acto seguido hizo un ademán inquieto. Entonces reparé en que no le había dejado entrar a mi hogar.
            −Ah, esto, perdón, pasa –le dije, haciendo un gesto con la puerta−. ¿Andas apurado?
            −Sí, un poco. Está la Maca esperándome afuera.
            En ese momento sentí como si me hubieran dado una patada en plena guata.
            −¿Maca es una prima lejana tuya que por esas casualidades de la vida anda vacacionando por acá? –le pregunté, tratando de no parecer incómoda; los músculos de mis mejillas estaban cansadísimos de tanto sonreír falsamente.
            −No –contestó−. Es mi… mi nueva compañera.
            Con que su nueva compañera, repetí en mi mente… Tuve ganas de decirle que era un hijo de perra descarado, que ojalá tuviera Sida, gonorrea y todas esas cosas… Pero me calmé antes de perder la compostura y continué sonriendo como lo llevaba haciendo.
            −Mira, Benjamín, qué bien. Tu nueva compañera.
            Mi ex parecía realmente incómodo. Tragó saliva y me preguntó:
            −¿Y tú, no tienes algún nuevo compañero, algún pretendiente, algo de ese estilo?
            −Hay unos cuantos jugadores de rugby que prometen destrozarme apenas hagan legales las orgías plan candelabro italiano en público. Bueno, ellos y Galán de porno felino.
            −Qué bien –dijo él, sin prestarme mucha atención. Se veía ansioso, como si quisiera irse con algo de hierba entre manos lo más rápido que pudiera.
            Y como yo soy toda un amor de persona, no dudé en partir a mi cuarto y echar un poco de la magia enfrascada recién cosechada por estas-manos-que-escriben-estas-palabras-encadenadas-unas-con-otras-por-un-guión en una hoja de cuaderno que terminé arrancando de por ahí; pero luego pensé que quizá una hoja de cuaderno fuera muy poco para mi querido ex y su nueva compañera, por lo que saqué una bolsa hermética de uno de mis cajones y eché aún más hierba de la extraída en un principio; llegué a calcular, así, al ojo, unos 8 gramos en cogollos, ramitas y diversión de la buena.
            −Toma, acá tienes –le dije, extendiéndole el paquete.
            −¡¿EN SERIO ME DARÁS TODO ESTO?!
            Mi ex no lo podía creer, era todo sonrisa radiante y ojos desorbitados; y bueno, estaba claro que lo entendía a la perfección: ¿cuántas veces ocurre en la vida que una ex te regala 8 gramos de hierba para la velada que tenías preparada para con tu nueva compañera?; con cue’a una.
            −Para que veas que no soy rencorosa.
            Los ojos del Benjamín se iluminaron, y sin que pudiera preverlo (en serio en serio), me plantó un rápido beso antes de darme las gracias y marcharse, dejándome totalmente anonadada.
            Me demoré un rato en cerrar la puerta que el muy idiota dejó abierta y volver a sentarme a mi escritorio, con mi computador y el párrafo en el mismo punto donde lo había dejado esperándome.
            Escuché a mi ex encender su nueva moto (la que ahora disfrutaba otra zorra) y partir lejos hacia donde quiera que tuviera planeado ir a follarse a su nueva compañerita.
Al principio me sentí utilizada, cómo no, hasta un poco sucia al ser consciente que todavía sentía algo vivo (fuera malestar o conejitos rosados brincando en mi estómago) por el imbécil de mi ex, no obstante ahora, ya más tranquila, podía decirme que todo eso es lo más natural del mundo cuando se está mucho tiempo con alguien. Por lo que decidí beber mi café (ahora tibio por la espera) y tomar mi celular parar marcar el número de la Policía de Investigaciones que tan bien recordaba de los comerciales que atiborraban mi niñez.
Al cabo de un rato, me contestó un hombre al que le expliqué que tenía el dato de un micro traficante; sí, un joven llamado Benjamín Berenguela, que anda en una moto nueva haciendo las reparticiones. Sí, lleva 8 gramos para llenarse sus bolsillos con sucio de dinero de gente inocente.

Cuento #98: Mi abuela solía decir


Cuando su abuela le decía que el uso prolongado de su polerón haría que éste cobrara vida, nunca pensó que aquella broma podría tener al menos una pizca de certeza; porque era imposible, naturalmente: los objetos inanimados son, sin ir más lejos, simples objetos inanimados. Pero cuando Ismael vio que su polerón se cernía sobre su sobrino de cuatro meses como una serpiente dispuesta a ahogarlo, supo definitivamente que algo no estaba bien. Al principio creyó que era una ilusión óptica, el típico caso de confusión visual cuando uno ve tantas cosas desparramadas en un mismo sitio, pero Ismael estaba seguro, segurísimo, que una de las mangas de su prenda de vestir se había extendido hacia el bebé, arrastrándose directo hacia su rostro. Fue un pequeño segundo, un fugaz chispazo, y el polerón ya se encontraba sobre el pobre Franco.
Ismael podía jurar en primera instancia que la prenda le había saltado encima a su sobrino, aunque luego, cuando rememoró el acontecimiento esa misma noche, ya más calmado, dudaba si había sido el mismo Franco quien se había encargado de taparse la cara con ésta en un acto instintivo de protección, o si realmente había algo de inexplicable en todo aquel asunto.
“No es más que tu imaginación”, pensó Ismael antes de acomodarse bajo las frazadas. Podía ser que el consumo excesivo de marihuana con sus amigos por fin estuviera planteándole un problema serio: el de la locura. “No seas idiota”, se dijo, pensando en todos esos artistas que tanto le gustaban. Ellos estaban drogándose siempre, incluso en dosis más grandes que la suya, y seguían igual de vivos que él: ¿por qué él no podía hacer lo mismo?
No obstante, al día siguiente se replanteó todas sus dudas al ver el famoso polerón animado doblado en su guardarropa como si acabaran de plancharlo. “Pero si lo eché a la basura”, murmuró Ismael, de una sola pieza. Recordaba haberlo hecho una bola con violencia luego de quitárselo de encima a su sobrino, tocándolo con la punta de sus dedos como si le fuera a infectar con una enfermedad mortal, y arrojarlo al basurero del baño, junto con todos los papeles llenos de desperdicios y pañales manchados de su sobrino. Después le había hecho un nudo a la bolsa plástica y la había dejado colgando de la reja del antejardín para que los tipos de la basura se la llevaran al día siguiente y se deshicieran del polerón que le había acompañado durante tanto tiempo.
Sin embargo, por lo visto, éste había logrado regresar hasta su dueño sin muchas complicaciones. Ismael pensó que el polerón incluso tenía la desfachatez de volver hasta su guardarropa todo doblado y limpio, como si acabara de ser lavado. Ismael se quedó un buen rato ahí mirándolo sin saber que hacer; su corazón latía desbocado, y su mente no sabía qué mierda estaba ocurriendo. Se suponía que el polerón debía estar ya en un vertedero, sepultado bajo kilos y kilos de desechos, no ahí, frente a sus ojos, azul marino desteñido, mangas y cuello deshilachados y el estampado de serigrafía desgastado por el uso y el tiempo. Ismael estaba pensando en que lo mejor y más seguro sería quemarlo en el patio, cuando el grito de su mamá desde la cocina le hizo dar un fuerte respingo.
−¡Ismael, ven a ayudarme con esto!
Por un momento el joven no supo qué hacer. ¿Y si dejaba el polerón ahí y éste se deslizaba hasta el indefenso y pobre Franco para ahogarlo como lo había hecho el día anterior?
“Imbécil”, se dijo repentinamente, cayendo en la cuenta que aquello, naturalmente, no era otro capítulo de una serie televisiva de sucesos paranormales. “¿Cómo puedes creer que un polerón viejo va a matar a tu sobrino, idiota?”.
Chasqueando la lengua, Ismael cerró el guardarropa y se dirigió a la cocina para ayudar a su mamá a pelar un cuenco lleno de habas. Su mamá odiaba hacerlo, por lo que siempre estaba recurriendo a sus hijos para que realizaran el trabajo sucio por ella. Y como Andrea, la hermana de Ismael, debía estar en su pieza cuidando del bebé Franco, no quedaba de otra que éste cumpliera con su cometido. De todas maneras, pensaba Ismael, cualquier cosa era mejor que tener un bebé a cuestas, por lo que no solía quejarse mucho de las tareas de su hermana que últimamente recaían en él. No hacía más de un año que Andrea había conocido a un tipo de su carrera que no demoró en plantarle su semilla apenas unas cuantas semanas de haberse conocido, así como tampoco tardó ésta en darse cuenta que el susodicho era un completo hijo de puta capaz de abandonar el crucero de la paternidad desapareciendo por completo de su vida, dejándola sola con un niño que no paraba de crecer adentro suyo.
“Escucha, querida”, había leído Ismael una vez en una foto que circulaba por Internet que mostraba un papá reposando su oído en la enorme barriga de lo que parecía ser su esposa. “Escucha cómo el bebé ya gasta todo nuestro dinero y tiempo”.
Viéndolo del punto de vista de su hermana, con apenas diecinueve años y toda una vida por delante, aquéllas palabras parecían muy cercanas a la realidad.
−Me he acordado harto de la nona –dijo Ismael, sin dejar de quitar la vaina de las habas que tenía en sus manos.
−¿Por qué? –quiso saber su mamá. La nona, su madre y abuela de Ismael y Andrea, había muerto hacía ya un par de años.
−Me acordé que siempre decía que de tanto usar el polerón azul ése, iba a cobrar vida un día.
Su mamá sonrió, melancólica.
−Se lo decía igual a tu abuelo cuando no se quería quitar un chaleco gris todo deshilachado que usaba para todo.
Ismael esbozó una sonrisa recordando a sus abuelos y las discusiones que tenían respecto al famoso chaleco gris del que hablaba su madre cuando él aún era un niño. Hasta que llegó un día en que su abuela, cansada de ver a su esposo vestido como un vagabundo (según sus propias palabras), aprovechó la jornada del lavado para deshacerse de él arrojándolo a la basura, tal como su nieto lo había hecho con su polerón azul marino y deshilachado. Ismael recordaba que su abuelo no le dirigió la palabra a su esposa por al menos una semana, pero luego todo continuó como si nunca nada hubiera sucedido.
Ahora que pensaba en todo eso, Ismael creía cada vez más en lo estúpido que era creer que su polerón podría haber cobrado vida por el solo hecho de usarlo un montón de veces tal y como decía su abuela.
−Hablando de algo parecido –dijo su mamá−, ayer encontré tu polerón tirado por ahí, en la calle, cerca del cesto de la basura –La mujer lo quedó mirando por un breve instante−. Estuve a punto de echarlo adentro de una bolsa para que por fin dejaras de usarlo, pero… no me pareció justo. Así que lo lavé y te lo planché. Lo guardé en tu ropero mientras dormías.
“Así que fue mi mamá”, pensó el joven, aliviado. ¿Cómo podría haber sido posible que el polerón llegara por su propia cuenta hasta su guardarropa? Los objetos, obviamente, no se desplazaban por ahí animados gracias a la magia o producto de un fenómeno sobrenatural e inexplicable. Ismael no pudo hacer otra cosa más que agradecerle a su madre por su buena disposición; qué error más grande habría sido el deshacerse de su prenda de vestir favorita por tener la estúpida concepción de que éste había cobrado vida para intentar ahogar a su pequeño sobrino.
Tal vez fuera cierto que debía dejar de lado la marihuana por un par de semanas…
Esa misma tarde, mucho después del almuerzo, Ismael se encontraba frente a su computador intentando finalizar un trabajo sobre finanzas para el lunes próximo cuando su hermana menor entró a su cuarto con el pequeño Franco a cuestas. Andrea tuvo que hacerle un gesto con la mano frente a sus ojos para que éste pudiera percatarse de su presencia. Ismael se quitó los audífonos y le preguntó qué quería, pellizcando con cariño la pierna regordeta de su sobrino.
−Ismael –le dijo ella, con un dejo compungido. Llevaba el cabello corto en melena, castaño y revuelto. Antes de embarazarse del papá de su hijo, lucía el mismo cabello pero mucho más lustroso, bien cuidado y largo hasta más debajo de sus omoplatos. Sin embargo, luego de haber terminado esa desastrosa relación con él, tuvo la estúpida idea de que cortárselo era la mejor manera para demostrar que toda esa agua de río ya había pasado bajo el puente−. Te quería pedir un favor.
Ismael ya sabía de qué iba el asunto. Su hermana venía pidiéndole el mismo favor desde hacía un buen tiempo.
−¿Quieres que te cuide al Franco, verdad?
−Sí –respondió ella−. Tengo que ir donde la Jessi a terminar un trabajo de la U para este lunes.
“Igual que yo”, quiso decirle Ismael.
−Sólo será por la tarde –agregó Andrea−. Si puedes, claro…
−Está bien, no te preocupes, yo me quedo con el pequeño Franco. Además −mintió−, justo se me atascaron las ideas. No puedo seguir echándole más mierda a este puto informe.
            Andrea le sonrió, recuperando un poco esa energía y vitalidad que lucía a todas horas antes de enamorarse de aquel hijo de puta que la había dejado embarazada.
−Eres el mejor hermano –le agradeció, dándole un beso en la mejilla.
Ismael no tuvo otra que creer en que tal vez durante la noche le fuera más fácil redactar el maldito informe de finanzas que lo tenía agarrado de las bolas desde hacía días.
Una hora después estaba la hermana de Ismael y su mamá de pie frente a la puerta que daba a la calle. Las dos se veían muy bien cuando se lo proponían.
−Yo iré a dejar a la An a la casa de la Jessi antes de ir donde tu tía –le dijo su mamá−. Cuida la casa y al pequeño Franco.
Su hermana se le acercó para darle un beso en la cabeza al bebé.
−No te portes mal, ¿eh? –le susurró. El pequeño Franco se encontraba tan adormilado, que ni siquiera se percató que su madre se iba lejos de su alcance. Era toda una suerte: lo que menos quería Ismael era que su sobrino comenzara a hacer un berrinche antes que su madre alcanzara a desaparecer de su vista.
Por lo mismo, el joven no demoró en llevar al bebé hasta la habitación de su hermana, desordenada y toda revuelta de ropa tanto de ella como de su hijo, para acurrucarlo y esperar a que se quedara dormido por completo. Por suerte su sobrino tenía los ojos de su hermana, claros y avellanados, y no los de rata de su padre, al igual que la mayoría de sus incipientes facciones. Ismael era de la idea que los bebés bonitos se ponían feos cuando crecían, pero creía que éste sería uno de esos casos en que la regla universal no ejercería su poder en él. “Andrea es la bonita de los dos”, pensó Ismael, conteniendo una risita que ahí a solas hubiera sonado estúpida. Él, por desgracia, había salido como su padre.
Ismael alcanzó a ver dos capítulos repetidísimos de Los Simpsons antes que su sobrino quedará profundamente dormido. Siempre que tomaba teta de su hermana, el pequeño Franco solía relajarse tanto que dormía unas cuantas horas de un solo tirón; quizá también hubiera predominado el gen de la flojera de su familia, pensó Ismael mientras le ponía una manta encima. No pudo evitar sonreír ante tan tierna imagen: el hijo de su hermana siempre le recordaba a ella cuando era pequeña.
El joven se sentó frente a su computador y leyó los últimos párrafos que había escrito en su informe. Nunca se le había dado bien eso de escribir. Lo suyo eran los números. Supuso que un par de comas estaban mal posicionadas, las cambió de lugar y trató de seguir con su trabajo. Como no salió nada de su cabeza en más de tres minutos, Ismael le echó una rápida mirada a sus notificaciones y mensajes de Facebook antes de revisar por sexta o séptima vez el informe que le había enviado su amigo de carrera un curso más adelantado. Era sabido que con el profesor de finanzas nadie podía plagiar el trabajo de otro que ya hubiera cursado esa asignatura. Todos los que lo habían hecho habían terminado reprobándolo y condenándose a reprobarlo el año siguiente y el siguiente hasta que los expulsaran de la carrera. El profesor Moncada no era uno de esos que olvidaban las caras de los que se atrevían a hacer trampas frente a él.
Pero del informe solo pudo recoger unas cuantas pinceladas adicionales de datos útiles: ya había agotado todos los recursos que le ofrecía el trabajo de su amigo. Cambió el orden de muchas de sus palabras y reemplazó otras por sus sinónimos. Aquello le hizo sentir un poco más satisfecho: peor era nada, de todas maneras.
Por lo mismo abrió una pestaña en el buscador de Internet y optó por recopilar un poco más de información en páginas que pudiera encontrar por ahí. Así como escribir, tampoco se le daba bien eso de leer un montón de libros y archivos digitales para dar con lo que buscaba puntualmente, pero se vio en la urgente necesidad de hacerlo. Aún le faltaban unas cuantas páginas de informe por rellenar y ya sentía que se le habían agotado todas las ideas buenas de su cabeza. Las demás necesitaban de mucha base para poder plantearlas sin que existiera el miedo a que su profesor encontrara un punto débil en sus argumentos y dirigir por ahí los suyos para destrozarlo y reprobarlo.
Ismael estaba sobándose las sienes con los ojos cerrados cuando escuchó a su sobrino llorar en la pieza de su hermana. El joven había estado tanto rato sin despegar la vista de la pantalla de su computador, que ni siquiera había reparado en lo penumbroso que se hallaba todo lo que le rodeaba. Ismael se secó sus ojos llorosos antes de incorporarse, encender la luz y percatarse que algo había cambiado en su cuarto. No podía decirlo con exactitud, pero ahí estaba: algo había cambiado.
Sin embargo, el pequeño Franco necesitaba su compañía con urgencia: la cadencia de sus llantos iba en aumento, al igual que su potencia. El joven rechistó al tiempo que avanzaba a zancadas hacia la habitación de su hermana.
Ahí también estaba todo sumido en sombras estáticas y poco claras, a excepción de un pequeño bulto que se movía en mitad de la cama, berreando.
−Ya, ya, pequeño Franco, ya pasó –le dijo Ismael, recostándose a su lado. Acto seguido, encendió la lámpara de luz tenue que Andrea tenía sobre su mesita de noche y acurrucó al bebé en su pecho para intentar calmarlo. Era extraño, pero siempre había sentido que tenía tacto para los niños a pesar de nunca haber deseado uno en su vida.
Pero el pequeño Franco no se tranquilizaba con nada. Ismael supuso que podía ser que necesitara un cambio de pañal, mas luego de olerlo averiguó que no era así. También podía ser que tuviera hambre, pero sin su mamá cerca, no podía hacer mucho: todos habían llegado a la conclusión dentro de esa casa de que mientras Andrea pudiera dar de mamar al pequeño Franco, no utilizarían suplementos alimenticios para alimentarlo. Es como darle veneno para ratas, había dicho Andrea, y todos asintieron. Ismael le pasó su índice por la boca al bebé para ver cómo reaccionaba ante él, pero éste en vez de acercárselo y echárselo en la boca, lo alejó y lloró aún con más fuerza. Daba la idea de que el pequeño parecía frustrado por no ser comprendido tal y como deseaba.
Ismael tenía toda su concentración puesta en él hasta que un ruido en la cocina lo puso en alerta. ¡Alguien había entrado a la casa!
Era muy tarde para hacer callar al crío y fingir que ahí no había nadie. De seguro el ladrón (o los ladrones) sabía que había al menos una persona adentro de la casa dispuesta a hacerles frente; y si irrumpían así, a sabiendas de lo que se enfrentaban, era de esperar que vinieran preparados para lo que fuera. Ismael no pudo evitar imaginarse una pistola apuntándole del otro lado de la puerta.
El joven tomó a su sobrino y lo abrazó esperando lo peor; ni siquiera sentía el estruendoso y penetrante chillido del bebé a centímetros de su oído. Sin embargo, luego de lo que le pareció una hora totalmente angustiante, Ismael decidió que quizá el ruido no hubiera sido otra cosa más que el roce del viento arrojando algún objeto mal ubicado al piso o algo así. Quizá estaba siendo muy paranoico al respecto. Había leído en un artículo de Internet que la paranoia era otro de los tantos síntomas que tenía el abuso de la marihuana en las personas.
−Ya vuelvo –le dijo al bebé antes de dejarlo arrebujado sobre la cama, lejos de los bordes, y encaminar hasta el pasillo ya totalmente a oscuras. Por un momento Ismael creyó haber visto moverse algo a su derecha, pero al mirarlo de frente, se percató que no era otra cosa más que una de las tantas figuras de gato de su madre. Se dirigió a la cocina (sin dejar de temer la repentina aparición de un hombre armado) y encendió la luz. Ahí, entre los muebles, se hallaba el pequeño tenderete de mano con el montón de tenedores, cucharas y cuchillos que sostenía desparramados por el suelo. Gracias a los ganchos que los sostenían, estos no alcanzaron a ir muy lejos, lo cual fue todo un alivio. Ismael los recogió sin dejar de escuchar los llantos de su sobrino para volverlos a ubicar sobre el mueble respectivo, esta vez alejándolo lo más posible del borde, y se acercó a la ventana colindante a la puerta que daba al patio para cerrarla. Ismael se extrañó mucho al encontrarla tal como pensaba dejarla, como si alguien ya se le hubiera adelantado. O como si ésta nunca hubiera estado abierta, realmente. Lo que había botado los utensilios de la cocina no había sido el viento, obviamente, había sido otra cosa…
Ismael se dirigió presuroso hasta el cuarto de su hermana. El bebé no dejaba de llorar muerto de miedo, mientras una cosa, una de las tantas prendas de vestir que su hermana tenía desparramada por ahí, se acercaba lentamente hasta su rostro. Ismael creyó fugazmente que se trataba de su polerón azul desvaído, pero parecía ser el turno de cobrar vida de uno de los tantos chalecos que utilizaba su hermana. Éste era uno morado, y se arrastraba con una velocidad demasiado alarmante hacia su sobrino.
Ismael alcanzó a lanzar lejos la prenda antes que ésta lograra tocar al bebé; por un breve instante sintió cómo algo dentro del chaleco parecía palpitar y oponerse a la fuerza que ejercía contra ella. Fue sólo un instante, lo suficiente para ponerle la piel de gallina y sentir un desasosiego atroz.
El joven tuvo miedo de mirar atrás y ver el chaleco levantándose costosamente para abalanzarse contra él, mas éste permaneció ahí tirado como si nunca hubiese llegado a moverse de su sitio.
Ismael tragó saliva, con el llanto omnipresente de su sobrino de fondo.
Entonces lo vio por el rabillo del ojo: una mancha roja pareció saltar sobre el bebé, como si se tratara de un animal en plena cacería; lo hizo una, dos veces, como si una mano invisible la manipulara, hasta dejarla sobre el pequeño Franco, ahogando sus llantos de una forma que llegó incluso a dolerle a Ismael.
El joven se abalanzó contra la prenda de vestir roja sólo para tropezar con algo y caer de costado sin poder hacer nada para evitarlo. De repente se vio rodeado de poleras, polerones, chalecos y abrigos de su hermana que no dejaban de tomarlo por las piernas, los brazos y el cuello. Se sintió asfixiado, acalorado, pero toda su atención estaba puesta en los signos vitales que daba su pequeño sobrino. Sus gritos cada vez sonaban más apagados.
Haciendo acopio de todas sus fuerzas, Ismael se desprendió de un grueso chaquetón negro que le cubría las piernas de una patada. Luego rodó para quitarse de encima el montón de poleras que tenía sobre sus brazos y se incorporó justo antes de caer de rodillas junto al borde de la cama: algo le había vuelto a tomar por los tobillos. Sin embargo, tras ver que sobre el pequeño Franco había ahora un polerón gris de su hermana además del chaleco rojo que le había atacado antes, supo que si no actuaba dentro de los próximos segundos sería demasiado tarde.
Ismael se quitó unos cuantos calcetines rosados y morados que se le habían adherido a los pies antes de subirse a la cama y cernirse sobre las prendas de vestir que ahogaban a su sobrino. El contacto con la ropa animada era horrible: era como sentir pequeñas arañas gordas y nervudas moverse por su interior, en la tela misma. Era como sentir una energía inconcebible dándole vida a la ropa que vestían a diario.
El polerón gris de su hermana fue fácil de quitar, pero el chaleco rojo estaba adherido al cuerpo del pequeño Franco. La silueta del bebé resistiéndose se esbozaba a cada patada y manotazo que daba éste. Ismael reparó en que cada vez eran menos frecuentes.
En un principio, Ismael pensó que actuar con violencia terminaría por afectar a su propio sobrino, pero al ver que sus esfuerzos por quitarle el chaleco de encima eran infructuosos, no dudó en hacerlo. Si no lo hacía, el pequeño Franco…
Y ahí estaba esa sensación de nuevo, como si un montón de bichos en el interior del chaleco pugnaran contra su fuerza, empujando contra el bebé para matarlo. Era como jugar a la fuerza contra alguien, pero contra alguien que tenía la misma fuerza que él, quizá hasta un poco más.
Ismael sintió que las demás prendas de vestir se arrojaban contra sus piernas y brazos, haciendo peso para que el chaleco rojo cumpliera con su misión. El joven agitó su cuerpo con vehemencia para quitarse unas cuantas prendas de encima y prosiguió con sus intentos de salvar al pequeño Franco. De vez en cuando le caía una polera por la espalda, o un polerón le apresaba la cintura, pero Ismael tenía toda su atención puesta en su sobrino: ya no lo sentía llorar, lo que solo podía significar que se estaba ahogando.
“¡Se está ahogando!”, pensó alarmado, hincando toda la fuerza en el chaleco que no conseguía despegarse del bebé.
“¡Yo te salvaré!”, intentó decir Ismael lleno de esperanza antes que le cayeran encima más prendas de vestir. Intentaron ahogarlo como a su sobrino, pero se resistió tratando de dejar siempre sus manos despejadas. No importaba si lo mataban a él: su misión era salvar a su sobrino; su vida no tenía importancia con respecto a la del bebé…
Ismael no se dio cuenta de que alguien le gritaba su nombre, pidiendo que se detuviera, hasta que consiguieron inmovilizarlo poniendo todo el peso de sus cuerpos sobre su cuerpo. De pronto las prendas de vestir se transformaron en brazos, y los llantos del bebé se tornaron gritos desesperados de mujeres. Ismael no lo entendió muy bien al principio, pero al ver el chaleco rojo de su hermana marcando la silueta del pequeño Franco bajo él, con sus propias manos cerrándose en el cuello del bebé…
−¡¿Por qué lo hiciste?! –le gritaba su hermana junto a su oreja sin dejar de golpearlo con sus puños, pero para él era como si se hallara a kilómetros de distancia. Su voz provenía de muy, muy lejos.
“Que hice qué”, quiso decir, mas las palabras no se atrevieron a salir de su boca. No lo entendía: su polerón, la ropa, la posición de sus manos… “Pero si yo lo salvé. No dejé que mi polerón lo ahogara. No puede ser…”.
Pero de alguna manera, lo que tantas veces le había repetido su abuela, se había hecho realidad. El polerón, después de todo, sí había cobrado vida. 

Largo camino a la ruina #20: Cielos despejados

Era día domingo por la tarde y nos tomábamos unas cervezas en el patio de la casa del Juan, a la sombra de su viejo damasco. No hacíamos nada más que eso: beber, mirar el cielo, sentir el viento y escuchar el roce de las hojas de los árboles cercanos. Íbamos a terminar nuestro primer pack de cervezas, cuando veo en el cielo dos puntos blancos bastante particulares recortados contra él. Al principio pensé que eran dos gaviotas buscando alguna porquería para echarse en su estómago de gaviotas, pero luego de pensarlo por unos segundos, me di cuenta que se encontraban muy lejos para ser gaviotas; de hecho, nunca había visto de esos pájaros volar tan alto como lo hacían estas dos en particular. Qué raro, pensé, y bebí otro sorbo de cerveza sin quitarles la vista de encima.
            −¿Esas güeás de allá son volantines? –dijo el Juan reparando en los mismos puntos que yo.
            −¿Esos dos puntos?
            −Sí.
            −No sé, no parecen volantines; tampoco son gaviotas.
            −Están muy alto para ser gaviotas.
            −Eso mismo pensé.
            Conversábamos sin dejar de mirar cómo el par de puntos avanzaba por el cielo despejado con una tranquilidad que me pareció un poco extraña; de hecho, justamente le iba a comentar eso al Juan cuando ambos puntos se detuvieron de un momento a otro, se alinearon paralelamente y comenzaron a avanzar mucho más rápido que antes. Aun observándolos de tan lejos, nos pudimos dar cuenta que sus posiciones eran exactas respecto una de la otra. Definitivamente, los puntos no eran ni gaviotas ni volantines.
            −Esas güeás son… −empecé yo.
            −…ovnis –terminó él.
            ¡No lo podía creer: estábamos viendo ovnis, por la chucha, en vivo y en directo!; pensé en grabar el asunto, dejarlo todo registrado de alguna manera, pero como ya no tenía celular, me era imposible hacerlo. El Juan tampoco tenía una cámara digital como para guardar el momento que estábamos viviendo. ¡Qué suerte de mierda teníamos!
            −¡Güeón, son ovnis, culiao’!
            −¡La cagó, güeón, nunca había visto estas güeás! –comentó el Juan.
            En el cielo, los dos puntos avanzaron otro tanto, se detuvieron, avanzaron, se detuvieron, y volvieron a avanzar, siempre de manera paralela.
            −Es como si nos estuvieran haciendo una revisión –dije.
            −Demás –Y dicho esto, el Juan, movido por un impulso repentino, entró a la casa casi corriendo.
            −¡Qué onda! –pregunté, pero no me dijo nada. Al cabo de un rato llegó con unos binoculares; se puso a mirar con ellos al cielo.
            −¿Dónde están los culiaos?
            Miré otra vez al cielo, percatándome que había perdido de vista los dos puntos.
            −¡Mierda, no sé dónde están; los perdí de…!
            −¡Ahí están, ahí están! –dijo el Juan, mirando a un punto en particular del despejado cielo.
            −¿Dónde?
            −¡Ahí! –me apuntó sin dejar de mirar por los binoculares.
            Claro, ahí estaban; me pareció sorprendente todo lo que habían avanzado los dos en tan poco rato. Todo aquello no dejaba de confirmar nuestras sospechas.
            −¡Estas güeás no son ni gaviotas ni palomas ni volantines ni ninguna güeá! ¡Son ovnis, conchatumare, son ovnis! –Me miró y me pasó los prismáticos−. ¡Toma, güeón, mira!
            Me ajusté el aparato en los ojos e intenté dar con los objetos voladores sin encontrarlos en un principio; pensé que habían desaparecido de la nada y que había perdido mi oportunidad de ver algo que muchos decían no existían pero que en realidad estaban ahí, frente a nuestros propios ojos.
            Por suerte, antes que fuera demasiado tarde, logré dar con ellos.
            −¡Güeón, tenís razón: estas güeás brillan!
            Lo que veían mis ojos eran dos puntos color metálico cuya superficie arrancaba fuertes destellos del sol de ese domingo por la tarde. Podría haber pensado que se trataba de un ejercicio de la Fuerza Aérea, o una basura como ésa, pero estos objetos se movían de una manera tan sincronizada (frenando, acelerando, frenando, acelerando) que no cabía ninguna duda que ahí dentro no había ningún piloto humano controlándolos.
            −¡Mierda, güeón, son ovnis de verdad! –exclamé sin poder evitarlo.
            −Como para pasarse por la raja a todos esos culiaos que dicen que no existe vida más allá de la Tierra.
            −Como me gustaría ver a un religioso presenciando esto…
            Sin embargo, y como si hubiera dicho una especie de palabra mágica, los puntos se detuvieron otra vez, ésta vez para siempre. Se quedaron estáticos, siempre paralelos, y así como cuando uno saluda con un “hola”, los objetos desaparecieron sin dejar ningún rastro algunos en el firmamento.
            −¡Desaparecieron! –grité, cagado de miedo.
            −¡¿Desaparecieron?!
            −¡Sí, güeón, desaparecieron! ¡Mira! –Le pasé los binoculares−. ¡No están!
            −¡Güeón, qué onda!
            Me di cuenta que el cuello me dolía un montón por haber estado todo ese rato en la misma posición mirando al cielo. Moví mi cabeza de un lado a otro, haciendo crujir todos los músculos agarrotados adentro.           
            −La media volá –dijo el Juan, quitándose los prismáticos de encima; hizo el mismo ademán que yo para hacer sonar su cuello−. Nadie nos va a creer esta güeá.
            −Nadie.
            Nos volvimos a sentar, un poco más tranquilos, y abrimos otro pack de cerveza en lata. A lo lejos, en lo que parecía ser una de esas típicas juntas familiares de día domingo, se escuchaba Mujeres y cervezas del Grupo Alegría.
            Debo admitir que estuvimos todo lo que restaba de tarde mirando al cielo como esperando a que volviera a aparecer el par de puntos avistados. Pasaron las horas, nos emborrachamos, nos tomamos todas las cervezas y no pasó nada. Para cuando se hizo de noche y el frío y el tedio nos hicieron entrar a la casa, el asunto de los objetos voladores no identificados ya se nos había olvidado por completo.

            Ya saben, la marihuana y sus desbarajustes de la memoria a corto plazo.