Microcuento #11: La media mina


−¡Uhhhh, cacha, güeón, la media mina!
            (Lo que no sabía nuestro amigo, es que esa media mina era en realidad una mujer arribista, detestaba los animales, maltrataba a su hijo bebé del que ni siquiera se preocupaba, tenía una confusa tendencia hacia el fascismo y nunca botaba su basura donde correspondía).

Historia #50: Rezos matutinos



Como el colegio donde cursé mi educación Básica y Media era cristiano, todos teníamos la obligación de guiar al menos una vez la oración principal de la mañana, leyendo los pasos a seguir de unos trípticos que nos entregaban los profesores encargados antes de iniciarla. Por un lado, como es obvio, lo encontrábamos todo una paja, una verdadera lata y pérdida de tiempo, así como también, por lo mismo, lo encontrábamos toda una salvación, pues desperdiciábamos unos cuantos minutos vitales de aburridas clases y los que siempre llegaban atrasados podían servirse de aquél tiempo para pasar desapercibidos e internarse en la sala sin que nadie les regañara o amonestara.  
A mí, en lo particular, nunca me molestó tener que hacer cosas como estas, puesto que nunca he tenido miedo a pararme frente a la gente y hacer el ridículo, perder mi dignidad y esas cosas; sin embargo, me sucedía que cada vez que intentaba comenzar con la oración, al cerrar los ojos, empezaba a ver una infinidad de grotescas escenas que me hacían dar ganas de reír de nervios ahí mismo, poniéndome en peligro ante la seriedad de los profesores y/o inspectores que a veces nos acompañaban y que podían penalizarme con una anotación en el libro de clases (o una llamada al apoderado) cuando estimaran que las cosas no estaban saliendo como dictaba el reglamento; y bueno, no podía ser menos si no dejaba de imaginarme curvilíneas mujeres vestidas de monja lamiendo vaginas en una brutal escena de sexo grupal lésbico; y no era que yo quisiera imaginarlo cada vez que intentaba iniciar el principal rezo matutino, sino que simplemente lo pensaba, me era inevitable no hacerlo.
Así fue que intenté un montón de cosas, como apretarme las bolas (con las manos dentro de los bolsillos del pantalón), morderme la lengua, o incrustarme las uñas en la mejilla, todo fuera por detener aquéllas imágenes aberrantes, pero nada dio resultado. Entonces se me ocurrió pensar que tal vez aquéllas mujeres que me acosaban en los pensamientos, todas aburridas de tanto lamerse y tocarse entre ellas, necesitaban de un hombre capaz de satisfacerlas, capaz de entregarles todo aquello que requerían para ser felices y plenas; fue que un día viernes, cuando todos cerraron sus ojos y se disponían a rezar, pensé en la persona que tal vez podía ayudarme en esta costosa empresa: comencé y volví a tener aquélla imagen de las mujeres metiéndose los dedos entre ellas y esas cosas; pero esta vez, en vez de sentir miedo de echarlo a perder todo con mi risa, forcé mi mente hasta ver entrar en escena al mismísimo Jesús, con su túnica raída y todo, hablando cosas sabias y brillantes para después quitarle el hábito a cada una de las muchachas cansadas de tanto complacerse a sí mismas, utilizando gestos y movimientos pausados y relajados; para cuando me encontraba terminando con mi oración (sin haber perdido el hilo en ningún momento), Jesús ya se encontraba dándole su merecido a cada una de ellas por turnos, en una orgía descomunal que me hizo sonrojar un poco, mientras nadie se daba cuenta de las expresiones en mi rostro.  
Antes de cerrar mi acto con el habitual y archiconocido Amén, vi que Jesús se devolvía hacia mí (mientras montaba a una mujer rubia de exuberantes pechos que no dejaba de lamerle los genitales a otra mujer encima de su boca) y me hacía el gesto de amor y paz, guiñándome un ojo sin dejar de sonreír. Fue ahí que nos volvimos muy grandes amigos y que no deja de salvarme cuando creo que las mismas chicas vestidas de monja de siempre van a aparecer en mi mente para desconcentrarme y hacerme reír frente a toda la gente que me observa.   



Cuento #41: La melancolía



Cuando vio que en su almohada habían salpicaduras de sangre, supo de inmediato que el momento había llegado. Entonces se arrebujó entre sus desordenadas sábanas y siguió ahí acostado mientras los días se hacían noche, y las noches se hacían días.
Primero fue la nariz, que no dejó de sangrar hasta que la almohada donde reposaba se hizo pesada como una piedra, tiñéndose de rojo entera. Luego vino la caída del pelo y las uñas mientras las horas seguían transcurriendo indiferentes y monótonas, siempre destruyendo todo a su paso; la piel se le fue apergaminando a medida que sus fuerzas fueron desistiendo, mientras el pelo se le teñía de ceniza y nieve y los labios se le partían dejando salir más borbotones de sangre sobre las sábanas, entre las sucias costras de las heridas que se cicatrizaban para volver a abrirse otra vez y los dientes que se fueron cayendo de su boca con una facilidad que nunca habría llegado a creer en su vida.
Fue entonces que las paredes de su cuarto se fueron haciendo cada vez más estrechas, llegando incluso hasta los bordes de su propia cama, al tiempo que la ventana por donde lograba pasar algo de luz desapareció y la puerta de entrada se hizo añicos al no poder resistir la fuerza con la que avanzó la pared donde se encontraba; después de eso, ya no tenía salida alguna, se encontraba encerrado por siempre, muriendo, desgajándose sin ánimos para nada, disfrutando cada segundo de dolor en su cuerpo deteriorado; porque después de todo, ese fue el único momento donde pudo sentirse vivo después de tanta muerte. Afortunadamente.