Estaba realmente
chato de todo: los clientes a los que les empacaba no dejaban de pasar por mi
lado sin siquiera saludarme ni darme las gracias; iba en el séptimo de ellos
cuando me tocó atender a un hombre de aspecto maltratado, piel curtida y
dientes (los pocos que le quedaban) llenos de sarro. Eché el par de panes que
había comprado en una bolsa chica y esperé a que la cajera cortara la boleta y
le entregara su vuelto. Pensé, resignado, este hombre no me va a dar nada, pero
me llevé una grata sorpresa al ver que hacía el ademán de entregarme algo en la
mano; abrí la mía, sin mucha esperanza, y cayeron sobre ella $800 en monedas de
todos los tipos; luego de haber empacado carros enteros llenos de tarros de
conservas y pesados paquetes de arroz, entre otras cosas, sin haber recibido
siquiera un gesto de gratitud, esto era para mí toda una bendición.
−Gracias
–le dije emocionado, antes de plantarle un sonoro beso en sus labios partidos
por el alcohol y la enfermedad. Aquéllos eran los gestos que me hacían volver a
creer en la humanidad y su bondad.