Cuando vio que en su almohada
habían salpicaduras de sangre, supo de inmediato que el momento había llegado.
Entonces se arrebujó entre sus desordenadas sábanas y siguió ahí acostado
mientras los días se hacían noche, y las noches se hacían días.
Primero fue la nariz, que no dejó
de sangrar hasta que la almohada donde reposaba se hizo pesada como una piedra,
tiñéndose de rojo entera. Luego vino la caída del pelo y las uñas mientras las
horas seguían transcurriendo indiferentes y monótonas, siempre destruyendo todo
a su paso; la piel se le fue apergaminando a medida que sus fuerzas fueron
desistiendo, mientras el pelo se le teñía de ceniza y nieve y los labios se le
partían dejando salir más borbotones de sangre sobre las sábanas, entre las
sucias costras de las heridas que se cicatrizaban para volver a abrirse otra
vez y los dientes que se fueron cayendo de su boca con una facilidad que nunca
habría llegado a creer en su vida.
Fue entonces que las paredes de
su cuarto se fueron haciendo cada vez más estrechas, llegando incluso hasta los
bordes de su propia cama, al tiempo que la ventana por donde lograba pasar algo
de luz desapareció y la puerta de entrada se hizo añicos al no poder resistir
la fuerza con la que avanzó la pared donde se encontraba; después de eso, ya no
tenía salida alguna, se encontraba encerrado por siempre, muriendo,
desgajándose sin ánimos para nada, disfrutando cada segundo de dolor en su
cuerpo deteriorado; porque después de todo, ese fue el único momento donde pudo
sentirse vivo después de tanta muerte. Afortunadamente.