Poema #5: La realidad



La realidad se me va de las manos,
y no puedo retenerla entre mis dedos.
Se me va como los granos de arena,
o como las hojas de los malditos árboles.
Oh, Dios,
¿cómo puedo encontrarla otra vez?

Historia #6: El hombre embalsamado




A lo largo de los últimos años, he tenido la posibilidad de conocer a distintos personajes famosos de la televisión; y siendo sincero, no es una cosa que me importe mucho, sin embargo, hubo alguien en el que hasta el día de hoy sigo pensando: se trata de Mario Kreutzberger. Claro, de los personajes que pululan por nuestra querida caja tonta, él es el más famoso de todos; y cómo no, si hasta tiene una Estrella de la Fama en EE.UU. ¡Chúpate ésa! Me imagino que fui la envidia de muchas señoras de setenta años al borde de la muerte, las mismas que mojaron más de una vez sus grandes calzones al verlo animando Sábado Gigante en los oscuros tiempos de la Dictadura.
Para contextualizar mi aventura, resulta que estaba en Santiago, perdiendo mi tiempo escuchando a unos peruanos que anunciaban el Fin del Mundo con megáfonos en la Plaza de Armas, luego de haber pasado furtivamente por unos sex shops ubicados en unas galerías de la calle Catedral. Como me dio un poco de miedo lo que proclamaban, decidí ir a ver discos y otras porquerías al Eurocentro. Eran cerca de las ocho de la noche y la gente circulaba más tranquila por las calles, como pequeñas hormigas laboriosas y cansadas en vez de enardecidas moscas fustigadas por el maldito sol capitalino.
El Paseo Ahumada suele irse vaciando a medida que va avanzando el día y el trajín de la rutina va acabando. No obstante, esta vez seguía lleno, con puñados de gente aglomerándose frente al Banco de Chile (famoso por las rutinas que ahí desempeñaban los Atletas de la Risa en sus DVDs), como si siguieran una escalofriante música salida por sendos altoparlantes apostados a sus costados. Todo era luces, mujeres mayores con ansias de fiesta, famosos basura apostados en primera fila, hiperkinéticos fotógrafos del jet-set trabajando sin parar y muchos fisgones de la mejor y más selecta categoría apostados en las calles. Me pregunté: ¿qué sucede?, sintiendo, luego de haber dado unos cuantos pasos más allá, que la gente comenzaba a empujarse con violencia para agenciarse un buen puesto dentro del sector que le correspondía al populacho. Acto seguido, como si estuviera manipulado por una fuerza invisible, miré hacia la puerta del Banco y, cómo no, ahí estaba: Mario Kreutzberger, el mismo que esconde su pasado judío para agradarle a la gente llamándose Don Francisco, un nombre común y corriente chileno, casi vulgar, abusado por muchas generaciones de personas sin mucha creatividad para inscribir gente en el Registro Civil.
Como no tenía nada más qué hacer (salvo llorar mi soledad en una ciudad desconocida), me quedé ahí esperando a ver qué sucedía. Resulta que era un show de la Teletón, del cual ya no recuerdo su motivo. Todo eran flashes, aplausos y silbidos; por suerte no hubo ningún grito de viejo rico, o te chuparía hasta los huesos por parte de las señoras del respetable.
Entonces llegó el ansiado momento: Mario Kreutzberger, como la estrella de rock sin rock que era, comenzó a pasearse por el público, dándole la mano a quien se la extendiera.
En primera instancia, pensé que era la luz, el color que los focos proyectaban sobre él; sin embargo, al acercarse al montón de gente con la que compartía aire en ese instante, me di cuenta que su mirada estaba fija en un punto perdido, como si mirara a alguien casi tan grande como él (contando que tanto yo, como los vejestorios con los que me codeaba, con sus huesos achicados por el tiempo, medíamos menos de un metro con sesenta y cinco); parecía poseído, fuera de sí, pero siempre calmado. Al ver su rostro, me di cuenta que su piel parecía estar hecha de cera, o de estuco para las paredes: era de un color grisáceo, como de piedra tallada, horrible. Debo admitir que me dio miedo, mucho miedo. Pensé que, en realidad, podía ser un robot utilizado por la franquicia televisiva para no dar por muerta una campaña que llevaba años haciendo felices a los niños; con lo avanzada que está la tecnológica hoy en día, me pareció una teoría bastante plausible.
−¡Córrete, pendejo! –me dijo una señora, atropellándome para aproximarse más al susodicho.
Se está acercando a nosotros, pensé, y vi que ya no nos separaban más que unos cuantos metros de distancia. Venía por la derecha. Le dio la mano a la vieja desgraciada que me había empujado con tanto ahínco y luego la extendió hacia mí. Pude ver por el rabillo del ojo cómo muchas personas se asombraban al ver a alguien tan joven como yo interesado en alguien tan importante como Don Francisco. Entonces le di mi mano: pude sentir su sutil apretón, el que era más una pequeña muestra de cariño que un gesto de total indiferencia; estuve a punto de decirle: Usted me inspiró como persona, Don Francis, pero al querer hacerlo, mirando directamente a sus ojos, me di cuenta que el muy desgraciado seguía con su vidriosa mirada clavada en el frente, por sobre mi cabeza. ¡Viejo de mierda: de verdad parecía un robot articulado por computadora! Al sacar su mano de la mía para seguir con su rito previo al acto de la Teletón, pude darme cuenta de lo helada que la tenía. ¡Era como si estuviera muerto!
Di media vuelta y me fui en dirección a la Alameda, casi corriendo, sin dejar de tamborilear en ningún momento los dedos que habían tocado al famoso hombre judío (que sabía tenía el pene circundado) sobre mi pantalón. Utilicé mi mano izquierda para pagar el metro con mi pase, y como había poca gente circulando debido a la hora, pude ganarle sin muchos problemas el asiento a una mujer embarazada (de unos siete meses aproximadamente) y quedarme ahí, descansando mi mano derecha sobre mi mochila sin pensar realmente en nada.
No recuerdo cuánto demoré en llegar al departamento. Para mí, el tiempo fue siempre el mismo, como si fuera una masa moldeable.
Al abrir la puerta, arrojé las llaves al piso y me eché sobre el sofá que daba a una ventana con vista al Estadio Nacional. Me sentí lo suficientemente cómodo como para abrirme la bragueta con la mano izquierda (con mucho esfuerzo) y empezar una nueva sesión de solitaria y penosa masturbación utilizando mi mano derecha, la misma que había sido tocada por Mario Kreutzberger, el famoso Don Francisco, pensando en que quizá eso fuera lo más cerca que tendría a un famoso de mi aparato reproductor masculino.