A lo largo de los últimos años,
he tenido la posibilidad de conocer a distintos personajes famosos de la
televisión; y siendo sincero, no es una cosa que me importe mucho, sin embargo, hubo
alguien en el que hasta el día de hoy sigo pensando: se trata de Mario
Kreutzberger. Claro, de los personajes que pululan por nuestra querida caja
tonta, él es el más famoso de todos; y cómo no, si hasta tiene una Estrella de
la Fama en EE.UU. ¡Chúpate ésa! Me imagino que fui la envidia de muchas señoras
de setenta años al borde de la muerte, las mismas que mojaron más de una vez
sus grandes calzones al verlo animando Sábado Gigante en
los oscuros tiempos de la Dictadura.
Para contextualizar mi aventura,
resulta que estaba en Santiago, perdiendo mi tiempo escuchando a unos peruanos
que anunciaban el Fin del Mundo con megáfonos en la Plaza de Armas, luego de
haber pasado furtivamente por unos sex shops ubicados en unas galerías de la
calle Catedral. Como me dio un poco de miedo lo que proclamaban, decidí ir a
ver discos y otras porquerías al Eurocentro. Eran cerca de las ocho de la noche
y la gente circulaba más tranquila por las calles, como pequeñas hormigas
laboriosas y cansadas en vez de enardecidas moscas fustigadas por el maldito
sol capitalino.
El Paseo Ahumada suele irse
vaciando a medida que va avanzando el día y el trajín de la rutina va acabando.
No obstante, esta vez seguía lleno, con puñados de gente aglomerándose frente
al Banco de Chile (famoso por las rutinas que ahí desempeñaban los Atletas de
la Risa en sus DVDs), como si siguieran una escalofriante música salida por
sendos altoparlantes apostados a sus costados. Todo era luces, mujeres mayores
con ansias de fiesta, famosos basura
apostados en primera fila, hiperkinéticos fotógrafos del jet-set
trabajando sin parar y muchos fisgones de la mejor y más selecta categoría
apostados en las calles. Me pregunté: ¿qué sucede?,
sintiendo, luego de haber dado unos cuantos pasos más allá, que la gente
comenzaba a empujarse con violencia para agenciarse un buen puesto dentro del
sector que le correspondía al populacho. Acto seguido, como si estuviera
manipulado por una fuerza invisible, miré hacia la puerta del Banco y, cómo no,
ahí estaba: Mario Kreutzberger, el mismo que esconde su pasado judío para
agradarle a la gente llamándose Don Francisco, un nombre común y corriente
chileno, casi vulgar, abusado por muchas generaciones de personas sin mucha
creatividad para inscribir gente en el Registro Civil.
Como no tenía nada más qué hacer
(salvo llorar mi soledad en una ciudad desconocida), me quedé ahí esperando a
ver qué sucedía. Resulta que era un show de la Teletón, del cual ya no recuerdo
su motivo. Todo eran flashes, aplausos y silbidos; por suerte no hubo ningún
grito de viejo
rico, o te
chuparía hasta los huesos por parte de las señoras del respetable.
Entonces llegó el ansiado
momento: Mario Kreutzberger, como la estrella de rock sin rock que era, comenzó
a pasearse por el público, dándole la mano a quien se la extendiera.
En primera instancia, pensé que
era la luz, el color que los focos proyectaban sobre él; sin embargo, al
acercarse al montón de gente con la que compartía aire en ese instante, me di
cuenta que su mirada estaba fija en un punto perdido, como si mirara a alguien
casi tan grande como él (contando que tanto yo, como los vejestorios con los
que me codeaba, con sus huesos achicados por el tiempo, medíamos menos de un
metro con sesenta y cinco); parecía poseído, fuera de sí, pero siempre calmado.
Al ver su rostro, me di cuenta que su piel parecía estar hecha de cera, o de
estuco para las paredes: era de un color grisáceo, como de piedra tallada,
horrible. Debo admitir que me dio miedo, mucho miedo. Pensé que, en realidad,
podía ser un robot utilizado por la franquicia televisiva para no dar por
muerta una campaña que llevaba años haciendo felices a los niños; con lo
avanzada que está la tecnológica hoy en día, me pareció una teoría bastante
plausible.
−¡Córrete, pendejo! –me dijo una
señora, atropellándome para aproximarse más al susodicho.
Se está acercando a nosotros, pensé, y vi que ya no nos
separaban más que unos cuantos metros de distancia. Venía por la derecha. Le
dio la mano a la vieja desgraciada que me había empujado con tanto ahínco y
luego la extendió hacia mí. Pude ver por el rabillo del ojo cómo muchas
personas se asombraban al ver a alguien tan joven como yo interesado en alguien
tan importante como Don Francisco. Entonces le di mi mano: pude sentir su sutil
apretón, el que era más una pequeña muestra de cariño que un gesto de total
indiferencia; estuve a punto de decirle: Usted me inspiró como
persona, Don Francis, pero al querer hacerlo, mirando directamente a sus
ojos, me di cuenta que el muy desgraciado seguía con su vidriosa mirada clavada
en el frente, por sobre mi cabeza. ¡Viejo de mierda: de verdad parecía un robot
articulado por computadora! Al sacar su mano de la mía para seguir con su rito
previo al acto de la Teletón, pude darme cuenta de lo helada que la tenía. ¡Era
como si estuviera muerto!
Di media vuelta y me fui en
dirección a la Alameda, casi corriendo, sin dejar de tamborilear en ningún
momento los dedos que habían tocado al famoso hombre judío (que sabía tenía el
pene circundado) sobre mi pantalón. Utilicé mi mano izquierda para pagar el
metro con mi pase, y como había poca gente circulando debido a la hora, pude
ganarle sin muchos problemas el asiento a una mujer embarazada (de unos siete
meses aproximadamente) y quedarme ahí, descansando mi mano derecha sobre mi
mochila sin pensar realmente en nada.
No recuerdo cuánto demoré en
llegar al departamento. Para mí, el tiempo fue siempre el mismo, como si fuera
una masa moldeable.
Al abrir la puerta, arrojé las
llaves al piso y me eché sobre el sofá que daba a una ventana con vista al
Estadio Nacional. Me sentí lo suficientemente cómodo como para abrirme la
bragueta con la mano izquierda (con mucho esfuerzo) y empezar una nueva sesión
de solitaria y penosa masturbación utilizando mi mano derecha, la misma que
había sido tocada por Mario Kreutzberger, el famoso Don Francisco, pensando en
que quizá eso fuera lo más cerca que tendría a un famoso de mi aparato
reproductor masculino.