Hoy me ocurrió lo siguiente:
Me
subí a un colectivo esperando no llegar tarde al centro para juntarme con mis
amigos a beber y esas cosas. El chofer, por fortuna, aunque luego de los
acontecimientos debo decir por desgracia, era uno de mis vecinos que me conoce
prácticamente desde que era un niño recién aprendido a caminar. Nos saludamos
muy buena onda, como siempre, nos preguntamos qué ha sido de nuestras vidas y
todo lo demás. Como me senté en el asiento del copiloto, fue fácil –y
prácticamente inevitable– que prosiguiéramos con la conversación. Luego de
acabar con todas las formalidades de quienes no se han visto por mucho tiempo,
en tono bromista y dándome un codazo confidencial en el brazo, me dijo:
–Oye,
el otro día te vi en una bicicleta de mujer por la calle –Su rostro sostenía
una amplia sonrisa–. ¿Qué, te volviste maricón ahora?
–Es
la bicicleta de mi hermana.
Por
un momento pensé que todo se trataba de una broma. No supe cómo tomármelo. Por
lo general me tomo las cosas con mucha tranquilidad y buen sentido del humor.
–Tenía
canastito –siguió mi vecino–. Esas son bicicletas de maricón, po’.
Era
cierto: la bicicleta de mi hermana es una de esas con canasto, timbre y un
asiento trasero para acarrear cosas o llevar a un acompañante con uno. Usaba la
suya porque la mía tuvo un desperfecto y soy lo suficientemente pajero como
para no llevarla a un taller para que la reparen. Sin embargo, lo que decía era
mierda pura.
–¿Tú
decís que la bicicleta, por tener canasto, es inmediatamente de mujer? –le
pregunté.
–Sí
po’, las de mujer tienen canasto. Además era rosá’.
La
bicicleta de mi hermana no es rosada, sino verde lima, pero él, por tratar de
agradarle aún más a un tipo sentado atrás nuestro –podía ver su sonrisa por el
espejo retrovisor al igual que lo hacía el chofer–, lo dijo como si nada.
–No
es rosada. Es verde.
–¿No
me diga’i que ahora te volviste colipato? –dijo él.
–No.
–¿Entonce’
qué onda?
–Nada,
po’. Sólo usaba la bicicleta de mi hermana pa’ no caminar. Que un güeón imbécil
como tú piense que soy maricón por usarla, no es mi problema, ¿no?
El
haberlo insultado con, digamos, buenas palabras y de forma no tan directa,
derribó un tanto la mueca triunfadora que tenía en su rostro. No se esperaba mi
respuesta, supongo.
–Además
–seguí– no tiene ningún problema que la bicicleta sea rosada, amarilla, o roja,
o azul, o lo que sea. Son sólo colores. Que a ti te hayan criado como las güéas
es asunto tuyo, no mío.
Eso
pareció matarlo entero. El tipo que se reía en el asiento trasero también quedó
en silencio. A veces tengo plena conciencia que hablo de más cuando debería
mantenerme callado y simplemente decirle que sí a todo. “Sí, tienes razón, soy
maricón por usar una bicicleta con canasto”; hubiera sido muy fácil con eso.
Pero tuve que perder un tanto los estribos y decirle lo primero que se me vino
a la mente sin reflexionar ni recordar que su papá se había suicidado cuando él
tenía muy pocos años de vida. Bueno, de todas maneras él se lo buscó.
–¿Y
qué tiene que ver esa cuestión con la crianza? –me espetó él, perdiendo la
seguridad de creer la batalla ganada–. Una cosa no tiene na’ que ver con la…
–Sí
tiene que ver –le refuté–. Si te criaron haciéndote creer que el rosado es un
color para mujeres, y no un simple color como cualquier otro (que es lo que en
realidad debería ser), eso estuvo mal. Piensa: una pistola pintada rosada es
tan capaz de reventarte a balazos como una pistola de color negro. Una cosa no
tiene na’ que ver con la otra. Una bicicleta rosada y con canasto es lo mismo
que cualquier otra bicicleta, salvo que no puede subir cerros y recorrer
lugares extremos…, aunque puedes llevar chelas en su canasto y sacarlas cuando
se te dé la gana.
Mi
vecino se quedó callado, masticando su propia rabia. Yo, por mi lado, no dejé
de pensar en un caso muy parecido ocurrido una vez. Fue cuando era empaque en
el supermercado cerca de mi casa, en los tiempos en que había un auto rosado de
esos que funcionan con una moneda para moverse y vibrar ubicado justo frente a
las cajas registradoras.
Una
mañana de la semana, sin que hubiera mucha gente comprando en el supermercado,
dos hombres se acercaron a pagar con un niño de unos tres años corriendo entre
sus piernas. A todas luces eran las tres generaciones vivas de una arquetípica
familia chilena: el mayor tendría unos sesenta años, mientras que su hijo –algo
indudable por los rasgos similares que presentaban ambos– debía bordear los
treinta, vestido a la usanza rapera y desprolija. Todo iba bien en aquella
escena hasta que el niño, movilizado por la atención prestada al auto rosada
frente a la caja registradora, quiso subirse en él y que su papá le echara una
moneda en su ranura para que éste funcionara.
Todavía
recuerdo perfectamente lo que el tipo de treinta años le dijo a su hijo:
–O’e,
no te suba’i ahí. Ese auto e’ rosado, e’ pa’ niña’.
Su
papá, el mayor de los tres, en vez de reprenderlo por tamaña imbecilidad, lo
secundó con una risa. El niño, por su lado, totalmente mermado y sin entender
por qué se reían de él, pareció comprender que elegir cosas de color rosado era
una elección que sólo engendraba vergüenza en los mayores, las personas que
comprendían el mundo mejor que él. La mente de un niño, Dios nos ampare,
funciona como una esponja, absorbiendo y guardando cuanta cosa llegue hasta él,
sea agua, mugre o mierda pura.
Imaginé
sucediendo en el mundo un montón de casos similares, incluso peores, más
violentos, deshumanizados y enfermizos. El problema era que las generaciones
continuaban dejando mella en las próximas que les seguían, propagando males que
deberían haberse erradicado hace mucho tiempo. Por lo mismo, cavilé, jamás
podría existir una revolución mental para mejorarlo todo: porque para eso
habría que acabar con todas las personas que pensaran como los hombres de esa
familia –y quién sabía cuántos más miembros.
No
sé por qué, pero me puse a pensar en ese momento, mientras el chofer y vecino
mío conducía mudo, hecho una furia por todo lo que acababa de decirle como
contra argumentación, en que hay gente que simplemente es estúpida, y que no
hay solución para ellas más que echarlas a una cámara de gas o hacerlas parte
de un sacrificio indígena para apaciguar al menos un poco a la Madre Tierra.
Se
me vino a la mente entonces que cuando tenía unos cuatro años, me gustaba
ponerme la ropa de mi mamá, pintarme la cara con sus cosméticos y pasearme por
la casa vestida como ella. Está claro que me quedaban grandes la mayoría de las
prendas, pero ahí andaba yo con sus zapatos puestos, caminando patizambo, y con
sus blusas colgándome como togas.
Mi familia jamás dijo nada al respecto: es
más, lo celebraban y se reían de ello no de la manera burlona en que lo habrían
hecho estas personas, sino que con la energía de quien lo encuentra totalmente
gracioso. Y a pesar de que nunca dejaron de haber ciertos destellos de machismo
en ciertas costumbres nuestras, el asunto de los géneros sexuales y los colores
que la gente cree predeterminados para con ellos jamás fue un tema de
conversación para nosotros. Por lo demás, siento que haberme vestido de mujer
–siendo totalmente inconsciente de si tenía un valor negativo o positivo en mi
existencia– no aplicó ninguna especie de cambio y configuración para conmigo.
En otras palabras, el haberlo hecho no me hizo gay, ni me hizo crecer tetas, ni
hizo que mi pene se transformara en una vagina. De hecho, simplemente no hizo
nada, porque la ropa es ropa y (volviendo al tema) las bicicletas son
bicicletas y los colores, colores.
Tuve ganas de explicarle todo esto al
chofer, mi vecino que me vio crecer y al que yo mismo vi crecer, decirle que
estaba equivocado y que debía enmendar el error antes que fuera demasiado
tarde; hacía poco tiempo mi vecino había sido papá, por lo que con toda
seguridad necesitaba de algo que le hiciera cambiar de opinión y darse cuenta
que ya no vivimos en la era de las cavernas y que es necesario cambiar y pensar
distinto. Pero pensé en todos los argumentos (ya medios obsoletos) de por qué
él estaba en lo correcto y no yo, maricón que ocupa la bicicleta con canasto de
su hermana, y el dolor de cabeza que me iba a dar al darse por iniciada una
discusión en la que nadie saldría ganando.
Por lo mismo le dije que me dejara a
unas tres cuadras antes de llegar a mi destino y le di las gracias antes de
apearme del vehículo –a ver si entendía que los modales tampoco se quitaban
aunque uno estuviera muy enojado–. Él sólo gruñó y se fue con rapidez,
seguramente despotricándome con el tipo sentado en el asiento trasero.
Si supiera que a veces beso hombres por
el puro capricho de besar…