Diario de vida #2: Hábitos familiares


Hoy me ocurrió lo siguiente:
            Me subí a un colectivo esperando no llegar tarde al centro para juntarme con mis amigos a beber y esas cosas. El chofer, por fortuna, aunque luego de los acontecimientos debo decir por desgracia, era uno de mis vecinos que me conoce prácticamente desde que era un niño recién aprendido a caminar. Nos saludamos muy buena onda, como siempre, nos preguntamos qué ha sido de nuestras vidas y todo lo demás. Como me senté en el asiento del copiloto, fue fácil –y prácticamente inevitable– que prosiguiéramos con la conversación. Luego de acabar con todas las formalidades de quienes no se han visto por mucho tiempo, en tono bromista y dándome un codazo confidencial en el brazo, me dijo:
            –Oye, el otro día te vi en una bicicleta de mujer por la calle –Su rostro sostenía una amplia sonrisa–. ¿Qué, te volviste maricón ahora?
            –Es la bicicleta de mi hermana.
            Por un momento pensé que todo se trataba de una broma. No supe cómo tomármelo. Por lo general me tomo las cosas con mucha tranquilidad y buen sentido del humor.
            –Tenía canastito –siguió mi vecino–. Esas son bicicletas de maricón, po’.
            Era cierto: la bicicleta de mi hermana es una de esas con canasto, timbre y un asiento trasero para acarrear cosas o llevar a un acompañante con uno. Usaba la suya porque la mía tuvo un desperfecto y soy lo suficientemente pajero como para no llevarla a un taller para que la reparen. Sin embargo, lo que decía era mierda pura.
            –¿Tú decís que la bicicleta, por tener canasto, es inmediatamente de mujer? –le pregunté.
            –Sí po’, las de mujer tienen canasto. Además era rosá’.
            La bicicleta de mi hermana no es rosada, sino verde lima, pero él, por tratar de agradarle aún más a un tipo sentado atrás nuestro –podía ver su sonrisa por el espejo retrovisor al igual que lo hacía el chofer–, lo dijo como si nada.
            –No es rosada. Es verde.
            –¿No me diga’i que ahora te volviste colipato? –dijo él.
            –No.
            –¿Entonce’ qué onda?
            –Nada, po’. Sólo usaba la bicicleta de mi hermana pa’ no caminar. Que un güeón imbécil como tú piense que soy maricón por usarla, no es mi problema, ¿no?
            El haberlo insultado con, digamos, buenas palabras y de forma no tan directa, derribó un tanto la mueca triunfadora que tenía en su rostro. No se esperaba mi respuesta, supongo.
            –Además –seguí– no tiene ningún problema que la bicicleta sea rosada, amarilla, o roja, o azul, o lo que sea. Son sólo colores. Que a ti te hayan criado como las güéas es asunto tuyo, no mío.
            Eso pareció matarlo entero. El tipo que se reía en el asiento trasero también quedó en silencio. A veces tengo plena conciencia que hablo de más cuando debería mantenerme callado y simplemente decirle que sí a todo. “Sí, tienes razón, soy maricón por usar una bicicleta con canasto”; hubiera sido muy fácil con eso. Pero tuve que perder un tanto los estribos y decirle lo primero que se me vino a la mente sin reflexionar ni recordar que su papá se había suicidado cuando él tenía muy pocos años de vida. Bueno, de todas maneras él se lo buscó.
            –¿Y qué tiene que ver esa cuestión con la crianza? –me espetó él, perdiendo la seguridad de creer la batalla ganada–. Una cosa no tiene na’ que ver con la…
            –Sí tiene que ver –le refuté–. Si te criaron haciéndote creer que el rosado es un color para mujeres, y no un simple color como cualquier otro (que es lo que en realidad debería ser), eso estuvo mal. Piensa: una pistola pintada rosada es tan capaz de reventarte a balazos como una pistola de color negro. Una cosa no tiene na’ que ver con la otra. Una bicicleta rosada y con canasto es lo mismo que cualquier otra bicicleta, salvo que no puede subir cerros y recorrer lugares extremos…, aunque puedes llevar chelas en su canasto y sacarlas cuando se te dé la gana.  
            Mi vecino se quedó callado, masticando su propia rabia. Yo, por mi lado, no dejé de pensar en un caso muy parecido ocurrido una vez. Fue cuando era empaque en el supermercado cerca de mi casa, en los tiempos en que había un auto rosado de esos que funcionan con una moneda para moverse y vibrar ubicado justo frente a las cajas registradoras.
            Una mañana de la semana, sin que hubiera mucha gente comprando en el supermercado, dos hombres se acercaron a pagar con un niño de unos tres años corriendo entre sus piernas. A todas luces eran las tres generaciones vivas de una arquetípica familia chilena: el mayor tendría unos sesenta años, mientras que su hijo –algo indudable por los rasgos similares que presentaban ambos– debía bordear los treinta, vestido a la usanza rapera y desprolija. Todo iba bien en aquella escena hasta que el niño, movilizado por la atención prestada al auto rosada frente a la caja registradora, quiso subirse en él y que su papá le echara una moneda en su ranura para que éste funcionara.
            Todavía recuerdo perfectamente lo que el tipo de treinta años le dijo a su hijo:
            –O’e, no te suba’i ahí. Ese auto e’ rosado, e’ pa’ niña’.
            Su papá, el mayor de los tres, en vez de reprenderlo por tamaña imbecilidad, lo secundó con una risa. El niño, por su lado, totalmente mermado y sin entender por qué se reían de él, pareció comprender que elegir cosas de color rosado era una elección que sólo engendraba vergüenza en los mayores, las personas que comprendían el mundo mejor que él. La mente de un niño, Dios nos ampare, funciona como una esponja, absorbiendo y guardando cuanta cosa llegue hasta él, sea agua, mugre o mierda pura.
            Imaginé sucediendo en el mundo un montón de casos similares, incluso peores, más violentos, deshumanizados y enfermizos. El problema era que las generaciones continuaban dejando mella en las próximas que les seguían, propagando males que deberían haberse erradicado hace mucho tiempo. Por lo mismo, cavilé, jamás podría existir una revolución mental para mejorarlo todo: porque para eso habría que acabar con todas las personas que pensaran como los hombres de esa familia –y quién sabía cuántos más miembros.
            No sé por qué, pero me puse a pensar en ese momento, mientras el chofer y vecino mío conducía mudo, hecho una furia por todo lo que acababa de decirle como contra argumentación, en que hay gente que simplemente es estúpida, y que no hay solución para ellas más que echarlas a una cámara de gas o hacerlas parte de un sacrificio indígena para apaciguar al menos un poco a la Madre Tierra.
            Se me vino a la mente entonces que cuando tenía unos cuatro años, me gustaba ponerme la ropa de mi mamá, pintarme la cara con sus cosméticos y pasearme por la casa vestida como ella. Está claro que me quedaban grandes la mayoría de las prendas, pero ahí andaba yo con sus zapatos puestos, caminando patizambo, y con sus blusas colgándome como togas.
Mi familia jamás dijo nada al respecto: es más, lo celebraban y se reían de ello no de la manera burlona en que lo habrían hecho estas personas, sino que con la energía de quien lo encuentra totalmente gracioso. Y a pesar de que nunca dejaron de haber ciertos destellos de machismo en ciertas costumbres nuestras, el asunto de los géneros sexuales y los colores que la gente cree predeterminados para con ellos jamás fue un tema de conversación para nosotros. Por lo demás, siento que haberme vestido de mujer –siendo totalmente inconsciente de si tenía un valor negativo o positivo en mi existencia– no aplicó ninguna especie de cambio y configuración para conmigo. En otras palabras, el haberlo hecho no me hizo gay, ni me hizo crecer tetas, ni hizo que mi pene se transformara en una vagina. De hecho, simplemente no hizo nada, porque la ropa es ropa y (volviendo al tema) las bicicletas son bicicletas y los colores, colores.
Tuve ganas de explicarle todo esto al chofer, mi vecino que me vio crecer y al que yo mismo vi crecer, decirle que estaba equivocado y que debía enmendar el error antes que fuera demasiado tarde; hacía poco tiempo mi vecino había sido papá, por lo que con toda seguridad necesitaba de algo que le hiciera cambiar de opinión y darse cuenta que ya no vivimos en la era de las cavernas y que es necesario cambiar y pensar distinto. Pero pensé en todos los argumentos (ya medios obsoletos) de por qué él estaba en lo correcto y no yo, maricón que ocupa la bicicleta con canasto de su hermana, y el dolor de cabeza que me iba a dar al darse por iniciada una discusión en la que nadie saldría ganando.
Por lo mismo le dije que me dejara a unas tres cuadras antes de llegar a mi destino y le di las gracias antes de apearme del vehículo –a ver si entendía que los modales tampoco se quitaban aunque uno estuviera muy enojado–. Él sólo gruñó y se fue con rapidez, seguramente despotricándome con el tipo sentado en el asiento trasero.
Si supiera que a veces beso hombres por el puro capricho de besar…