Un hombre camina por una
solitaria calle a eso de las tres de la tarde de un día domingo, seguro que nada malo va a ocurrirle. Sin
embargo, una vez hubo llegado a la mitad de ésta, detrás de un poste de luz,
aparece un tipo, pistola en mano, que quiere robarle todo lo que tiene. Le
dice:
−¡Pasa toas las güeás, pao’ culiao’!
Lleno de miedo, el aludido le responde:
−¡Cálmate, güeón, cálmate! –y dicho esto, empieza a
registrar sus propios bolsillos para sacar todas sus pertenencias de valor; el
asaltante no deja de apuntarlo con su arma−. ¡Toma, ahí tenís, pero no me hagai
na’!
Acto seguido, hace entrega de su billetera, su celular y su
mp4 al asaltante pensando en que éste así lo dejará tranquilo de una vez por todas; pero en vez
de eso, aún con las cosas del otro hombre en sus manos, el asaltante decide apretar el
gatillo y atravesar su pulmón derecho y huir de ahí antes que alguien lo vea y termine
por llamar a los Carabineros (aunque está lejos de sentir miedo por ellos).
El hombre, totalmente abandonado, cae de rodillas al
suelo sosteniendo su reciente y sangrante herida en el pecho, y piensa en todo
lo que no ha hecho. Siente unas terribles ganas de llorar, de revolcarse en
su propia sangre por la rabia que le ataca al verse imposibilitado de hacer
algo al respecto para salvar su propia vida o vengarse del hijo de puta que le
acaba de disparar; no obstante, luego de pensar más fríamente, se detiene por
completo y dice, casi con desgana, pero lúcido:
−Ah, verdad que soy un simple chileno de clase media baja
–y se acuesta en el piso, cierra los ojos, y deja que la herida sangre hasta
perder la vida. En su cara se observa una genuina expresión de felicidad.