Cuando desperté de nuevo esa
misma tarde, ya más descansado, repuesto y sin tanto alcohol en la sangre, me
sentía enormemente arrepentido por la discusión que había tenido con mi
compañera a la hora del almuerzo: no era mi intención haber sido un grosero
para con ella, de seguro; además, sabía que todo eso no había sido más que un
desquite de mi parte por haber dormido, sentirme y tener un desempeño en la
prueba como la mierda. En otras palabras, todo había sido muy injusto para ella.
Por lo mismo encendí mi computador apenas recuperé mi consciencia y le envié un
mensaje pidiéndole perdón, preguntándole que si algún día tenía tiempo
disponible, podía invitarla a tomar algo por ahí para arreglar todo el asunto.
Debe haber sido porque nunca se despega de su celular ni
para ir al baño que me respondió casi en el acto –digamos, un minuto como
mucho–, diciéndome que no tenía problema, que en realidad ella también se había
excedido con su comentario. Me explicó que había pensado luego en los niñitos
pobres y le había entrado una angustia enorme, y que de haber tenido yo un
celular al cual llamarme, ella me habría pedido perdón primero. Su mensaje
concluía con un: “gracias por no ser un estúpido orgulloso –emoticón de carita
feliz”.
Aquello era todo un paso: no estaba enojada conmigo.
Cuando ya comenzaba a respirar más tranquilo (escuchando cómo en el living el
Juan, el Mauro y alguien más se debatían en un duelo de Smash Bros.), Loreto, mi compañera, me envió otro mensaje
preguntándome que si no tenía nada qué hacer esa noche, podía ir a su casa y
tomar alguna copa de algo, que estaba sola y todos sus amigos la habían dejado plantada.
Pensé en lo extraño que sería compartir una copa con ella –es más, nunca lo
habíamos hecho desde la fiesta de bienvenida de nuestra carrera, donde
conversamos un poco y nada más–, a pesar que si bien le había ofrecido una, la
invitación había sido planteada como una cordialidad más que una invitación en
sí, porque sabía que no la aceptaría
nunca. Pero la cosa se había trocado distinta. Bueno, pensé, qué puede salir
mal de todo esto. Así que le dije: ya, iré a tu casa. Entonces me dio su dirección,
su número de celular –que había perdido con todos mis contactos– y se despidió
de mí arguyendo que tenía una ducha pendiente que tomar.
En media hora ya había comido algo, tomado una ducha y
bebido una cerveza viendo cómo mis amigos jugaban una partida de 100 vidas del Smash Bros. Llevaban así un par de horas
y aún estaban lejos de llegar al último tercio de éstas. Estaban
concentradísimos. Así que limpié las cosas que ocupé, saqué unos cuantos
billetes de mis ahorros y me despedí de ellos.
–¿No vai’ a ir con nosotros a cambiar el vale otro de
ayer? –me preguntó el Mauro sin quitar la vista de la tele.
–No puedo. Cosas qué hacer.
El Mauro me hizo un gesto con sus cejas y me despedí de
ellos.
Luego de cuarenta minutos me encontraba afuera de la casa
de la Loreto, una inmensa estructura ubicada en el barrio alto de la ciudad. No
se apreciaba más vida adentro que una luz filtrándose por una de las ventanas
del segundo piso y lo que supuse era el vestíbulo de la primera planta. Toqué
el timbre un par de veces y esperé, sintiéndome un poco tonto al respecto. Al
cabo de unos cuantos segundos se abrió el cerrojo electrónico de la reja y pasé
hasta el antejardín donde fui recibido por la Loreto. Me percaté que aún tenía el
pelo mojado.
–Oh, qué plancha que me pillís así –me dijo sonriéndome.
–Bah, no te preocupí’. Estamos en tu casa. Eri’ dueña de
estar como querai’.
Me hallé en un vestíbulo amplio y cálidamente iluminado,
adornado con muchos cuadros y fotos familiares y estatuillas de gatos de todos
los tamaños posibles dentro de éste.
–No hagas caso: mi mamá está loca por los gatos –comentó
cuando pasamos junto a ellos. Nos dirigíamos hacia la escalera ubicada al
fondo.
–Se nota –le dije, sin tratar de mostrarme muy
impresionado.
En el segundo piso ingresamos en la segunda puerta a la
derecha y la Loreto me invitó a sentarme donde juzgara más cómodo; su
habitación era una colorida mezcla de las dos etapas que mi compañera parecía
estar viviendo en ese preciso instante de su vida: el fin de la adolescencia y
el comienzo de una superficial y poco temprana madurez: abundaban las muñecas,
las fotos de sus actores favoritos y una gran pizarra llena de anotaciones de
la materia que veíamos en clases y las fechas de las pruebas y trabajos que
restaban del semestre. Y pensar que yo anotaba esas mismas cosas en el dorso de
mi mano…
Le di las gracias y me senté en la silla frente a su
escritorio. Ella encendió su radio y me preguntó que qué quería escuchar. Le
dije que cualquiera cosa. Me preguntó si Simply Red estaba bien. Simply Red
está excelente, le dije, y ella puso el disco de sus grandes éxitos.
–¿Todos esos son tuyos? –le pregunté, apuntando un gran
estante lleno de discos.
–Pues claro.
–¿Puedo verlos?
–Verlos y tocarlos.
Así, sin sospecharlo siquiera, me enteré que la Loreto
tenía unos gustos musicales muy parecidos a los míos.
–¡Jamás pensé que te gustara The Cure! –exclamé como una
niñita que acaba de ver a su ídolo de cerca–. ¡Ni mucho menos Tears for Fears
ni Depeche Mode!
–Pues se lo debo a mi papá. Él me heredó gran parte de
esta colección.
–Qué buen gusto tienes.
–Gracias.
Así nos mantuvimos un buen rato, hablando de nuestras
bandas y canciones favoritas, hasta que ella me preguntó si quería tomar
whiskey. ¡Claro!, le dije.
–¿Solo con hielo?
–¡Solo con hielo!
–Me lo imaginaba –me dijo, guiñándome un ojo.
La Loreto salió de la pieza para volver al minuto después
con la botella de whiskey, dos vasos y un recipiente lleno de gruesos hielos.
–Oye, Loreto.
–¿Qué?
–Te quería perdón por lo de la mañana –le dije mientras
ella servía los tragos–. En realidad todavía estaba borracho, me fue como las
güéas en la prueba y no sé, me dio rabia que dijerai’ todo eso.
Mi compañera me miró con sus ojos azules y me dijo, con
su voz ronca característica:
–Ya, filo, no importa. Si igual estuvo mal lo que dije –y
el hecho que me dijera esto, sin quitarme la vista de encima, me hizo saber que
lo decía en serio. Y eso, sinceramente, me hizo sentir muy bien–. No sé si te
lo conté en el mensaje, pero después, cuando llegué acá, me dio pena y no pude
evitar ponerme a llorar pensando en todas esas personas que se mueren de
hambre. Es una basura, ¿no? –Asentí–. Así que gracias a ti por tener la
decencia de decírmelo a la cara.
Y dicho esto, me pasó mi vaso y entrechocó el suyo con el
mío. Esto es mucho mejor de lo que había imaginado, pensé antes de continuar
con nuestra conversación.
La música nos llevó al cine, el cine a los libros y los
libros, mezclados a nuestra ingesta acelerada de alcohol, nos llevó a estar
sentados los dos en el suelo, como los indios.
Por un lado no me sorprendía que la Loreto fuera tan
culta y supiera tanto de arte y esas cosas, puesto que a la gente con dinero
siempre les ha sido fácil tener acceso a ello, sin embargo sí lo hacía el hecho
que teniendo tantas cosas en común, nunca hubiéramos hablado antes al respecto,
siendo que compartíamos numerosos días y tardes en el mismo recinto, yendo a
las mismas clases y todo eso. Más tarde pensé que los prejuicios son tan malos
para nosotros los pobres como para ellos los adinerados.
No supe en qué momento se acercó tanto a mí que pude
notar todas las perfecciones de su rostro: ningún punto negro, ninguna
espinilla, ninguna arruga; ni hablar del delicioso aroma que desprendía su pelo
e irradiaban sus poros. No entendía por qué nunca me había fijado en ella,
siendo que era realmente hermosa. Recuerdo que un compañero me había dicho hacía
algún tiempo atrás que nadie se fijaba mucho en ella porque tenerla al lado era
una lata horrible –“imagínate tener que escucharla hablar todo el rato como si
tuviera una papa en la boca”; pero estaba claro que ahora todo aquello no tenía
ningún sentido: conversar con ella no era ninguna lata, para nada.
Tampoco supe en qué momento me dio un beso y yo, casi
riéndome de los nervios, se lo respondí animosamente, percatándome que sus
labios eran exquisitos; gruesos y exquisitos para ser más exacto, como los
cojinetes de un pequeño y delicado gato. Se los mordía con cuidado y a ella
parecía gustarle un montón. Tomó mi vaso casi vacío y lo dejó a un lado junto
al suyo y se abalanzó sobre mí, desparramándonos los dos sobre su suelo
alfombrado.
Estuvimos así unos cuantos minutos, corriéndonos mano,
hasta que ella me ofreció más whiskey –acomodándose el pelo tras su oreja– y
seguimos hablando sobre libros.
Cuando alcanzó un nivel de embriaguez más alto (el
whiskey ya iba por un poco menos de la mitad), la Loreto empezó a contarme
todos su problemas familiares sin que ninguno de los dos supiera cómo habíamos
llegado a ese tema. Resultaba que su papá había muerto cuando era chica, en un
terrible accidente de tránsito, dejándole una fortuna enorme a su mamá, a ella
y a un hermanastro que vivía en Estados Unidos, sacando un magister en no sé
qué cosa.
–Qué terrible –le dije.
–Y eso no es todo –aclaró, explicando que ese no era más
que el comienzo de sus problemas: luego que su mamá recibió su parte del dinero
(la más grande de todas), apareció casi de inmediato con un hombre al que llevó
a vivir a su casa. Un hombre totalmente desagradable–. Un conchesumadre
–especificó la Loreto, escuchándola por primera vez decir un improperio–, un
conchesumadre de tomo y lomo –que no había hecho otra cosa que adueñarse de lo
que no era suyo. Así había comenzado su período de vida más triste hasta la
fecha: ninguneada por un tipo que ni siquiera era su padre, pero que intentaba
parecerlo, siempre bajo la sombra de su estúpida madre loca de amor. No
obstante, era una suerte que dedicaran la mayoría de su tiempo a los negocios y
a perderse en costosos balnearios del país y el extranjero–. Son unos hijos de
puta –Y sin que pudiera darme cuenta de lo que ocurriría, la Loreto comenzó a
llorar desconsoladamente agachando su cabeza.
No dudé un segundo en traerla conmigo y hacer que apoyase
su rostro en mi hombro, palmeándole la espalda con ternura. Así dimos inicio a
la siguiente tanda de besos que nos llevó a su cama, a desvestirnos y a
revolcarnos por ella con movimientos alcoholizados.
No recuerdo muy bien todo lo que hicimos (además, dicen
por ahí, un caballero no tiene memoria), pero sí tengo claro que mi compañera
tenía un coqueto aro en el ombligo (que no dudé repasar una y otra vez con mi
lengua), los pezones claros como marshmellows y un cuerpo tonificado a niveles jamás
habido entre mis manos.
En determinado momento nos quedamos dormidos bajo la
tenue luz de las lámparas alógenas y con la radio repitiendo el Songs from The Big Chair una y otra vez.
No me percaté de esto hasta que la luz del sol atravesó las cortinas e hirió
mis irritados ojos.
Miré a un lado
y me encontré con la espalda desnuda de la Loreto: me di cuenta que tenía tres
lunares alojados en su escápula derecha con la forma de Las Tres Marías, una
diminuta cicatriz que rodeaba su cintura y unas nalgas que me dieron ganas de apretar
ahí mismo, importándome una mierda despertarla. Pero en vez de eso salí del
cuarto y busqué el baño más cercano para liberarme de todo lo que me dañaba por
dentro.
Una vez de
vuelta me la encontré desperezándose de la misma manera adorable que lo hacen
los gatos, abriendo mucho la boca y extendiendo sus brazos.
–¿Cómo estás,
dormilona? –le pregunté.
–Excelente –me
respondió, haciendo un mohín coqueto–. Mejor que nunca.
Nos pusimos
nuestras poleras y bajamos hasta la cocina para prepararnos el desayuno que
acabamos por devorar en su cuarto. Mientras comíamos me dijo que le caía
simpático, que jamás había imaginado que mi compañía le sentaría tan bien
estando sola en casa. Luego lo hicimos otra vez –revolcándonos por todo el
suelo– y nos quedamos conversando sobre más música y libros. Armé un pito de
marihuana y fumamos antes de ponernos a escuchar las caras B de sus discos de
lujo de The Cure –los mismos que había tenido que vender semanas atrás–, lo
cual era una verdadera delicia.
Para la hora
del almuerzo pidió un par de pizzas a domicilio –terminando por hacerlo otra
vez en su living mientras esperábamos– que comimos en su patio mientras nos
partíamos de la risa. El día era agradable, fresco, y yo no podía dejar de
pensar en que la noche antepasada había dormido en la calle como un miserable
vagabundo, y que las tapas de vale otro parecían haberme dejado con un residuo
de buena suerte que perduraba a pesar que las horas avanzaban.
La tarde fue lo
mismo que la noche: más alcohol, más música y más sexo.
La Loreto, tras
evitar contestar unas cuantas llamadas de sus amigos que la habían dejado
plantada, decidió apagar su aparato y dedicarse por completo a pasarlo conmigo.
Entonces me di
cuenta que mi compañera, fuese como fuese superficialmente, tenía un interior
dulce y delicado que me hizo sentir cierta fascinación hacia ella: era como
cuando lograbas dar con el núcleo de una persona que siempre se mostró reacia a
exponerlo. Me imaginaba lo que dirían nuestros compañeros de carrera si
llegasen a saber lo que hacíamos en ese momento.
–Nunca pensé
que fuerai’ así –me dijo la Loreto en determinado punto, echados sobre el
mullido sofá ubicado entre dos estatuas de gatos–. Pensaba que erai’ un idiota
que no sabía otra cosa más que curarse.
Me reí al
respecto.
–Yo igual
pensaba que sólo erai’ la típica niñita adinerada y mimada –le dije–. Pero me
arrepiento: erí’ totalmente diferente de lo que pensaba.
–Sabía que
pensabai’ una cosa así de mí. Me di cuenta por la manera en que me increpaste
en el casino.
–Pues lo
siento, Loreto, no fue mi intención.
–No, no, está
bien. De verdad. No tengo problema con eso –Y acercándose a mí, agregó–: Piensa
que fue eso lo que te tiene aquí ahora –antes de darme un beso, cerrar su mano
en mi pene y revivirlo como Jesús lo hizo con Lázaro.
Para cuando ya
llegaba la noche, la Loreto me dijo que sus papás ya estaban por llegar, que
por desgracia no podríamos continuar con eso hasta que los muy malditos se
fueran de viaje de nuevo.
No hay
problema, le dije, y comenzamos a vestirnos. Aún seguíamos borrachos, y para
cuando ya estaba preparado para irme, encendí otro pito de marihuana a modo de
despedida. Nos besamos y me fue a dejar hasta la entrada de su casa. Me dijo
que habláramos por Internet para ver si podíamos ir a algún lugar al día
siguiente, o el día lunes, después de clases. Le dije que no había problema,
que para mí sería un placer. Nos besamos por última vez y caminé hasta el
centro de la ciudad para tomar la micro que me llevaría hasta la casa del Juan.
–¿Cómo te fue,
güeón? –me preguntó éste cuando entré, sentado a la mesa leyendo mientras comía
un sándwich.
Lo quedé mirando,
y sin poder aguantar las ganas, sonreí y comencé a contarle todo lo ocurrido
con la Loreto sin faltar a ningún lujo ni detalle.