Poema #35: La cama

La historia que te voy a contar
se trata de una maléfica cama
de la cual nadie se puede
llegar a levantar.

Carece de filudos dientes
como los vampiros,
y de mortales garras
como los hombres lobo,
pero si pensaste que ésta era
una cama normal,
no, señor,
como esta cama
no hay una sola igual.

Por rostro tiene
blandas almohadas,
mientras que sus sábanas
son fuertes brazos…
¡Pero chico, te aviso de inmediato,
cualquier intento de escapar,
te darás cuenta pronto,
habrá sido todo en vano!

Nadie puede con ella,
ha acabado con poderosos magos
y con grandes reinas.
¿Será acaso entonces
la encarnación
de un temible demonio?
No se sabe,
pues de su verdad
no hay nadie que pueda
de él dar un real testimonio.

Cómoda, ancha, mullida,
esta cama puede ser como
siempre quisiste.
Pero debes saber que de acostarte
en ella,
te lo advierto,
quizá volver a caminar

nunca puedas.  

Largo camino a la ruina #38: Sentir arrepentimiento

Cuando desperté de nuevo esa misma tarde, ya más descansado, repuesto y sin tanto alcohol en la sangre, me sentía enormemente arrepentido por la discusión que había tenido con mi compañera a la hora del almuerzo: no era mi intención haber sido un grosero para con ella, de seguro; además, sabía que todo eso no había sido más que un desquite de mi parte por haber dormido, sentirme y tener un desempeño en la prueba como la mierda. En otras palabras, todo había sido muy injusto para ella. Por lo mismo encendí mi computador apenas recuperé mi consciencia y le envié un mensaje pidiéndole perdón, preguntándole que si algún día tenía tiempo disponible, podía invitarla a tomar algo por ahí para arreglar todo el asunto.
            Debe haber sido porque nunca se despega de su celular ni para ir al baño que me respondió casi en el acto –digamos, un minuto como mucho–, diciéndome que no tenía problema, que en realidad ella también se había excedido con su comentario. Me explicó que había pensado luego en los niñitos pobres y le había entrado una angustia enorme, y que de haber tenido yo un celular al cual llamarme, ella me habría pedido perdón primero. Su mensaje concluía con un: “gracias por no ser un estúpido orgulloso –emoticón de carita feliz”.
            Aquello era todo un paso: no estaba enojada conmigo. Cuando ya comenzaba a respirar más tranquilo (escuchando cómo en el living el Juan, el Mauro y alguien más se debatían en un duelo de Smash Bros.), Loreto, mi compañera, me envió otro mensaje preguntándome que si no tenía nada qué hacer esa noche, podía ir a su casa y tomar alguna copa de algo, que estaba sola y todos sus amigos la habían dejado plantada. Pensé en lo extraño que sería compartir una copa con ella –es más, nunca lo habíamos hecho desde la fiesta de bienvenida de nuestra carrera, donde conversamos un poco y nada más–, a pesar que si bien le había ofrecido una, la invitación había sido planteada como una cordialidad más que una invitación en sí,  porque sabía que no la aceptaría nunca. Pero la cosa se había trocado distinta. Bueno, pensé, qué puede salir mal de todo esto. Así que le dije: ya, iré a tu casa. Entonces me dio su dirección, su número de celular –que había perdido con todos mis contactos– y se despidió de mí arguyendo que tenía una ducha pendiente que tomar.
            En media hora ya había comido algo, tomado una ducha y bebido una cerveza viendo cómo mis amigos jugaban una partida de 100 vidas del Smash Bros. Llevaban así un par de horas y aún estaban lejos de llegar al último tercio de éstas. Estaban concentradísimos. Así que limpié las cosas que ocupé, saqué unos cuantos billetes de mis ahorros y me despedí de ellos.
            –¿No vai’ a ir con nosotros a cambiar el vale otro de ayer? –me preguntó el Mauro sin quitar la vista de la tele.
            –No puedo. Cosas qué hacer.
            El Mauro me hizo un gesto con sus cejas y me despedí de ellos.
            Luego de cuarenta minutos me encontraba afuera de la casa de la Loreto, una inmensa estructura ubicada en el barrio alto de la ciudad. No se apreciaba más vida adentro que una luz filtrándose por una de las ventanas del segundo piso y lo que supuse era el vestíbulo de la primera planta. Toqué el timbre un par de veces y esperé, sintiéndome un poco tonto al respecto. Al cabo de unos cuantos segundos se abrió el cerrojo electrónico de la reja y pasé hasta el antejardín donde fui recibido por la Loreto. Me percaté que aún tenía el pelo mojado.
            –Oh, qué plancha que me pillís así –me dijo sonriéndome.
            –Bah, no te preocupí’. Estamos en tu casa. Eri’ dueña de estar como querai’.
            Me hallé en un vestíbulo amplio y cálidamente iluminado, adornado con muchos cuadros y fotos familiares y estatuillas de gatos de todos los tamaños posibles dentro de éste.
            –No hagas caso: mi mamá está loca por los gatos –comentó cuando pasamos junto a ellos. Nos dirigíamos hacia la escalera ubicada al fondo.
            –Se nota –le dije, sin tratar de mostrarme muy impresionado.
            En el segundo piso ingresamos en la segunda puerta a la derecha y la Loreto me invitó a sentarme donde juzgara más cómodo; su habitación era una colorida mezcla de las dos etapas que mi compañera parecía estar viviendo en ese preciso instante de su vida: el fin de la adolescencia y el comienzo de una superficial y poco temprana madurez: abundaban las muñecas, las fotos de sus actores favoritos y una gran pizarra llena de anotaciones de la materia que veíamos en clases y las fechas de las pruebas y trabajos que restaban del semestre. Y pensar que yo anotaba esas mismas cosas en el dorso de mi mano…
            Le di las gracias y me senté en la silla frente a su escritorio. Ella encendió su radio y me preguntó que qué quería escuchar. Le dije que cualquiera cosa. Me preguntó si Simply Red estaba bien. Simply Red está excelente, le dije, y ella puso el disco de sus grandes éxitos.
            –¿Todos esos son tuyos? –le pregunté, apuntando un gran estante lleno de discos.
            –Pues claro.
            –¿Puedo verlos?
            –Verlos y tocarlos.
            Así, sin sospecharlo siquiera, me enteré que la Loreto tenía unos gustos musicales muy parecidos a los míos.
            –¡Jamás pensé que te gustara The Cure! –exclamé como una niñita que acaba de ver a su ídolo de cerca–. ¡Ni mucho menos Tears for Fears ni Depeche Mode!
            –Pues se lo debo a mi papá. Él me heredó gran parte de esta colección.
            –Qué buen gusto tienes.
            –Gracias.
            Así nos mantuvimos un buen rato, hablando de nuestras bandas y canciones favoritas, hasta que ella me preguntó si quería tomar whiskey. ¡Claro!, le dije.
            –¿Solo con hielo?
            –¡Solo con hielo!
            –Me lo imaginaba –me dijo, guiñándome un ojo.
            La Loreto salió de la pieza para volver al minuto después con la botella de whiskey, dos vasos y un recipiente lleno de gruesos hielos.
            –Oye, Loreto.
            –¿Qué?
            –Te quería perdón por lo de la mañana –le dije mientras ella servía los tragos–. En realidad todavía estaba borracho, me fue como las güéas en la prueba y no sé, me dio rabia que dijerai’ todo eso.
            Mi compañera me miró con sus ojos azules y me dijo, con su voz ronca característica:
            –Ya, filo, no importa. Si igual estuvo mal lo que dije –y el hecho que me dijera esto, sin quitarme la vista de encima, me hizo saber que lo decía en serio. Y eso, sinceramente, me hizo sentir muy bien–. No sé si te lo conté en el mensaje, pero después, cuando llegué acá, me dio pena y no pude evitar ponerme a llorar pensando en todas esas personas que se mueren de hambre. Es una basura, ¿no? –Asentí–. Así que gracias a ti por tener la decencia de decírmelo a la cara.
            Y dicho esto, me pasó mi vaso y entrechocó el suyo con el mío. Esto es mucho mejor de lo que había imaginado, pensé antes de continuar con nuestra conversación.
            La música nos llevó al cine, el cine a los libros y los libros, mezclados a nuestra ingesta acelerada de alcohol, nos llevó a estar sentados los dos en el suelo, como los indios.
            Por un lado no me sorprendía que la Loreto fuera tan culta y supiera tanto de arte y esas cosas, puesto que a la gente con dinero siempre les ha sido fácil tener acceso a ello, sin embargo sí lo hacía el hecho que teniendo tantas cosas en común, nunca hubiéramos hablado antes al respecto, siendo que compartíamos numerosos días y tardes en el mismo recinto, yendo a las mismas clases y todo eso. Más tarde pensé que los prejuicios son tan malos para nosotros los pobres como para ellos los adinerados.
            No supe en qué momento se acercó tanto a mí que pude notar todas las perfecciones de su rostro: ningún punto negro, ninguna espinilla, ninguna arruga; ni hablar del delicioso aroma que desprendía su pelo e irradiaban sus poros. No entendía por qué nunca me había fijado en ella, siendo que era realmente hermosa. Recuerdo que un compañero me había dicho hacía algún tiempo atrás que nadie se fijaba mucho en ella porque tenerla al lado era una lata horrible –“imagínate tener que escucharla hablar todo el rato como si tuviera una papa en la boca”; pero estaba claro que ahora todo aquello no tenía ningún sentido: conversar con ella no era ninguna lata, para nada.
            Tampoco supe en qué momento me dio un beso y yo, casi riéndome de los nervios, se lo respondí animosamente, percatándome que sus labios eran exquisitos; gruesos y exquisitos para ser más exacto, como los cojinetes de un pequeño y delicado gato. Se los mordía con cuidado y a ella parecía gustarle un montón. Tomó mi vaso casi vacío y lo dejó a un lado junto al suyo y se abalanzó sobre mí, desparramándonos los dos sobre su suelo alfombrado.
            Estuvimos así unos cuantos minutos, corriéndonos mano, hasta que ella me ofreció más whiskey –acomodándose el pelo tras su oreja– y seguimos hablando sobre libros.
            Cuando alcanzó un nivel de embriaguez más alto (el whiskey ya iba por un poco menos de la mitad), la Loreto empezó a contarme todos su problemas familiares sin que ninguno de los dos supiera cómo habíamos llegado a ese tema. Resultaba que su papá había muerto cuando era chica, en un terrible accidente de tránsito, dejándole una fortuna enorme a su mamá, a ella y a un hermanastro que vivía en Estados Unidos, sacando un magister en no sé qué cosa.
            –Qué terrible –le dije.
            –Y eso no es todo –aclaró, explicando que ese no era más que el comienzo de sus problemas: luego que su mamá recibió su parte del dinero (la más grande de todas), apareció casi de inmediato con un hombre al que llevó a vivir a su casa. Un hombre totalmente desagradable–. Un conchesumadre –especificó la Loreto, escuchándola por primera vez decir un improperio–, un conchesumadre de tomo y lomo –que no había hecho otra cosa que adueñarse de lo que no era suyo. Así había comenzado su período de vida más triste hasta la fecha: ninguneada por un tipo que ni siquiera era su padre, pero que intentaba parecerlo, siempre bajo la sombra de su estúpida madre loca de amor. No obstante, era una suerte que dedicaran la mayoría de su tiempo a los negocios y a perderse en costosos balnearios del país y el extranjero–. Son unos hijos de puta –Y sin que pudiera darme cuenta de lo que ocurriría, la Loreto comenzó a llorar desconsoladamente agachando su cabeza.
            No dudé un segundo en traerla conmigo y hacer que apoyase su rostro en mi hombro, palmeándole la espalda con ternura. Así dimos inicio a la siguiente tanda de besos que nos llevó a su cama, a desvestirnos y a revolcarnos por ella con movimientos alcoholizados.
            No recuerdo muy bien todo lo que hicimos (además, dicen por ahí, un caballero no tiene memoria), pero sí tengo claro que mi compañera tenía un coqueto aro en el ombligo (que no dudé repasar una y otra vez con mi lengua), los pezones claros como marshmellows y un cuerpo tonificado a niveles jamás habido entre mis manos.
            En determinado momento nos quedamos dormidos bajo la tenue luz de las lámparas alógenas y con la radio repitiendo el Songs from The Big Chair una y otra vez. No me percaté de esto hasta que la luz del sol atravesó las cortinas e hirió mis irritados ojos.
Miré a un lado y me encontré con la espalda desnuda de la Loreto: me di cuenta que tenía tres lunares alojados en su escápula derecha con la forma de Las Tres Marías, una diminuta cicatriz que rodeaba su cintura y unas nalgas que me dieron ganas de apretar ahí mismo, importándome una mierda despertarla. Pero en vez de eso salí del cuarto y busqué el baño más cercano para liberarme de todo lo que me dañaba por dentro.
Una vez de vuelta me la encontré desperezándose de la misma manera adorable que lo hacen los gatos, abriendo mucho la boca y extendiendo sus brazos.
–¿Cómo estás, dormilona? –le pregunté.
–Excelente –me respondió, haciendo un mohín coqueto–. Mejor que nunca.
Nos pusimos nuestras poleras y bajamos hasta la cocina para prepararnos el desayuno que acabamos por devorar en su cuarto. Mientras comíamos me dijo que le caía simpático, que jamás había imaginado que mi compañía le sentaría tan bien estando sola en casa. Luego lo hicimos otra vez –revolcándonos por todo el suelo– y nos quedamos conversando sobre más música y libros. Armé un pito de marihuana y fumamos antes de ponernos a escuchar las caras B de sus discos de lujo de The Cure –los mismos que había tenido que vender semanas atrás–, lo cual era una verdadera delicia.
Para la hora del almuerzo pidió un par de pizzas a domicilio –terminando por hacerlo otra vez en su living mientras esperábamos– que comimos en su patio mientras nos partíamos de la risa. El día era agradable, fresco, y yo no podía dejar de pensar en que la noche antepasada había dormido en la calle como un miserable vagabundo, y que las tapas de vale otro parecían haberme dejado con un residuo de buena suerte que perduraba a pesar que las horas avanzaban.
La tarde fue lo mismo que la noche: más alcohol, más música y más sexo.
La Loreto, tras evitar contestar unas cuantas llamadas de sus amigos que la habían dejado plantada, decidió apagar su aparato y dedicarse por completo a pasarlo conmigo.
Entonces me di cuenta que mi compañera, fuese como fuese superficialmente, tenía un interior dulce y delicado que me hizo sentir cierta fascinación hacia ella: era como cuando lograbas dar con el núcleo de una persona que siempre se mostró reacia a exponerlo. Me imaginaba lo que dirían nuestros compañeros de carrera si llegasen a saber lo que hacíamos en ese momento.
–Nunca pensé que fuerai’ así –me dijo la Loreto en determinado punto, echados sobre el mullido sofá ubicado entre dos estatuas de gatos–. Pensaba que erai’ un idiota que no sabía otra cosa más que curarse.
Me reí al respecto.
–Yo igual pensaba que sólo erai’ la típica niñita adinerada y mimada –le dije–. Pero me arrepiento: erí’ totalmente diferente de lo que pensaba.
–Sabía que pensabai’ una cosa así de mí. Me di cuenta por la manera en que me increpaste en el casino.
–Pues lo siento, Loreto, no fue mi intención.
–No, no, está bien. De verdad. No tengo problema con eso –Y acercándose a mí, agregó–: Piensa que fue eso lo que te tiene aquí ahora –antes de darme un beso, cerrar su mano en mi pene y revivirlo como Jesús lo hizo con Lázaro.
Para cuando ya llegaba la noche, la Loreto me dijo que sus papás ya estaban por llegar, que por desgracia no podríamos continuar con eso hasta que los muy malditos se fueran de viaje de nuevo.
No hay problema, le dije, y comenzamos a vestirnos. Aún seguíamos borrachos, y para cuando ya estaba preparado para irme, encendí otro pito de marihuana a modo de despedida. Nos besamos y me fue a dejar hasta la entrada de su casa. Me dijo que habláramos por Internet para ver si podíamos ir a algún lugar al día siguiente, o el día lunes, después de clases. Le dije que no había problema, que para mí sería un placer. Nos besamos por última vez y caminé hasta el centro de la ciudad para tomar la micro que me llevaría hasta la casa del Juan.
–¿Cómo te fue, güeón? –me preguntó éste cuando entré, sentado a la mesa leyendo mientras comía un sándwich.

Lo quedé mirando, y sin poder aguantar las ganas, sonreí y comencé a contarle todo lo ocurrido con la Loreto sin faltar a ningún lujo ni detalle.

Largo camino a la ruina #37: Sentir agradecimiento

La disputa comenzó así:
            No sé si fue porque seguía medio borracho de la noche anterior, o si fue por el hecho de haber dormido en la plaza con el Mauro y el Juan (que me había dejado con un insoportable dolor en la espalda que me tuvo desconcentrado todo lo que duró la prueba), que no pude contener la rabia que nació súbitamente dentro mío.
Bueno, el asunto es que estábamos en el casino comentando la prueba con mis compañeros de carrera, algunos comprando sus escuálidos almuerzos universitarios, otros calentando los suyos en los microondas que pocos ocupaban, cuando nos sentamos a la mesa (para continuar hablando del tema) y escuché que una compañera nuestra, al abrir el pote con su almuerzo, comentó –como si tuviera una papa en la boca−: 
            −Ay, la nana otra vez me mandó puré con verduras y huevo.
            Reconozco que no tenía nada contra ella. Pero el haberla escuchado hablar así, mientras yo me moría de hambre, con una caña de mierda, hizo crecer dentro de mí una especie de impotencia tremenda, una de esas con aspecto de bestia.
            −Deberíai’ darte con una piedra en el pecho –le dije, sin tener mucha consciencia de lo que decía.
            −¿Perdón? –Mi compañera me quedó mirando como si no entendiera lo que había llegado hasta sus oídos. Las conversaciones a lo largo de la mesa quedaron congeladas.
            −Que deberíai’ darte con una piedra en el pecho por tener un plato de comida. Eso –agregué, por si no le quedaba claro.
            Ésta hizo un gesto afectado y miró a sus amigas.
            −Perdón, pero esto…
            −Deberíai’ pensar que hay gente que no tiene qué comer, que se muere de hambre, que tiene que morirse de frío en las calles para poder comer alguna porquería cancerígena, y vení’ tú y decí’ que qué lata porque tu nana te mandó puré con no sé qué mierda de almuerzo; o sea qué querí’ que te diga, francamente.
            El tiempo parecía haberse detenido entre nosotros: todos exhibían una clara expresión de sorpresa. Tenían la noción de que ahí iba a quedar la grande.
            Pero en vez de darles en el gusto, rechisté, tomé mis cosas y salí de ahí ante el creciente murmullo de mis compañeros. Uno de mis amigos me llamó, pero no volteé mi cara. Me sentía cansado, hambriento, soñoliento. Lo que menos quería era seguir escuchando más estupideces.

            Y pensar que hay niños muriéndose de hambre, pensé mientras salía del casino.

Largo camino a la ruina #36: Un golpe de suerte

Con el Juan y el Mauro concluimos que una cerveza antes de ir a casa sería una buena idea. Sin embargo, cuando nos sentamos a la mesa del pub y revisamos nuestras arcas, nos dimos cuenta que el único dinero que nos quedaba era para nuestros pasajes y alguna porquería para engañar la tripa. Como estábamos ahí mismo, en ese maldito templo de los borrachos, dijimos: qué güeá, ¡a la mierda!, y llamamos al tipo flacucho que atendía, sabedores que una vez hecha la idea de tomar una cerveza, no hay nada que pueda apaciguarla.
            Juntamos nuestras monedas y se la dimos al tipo.
            −Una, por favor –le indicamos. El flacucho miró las monedas depositadas sobre su palma con asco, como si las monedas de $10 y $50 fueran potenciales focos infecciosos y no dinero como cualquier billete o monedas de valor superior. Lo miramos con gesto arisco, como diciéndole: ¿vai’ a reclamar algo, culiao’?, y el tipo rezongó y se fue. Al cabo de un rato llegó con nuestra cerveza y tres vasos plásticos.
            Fue el Mauro, mientras yo servía el contenido en los vasos, el que se percató que la tapa venía premiada.
            −¡Tiene un vale otro!
            −¡¿En serio?!
            −Sí, güeón, cacha.
            Ahí, frente a nuestros ojos, estaba una de las frases que más amábamos en el mundo: vale otro.
            −¡Oh, güena! –dijimos, contentísimos.
            No dudamos en canjearlo de inmediato. El flacucho nos miró como si padeciéramos lepra y se fue para traernos la cerveza que habíamos ganado. El Juan sirvió su contenido en los vasos y miró el reverso de esa tapa, riéndose en el acto.
            −¿Qué, otro vale otro más? –dije. El Juan asintió sin dejar de reír.
            Entonces llegó nuestra tercera cerveza, la que decidimos no abrir hasta que termináramos nuestra primera y segunda, como si se tratara de una cábala. En menos de diez minutos, como era de esperar, ya estábamos desenroscándola para ver qué había del otro lado de su tapa.
            No lo podíamos creer: ¡era otro vale otro!
            El tipo flacucho parecía odiarnos más que nunca por nuestra buena suerte: habíamos gastado nuestros últimos pesos en una cerveza y ahora íbamos por la tercera consecutiva totalmente gratis. 
            Para la cuarta, quinta y sexta gratis, ya estábamos borrachísimos. No obstante, como teníamos la sensación de que apenas termináramos de beber acabaríamos inmediatamente con nuestra buena suerte, seguimos ahí aunque tuviéramos prueba al otro día y un montón de informes que avanzar para el fin de mes que estaba muy próximo.
            La gente a nuestro lado celebraba cada vez que nos salía un vale otro; mas cuando ya íbamos por la décima cerveza consecutiva, empezaron a mirarnos con odio, como si envidiaran que nuestro cuerpo estuviera lleno de alcohol sin gastar, básicamente, ni un solo peso, mientras ellos no dejaban de vaciar más y más sus billeteras para lograr el mismo fin que nosotros.
            Estuvimos así por horas, riéndonos a carcajadas sin poder creer nuestra buena suerte. El Mauro dijo que estaba bien que ganáramos alguna vez en la vida, y nosotros le consentimos, entrechocando nuestros vasos plásticos.
            Llegó un momento de la noche en que el mismo dueño del local (un tipo treintón con aspecto y mirada de cocainómano) se nos acercó y dijo:
            −Tienen que marcharse.
            Nos miramos sin dejar de sonreír como estúpidos.
            −¿Y eso por qué? –preguntó el Juan.
            −Bueno, porque están haciendo trampa –explicó el hombre, sorbiendo su nariz de vez en cuando. Tenía la cara roja−. No hay otra respuesta.
            −¿Estamos haciendo trampa? –nos preguntó el Juan de manera retórica. Negamos con la cabeza−. No es nuestra culpa que tengamos buena suerte.
            −De seguro trajeron los vale otro de su casa, ¿no? –El dueño del local parecía a punto de comenzar a golpearnos ahí mismo. Malditos cocainómanos, pensé, siempre creyéndose los dueños del mundo.
            −Sería idiota, porque no hemos ido a ningún otro local antes que éste. Creo que algunos tienen buena suerte y otros mala, así de simple.
            El dueño apretó el puño y su mandíbula y se fue hirviendo en rabia, empujando una silla a su paso.
            −Qué idiota –dijo el Juan y continuamos tomando. Estuvimos así por al menos unos cuarenta minutos más, cuando el dueño declaró que el pub cerraría ese día más temprano que de costumbre. Por lo mismo canjeamos nuestra última cerveza, la abrimos y la bebimos a rápidos sorbos en menos de cinco minutos. Cuando vimos el reverso de la tapa, nos reímos al darnos cuenta que teníamos en nuestro poder otro vale otro.
            −Parece que volveremos mañana –dijo el Mauro frente al dueño y el tipo flacucho que nos había atendido cuando nos íbamos.

            Esa noche, sin embargo, tuvimos que dormir a la intemperie en una plaza cercana: sin dinero en nuestros bolsillos y con nuestros estómagos atiborrados de cerveza, nos vimos imposibilitados de caminar de vuelta a casa. Así, inconscientes y muertos de frío, pasamos la noche hasta que nos dirigimos a nuestras respectivas universidades para rendir las pruebas que debíamos. 

Historia #249: Ejercicios de Matemáticas

A ver, Matemática simple:

            Huevos fritos + leche con plátano = X

            Donde X es:


a)      Un día con el estómago “averiado”
b)      Mucha energía para comenzar el día
c)      Una buena y nutritiva combinación
d)      Diarrea fulminante

e)      Todas las anteriores

Historia #248: Carta a Ratoncilio

J.P. Godoy:


Debes saber, pequeño, que esta vida te fue entregada para vivir, para ser feliz y sentir la alegría anidarse en tu corazón y contemplar las grandes cosas que nos regala la tierra. No por nada tus padres sacrificaron tanto suyo por esto, por tenerte entre nosotros, para que puedas apreciar las cosas hermosas y buenas que nos rodean antes que se acaben. Porque el tiempo y el esfuerzo no se recuperan, al igual que el sudor y las lágrimas, pero dan buenos frutos que cosechados con paciencia y dedicación, serán un gran árbol cuando los árboles no existan, serán agua cuando los ríos se sequen, y serán partículas de aire cuando el aire se intoxique.
Por eso eres un regalo, una promesa, un recuerdo de nuestros viejos y mejores tiempos.
Has que todo valga la pena: nuestras vidas, la tuya.


Sé fuerte, pequeño.


                                                                                                                      La Serena

F.